Seres que no son mujeres
Los mendigos habían celebrado tanto su triunfo sobre el albino y se habían concentrado tanto en sus planes para el ataque a la caravana de Tanelorn, que habían olvidado ir en busca de los caballos en los que Elric y Moonglum habían llegado a Nadsokor.
El albino y su compañero encontraron las monturas donde las habían dejado la noche anterior. Los magníficos corceles de Shazar pacían en el prado como si sólo llevaran unos minutos esperando.
Montaron a las sillas y muy pronto cabalgaban a toda la velocidad que les proporcionaban sus ligeras monturas, en dirección norte nordeste, hacia el punto donde calculaban que estaría la caravana.
Poco después de mediodía la divisaron por fin. Una larga hilera de carromatos y caballos engalanados con ricas sedas de vivos colores y arneses profusamente decorados se extendía por el fondo de un valle poco profundo. Y, rodeando la caravana por ambos lados, se encontraba el escuálido y heterogéneo ejército de mendigos del rey Urish de Nadsokor.
Elric y Moonglum detuvieron sus caballos cuando alcanzaron la cresta de la colina y observaron el panorama.
Theleb K’aarna y el rey Urish no aparecían por ningún lado hasta que Elric les localizó en la colina al otro lado del valle. Por el modo en que el hechicero extendía sus brazos hacia el cielo intensamente azul, Elric dedujo que ya estaba invocando la ayuda que había prometido a Urish.
Abajo, Elric vio un destello encarnado que reconoció como la vestimenta del Arquero Rojo. Cuando se fijó mejor, vio un par de figuras más que le resultaron conocidas. Eran Brut de Lashmar, con su cabello rubio y su cuerpo de enorme corpulencia, bajo el cual su caballo de combate parecía un poni, y Carkan, que en otro tiempo había sido de Pan Tang pero que ahora vestía la capa a cuadros y la gorra de piel de los bárbaros de Ilmiora Meridional. El propio Rackhir había sido Sacerdote Guerrero del país de Moonglum, más allá del Desierto de los Suspiros, pero todos aquellos hombres habían jurado a sus dioses retirarse a vivir a la pacífica Tanelorn donde, se decía, ni siquiera los más poderosos Señores de los Mundos Superiores podían entrar. A Tanelorn la Eterna, que había existido desde hacía incontables ciclos y que sobreviviría a la misma Tierra.
Ignorante del plan de Theleb K’aarna, Rackhir no estaba demasiado preocupado, al parecer, por la presencia de la horda de mendigos, cuyo armamento era tan pobre como el del grupo que se había enfrentado a Elric y Moonglum en Nadsokor.
—Tenemos que cruzar sus filas y llegar junto a Rackhir en seguida —dijo Moonglum.
Elric asintió pero no hizo el menor movimiento. Estaba mirando la colina de enfrente donde Theleb K’aarna continuaba su encantamiento, tratando de adivinar qué clase de ayuda estaba invocando el hechicero.
Un momento después, Elric soltó un aullido y espoleó su caballo, lanzándolo al galope ladera abajo. Moonglum, casi tan sorprendido como los propios mendigos, siguió a su compañero hacia el grueso de la horda harapienta, descargando golpes con su espada más larga a diestro y siniestro.
La Tormentosa que empuñaba Elric emitió un fulgor negro al tiempo que abría una senda sangrienta a través del ejército de mendigos, dejando tras él un amasijo de cuerpos mutilados, entrañas esparcidas y miradas muertas en las que podía leerse el horror.
El caballo de Moonglum quedó bañado en sangre hasta el lomo y relinchó, resistiéndose a seguir al diabólico albino de la espada negra, pero Moonglum, temeroso de que las filas de los mendigos se cerraran en torno a él, obligó a su montura a continuar avanzando hasta que, al fin, los dos jinetes forzaron el cerco y se encontraron cabalgando hacia la caravana. En ese instante, alguien pronunció a gritos el nombre de Elric.
Era Rackhir, el Arquero Rojo, vestido de escarlata de pies a cabeza, con un arco rojo de hueso en la mano y, a la espalda, un carcaj también encarnado de flechas con plumas carmesíes. El hombre se cubría la cabeza con un gorro de piel escarlata, decorado con una única pluma del mismo color, y mostraba unas facciones curtidas y enjutas, casi desprovistas de carne. Rackhir había luchado al lado de Elric antes de la caída de Imrryr y juntos habían descubierto las Espadas Negras. Tras ello, Rackhir había partido en busca de Tanelorn y la había encontrado al fin.
Elric no había vuelto a ver a Rackhir desde entonces. Ahora, apreció una envidiable sensación de tranquilidad en los ojos del arquero. Rackhir había sido en otro tiempo un Sacerdote Guerrero de las tierras del Este al servicio del Caos, pero ahora no servía a nadie más que a su pacífica Tanelorn.
—¡Elric! ¿Has venido para ayudarnos a mandar a Urish y sus mendigos de vuelta al sitio de donde han venido? —Rackhir sonreía, visiblemente complacido de ver a su viejo amigo—. ¡Y Moonglum! ¡No había vuelto a verte desde que dejé las tierras del Este! ¿Cuándo os habéis conocido?
—Han sucedido muchas cosas desde nuestro último encuentro, Rackhir —dijo Moonglum con una sonrisa.
El Arquero Rojo se frotó su nariz aguileña.
—Sí, eso he oído —respondió.
Elric se apresuró a desmontar.
—No tenemos tiempo para recuerdos ahora, Rackhir. Corres un peligro más grave de lo que supones.
—¿Qué dices? ¿Desde cuándo temes a la chusma apestosa de Nadsokor? ¡Observa lo rudimentario de su armamento!
—Con esos mendigos viene un hechicero de Pan Tang, Theleb K’aarna. Mira: ahí está, en esa colina.
Rackhir frunció el ceño.
—¡Brujería! Poca protección tengo actualmente contra ella. ¿Sabes si es muy bueno ese hechicero?
—Es uno de los más poderosos de Pan Tang.
—… Y los brujos de Pan Tang casi igualan a los de tu raza en conocimientos, ¿no es cierto, Elric?
—Me temo que en estos momentos incluso me supere, pues Urish me ha robado el anillo Actorios.
Rackhir miró a Elric con extrañeza, advirtiendo en el rostro del albino algo que, evidentemente, no había visto en él la última vez que habían estado juntos.
—Bien —murmuró al fin—, tendremos que defendernos como mejor podamos…
—Si desenganchas los caballos de los carros para que todos tus hombres puedan montar, quizá logremos escapar antes de que Theleb K’aarna conjure la ayuda sobrenatural que está invocando, sea la que sea.
Elric movió la cabeza en un gesto de saludo cuando vio acercarse, sonriente, al gigantesco Brut de Lashmar, que había sido un héroe en su ciudad antes de caer en el descrédito.
Rackhir rechazó la sugerencia del albino:
—Tanelorn necesita las provisiones que traemos.
—Mira ahí —intervino Moonglum sin alzar la voz.
En lo alto de la colina donde habían visto a Theleb K’aarna se alzaba ahora una densa nube roja, como una columna de sangre en un agua clara.
—Lo está consiguiendo —murmuró Rackhir—. ¡Brut! ¡Que todo el mundo monte! No tenemos tiempo para preparar más defensas, pero tendremos la ventaja de estar a caballo cuando ataquen.
Brut se alejó al galope, gritando órdenes a los hombres de Tanelorn. Éstos se apresuraron a desenganchar los carromatos y aprestar las armas.
La nube encarnada empezaba a dispersarse y de ella iban surgiendo unas siluetas. Elric trató de distinguirlas pero la distancia se lo impidió. Montó de nuevo a la silla de su caballo mientras los jinetes de Tanelorn se organizaban en unidades que, cuando se produjera el ataque, se lanzarían al galope entre los mendigos —carentes de monturas— hasta cruzar sus filas. Rackhir hizo un gesto con la mano a Elric y se dirigió a encabezar una de las columnas de caballería. Elric y Moonglum se encontraron al frente de una decena de guerreros armados con hachas, picas y lanzas.
Entonces, sobre el expectante silencio, se escuchó el graznido de la voz de Urish.
—¡Al ataque, mis mendigos! ¡Están perdidos!
La multitud de mendigos empezó a descender por las laderas del valle. Rackhir alzó la espada como señal a sus hombres. El primer grupo de jinetes se separó de la caravana, dirigiéndose al encuentro de los atacantes.
Un gran griterío resonó en el valle cuando los guerreros de Tanelorn chocaron con sus enemigos, blandiendo sus armas a diestro y siniestro.
Elric vio la capa a cuadros de Carkan entre un mar de harapos, brazos mugrientos, garrotes y navajas. Vio también la gran cabeza rubia de Brut sobresaliendo de una masa de miseria humana.
—Esas criaturas no son rival para los guerreros de Tanelorn —dijo Moonglum.
Elric señaló hacia la colina con aire sombrío.
—Tal vez prefieran a sus nuevos enemigos.
Moonglum se volvió y soltó una exclamación.
—¡Son mujeres!
Elric sacó la Tormentosa de su funda.
—No son mujeres —replicó—. Son elenoinas. Proceden del Octavo Plano y no son humanas. Ya verás.
—¿Las conoces?
—Mis antepasados se enfrentaron a ellas una vez.
Un extraño ulular agudísimo taladró sus oídos. Procedía de la ladera de la colina, donde volvía a distinguirse la figura de Theleb K’aarna. El sonido procedía de aquellos seres que Moonglum seguía tomando por mujeres de carne y hueso. Mujeres pelirrojas cuya cabellera les llegaba casi hasta las rodillas y constituía el único velo de sus cuerpos desnudos. Las elenoinas descendieron como en una danza por la ladera hacia la sitiada caravana, volteando sobre sus cabezas pesadas espadas que debían medir más de metro y medio.
—Theleb K’aarna es muy astuto —murmuró el albino—. Los guerreros de Tanelorn vacilarán antes de herir a una mujer. Y, mientras titubean, las elenoinas acabarán con ellos con perversa ferocidad.
Rackhir ya se había percatado también de la presencia de las elenoinas y había reconocido a qué se enfrentaba.
—¡No os dejéis engañar, guerreros! —gritó—. ¡Estas criaturas son demonios!
Volvió la cabeza hacia Elric y éste vio una expresión resignada en su rostro, pues el Arquero Rojo conocía el poder de las elenoinas. Espoleó su caballo hasta llegar junto al albino y le preguntó qué podían hacer.
—¿Qué pueden hacer los mortales frente a las elenoinas? —respondió Elric con un suspiro.
—¿No posees ningún recurso mágico?
—Con el Anillo de Reyes, tal vez podría conjurar a los grahluks, enemigos ancestrales de esas furias. Theleb K’aarna ya ha abierto una puerta al Octavo Plano.
—¿No podrías tratar de invocarlos? —suplicó Rackhir.
—Mientras lo intentara, no podría ayudarte con mi espada y creo que hoy ha de sernos más útil la Tormentosa que los conjuros.
Rackhir se estremeció y se alejó sobre su caballo para ordenar a sus hombres que reforzaran sus filas, pero sabía a ciencia cierta que todos ellos iban a morir.
De pronto, los mendigos retrocedieron también, tan aterrados por la presencia de las elenoinas como los hombres de Tanelorn.
Sin dejar de entonar su cántico agudo y escalofriante, las elenoinas bajaron sus espadas y se desplegaron por la colina, mirando a los hombres con una sonrisa.
—¿Cómo pueden…? —empezó a decir Moonglum, pero entonces vio sus ojos enormes, anaranjados, y vio sus dientes largos, puntiagudos y relucientes como si fueran de metal.
Los jinetes de Tanelorn retrocedieron hacia los carromatos dispuestos en una larga hilera desordenada. El horror, la desesperación y la incertidumbre se reflejaban en todos los rostros salvo el de Elric, que mostraba una expresión de torva cólera. Sus ojos carmesíes echaban fuego mientras sostenía la Tormentosa cruzada sobre la perilla de la silla de montar y contemplaba a las diabólicas mujeres.
El cántico de las elenoinas se hizo más y más estridente, hasta taladrarles el tímpano a los humanos y revolverles el estómago. Las furias alzaron sus brazos delgados y se pusieron de nuevo a voltear las espadas por encima de sus cabezas, sin dejar de mirarles con sus ojos insensibles y animalescos, maliciosos y carentes de parpadeo.
Entonces, Carkan de Pan Tang, con su gorro de piel ladeado en la cabeza y la capa a cuadros ondeando al viento, lanzó un grito sofocado y, azuzando a su poderoso caballo, se lanzó contra ellas volteando también su espada.
—¡Atrás, demonios! ¡Atrás, engendros del Infierno!
—¡Aaaaaaah! —exclamaron las elenoinas con anticipada delectación—. ¡Iiiiiiiih! —entonaron.
Y Carkan se vio de pronto en medio de una decena de espadas finas y cortantes y tanto él como su caballo quedaron, en un abrir y cerrar de ojos, convertidos en pequeños pedazos de carne amontonados a los pies de las elenoinas, cuyas risas llenaron el valle mientras algunas se agachaban para hincar sus afiladas dentaduras en los restos descuartizados.
Un rugido de horror y de odio se alzó entonces entre las filas de Tanelorn y los jinetes, presa de la histeria y el miedo y la repugnancia, cargaron gritando contra las infernales mujeres, que se rieron aún más fuerte y continuaron volteando sus afiladas espadas.
La Tormentosa emitió un murmullo como si captara el estrépito del combate, pero Elric no se movió mientras contemplaba la escena, pues sabía que las elenoinas seguirían matando como acababan de hacer con Carkan.
—¡Tiene que haber algún hechizo contra ellas, Elric! —murmuró Moonglum.
—¡Lo hay, pero no puedo invocar a los grahluks! —Elric respiraba entrecortadamente y su cerebro era un torbellino—. ¡No puedo, Moonglum!
—¡Por Tanelorn, debes intentarlo!
Entonces, Elric picó espuelas y, con la aullante Tormentosa en la mano, se lanzó contra las elenoinas e invocó a gritos el nombre de Arioch como lo habían invocado sus antepasados desde la fundación de Imrryr.
—¡Arioch! ¡Arioch! ¡Sangre y almas para mi señor Arioch!
Paró el golpe de la espada de una elenoina y observó sus ojos animalescos al tiempo que la Tormentosa transmitía a su brazo la vibración del impacto. Golpeó a su vez, pero el diablo con apariencia de mujer paró la embestida. La cabellera rojiza se agitó en el aire y se enroscó en torno al cuello del albino, pero éste cortó el mechón de un tajo y la presión se relajó. Lanzó una estocada al cuerpo desnudo pero la elenoina saltó a un lado. Un nuevo golpe silbante de la fina espada y Elric se vio obligado a echarse hacia atrás para evitarlo, cayendo de la silla. Se puso en pie al instante para protegerse de un segundo ataque, empuñó la Tormentosa con ambas manos y avanzó con la negra hoja por delante hasta ensartarla en su liso vientre. La elenoina soltó un rugido de rabia y una sustancia verdusca y pestilente empezó a brotar de la herida. La mujer infernal cayó al suelo entre gruñidos y miradas rabiosas, aún con vida. Elric descargó el filo de la Tormentosa en su cuello y la cabeza rodó por el suelo mientras la larga cabellera trataba de enroscarse en torno a sus tobillos. El albino se apresuró a recoger la cabeza y echó a correr colina arriba, donde se habían congregado los mendigos para contemplar la destrucción de los guerreros de Tanelorn. Al verle aparecer, los mendigos rompieron filas y echaron a correr, pero Elric alcanzó a uno de ellos en la espalda con la punta de la hoja. El hombre cayó e intentó continuar a rastras, pero las rodillas no le sostuvieron y cayó de bruces sobre la hierba tinta en sangre. Elric levantó del suelo al desgraciado y se lo echó al hombro. Después, dio media vuelta y corrió pendiente abajo hacia los carromatos del valle. Los guerreros de Tanelorn se estaban batiendo bien, pero las elenoinas ya había reducido su número a la mitad. Casi increíblemente, había también varios cadáveres de aquellos seres monstruosos tendidos en el campo de batalla.
Elric vio a Moonglum defendiéndose con sus dos espadas. Vio a Rackhir montado todavía y dando órdenes a sus hombres. Vio a Brut de Lashmar en el centro del combate. Sin embargo, el albino continuó corriendo hasta quedar a cubierto de uno de los carromatos y depositó en el suelo su botín sanguinolento. Con la punta de la espada, abrió en canal el cuerpo contrahecho del mendigo; luego, recogió la cabellera de la elenoina y la empapó en la sangre del desgraciado.
Después se incorporó, vuelto hacia el oeste, con la melena ensangrentada en una mano y la Tormentosa en la otra. Levantó al unísono la cabeza y la espada y empezó a hablar en la ancestral Lengua Alta de Melniboné, recordando las palabras que había leído en el viejo libro de hechizos de su padre:
«Debe utilizarse el cabello de una Elenoina, sostenido en dirección al oeste y empapado en la sangre de un enemigo, para conjurar a los enemigos de las Elenoinas, los grahluks».
Así pues, procedió a la invocación:
¡Venid, grahluks! ¡Venid a matar!
¡Venid, grahluks, y acabad con vuestro viejo enemigo!
¡Que sea éste el día de vuestra victoria!
Las fuerzas que había absorbido del Dios Ardiente fueron abandonándole mientras utilizaba la energía para llevar a cabo el conjuro. Y era posible que, sin el Anillo de Reyes, estuviera gastando esas fuerzas inútilmente.
¡Grahluks, acudid sin tardanza!
¡Venid a matar a vuestro enemigo ancestral!
¡Que sea éste el día de vuestra victoria!
El conjuro era mucho menos complejo que la mayoría de los que había empleado en el pasado, pero le exigió más esfuerzo que ninguno de los que había realizado en su vida.
—¡Os conjuro a que aparezcáis, grahluks! ¡Venid aquí a vengaros de quienes os expoliaron!
Según las leyendas, muchos ciclos atrás las elenoinas habían expulsado a los grahluks de sus tierras en el Octavo Plano, y los grahluks sólo vivían desde entonces para vengarse cada vez que se presentaba la ocasión.
En torno a Elric, el aire vibró y adoptó un color pardo, luego verde y, por fin, negro.
—¡Grahluks! ¡Venid a destruir a las Elenoinas! —La voz de Elric era cada vez más débil—. ¡Grahluks, la puerta está abierta!
Y el suelo tembló y una extraña ventolera agitó los cabellos empapados en sangre de la mujer infernal y el aire se hizo denso y púrpura y Elric cayó de rodillas sin dejar de repetir la invocación.
—¡Grahluks…!
Se escuchó un siseo, que se convirtió en gruñido. Un hedor inexpresable impregnó el aire.
Los grahluks habían acudido. Eran criaturas simiescas de aspecto tan bestial como las elenoinas y portaban redes, cuerdas y escudos. Según las leyendas, las dos especies habían poseído inteligencia; de hecho, grahluks y elenoinas habían formado parte de la misma especie, en dos ramas que habían evolucionado por separado.
Surgieron a puñados de la niebla púrpura y se quedaron mirando a Elric, que aún seguía arrodillado. Elric señaló el lugar donde los guerreros de Tanelorn que quedaban en condiciones seguían combatiendo a las mujeres infernales.
—Allí…
Los grahluks, hambrientos de batalla, gruñeron y se lanzaron contra las elenoinas.
Las criaturas conjuradas por Theleb K’aarna vieron llegar a sus enemigos y sus voces agudas cambiaron de tono al tiempo que se retiraban una corta distancia ladera arriba.
Elric se incorporó a duras penas y gritó con voz exhausta:
—¡Rackhir! ¡Retira a tus guerreros! Los grahluks se ocuparán ahora del trabajo…
—¡Finalmente, nos has socorrido! —exclamó el Arquero Rojo, obligando a su caballo a dar media vuelta.
Tenía las ropas hechas jirones y mostraba una decena de heridas en el cuerpo.
Los hombres de Tanelorn vieron destellar redes y lazos de cuerda sobre las elenoinas, cuyas espadas se veían frenadas por los escudos de sus adversarios. Vieron cómo las aullantes mujeres del Infierno eran aplastadas y asfixiadas y cómo parte de sus entrañas eran devoradas entre gruñidos por aquellos demonios simiescos.
Y, cuando hubieron acabado con la última de las elenoinas, los grahluks tomaron las espadas de éstas, las volvieron hacia sí mismos y se arrojaron sobre ellas.
—¡Se están suicidando! —exclamó Rackhir—. ¿Por qué?
—Sólo viven para destruir a las elenoinas. Una vez lo han conseguido, no tienen ninguna otra razón para existir.
Elric estuvo a punto de desmayarse y entre Rackhir y Moonglum le sostuvieron.
—¡Mirad! —exclamó Moonglum con una carcajada—. ¡Los mendigos huyen!
—¡Theleb K’aarna! —murmuró Elric—. Tenemos que apresar al hechicero…
—Sin duda, ya habrá huido a Nadsokor con Urish.
—Tengo que… es preciso que recupere el Anillo de Reyes.
—Es evidente que puedes llevar a cabo tus hechizos sin él —comentó el Arquero Rojo.
—¿De veras?
Elric alzó la cabeza y mostró el rostro a Rackhir, que bajó los ojos y asintió.
—Te ayudaremos a recobrar el anillo —aceptó Rackhir en voz baja—. Los mendigos no volverán a ser problema. Cabalgaremos contigo a Nadsokor.
—Esperaba que lo hicierais. —Elric subió con dificultad a la silla de un caballo superviviente y tiró de las riendas, dirigiendo su montura hacia la ciudad de los mendigos—. Tal vez vuestras flechas consigan lo que mi espada no puede…
—No te comprendo —dijo Rackhir.
—Te lo explicaremos por el camino —intervino Moonglum, montando a su vez.