El castigo del Dios Ardiente
—¡Por las cagadas de Narjhan, qué frío está!
Elric escuchó la voz áspera de uno de los mendigos que le transportaban. El albino aún seguía muy débil, pero el calor corporal de los mendigos le había reconfortado y el frío que sentía en los huesos había remitido considerablemente.
—¡Ahí está la entrada!
Elric abrió los ojos con esfuerzo.
Sus captores le llevaban boca abajo, pero alcanzó a echar un vistazo delante de él en la penumbra.
Allí se apreciaba algo que emitía un fulgor mortecino.
Cubriendo el hueco en forma de arco de la boca del túnel, se extendía algo que parecía la piel iridiscente de algún animal sobrenatural.
Los mendigos tomaron impulso, balancearon su cuerpo y le arrojaron contra aquella especie de piel de brillo apagado.
Fue a dar contra ella de espaldas.
Era una sustancia viscosa que se adhirió a él y Elric notó que le estaba absorbiendo. Trató de resistirse pero aún estaba demasiado débil y tuvo la certeza de que iba a morir.
Sin embargo, al cabo de unos largos minutos se encontró al otro lado, entre paredes de roca sólida, y permaneció tendido y jadeante en la oscuridad del túnel.
Aquél debía ser el laberinto al que se había referido Urish en su parlamento.
Tiritando todavía, trató de incorporarse utilizando como apoyo su espada envainada. Le llevó un buen rato ponerse en pie pero, por fin, pudo apoyar la espalda en la pared curva del túnel.
Se sorprendió al advertir que las piedras parecían estar calientes. ¿No sería que, en realidad, tenían su temperatura normal y que le parecían calientes porque su propio cuerpo estaba terriblemente frío?
Incluso estas especulaciones parecían fatigarle pero, fuera cual fuese el origen del calor, lo acogió con alivio y pegó la espalda contra las piedras del túnel.
El calor penetró en su cuerpo produciéndole una sensación casi extática y exhaló un profundo suspiro. Poco a poco, iban volviéndole las fuerzas.
—¡Por los dioses! —murmuró—, ni siquiera las nieves de la estepa de Lormyr pueden compararse a este frío abrumador.
Respiró de nuevo profundamente y tuvo un acceso de tos.
A continuación, advirtió que la pócima que había tomado empezaba a perder efecto. Se limpió los labios con el revés de la mano y escupió. Su olfato empezaba a captar el hedor de la ciudad.
Retrocedió con paso vacilante hacia la entrada del túnel. Aquella rara sustancia seguía allí con su resplandor mortecino. Apoyó la mano en ella y la sustancia cedió un poco al principio, pero luego permaneció firme. Elric apoyó todo su cuerpo contra la extraña barrera pero ésta no cedió más. Era una especie de membrana de especial dureza, pero no era carne. ¿Se trataba acaso del lacre con el que los Señores del Orden habían sellado el túnel, atrapando en el interior a su enemigo ancestral, el Señor del Caos? La única luz del túnel procedía de la propia membrana.
—¡Por Arioch que le devolveré todo esto al rey de los mendigos! —murmuró.
Se despojó de algunos harapos y llevó la mano a la empuñadura de la Tormentosa, cuya hoja ronroneó como lo haría un gato. Desenvainó la espada y ésta entonó por lo bajo una cantinela complacida. Elric emitió un siseo mientras el poder de la espada mágica fluía a través de su brazo hasta llenar todo su cuerpo. La Tormentosa le estaba proporcionando las fuerzas que necesitaba, pero Elric sabía que debería pagarle el favor en seguida, que debería saciarla de sangre y almas para devolverle la energía que ahora le prestaba. Al tiempo que descargaba un poderoso mandoble sobre la membrana, el albino exclamó:
—¡Voy a hacer trizas este sello y a liberar al Dios Ardiente sobre Nadsokor! ¡Golpea fuerte, Tormentosa, para que las llamas vengan a devorar el antro repulsivo en que se ha convertido esta ciudad!
Pero la espada mágica emitió un aullido cuando penetró en la membrana y se quedó atascada en ella. No apareció ningún corte en la extraña sustancia y, por el contrario, Elric tuvo que aplicar todas sus fuerzas para conseguir liberar la Tormentosa. Tras esto, jadeante, se apartó de la membrana.
—Esta barrera se hizo para resistir los esfuerzos del Caos —murmuró—. Mi espada resulta inútil contra ella. Por lo tanto, ya que no puedo volver atrás, tengo por fuerza que continuar avanzando.
Con la Tormentosa en la mano, dio media vuelta y empezó a adentrarse en el pasadizo. Dobló una esquina, otra más y una tercera, y la luz procedente de la membrana desapareció por completo. Elric buscó a tientas su bolsa, donde llevaba pedernal y yesca, pero los mendigos la habían arrancado de su cinto y se la habían robado. Decidió entonces volver sobre sus pasos, pero ya se había internado bastante en el laberinto y fue incapaz de encontrar de nuevo el lugar por el que había entrado.
—No encuentro la puerta pero, a lo que parece, tampoco hay ningún Dios. Tal vez exista otra salida de este lugar. Si está cerrada por una puerta de madera, la Tormentosa no tardará en abrirme una vía de escape a la libertad.
Así pues, continuó avanzando por el laberinto y dio cien vueltas y revueltas en la oscuridad antes de hacer una nueva pausa.
Había notado que iba recuperando la temperatura corporal normal pero ahora, en lugar de sentir aquel frío terrible, empezaba a notar un calor incómodo. Estaba sudando. Se despojó de los harapos con que se había disfrazado y se quedó sólo con la blusa y los calzones. Empezaba a tener sed.
Dobló un ángulo más y vio una luz ante él.
—¡Bueno, Tormentosa, quizá quedemos libres, después de todo!
Echó a correr hacia la fuente de la claridad. Pero no se trataba de la luz del día, ni tampoco del resplandor mortecino de la membrana. Era una luz de llamas…, de antorchas, tal vez.
La claridad le permitió observar las paredes del túnel. Al contrario que los edificios del resto de Nadsokor, el lugar estaba libre de suciedad y mostraba una piedra lisa gris teñida por el rojo resplandor.
La fuente de la luz estaba tras la siguiente curva, pero el calor se había hecho más intenso y la piel le escocía mientras el sudor brotaba de todos su poros.
—¡AAH!
Una gran voz llenó de pronto el túnel cuando Elric dobló el recodo y vio danzar las llamas a menos de treinta metros de distancia.
—¡AAH! ¡POR FIN!
La voz salía del fuego.
Y Elric supo que había encontrado al Dios Ardiente.
—¡No tengo ninguna disputa contigo, mi Señor del Caos! —exclamó—. ¡También yo sirvo al Caos!
—Pero tengo que comer —replicó la voz—. ¡CHECKALAKH TIENE QUE COMER!
—Pobre alimento soy para alguien como tú —dijo Elric en tono apaciguador, empuñando la Tormentosa con ambas manos y dando un paso atrás.
—Sí, mendigo, es cierto lo que dices… ¡pero eres la única comida que me han enviado!
—¡No soy ningún mendigo!
—¡Lo seas o no, Checkalakh te va a devorar!
Las llamas se estremecieron y empezaron a tomar forma. Era una silueta humana, pero formada íntegramente de fuego. Unas manos ígneas flameantes se extendieron hacia Elric.
El albino dio media vuelta y echó a correr.
Y Checkalakh, el Dios Ardiente, fue tras él como una centella.
Elric notó un dolor intenso en el hombro y le llegó el olor a tela quemada. Aumentó su velocidad, sin la menor idea de adonde corría.
Pero el Dios Ardiente continuó persiguiéndole.
—¡Basta, mortal! ¡Es inútil! ¡No puedes escapar al Checkalakh de Caos!
Con voz desesperada, Elric replicó con un grito:
—¡No me asarás como a un cerdo! —Su paso comenzó a vacilar—. ¡No lo harás, ni que seas un dios!
Como el rugido de las llamas en la chimenea, Checkalakh insistió:
—¡No me desafíes, mortal! ¡Es un honor servir de alimento a un dios!
El calor y el esfuerzo de la carrera estaban agotando a Elric, en cuya cabeza se había formado una especie de plan en el mismo instante que había encontrado al Dios Ardiente. Por eso había empezado a correr.
Pero ahora, perseguido por Checkalakh, se vio obligado a volverse.
—Te encuentro un tanto débil para ser un Señor del Caos tan poderoso —le dijo, preparando la espada.
—Mi larga estancia aquí me ha debilitado —reconoció Checkalakh—, pues de lo contrario ya te habría dado alcance. ¡Pero no tardaré en hacerlo, y entonces te devoraré!
La Tormentosa emitió su alarido de desafío contra el debilitado Dios del Caos y la negra hoja lanzó una estocada a la cabeza flamígera, produciéndole un largo corte en la mejilla. Un fuego más pálido flameó en ésta y algo subió por la espada hasta el corazón de Elric, quien se estremeció en una mezcla de terror y alegría mientras entraba en su cuerpo una parte de la fuerza vital del Dios Ardiente.
Los ojos en llamas de Checkalakh contemplaron la espada y luego a Elric. El Señor del Caos frunció su ceño ardiente y se detuvo.
—Tenías razón: ¡no eres un mendigo ordinario!
—Soy Elric de Melniboné y empuño la Espada Negra. Y mi amo es Arioch, un ser mucho más poderoso que tú, señor Checkalakh.
Algo parecido a un dolor físico se adueñó de las feroces facciones del Dios Ardiente.
—Sí… Hay muchos que son más poderosos que yo, Elric de Melniboné.
Elric se secó el sudor de la cara y aspiró grandes bocanadas de aire caliente.
—Entonces, ¿por qué no unimos nuestras fuerzas? Entre los dos, podríamos romper la barrera que cierra la entrada y vengarnos de quienes han conspirado para encarcelarnos aquí.
Checkalakh movió la cabeza en gesto de negativa y se desprendieron de ella pequeñas lenguas de fuego.
—Esa entrada sólo se abrirá cuando yo muera —dijo—. Así lo decretó el duque Donblas del Orden cuando me encerró. Aunque consiguiéramos destruir la barrera mágica que sella la entrada, eso significaría mi muerte. Por tanto, poderoso entre los mortales, debo luchar contigo y devorarte.
Elric echó a correr de nuevo en una búsqueda desesperada de la entrada, sabiendo que la única luz que podía esperar encontrar en el laberinto procedía del propio Dios Ardiente. Aunque lograra derrotar al dios, seguiría atrapado en el complicado rompecabezas de pasadizos.
Y entonces se dio cuenta de que volvía a estar en el lugar donde había sido arrojado a través de la membrana.
—¡Por esa abertura sólo se puede entrar en mi prisión, no salir de ella! —anunció Checkalakh.
—¡Ya lo sé!
Elric asió con más fuerza la empuñadura de la Tormentosa y volvió el rostro hacia el ser de fuego. Incluso mientras su espada se movía a un lado y a otro, parando todos los intentos de alcanzarle del Dios Ardiente, Elric sintió lástima por aquella criatura que había acudido en respuesta a las invocaciones de los mortales y había terminado encarcelado para su desgracia.
Pero las ropas del albino empezaban ya a humear y, aunque la Tormentosa le aportó renovadas energías cada vez que tocaba al Dios Ardiente, el calor empezaba a abrumarle. Había dejado de sudar y ahora tenía la piel reseca, a punto de cuartearse. En sus manos blancas se estaban formando ampollas y pronto sería incapaz de sostener el arma con ellas.
—¡Arioch! —exclamó con un jadeo—. ¡Aunque mi adversario sea un Señor del Caos como tú, ayúdame a derrotarle!
Pero Arioch no le proporcionó ninguna ayuda. El albino ya sabía, por boca de su propio demonio protector, que se estaban preparando grandes planes en la Tierra y en los Mundos Superiores y que Arioch apenas tenía tiempo, ni siquiera para su favorito entre los mortales.
Con todo, por pura costumbre, Elric continuó murmurando el nombre de Arioch mientras movía la espada de modo que ésta golpeara primero las manos en llamas de Checkalakh y luego su hombro ardiente. Una nueva oleada de vigor procedente del Señor del Caos penetró en él.
A Elric le pareció que incluso la Tormentosa empezaba a arder y el dolor de sus manos cubiertas de ampollas se hizo tan intenso que, al final, fue la única sensación de la que tuvo conciencia. Se tambaleó hacia atrás contra la membrana iridiscente y notó su textura carnosa en la espalda. Las puntas de sus largos cabellos empezaban a humear y gran parte de sus ropas estaba completamente chamuscada.
Sin embargo, le dio la impresión de que Checkalakh se estaba debilitando. Sus llamas ardían con menos brillo y en su rostro de ruego empezaba a formarse una expresión de resignación.
Elric recurrió al dolor como única fuente de energía e hizo que éste sostuviera la espada, la levantara sobre su cabeza y la descargara en un gran mandoble dirigido a la cabeza del dios.
Y, al tiempo que la hoja negra descendía, el fuego del Dios Ardiente empezó a apagarse. En el instante siguiente, la Tormentosa encontró su objetivo y Elric lanzó un grito mientras una enorme oleada de energía invadía su cuerpo con tal fuerza que le hizo retroceder. La espada mágica le cayó de la mano y el albino sintió que su carne no podía soportar lo que ahora la invadía. Rodó por el suelo con un gemido y pateó el aire al tiempo que alzaba hacia el techo sus manos nudosas y llenas de ampollas, como si suplicara al ser que tenía poder para hacerlo que pusiera fin a lo que le estaba sucediendo. En sus ojos no había lágrimas, pues parecía que incluso la sangre había empezado a hervir en sus venas.
—¡Arioch! ¡Sálvame! —gritó el albino, estremeciéndose—. ¡Arioch! ¡Haz que cese lo que me está sucediendo!
Se sentía lleno de la energía de un dios y su cuerpo mortal no estaba preparado para contener tal fuerza.
—¡Ahh! ¡Líbrame de esto!
Mientras se retorcía de dolor, advirtió la aparición de un rostro sereno y hermoso que le observaba. Vio a un hombre alto, mucho más que él, y supo que no tenía ante sí a un mortal, sino a otro dios.
—¡Ya ha pasado todo! —musitó una voz dulce y pura.
Y, aunque el ser no se movió, a Elric le dio la impresión de que le acariciaban unas manos dulces. El dolor empezó a remitir y la voz continuó hablando.
—Hace muchos siglos, yo, Donblas el Justiciero, vine a Nadsokor para liberarla del poder del Caos. Sin embargo, llegué demasiado tarde. El mal atrajo más maldad, como siempre sucede, y yo no podía intervenir demasiado en los asuntos de los mortales, pues los dioses del Orden hemos jurado dejar que la humanidad cumpla su propio destino, si ello es posible. Con todo, el equilibrio cósmico se balancea ahora como el péndulo de un reloj con un resorte roto y unas fuerzas terribles se han desatado sobre la Tierra. Tú, Elric, eres un servidor del Caos…, pero más de una vez te has puesto al servicio del Orden. Se ha dicho que el destino de la humanidad depende de ti y puede que así sea. Por lo tanto, voy a ayudarte…, aunque con ello esté quebrantando mi propio juramento…
Y Elric cerró los ojos y se sintió en paz por primera vez desde que tenía memoria.
El dolor había desaparecido, pero aún se sentía lleno de una gran energía. Cuando volvió a abrir los ojos, no encontró ningún rostro hermoso mirándole y la membrana iridiscente que sellaba la entrada del laberinto había desaparecido.
Vio la Tormentosa en el suelo cerca de él y, como impulsado por un resorte, el albino se incorporó y recogió la espada mágica, devolviéndola a la vaina. Advirtió que le habían desaparecido las ampollas de las manos e incluso las partes chamuscadas de su indumentaria.
¿Acaso había soñado todo aquello, o la mayor parte?
Sacudió la cabeza en gesto de negativa. Estaba libre, se sentía fuerte y tenía la espada consigo. Ahora, regresaría al salón del rey Urish y se vengaría del tirano de Nadsokor y de Theleb K’aarna.
Escuchó unos pasos y se retiró a las sombras. Por las rendijas del techo del túnel se filtraba una luz, evidenciando que en aquel punto estaba cerca de la superficie. Apareció una figura y Elric la reconoció al instante.
—¡Moonglum!
El hombre de Elwher sonrió aliviado y envainó sus espadas.
—He acudido aquí para prestarte ayuda, si podía, pero veo que no la necesitas.
—Aquí, no. El Dios Ardiente ya no existe. Más tarde te lo contaré todo. ¿Qué te sucedió en el salón?
—Cuando comprendí que nos habíamos metido en una trampa, eché a correr hacia la puerta; vi que era a ti a quien buscaban y pensé que era mejor que uno de los dos siguiera libre. Pero entonces vi abrirse la puerta y me di cuenta de que los mendigos estaban esperándonos. —Moonglum arrugó la nariz y se sacudió el polvo de los harapos que aún vestía—. Así pues, me encontré tendido en uno de esos montones de basura que cubren el salón de Urish. Me enterré en él y allí me quedé, escuchando lo que sucedía. Cuando he podido, he buscado el túnel con la intención de prestarte la ayuda que pudiera.
—¿Y dónde están ahora Urish y Theleb K’aarna?
—Parece que se disponen a cumplir la parte del pacto que el hechicero tiene con Urish. Éste no se sentía demasiado contento con el plan para atraerte a Nadsokor, pues teme tu poder…
—¡Razón tiene para ello! ¡Sobre todo ahora!
—Sí. Pues bien, parece que Urish se ha enterado de algo que nosotros ya sabíamos: que la caravana de Tanelorn ha emprendido el viaje de vuelta a la ciudad. Urish tiene cierto conocimiento de Tanelorn, aunque creo que no mucho, y profesa un odio irracional por esa ciudad, tal vez porque representa lo opuesto a lo que es Nadsokor.
—¿Y proyectan asaltar la caravana de Rackhir?
—Exacto. Y Theleb K’aarna invocará a las criaturas del Infierno para asegurarse de que el ataque tiene éxito. Al parecer, Rackhir no puede recurrir a ninguna práctica mágica.
—En una ocasión sirvió al Caos, pero no ha vuelto a hacerlo —asintió Elric—. Los habitantes de Tanelorn no pueden tener amos sobrenaturales.
—Es lo que deduje de la conversación.
—¿Cuándo piensan realizar el ataque?
—Ya han emprendido la marcha. Han partido inmediatamente después de desembarazarse de ti. Urish estaba impaciente.
—Es muy raro que los mendigos realicen un asalto directo a una caravana.
—No siempre cuentan con un poderoso hechicero por aliado.
—Tienes razón. —Elric frunció el ceño—. Y mis poderes mágicos también son limitados, sin el Anillo de Reyes en mi mano. Las cualidades sobrenaturales de ese aro me identifican como auténtico miembro de la Estirpe Real de Melniboné, una estirpe que ha realizado incontables pactos con los Seres Superiores. Primero debo recuperar el anillo y luego iremos de inmediato en socorro de Rackhir.
Moonglum dirigió un vistazo a la puerta.
—Escuché algo sobre proteger el Tesoro de Urish durante su ausencia. Tal vez haya un puñado de hombres armados en el salón.
—Ahora que estamos preparados y que llevo dentro de mí la fuerza del Dios Ardiente —respondió Elric con una sonrisa—, creo que seríamos capaces de enfrentarnos solos a todo un ejército, Moonglum.
A éste se le iluminaron los ojos.
—¡Entonces, te conduciré de vuelta al trono! Ven. Este pasadizo lleva a una puerta que se abre en una pared del salón, cerca del trono.
Se internaron por el pasadizo a la carrera hasta que, por fin, llegaron ante la puerta que Moonglum había mencionado. Elric no se detuvo sino que sacó la espada e hizo astillas el obstáculo. Sólo cuando estuvo en el salón hizo una pausa. El lóbrego lugar estaba iluminado ahora por la luz diurna, pero de nuevo aparecía desierto. No vio apostado ningún mendigo armado.
En cambio, instalado en el trono de Urish, se encontraba un ser grueso y escamoso de piel amarilla, verde y negra. Una bilis parduzca resbalaba de su jeta sonriente cuando alzó una de sus numerosas patas en un saludo burlón.
—Bienvenido —siseó el ser monstruoso—, y ten cuidado, pues soy el guardián del Tesoro de Urish.
—Es un ser del Infierno —dijo Elric a Moonglum—. Un demonio invocado por Theleb K’aarna. El hechicero debe haber pasado mucho tiempo preparando sus conjuros, si es capaz de dominar a tantos sirvientes sobrenaturales.
Frunció el ceño y sopesó la Tormentosa en su mano pero, cosa extraña, la espada mágica no pareció ávida de combate.
—Te lo advierto —siseó el demonio—, no me puede matar ninguna espada, ni siquiera la tuya. Tengo un pacto de protección…
—¿De dónde ha salido? —cuchicheó Moonglum, observando con cautela al demonio.
—Pertenece a una raza de diablos utilizada por todos los dotados de poderes mágicos. Es un guardián. No atacará mientras nosotros no lo hagamos, pero es prácticamente invulnerable a las armas humanas y, en este caso, tiene un hechizo mágico contra las espadas, aunque sean sobrenaturales. Si tratáramos de matarle con nuestras armas, se echarían sobre nosotros todos los poderes del Infierno. No tendríamos la menor posibilidad de sobrevivir.
—¡Pero tú acabas de destruir a un dios! ¡Un demonio no es nada, comparado con eso!
—Era un dios débil —le recordó Elric—, y éste es un demonio fuerte, pues representa a todos los demonios, que acudirían en su ayuda para cumplir con su pacto de protección.
—¿No tenemos, pues, posibilidad de derrotarlo?
—No debemos intentar nada, si queremos ayudar a Rackhir. Tenemos que llegar a nuestros caballos y tratar de poner sobre aviso a la caravana. Quizá más adelante podamos volver e idear algún hechizo que nos ayude a enfrentarnos a ese demonio. —Elric dirigió una sardónica reverencia al diablo guardián, devolviéndole el saludo—. Adiós, ser despreciable. ¡Ojalá tu amo no vuelva para liberarte y tengas que quedarte eternamente en medio de toda esta basura!
El demonio guardián babeó de rabia.
—¡Mi amo es Theleb K’aarna, uno de los hechiceros más poderosos de tu especie!
—¡De la mía, no! —replicó Elric, sacudiendo la cabeza—. Muy pronto le daré muerte. Y luego te dejaré aquí hasta que descubra el modo de destruirte.
Entre displicente e irritado, el demonio cruzó sus múltiples brazos y cerró los ojos.
Elric y Moonglum cruzaron la estancia cubierta de mugre en dirección a la puerta.
Cuando llegaron a la escalinata que conducía al foro, los dos estaban a punto de vomitar. Con la bolsa, a Elric le habían robado el resto de la pócima y su olfato estaba ahora desprotegido frente al hedor. Moonglum escupió en los peldaños mientras descendía hacia la plaza y, al levantar la mirada, dio un respingo y desenvainó sus dos espadas cruzando los brazos para asir cada una con la mano contraria.
—¡Elric!
Una decena de mendigos corría hacia ellos armada de garrotes, hachas y navajas. Elric soltó una risotada.
—¡Aquí tienes un bocado de tu gusto, Tormentosa!
La desenvainó, y movió la espada aullante en torno a la cabeza, avanzando implacablemente hacia los mendigos. Casi al instante, un par de ellos se detuvo y emprendió la huida, pero el resto continuó corriendo hacia la pareja.
Elric bajó un poco la espada y segó una cabeza y produjo un profundo corte en el hombro del segundo mendigo antes de que la sangre del primero hubiera empezado a manar.
Moonglum saltó hacia adelante con sus dos finas espadas y trabó combate con dos de sus adversarios a la vez. Elric lanzó una estocada y otro de ellos empezó a gritar y agitarse, agarrado de la hoja que, implacable, le absorbía la vida y el alma.
La Tormentosa emitía ahora una canción cargada de ironía y tres de los mendigos supervivientes arrojaron sus armas y desaparecieron por el otro extremo de la plaza mientras Moonglum ensartaba a sus dos oponentes en el corazón con dos estocadas limpias y simultáneas. Elric acabó con el resto de la partida, que le pedía piedad con gritos y gemidos.
Devolvió la espada a su funda, contempló la matanza carmesí que había causado, se limpió los labios como si terminara de disfrutar de un banquete con un gesto que causó escalofríos a Moonglum y dio unas palmaditas en el hombro a su compañero.
—¡Vamos! ¡Corramos en ayuda de Rackhir!
Mientras iba tras el albino, Moonglum se dijo que Elric había absorbido algo más que la fuerza vital del Dios Ardiente en su encuentro en el laberinto. Desde que había salido de éste, mostraba mucha de la dureza e insensibilidad de los Señores del Caos.
Desde que había salido del túnel, Elric parecía un auténtico guerrero de la antigua Melniboné.