III

Los devoradores de almas

Vista desde lejos, con el crepúsculo escarlata como fondo, Nadsokor parecía más un cementerio destartalado que una ciudad. Las torres amenazaban ruina, los edificios estaban medio hundidos y las murallas estaban derruidas.

Elric y Moonglum alcanzaron la cima de la última colina a lomos de sus rápidos caballos de Shazar, que les habían costado todo el dinero que les quedaba, y la vieron. Peor aún: la olieron. Mil y un hedores surgían de la ciudad emponzoñada y los dos hombres, al borde de la náusea, dieron media vuelta a sus monturas y volvieron al valle tras la colina.

—Esperaremos aquí un momento, hasta que anochezca —dijo Elric—. Después, entraremos en Nadsokor.

—No estoy seguro de poder soportar ese hedor —replicó Moonglum—. Por bueno que sea nuestro disfraz, temo que nuestra cara de asco nos identifique como extranjeros.

Elric sonrió y echó mano a su bolsa. Sacó de ella dos pequeñas tabletas y le tendió una a su compañero. Moonglum la miró con suspicacia.

—¿Qué es?

—Un narcótico. Ya lo usé en otra ocasión que acudí a Nadsokor. Adormece por completo el sentido del olfato aunque, desafortunadamente, también te quitará el sentido del gusto…

Moonglum se echó a reír.

—¡No pensaba darme un banquete de gastrónomo en esa ciudad de los mendigos!

Engulló la tableta y Elric le imitó. Casi al instante, Moonglum notó que la fetidez de la ciudad remitía. Un rato después, mientras mascaban el pan rancio que constituía sus únicas provisiones, comentó:

—No noto ningún sabor. El narcótico funciona.

Elric asintió con gesto ceñudo y la vista puesta en la cima de la colina, en dirección a la ciudad, mientras caía la noche.

Moonglum desenvainó sus espadas y se puso a afilarlas con la pequeña piedra que llevaba con tal propósito. Mientras lo hacía, observó el rostro de Elric tratando de adivinar sus pensamientos.

Por fin, el albino dijo:

—Desde luego, tendremos que dejar aquí los caballos, pues la mayoría de mendigos desdeña su uso.

—Sí, son orgullosos en su perversidad —murmuró Moonglum.

—En efecto. Tendremos que usar esos harapos que hemos traído.

—Se nos verán las espadas.

—No, si llevamos encima de ellas unas ropas sueltas. Haciéndolo así, tendremos que caminar con una pierna rígida, pero tal cosa no parecerá extraña en unos mendigos.

De mala gana, Moonglum descolgó el fardo de harapos de las alforjas.

Y así fue cómo dos hombres andrajosos, uno encorvado y cojo, el otro bajo y con un brazo rígido, avanzaron por una capa de basura que se extendía en torno a la ciudad de Nadsokor y les llegaba hasta el tobillo, encaminándose hacia uno de los muchos boquetes de la muralla.

Nadsokor había sido abandonada hacía varios siglos por un pueblo fugitivo de los estragos de una epidemia de viruela inusualmente mórbida que había causado la muerte de la mayoría de sus habitantes. Poco tiempo después de su abandono, la habían ocupado los primeros mendigos. No se había hecho nada por conservar las defensas de la ciudad y, tras el tiempo transcurrido, la suciedad que llenaba el recinto resultaba una protección tan eficaz como la más sólida de las murallas.

Nadie vio a las dos figuras mientras escalaban los escombros y penetraban en las calles oscuras y emponzoñadas de la Ciudad Mendiga. Unas ratas enormes se alzaron sobre las patas traseras para observarles mientras avanzaban hacia lo que antiguamente fuera la sede del senado de Nadsokor y que ahora era el palacio de Urish. Unos perros flacos, entre cuyas mandíbulas colgaban restos de basura, se escabulleron cautamente entre las sombras. En cierto momento, una breve columna de ciegos, cada uno de ellos con la mano derecha en el hombro del que iba delante, cruzó la calle por la que avanzaban Elric y Moonglum, tanteando el camino en mitad de la noche. De algunos de los edificios destartalados surgían las chácharas y las risas ahogadas de los tullidos y lisiados compartiendo un odre de vino y de los degenerados y corruptos dedicados a sus juergas. Cuando la pareja disfrazada se acercó a lo que había sido el foro de la ciudad, se escuchó un grito procedente de una de las puertas hecha astillas y apareció corriendo por ella una chiquilla que apenas debía haber llegado a la pubertad, perseguida por un mendigo monstruosamente grueso que se impulsaba con pasmosa rapidez sobre unas muletas mientras los lívidos muñones de sus piernas, amputadas a la altura de la rodilla, realizaban los mismos movimientos que si corriera. Moonglum se puso en tensión pero Elric le contuvo mientras el obeso tullido acorralaba a su presa, abandonaba las muletas, que resonaron en las losas rotas del pavimento, y se arrojaba sobre la niña.

Moonglum trató de desasirse pero Elric le susurró al oído:

—No te metas. En Nadsokor no se tolera a la gente pura de mente, cuerpo o espíritu.

Los ojos de Moonglum se llenaron de lágrimas cuando se volvió a su compañero.

—¡Tu cinismo me repugna más que cualquier cosa que haga esa gente!

—No lo dudo, pero estamos aquí con un propósito: recuperar el Anillo de Reyes que me han robado. Eso, y no otra cosa, es lo que hemos venido a hacer.

—¿Qué importa un anillo, cuando…?

Pero Elric había reemprendido la marcha hacia el foro y, tras un momento de vacilación, Moonglum le siguió.

Por fin, se detuvieron en un rincón de la plaza que se abría ante el palacio de Urish. Algunas columnas habían caído, pero aquél era el único edificio donde se había realizado algún esfuerzo de restauración y decoración. El arco de la entrada principal estaba pintado con toscas representaciones de las artes de Mendigar y Extorsionar. Incrustados en la puerta de madera, había un ejemplar de las monedas de cada una de las naciones de los Reinos Jóvenes y, clavado encima de la puerta (tal vez en un rasgo de ironía), vieron un par de muletas de madera cruzadas como dos espadas, indicando que el arma del mendigo era su capacidad para producir horror y repulsión en los más afortunados o mejor dotados que él.

Elric contempló el edificio envuelto en sombras con una expresión calculadora en el rostro.

—No hay guardia —comentó a Moonglum.

—¿Para qué iban a tenerla? ¿Qué tienen que proteger?

—La anterior ocasión que estuve aquí había centinelas apostados. Urish protege con todo cuidado su tesoro. Aunque no es a ningún forastero al que teme, sino a su propia chusma de indeseables.

—Tal vez ya no les tenga miedo.

—Un tipejo como el rey Urish le teme a todo —sonrió Elric—. Será mejor que vayamos con cautela cuando entremos en el salón. Prepárate para desenvainar la espada al menor indicio de que nos hayan conducido a una trampa.

—Seguramente, el rey Urish no sospecha que nos hemos enterado de dónde venía la muchacha.

—Sí, parece un buen golpe de suerte que una de ellas nos lo revelara pero, de todos modos, debemos tener en cuenta la astucia de Urish.

—¡Bah!, ese tipo no se arriesgaría a traerte aquí, mientras sigas llevando al costado la Espada Negra.

—Tal vez…

Empezaron a cruzar hacia el foro. La noche era muy tranquila y oscura. A lo lejos se oía de vez en cuando una risa, un grito o un sonido obsceno, indefinible.

Llegaron a la puerta y se detuvieron bajo las muletas cruzadas. Elric tanteó la empuñadura de la Tormentosa debajo de sus ropas andrajosas y, con la zurda, empujó la puerta. Se entreabrió con un chirrido. Moonglum y el albino miraron a su alrededor para ver si alguien había advertido el ruido, pero la plaza seguía tan tranquila como antes.

Un nuevo empujón, otro chirrido y los dos consiguieron escurrir el cuerpo por la abertura.

Se encontraron en el salón de Urish. Unos braseros de basura despedían una luz mortecina y un humo aceitoso que subía en volutas hasta las vigas. Vieron al otro extremo del salón el confuso perfil del estrado y, encima de éste, el enorme y tosco trono de Urish. La estancia parecía desierta pero Elric no apartó la mano de la empuñadura de la Espada Negra.

Se detuvo al escuchar un ruido, pero se trataba de una rata negra de gran tamaño que se escurría por el suelo.

De nuevo, se hizo el silencio.

Paso a paso, Elric avanzó con cuidado por el mugriento salón; Moonglum caminaba pegado a su espalda.

El albino empezó a animarse conforme se acercaban al trono. Tal vez fuera verdad que Urish, después de todo, se hubiera confiado. Si era así, abriría el cofre oculto bajo el trono, sacaría el anillo y saldrían en seguida de la ciudad, para estar lejos de ella cuando amaneciera y cabalgar al encuentro de la caravana de Rackhir, el Arquero Rojo, que se dirigía a Tanelorn.

Empezó a relajarse, aunque continuó avanzando con la misma cautela. Moonglum se había detenido y ladeó la cabeza como si oyera algo.

—¿Qué sucede? —preguntó Elric, volviéndose.

—Posiblemente, nada. O, tal vez, una de esas ratas enormes que hemos visto antes. Es sólo que…

Un fulgor azul plateado surgió de detrás del grotesco trono y Elric alzó su mano zurda para protegerse los ojos, al tiempo que trataba de desenredar la espada de los harapos.

Moonglum lanzó un aullido y echó a correr hacia la puerta; Elric, pese a ponerse de espaldas a la luz, quedó deslumbrado. La Tormentosa soltó un gemido de rabia dentro de su funda. Elric tiró de la empuñadura pero notó sus brazos cada vez más débiles. Detrás de él se alzó una risotada que reconoció al instante. Una segunda carcajada —casi una tos ronca—, se unió a ella.

Recuperó la visión pero al instante le sujetaron unas manos húmedas y frías y, cuando vio a sus captores, se estremeció. Estaba en poder de unas criaturas incorpóreas venidas del Limbo, de unos devoradores de almas invocados mediante algún hechizo. Sus rostros muertos sonreían, pero sus ojos sin vida permanecieron muertos. Elric notó que el calor y las fuerzas abandonaban su cuerpo, como si aquellos seres espectrales las absorbieran. Casi llegó a notar cómo su vitalidad pasaba de su cuerpo al de aquellas criaturas.

De nuevo, sonó aquella risotada. Alzó los ojos hacia el trono y vio aparecer tras éste la figura alta y melancólica de Theleb K’aarna, a quien había dado por muerto junto al castillo de Kaneloon unos meses antes.

Theleb K’aarna sonrió entre los rizos de su barba mientras Elric se debatía entre los espectros. Al otro lado del trono apareció entonces la repulsiva figura de Urish, el de los Siete Dedos, con su hacha Sajacarnes acunada en el brazo izquierdo.

Elric apenas podía ya mantener la cabeza erguida mientras la carne fría de los devoradores de almas absorbía sus últimas fuerzas, pero aun así esbozó una sonrisa ante su propia estupidez. Había acertado al sospechar que se trataba de una trampa, pero se había equivocado al meterse en ella con tan poca preparación.

¿Dónde estaba Moonglum? ¿Le había abandonado? El hombrecillo de Elwher no aparecía por ninguna parte.

Urish rodeó el trono con paso tambaleante y aposentó en él su asquerosa persona, cruzando la Sajacarnes sobre sus brazos. Sus ojillos pálidos se clavaron en Elric. Theleb K’aarna permaneció de pie junto al trono pero en su mirada ardía una llamarada de triunfo como las mismas piras funerarias de Imrryr.

—Bienvenido de nuevo a Nadsokor —siseó Urish al tiempo que se rascaba la entrepierna—. Supongo que has vuelto para rectificar errores, ¿no?

Elric tiritaba, con el frío metido en los huesos. La Tormentosa se agitaba a su costado, pero sólo podría ayudarle si la desenvainaba con sus propias manos. Se dio cuenta de que iba a morir.

—He venido a recuperar lo que me pertenece —dijo con un castañeteo de dientes—. El anillo.

—¡Ah! El Anillo de Reyes. Era tuyo, ¿verdad? La muchacha llegó a decirte algo.

—¡Tú la enviaste a robármelo!

—No voy a negarlo —replicó Urish con una risilla—, pero no esperaba que el Lobo Blanco de Imrryr cayera tan fácilmente en mi trampa.

—¡Y habría vuelto a salir si no hubieras contado con los hechizos de ese aprendiz de brujo!

Theleb K’aarna le miró con rabia, pero sus facciones no tardaron en relajarse.

—¿Entonces, no te incomodan mis devoradores de almas?

Elric jadeaba ahora mientras escapaba de sus huesos el último hálito de calor. Ya no se sostenía en pie, sino que colgaba en las manos de aquellas criaturas. Theleb K’aarna debía haber proyectado aquello durante semanas, pues eran precisos muchos hechizos y pactos con los guardianes del Limbo para traer a la Tierra a tales espíritus.

—Así que voy a morir —murmuró Elric—. Bien, supongo que no me importa…

Urish levantó sus arruinadas facciones en una parodia de un gesto de orgullo y replicó:

—¡No vas a morir todavía, Elric de Melniboné! Aún no se ha firmado la sentencia. Antes deberás sufrir las formalidades. ¡Pero por mi hacha Sajacarnes que he de condenarte por tus crímenes contra Nadsokor y contra el Sagrado Tesoro del rey Urish!

Elric apenas le oyó. Le fallaron las piernas y los espectros estrecharon aún más su abrazo. Confusamente, se percató de que la chusma de mendigos estaba llenando el salón. Sin duda, todos habían estado aguardando aquel momento. ¿Habría muerto Moonglum a sus manos en su intento por escapar?

—¡Levantadle la cabeza! —ordenó Theleb K’aarna a sus servidores de ultratumba—. ¡Que vea a Urish, rey de todos los mendigos, proclamar su justa sentencia!

Elric notó una mano fría bajo la barbilla que le levantaba la cabeza para que sus ojos nublados pudieran ver a Urish puesto en pie, con el hacha Sajacarnes entre los cuatro dedos de su mano diestra, alzándola hacia el techo impregnado de humo.

—Elric de Melniboné, eres culpable de muchos crímenes contra el Innoble entre los Innobles…, contra mí, el rey Urish de Nadsokor. Y has ofendido al amigo del rey Urish, el muy degenerado y villano Theleb K’aarna.

Al escuchar tales palabras, el hechicero de Pan Tang apretó los labios, pero no interrumpió el discurso.

—… y, además, has venido por segunda vez a la Ciudad Mendiga para repetir tus crímenes. ¡Por mi gran hacha Sajacarnes, símbolo de mi dignidad y mi poder, te condeno al Castigo del Dios Ardiente!

En todo el salón se alzó el nauseabundo aplauso de la corte de los mendigos. Elric recordó una leyenda de Nadsokor según la cual, cuando sus primeros habitantes cayeron víctimas de la epidemia, invocaron la ayuda del Caos y le suplicaron que limpiara de la peste su ciudad… con el fuego si era necesario. El Caos gastó una broma cruel a aquellas gentes, enviándoles al Dios Ardiente que consumió lo que quedaba de sus pertenencias. Una posterior invocación al Orden para que les ayudara había terminado con la intervención de lord Donblas y el encarcelamiento del Dios Ardiente en la ciudad. Los contados supervivientes de la ciudad, arrepentidos de haber invocado a los Señores de los Mundos Superiores, habían terminado por abandonar la ciudad. Entonces, se dijo Elric, ¿el Dios Ardiente seguía aún en Nadsokor?

Captó débilmente la voz de Urish, que ordenaba:

—¡Llevadle al laberinto y entregadlo al Dios Ardiente!

Theleb K’aarna dijo algo pero Elric no entendió sus palabras, aunque escuchó la réplica de Urish.

—¿La espada? ¿De qué le servirá ante un Señor del Caos? Además, ¿quién sabe qué sucederá si la espada se desenvaina sola?

Theleb K’aarna siguió mostrándose reacio, a juzgar por su tono de voz, pero al fin aceptó la opinión del rey.

A continuación, la voz del hechicero resonó en el salón, imperiosa.

—¡Seres del Limbo, soltadle! ¡Su vitalidad ha sido vuestra recompensa! ¡Ahora… marchaos!

Elric cayó sobre la mugre que cubría las losas, pero estaba demasiado débil para intentar moverse mientras los mendigos le rodeaban y le levantaban.

Se le cerraron los ojos y perdió el sentido mientras era transportado desde el salón, pero aún alcanzó a escuchar las voces burlonas del hechicero de Pan Tang y del rey de los mendigos, celebrando su triunfo.