I

La corte de los mendigos

Nadsokor, la Ciudad Mendiga, tenía mala reputación en todos los Reinos Jóvenes. Erigida junto a la ribera de aquel río fiero, el Varkalk, y no muy lejos del reino de Org donde se extendía el pavoroso bosque de Troos, Nadsokor expelía un hedor que resultaba sofocante a diez millas de distancia y apenas recibía visitantes.

Desde aquel desagradable lugar partían sus habitantes a mendigar por el mundo y a robar lo que podían, para traerlo de vuelta a Nadsokor, donde la mitad de sus ganancias pasaban a las arcas del rey a cambio de su protección.

El rey de Nadsokor llevaba muchos años en el trono y era llamado Urish, el de los Siete Dedos, porque sólo tenía cuatro dedos en la mano diestra y tres en la zurda. Su rostro, en otro tiempo hermoso, estaba salpicado de llagas y un cabello asqueroso, infestado de piojos, enmarcaba sus facciones enfermizas en las que la edad y la mugre habían trazado un millar de arrugas. En mitad de toda aquella ruina asomaban dos ojos pálidos y brillantes.

Como símbolo de su poder, Urish tenía una enorme hacha llamada Sajacarnes que llevaba siempre al costado. Su trono era de roble negro toscamente tallado y tachonado de oro en bruto, huesos y piedras semipreciosas. Debajo del trono estaba el Tesoro de Urish, un cofre de riquezas que no permitía ver a nadie que no fuera él.

Urish pasaba la mayor parte del día recostado en el trono, presidiendo una sala deprimente y lóbrega donde se congregaba su corte, una chusma de bribones de aspecto y modales demasiado repulsivos para ser tolerados en ningún lugar que no fuera aquél.

Para iluminar la sala y calentarla, permanecían encendidos constantemente unos braseros de desperdicios que despedían un humo aceitoso y un hedor que se imponía a todos los demás de la estancia.

Y ahora había un visitante en la corte de Urish.

El hombre se hallaba ante el estrado sobre el cual estaba instalado el trono y de vez en cuando se llevaba a los labios, encendidos y carnosos, un pañuelo impregnado en un intenso perfume.

Su rostro, habitualmente moreno, tenía un color grisáceo y en sus ojos había un aire torturado, casi fantasmal, mientras su mirada vagaba de los mendigos llenos de mugre a los montones de basura y a los braseros que ardían con luz mortecina. Vestido con las ropas amplias de brocado que llevaba el pueblo de Pan Tang, el visitante tenía ojos negros, nariz ganchuda, cabellos negro azulados y barba rizada. Con el pañuelo ante la boca, hizo una profunda reverencia al llegar ante el trono de Urish.

Como siempre, en la expresión del rey se confundieron la codicia, la debilidad y la malicia mientras observaba al extranjero cuya llegada le había anunciado uno de los cortesanos no hacía mucho.

Urish recordó el nombre y creyó adivinar el motivo que llevaba hasta allí al hombre de Pan Tang.

—Había oído decir que estabas muerto, Theleb K’aarna. Que te habían matado más allá de Lormyr, cerca del Confín del Mundo.

Urish sonrió, dejando a la vista los negros restos descompuestos de su dentadura. Theleb K’aarna se quitó el pañuelo de la cara y su voz, sofocada al principio, fue cobrando fuerza mientras recordaba la derrota que había sufrido hacía poco.

—Mi magia —dijo— no es tan débil que no me permita escapar a un hechizo como el que fue urdido ese día. Mientras el Dogal de Carne rodeaba las huestes de Kelmain, me trasladé bajo tierra con un conjuro.

La repulsiva sonrisa de Urish se hizo aún mayor.

—Así que te escondiste en un agujero, ¿no es eso?

Los ojos del hechicero le miraron con ferocidad.

—No voy a discutir la capacidad de mis poderes con…

Se interrumpió y exhaló un profundo suspiro que lamentó al instante. Dirigió una cauta mirada a la corte de mendigos sarnosos y tullidos que había ido ocupando el sucio salón y que miraban con aire burlón. Los mendigos de Nadsokor conocían el poder de la pobreza y la enfermedad…, sabían cuánto aterraban a quienes no estaban acostumbrados a ellas. Y, así, su propia escualidez les ponía a salvo de intrusos.

Una tos repulsiva que quería ser una risotada estalló en la garganta del rey Urish.

—¿Y ha sido tu magia lo que nos ha traído aquí?

Todo su cuerpo se agitó mientras sus ojos inyectados en sangre continuaban fijos en el hechicero.

—He cruzado los mares y todo Vilmir para llegar hasta aquí —dijo Theleb K’aarna—, porque he oído que existe alguien a quien odias más que a nadie…

—¡Y aquí odiamos a todo el mundo…, a todos los que no son mendigos! —le recordó Urish.

El rey intentó una nueva carcajada que se convirtió, como la anterior, en una tos ronca y convulsiva.

—Pero sobre todo aborreces a Elric de Melniboné.

—Sí, he de darte la razón. Antes de que se hiciera famoso como asesino de su propia raza, como traidor de Imrryr, vino a Nadsokor a engañarnos, disfrazado de leproso y diciendo que había venido mendigando desde más allá de Karlaak, en las tierras del Este. Se burló de mí ignominiosamente y me robó una cosa del Tesoro. Y mi Tesoro es sagrado…, ¡no permito que nadie lo vea siquiera!

—Tengo entendido que te robó un pergamino con un conjuro que había pertenecido a su primo Yyrkoon —respondió Theleb K’aarna—. Yyrkoon quería deshacerse de Elric y le hizo creer que el conjuro liberaría a la princesa Cymoril de su sopor mágico…

—En efecto. Yyrkoon había entregado el pergamino a uno de mis súbditos que había acudido a mendigar a las puertas de Imrryr. Luego, le dijo a Elric lo que había hecho. Elric se disfrazó, vino aquí y, con la ayuda de su magia, tuvo acceso a mi Tesoro, mi sagrado Tesoro, y recuperó lo que había acudido a buscar…

Theleb K’aarna miró de reojo al rey de los mendigos.

—Hay quien dice que la culpa no fue de Elric sino de Yyrkoon, que os engañó a los dos. Y el hechizo no despertó a Cymoril, ¿verdad?

—Es cierto, pero en Nadsokor tenemos una ley… —Urish levantó la gran hacha Sajacarnes y enseñó su filo mellado y oxidado. A pesar de su aspecto poco cuidado, era un arma temible—. Y esa ley dice que el hombre que vea el sagrado Tesoro del rey Urish debe morir, y que su muerte debe ser la más horrible, a manos del Dios Ardiente.

—¿Y ninguno de tus súbditos ha conseguido aún llevar a cabo esa venganza?

—No, pues debo ser yo personalmente quien le anuncie la sentencia antes de que muera. Elric debe presentarse de nuevo en Nadsokor, pues sólo aquí puede recibir el destino que le tengo preparado.

—Yo tampoco siento el menor aprecio por Elric —dijo Theleb K’aarna.

Urish volvió a emitir aquel sonido, medio carcajada y medio tos.

—Sí, he oído que el albino te ha perseguido por los Reinos Jóvenes, que le has lanzado conjuros cada vez más poderosos y que, a pesar de todo, te ha derrotado en cada ocasión.

Theleb K’aarna frunció el ceño antes de replicar:

—Ten cuidado, rey Urish. He tenido poca fortuna, pero sigo siendo uno de los mayores hechiceros de Pan Tang.

—Pero desperdicias tus poderes inútilmente y pides mucho de los Señores del Caos. Un día, se cansarán de ayudarte y buscarán a otro para que lleve a cabo sus encargos.

Tras esto, el rey Urish cerró la boca, apretó los labios sobre su negra dentadura y estudió a Theleb K’aarna de arriba abajo sin que sus ojos pálidos parpadearan una sola vez.

Se produjo cierta agitación en el salón cuando la corte de los mendigos se acercó amenazadora hacia el hechicero, quien escuchó el sonido de unas muletas, el arrastrar de unos pies deformes, el movimiento de unos garrotes. Incluso el humo aceitoso de los braseros parecía amenazarle mientras se alzaba a regañadientes hacia la oscuridad del elevado techo de la sala.

El rey Urish puso una mano en el mango de la Sajacarnes y se llevó la otra a la barbilla, mesándose la perilla con sus uñas rotas. A la espalda del hechicero, una mendiga dejó escapar un ruido obsceno y soltó luego una risilla.

Casi para consolarse, el hechicero de Pan Tang volvió a cubrirse la boca y la nariz con el pañuelo perfumado y empezó a incorporarse, dispuesto a enfrentarse con un ataque, si éste se producía.

—De todos modos, supongo que todavía conservas tus poderes o, de lo contrario, no estarías aquí —dijo de pronto Urish, rompiendo la tensión.

—Mis poderes aumentan…

—De momento, quizá.

—Mis poderes…

—Supongo que has venido aquí con un plan que tienes la esperanza de que conduzca a la destrucción de Elric —continuó Urish sin la menor crispación. Los mendigos que le rodeaban se relajaron. Ahora, Theleb K’aarna era el único que mostraba alguna señal de incomodidad. Los ojos brillantes de Urish, inyectados en sangre, tenían una expresión sardónica—. Y has venido a buscar nuestra ayuda porque sabes lo mucho que odiamos a ese maldito albino de Melniboné.

Theleb K’aarna asintió y respondió:

—¿Quieres saber los detalles de mi plan?

—¿Por qué no? —Urish se encogió de hombros—. Por lo menos, puede que resulten interesantes.

Theleb K’aarna miró con aire de disgusto a la depravada multitud que le rodeaba burlándose de él y deseó conocer algún hechizo que pudiera eliminar el hedor.

Aspiró profundamente a través del pañuelo y empezó a hablar…