VIII

Vocerío entre las huestes del Caos

—¡Era más de lo que esperaba, pero hemos conseguido capturarle con vida! —murmuró con satisfacción Theleb K’aarna.

Elric abrió los ojos y observó con odio al hechicero, que se mesaba su negra barba bifurcada como para consolarse.

El albino apenas se acordaba de los acontecimientos que le habían conducido hasta allí y le habían dejado a merced del brujo. Recordaba mucha sangre, muchas risas, muchas muertes, pero todas las imágenes se desvanecían, como la memoria de un sueño.

—Bien, renegado, tu estupidez es increíble. Había pensado que tenías un ejército detrás de ti, pero sin duda ha sido el miedo lo que ha desequilibrado tu pobre mente. Con todo, no quiero especular sobre la causa de mi buena fortuna. Me interesa más saber que puedo cerrar un buen negocio con los moradores de otros planos si les ofrezco tu alma. Tu cuerpo me lo reservo para mí… para enseñarle a la reina Yishana lo que le he hecho a su amante antes de…

Elric soltó una breve carcajada y miró a su alrededor, haciendo caso omiso de Theleb K’aarna.

Los kelmain aguardaban órdenes. Aún no habían marchado sobre Kaneloon. El sol estaba muy bajo en el firmamento. Advirtió tras de sí el montón de cadáveres y, al ver el odio y el temor en el rostro de los guerreros de piel dorada, se rió de nuevo.

—Yo no amo a Yishana —respondió en tono distante, como si apenas fuera consciente de la presencia de Theleb K’aarna—. Es tu corazón celoso el que te mueve a pensar tal cosa. He dejado el lado de Yishana para venir en tu busca. ¡Ten presente esto, hechicero: no es nunca el amor lo que mueve a Elric de Melniboné, sino el odio!

—No te creo —replicó Theleb K’aarna, riéndose entre dientes—. Cuando el Sur entero haya caído en mis manos y en las de mis camaradas, iré a cortejar a Yishana y le ofreceré hacerla reina de todo el Occidente, además del Sur. ¡Con nuestras fuerzas unidas, dominaremos la Tierra!

—Las gentes de Pan Tang siempre habéis sido un pueblo inseguro, tramando siempre una conquista por el mero hecho de llevarla a cabo, buscando en todo instante destruir el equilibrio de los Reinos Jóvenes.

—Un día —se burló Theleb K’aarna— Pan Tang tendrá un reino a cuyo lado el Brillante Imperio no será más que un ascua mortecina en el fuego de la historia. Pero no es por la gloria de Pan Tang que hago todo esto…

—¿Es por Yishana? ¡Por todos los dioses, hechicero, entonces me alegro de que me mueva el odio, y no el amor, pues no hago ni la mitad de daño que, al parecer, causan los enamorados…!

—¡Pondré el Sur a los pies de Yishana para que use de él como le plazca!

—Todo esto me aburre. ¿Qué te propones hacer conmigo?

—En primer lugar, torturaré tu cuerpo. Lo maltrataré con suavidad al principio, aumentando el dolor progresivamente, hasta que te tenga en el estado mental adecuado. Entonces me pondré en contacto con los Señores de los Planos Superiores para ver cuál de ellos me ofrece más por tu alma.

—¿Y qué harás con Kaneloon?

—Las huestes de Kelmain se ocuparán del castillo. Ahora basta con un cuchillo para degollar a Myshella mientras duerme.

—Myshella está protegida.

Theleb K’aarna frunció el ceño al oírle. Después, carraspeó y volvió a reírse.

—Sí, pero la puerta caerá muy pronto y tu amigo el pelirrojo morirá al mismo tiempo que Myshella.

El brujo de Pan Tang se pasó los dedos por los rizos grasientos de su cabello.

—A petición del príncipe Umbda, he concedido un descanso a las huestes de Kelmain antes del asalto al castillo. Pero Kaneloon arderá al caer la noche, puedes estar seguro.

Elric miró hacia el castillo, más allá de la nieve pisoteada. Era evidente que sus palabras mágicas no habían podido contrarrestar el hechizo de Theleb K’aarna.

—Me gustaría… —empezó a decir, pero se interrumpió.

Acababa de ver un destello de plata y oro entre las almenas y un pensamiento aún sin formar había penetrado en su cerebro y le había hecho vacilar.

—¿Qué? —preguntó Theleb K’aarna con aspereza.

—Nada. Sólo me preguntaba dónde está mi espada.

—Lejos de tu alcance, estúpido —replicó el hechicero encogiéndose de hombros—. La hemos dejado donde la has abandonado. Esa maloliente espada infernal no tiene ninguna utilidad para nosotros. Y tampoco para ti, ahora que…

Elric se preguntó qué sucedería si hacía un llamamiento directo a la espada. No podía ir a empuñarla puesto que Theleb K’aarna le tenía atado con cuerdas de seda, pero tal vez si la llamaba…

Se puso en pie.

—¿Acaso buscas el modo de huir, Lobo Blanco? —dijo Theleb K’aarna, mirándole con aire nervioso.

Elric sonrió de nuevo.

—Sólo buscaba una buena posición para contemplar la inminente conquista de Kaneloon.

El hechicero sacó una daga curva.

Elric se meció de un lado a otro con los ojos entrecerrados y empezó a murmurar un nombre a media voz.

Theleb K’aarna saltó hacia adelante y rodeó con un brazo la cabeza del albino al tiempo que llevaba la daga bajo la nuez de su cuello.

—¡Silencio, chacal!

Pero Elric sabía que, por desesperado que fuera lo que se proponía, no tenía otro medio de procurarse la salvación y murmuró de nuevo las palabras, rogando que la sed de una venganza lenta de Theleb K’aarna hiciera titubear a éste antes de matarle.

El hechicero masculló una maldición, tratando de forzar a Elric a abrir la boca.

—¡Lo primero que voy a hacer es cortarte esa maldita lengua!

Elric le mordió la mano, notó el sabor de la sangre de su adversario y escupió al instante. Theleb K’aarna lanzó un grito.

—¡Por Chardros, si no deseara tanto verte agonizar durante meses, ahora mismo te…!

Y en ese instante surgió un vocerío entre las huestes de Kermain.

Fue un murmullo de sorpresa que salía de todas las gargantas. Theleb K’aarna se volvió y entre sus dientes escapó un siseo. Un objeto se desplazaba por el aire sombrío. Era la Tormentosa.

Elric la había llamado.

Y, al verla, el albino gritó:

—¡Tormentosa! ¡A mí!

Theleb K’aarna empujó a Elric en la trayectoria de la espada y corrió a refugiarse entre las filas prietas de guerreros kelmain.

—¡Tormentosa!

La espada negra flotó en el aire cerca de Elric. Un nuevo grito surgió entre los kelmain. Otra forma había abandonado las almenas del castillo de Kaneloon.

—¡Príncipe Umbda! —gritó Theleb K’aarna con voz histérica—. ¡Prepara a tus hombres para el ataque! ¡Presiento un peligro!

Umbda no entendió las palabras del hechicero y éste tuvo que traducirlas.

—¡No permitáis que la espada llegue a sus manos! —volvió a gritar.

Repitió la orden en el idioma de las huestes de Kelmain y varios guerreros se adelantaron para asir la espada mágica antes de que pudiera alcanzarla su amo albino.

Pero la espada golpeó como una centella y los kelmain murieron y ninguno más se atrevió a acercarse después de ello. Poco a poco, la Tormentosa avanzó hacia su dueño.

—¡Ah, Elric! —exclamó Theleb K’aarna—. ¡Si escapas a este día, juro que te encontraré!

—¡Y si tú escapas de mí —replicó Elric—, seré yo quien te encuentre, Theleb K’aarna! ¡Puedes estar seguro de ello!

La silueta que había abandonado el castillo tenía plumas de plata y oro. Sobrevoló las huestes y planeó unos instantes para dirigirse luego hacia las filas externas de la masa de guerreros. Elric no alcanzaba a distinguirla con claridad, pero sabía de qué se trataba. Había sido su visión lo que le había movido a invocar la espada mágica, porque había imaginado que a lomos del ave gigante de metal cabalgaba Moonglum, y que el elwheriano trataría de rescatarle.

—¡No dejéis que se pose! ¡Viene a salvar al albino! —gritó el hechicero de Pan Tang.

Pero las huestes de Kelmain no entendieron lo que les decía. Bajo las órdenes del príncipe Umbda, estaban preparándose para el asalto del castillo.

Theleb K’aarna repitió la orden en el idioma de los guerreros, pero se hizo evidente que éstos empezaban a desconfiar de él: los kelmain no veían la necesidad de preocuparse por un hombre solo y una extraña ave de metal. Ni ésta, ni mucho menos el hombre, podían detener sus máquinas de guerra.

Tormentosa… —susurró Elric cuando la espada cortó las cuerdas que le sujetaban y se instaló suavemente en su mano.

Elric estaba libre pero, aunque no le dieran la misma importancia que Theleb K’aarna, los kelmain no estaban dispuestos a dejarle escapar ahora que la espada estaba en su puño y no moviéndose por su propia voluntad.

El príncipe Umbda gritó una orden y una masa de guerreros corrió al instante hacia Elric, pero el albino no hizo en esta ocasión ningún ademán de atacar porque le interesaba mantener una estrategia defensiva hasta que Moonglum pudiera descender con el ave y ayudarle.

Pero el ave de plata y oro estaba aún más lejos y parecía rodear el perímetro exterior de las huestes sin mostrar el menor interés por su apurada situación.

Elric se preguntó si se habría llevado a engaño.

Paró una decena de golpes obligando a los guerreros kelmain a agruparse, molestándose mutuamente en sus acciones. El ave de plata y oro estaba ahora casi fuera de la vista.

¿Y Theleb K’aarna? ¿Dónde se había ocultado? Elric intentó encontrarle pero, sin duda, debía estar protegido entre las filas de las huestes de Kelmain.

El albino dio muerte a uno de los guerreros de piel dorada, abriéndole la garganta con la punta de la espada mágica, y notó que fluía a su cuerpo una nueva fuerza. Mató a otro kelmain con un movimiento rápido que hirió al guerrero en el hombro. Sin embargo, aquella lucha no iba a conducirle a ninguna parte si Moonglum no acudía en su rescate a lomos del ave de plata y oro.

El ave pareció cambiar de rumbo y regresar hacia Kaneloon. ¿Acaso sólo estaba esperando instrucciones de su dormida dueña? ¿O tal vez se negaba a obedecer las órdenes de Moonglum?

Elric retrocedió sobre la nieve embarrada y ensangrentada de modo que tras él quedó el montón de cadáveres. Continuó luchando, pero con muy escasas esperanzas.

El ave pasó de nuevo a lo lejos, a su derecha.

Elric pensó, con cierta ironía, que se había confundido por completo al interpretar el significado de la aparición del ave sobre las almenas del castillo y que este error no había hecho sino acelerar su muerte…, y también, quizá, las de Myshella y Moonglum.

Kaneloon estaba perdido, igual que Myshella, Lormyr y tal vez todos los Reinos Jóvenes.

Y también él estaba perdido.

En ese preciso momento, una sombra pasó sobre los combatientes y los kelmain lanzaron gritos de pánico y retrocedieron mientras rasgaba el aire un gran estruendo.

Elric alzó la vista con alivio y escuchó el sonido de las alas metálicas del ave batiendo el aire. Buscó a Moonglum en la silla de la fabulosa montura pero descubrió en ella el rostro de Myshella, sobre cuyas facciones tensas se arremolinaba su cabello por efecto de los torbellinos creados por las alas al batir.

—¡Rápido, Elric, antes de que vuelvan a acercarse!

El albino enfundó la espada mágica y saltó a la silla, donde se acomodó detrás de la hechicera de Kaneloon. De inmediato, remontaron el vuelo otra vez mientras las flechas llovían en torno a sus cabezas y rebotaban en las plumas metálicas.

—Una vuelta más en torno a las huestes de Kelmain y volvemos al castillo —anunció la mujer—. Tu invocación y el nanorion han conseguido romper el hechizo de Theleb K’aarna, aunque han tardado más tiempo del deseado en surtir efecto. Mira, el príncipe Umbda ya está ordenando a sus guerreros que monten para el asalto al castillo. Y Kaneloon sólo tiene a Moonglum como defensor.

—¿A qué viene esa vuelta en torno al ejército de Umbda?

—Ya lo verás. Al menos, espero que así sea.

Tras esto, Myshella empezó a entonar una canción. Era una melodía extraña, inquietante, en una lengua parecida a la Lengua Alta de Melniboné, aunque lo bastante distinta de ella como para que Elric sólo comprendiera algunas palabras aisladas, pues poseía un extraño acento.

Sobrevolaron el campo y Elric vio a los kelmain formados en orden de batalla. Sin duda, Umbda y Theleb K’aarna habían decidido ya el mejor plan de ataque.

A continuación, el ave puso rumbo al castillo y se posó en las almenas para que Elric y Myshella pudieran desmontar. Moonglum acudió corriendo a su encuentro con expresión tensa y los tres se volvieron para observar las huestes de Kelmain.

Y vieron que el ejército se había puesto en marcha.

—¿Qué hacías dando vueltas…? —empezó a preguntar Elric, pero Myshella levantó la mano para interrumpirle.

—Tal vez no he hecho nada. Es posible que la magia no funcione… —murmuró.

—¿Pero qué…?

—Esparcía el contenido de la bolsa que me trajiste. Lo he esparcido en torno a todo el ejército. Observa…

—Y si ese recurso mágico no surte efecto… —murmuró Moonglum. Hizo una pausa, forzando la vista en la penumbra, y añadió—: ¿Qué es eso?

El tono de satisfacción de Myshella sonó casi repulsivo cuando anunció:

—Es el Dogal de Carne.

Entre la nieve estaba brotando una materia rosada que se agitaba y temblaba. Era enorme, una gran masa que se alzaba por todas partes en torno a los kelmain y hacía que sus caballos se encabritaran y relincharan.

Y que provocó un alarido entre los guerreros.

Aquella masa carnosa continuó creciendo hasta ocultar a la vista todas las huestes de Kelmain. Se escucharon ruidos apresurados de los guerreros que dirigían sus máquinas de guerra contra la muralla de carne con la intención de abrirse paso por la fuerza. Se oyeron gritos y órdenes. Pero ni un solo jinete rompió el cerco del Dogal de Carne.

Luego, la sustancia empezó a doblarse sobre los kelmain y Elric escuchó un sonido como no había oído jamás.

Era una voz.

La voz de cien mil hombres enfrentados con el mismo terror, de cien mil hombres sucumbiendo a una muerte idéntica.

Era un gemido de desesperación, de impotencia, de miedo.

Pero un gemido tan potente que estremeció los muros del castillo de Kaneloon.

—Ésta no es muerte para un guerrero —murmuró Moonglum, volviéndose de espaldas.

—Pero era la única arma de que disponíamos —respondió Myshella—. La he conservado muchos años pero hasta hoy no había sentido necesidad de usarla.

—De todos modos, sólo Theleb K’aarna merecía la muerte —declaró Elric.

Cayó la noche y el Dogal de Carne siguió cerrándose sobre las huestes de Kelmain, aplastándolo todo salvo a unos contados caballos que habían logrado escapar cuando la siembra mágica había empezado a brotar.

Aplastó al príncipe Umbda, que hablaba un idioma desconocido en los Reinos Jóvenes, que no hablaba ninguna lengua conocida por los antiguos y que había venido de más allá del Confín del Mundo con afanes de conquista.

Aplastó a Theleb K’aarna, que había pretendido conquistar el mundo con la ayuda del Caos, y sólo por el amor de una reina caprichosa y perversa.

Aplastó a todos los guerreros de aquella raza casi humana, los kelmain. Y aplastó todo cuanto pudiera haber dado a los observadores el menor indicio de qué eran los kelmain o de dónde habían surgido.

Y, cuando lo hubo aplastado todo, lo absorbió.

Después, empezó a perder consistencia y a disolverse hasta convertirse de nuevo en polvo.

No quedó el menor rastro de carne o huesos, tanto humanos como de animales. Pero sobre la nieve quedaron esparcidas ropas, armas, corazas, máquinas bélicas, monedas, sillas de montar y demás pertrechos, hasta donde alcanzaba la vista.

Myshella asintió para sí.

—Eso era el Dogal de Carne —proclamó—. Te agradezco que me lo trajeras, Elric. Y te agradezco también que encontraras la piedra que me ha permitido revivir. Te doy las gracias por haber salvado Lormyr.

—Sí, me das las gracias… —murmuró Elric.

Una sensación de abatimiento se había adueñado de él y volvió la espalda a la mujer con un escalofrío. La nieve había empezado a caer otra vez.

—No me agradezcas nada, mi señora Myshella. Lo que he hecho ha sido para satisfacer mis propios impulsos siniestros, para saciar mi sed de venganza. He destruido a Theleb K’aarna. Lo demás es accesorio. No me importan Lormyr, los Reinos Jóvenes ni ninguna de tus causas…

Moonglum vio que Myshella mostraba un aire escéptico en los ojos y una leve sonrisa en los labios.

Elric entró en el castillo y empezó a descender la escalera en dirección al salón de la planta inferior.

—Aguarda —le dijo Myshella—. Este castillo es mágico. Refleja los deseos de quien entra en él… si yo quiero.

Elric se frotó los ojos.

—Entonces, es evidente que no tenemos ningún deseo. Ahora que Theleb K’aarna está destruido, todos los míos están satisfechos. Voy a abandonar este lugar en seguida, mi señora.

—¿De veras no tienes ninguno? —insistió ella.

El melnibonés la miró abiertamente y frunció el ceño.

—Lamentarse sólo produce debilidad. Las lamentaciones no conducen a nada. El sentimiento es una suerte de enfermedad que ataca los órganos internos y finalmente destruye…

—¿Y tú no tienes deseos?

Elric titubeó antes de replicar:

—Ya te entiendo. Reconozco que tu belleza… —Se encogió de hombros y añadió—: Pero ¿estás…?

—No me hagas demasiadas preguntas —dijo ella abriendo las manos—. Te lo repito: este castillo se convierte en lo que más desees y, en su interior, aparece todo lo que más anheles.

A continuación, hizo un gesto. Elric miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, y rompió a gritar. Presa del terror, cayó de rodillas y se volvió hacia Myshella con gesto suplicante.

—¡No! ¡Por favor, no! ¡Myshella, yo no deseo esto!

La mujer se apresuró a hacer un nuevo gesto. Moonglum ayudó a su amigo a ponerse en pie.

—¿Qué era? ¿Qué has visto?

Elric enderezó la espalda, apoyó la mano en la empuñadura de la espada y dijo a Myshella con voz ronca y severa:

—Mi señora, te mataría ahora mismo si no supiera que sólo querías complacerme. —Bajó la mirada y estudió el suelo durante unos segundos antes de añadir—: Entérate bien. Elric no puede tener lo que más desea. El objeto de sus ansias no existe, está muerto, y lo único que le queda a Elric es pena, maldad, odio y sentimiento de culpa. Eso es lo único que merece y lo único que volverá a desear en su vida.

Myshella se llevó las manos a la cara y volvió a entrar en la estancia donde el melnibonés la había encontrado por primera vez. Elric la siguió.

Moonglum se dispuso a ir tras ellos, pero se reprimió de hacerlo y permaneció donde estaba. Les vio entrar en la estancia y cerrar la puerta.

Volvió a las almenas y escrutó la oscuridad. Las alas de plata y oro brillaban a la luz de la luna, haciéndose más pequeñas cada vez hasta desaparecer.

Exhaló un suspiro.

Hacía frío. Volvió al interior del castillo y se sentó con la espalda contra una columna, disponiéndose a dormir.

Un rato después, escuchó unas risas procedentes de la estancia de la torre más alta.

Y la risa le impulsó a echar a correr por los pasadizos, a cruzar el gran salón donde el fuego se había apagado, a dejar atrás la puerta y adentrarse en la noche e ir en busca de los establos, donde podría sentirse más seguro.

Pero esa noche no pudo dormir, porque la risa lejana continuó persiguiéndole.

Y no cesó hasta que llegó el día.