La risa del Hechicero Negro
Alcanzaron Kaneloon al romper el alba y desde la distancia Elric vio un ejército enorme que cubría la nieve y tuvo la certeza de que se trataba de las huestes de Kelmain, conducidas por Theleb K’aarna y el príncipe Umbda y dispuestas al asalto del castillo solitario.
El ave de plata y oro se posó en la nieve frente a la entrada del castillo y Elric desmontó. De inmediato, el ave fabulosa remontó el vuelo y desapareció de la vista.
Esta vez, la gran puerta del castillo de Kaneloon estaba cerrada y Elric envolvió su torso desnudo en los restos de la capa hecha jirones y llamó con los puños al tiempo que forzaba a sus labios resecos a lanzar un grito.
—¡Myshella! ¡Myshella!
No hubo respuesta.
—¡Myshella! ¡He vuelto con lo que necesitas!
Tuvo miedo de que la mujer hubiera caído de nuevo en su sopor hechizado. Miró hacia el sur y comprobó que la oscura marea estaba un poco más cerca del castillo.
—¡Myshella!
Entonces escuchó que se retiraba la tranca de la puerta y ésta se abría con un chirrido y allí estaba Moonglum, con rostro de sobresalto y un sentimiento inexpresable en la mirada.
—¡Moonglum! ¿Cómo has llegado aquí?
—No lo sé, Elric. —Moonglum se apartó a un lado para que Elric pudiera entrar. Luego, volvió a atrancar la puerta—. Anoche estaba acostado cuando se presentó ante mí una mujer, la misma que encontramos dormida en este castillo, y me dijo que debía ir con ella. Y de algún modo lo hice, pero no sé cómo, Elric. No logro averiguarlo.
—¿Dónde está ahora esa mujer?
—Donde la encontramos. Duerme y no hay modo de despertarla.
Elric exhaló un profundo suspiro y le contó, en breves palabras, lo que sabía de Myshella y del ejército que marchaba sobre el castillo de Kaneloon.
—¿Sabes qué contiene la bolsa? —inquirió Moonglum.
Elric movió la cabeza en gesto de negativa y abrió la bolsa de paño de oro para investigar su interior.
—Parece que sólo contiene un polvo rosado. Sin embargo, debe ser alguna poderosa poción mágica si Myshella cree que con ella puede derrotar a todas las huestes de Kelmain.
Moonglum frunció el ceño y replicó:
—Sin embargo, supongo que Myshella tendría que realizar el hechizo ella misma, si es la única que sabe cómo utilizar ese polvo.
—En efecto.
—Y Theleb K’aarna la tiene sometida a un encantamiento.
—Sí.
—Y ya es demasiado tarde para hacer nada, pues ese tal Umbda, sea quien sea, ya se aproxima al castillo.
—Tienes razón —replicó Elric. Su mano temblaba cuando sacó de la bolsa que llevaba al cinto el objeto que había arrebatado al guardián demoníaco antes de abandonar el palacio de Ashaneloon—. A menos que esta piedra sea lo que yo imagino.
—¿Qué es?
—Según la leyenda, algunos demonios poseen por corazón estas piedras. —La sostuvo a la luz de modo que los azules, púrpuras y verdes emitieran reflejos tornasolados—. No he visto nunca ninguna, pero creo que era esto lo que busqué una vez para intentar anular el hechizo al que mi primo había sometido a Cymoril. Entonces no logré encontrarlo pero creo que por fin he dado con un nanorion, la piedra de poderes mágicos que, se dice, es capaz de despertar a los muertos… y a los que están en un letargo similar a la muerte.
—De modo que esto es un nanorion. ¿Crees que despertará a Myshella?
—Si hay algo que pueda hacerlo, será esto, pues lo arranqué del propio servidor demoníaco de Theleb K’aarna y ello potenciará sin duda la eficacia de la magia. Vamos.
Elric cruzó el salón y ascendió la escalera hasta la estancia donde Myshella yacía dormida como la había encontrado la primera vez, en el lecho cubierto por un fino dosel y las paredes tachonadas de escudos y armas.
—Ahora entiendo qué significa la decoración de la estancia —comentó Moonglum—. Según la leyenda, éstos son los escudos de todos aquellos que han amado a Myshella y han defendido su causa.
Elric asintió y murmuró, como si hablara consigo mismo:
—Sí. Myshella, la Emperatriz del Alba, siempre fue enemiga de Melniboné.
El albino sostuvo ante sí la piedra pulsante con gesto delicado y extendió los brazos para colocarla en la frente de la mujer.
—No se aprecia nada —comentó Moonglum al cabo de unos instantes—. No veo que se despierte.
—Hay que decir unas palabras mágicas, pero no las recuerdo… —Elric se apretó las sienes con las yemas de los dedos—. No consigo acordarme…
Moonglum se acercó a la ventana y, en tono irónico, apuntó:
—Quizá podamos preguntarle a Theleb K’aarna. Muy pronto le tendremos aquí.
Entonces, Moonglum observó que Elric volvía a tener los ojos bañados en lágrimas, aunque le había vuelto la espalda para ocultárselo. Moonglum carraspeó.
—Tengo asuntos que atender en el piso de abajo —dijo—. Llámame si necesitas mi ayuda.
Tras esto, abandonó la estancia y cerró la puerta, dejando a Elric a solas con la mujer, la cual parecía cada vez más un fantasma espantoso surgido de sus pesadillas más espeluznantes.
El albino dominó su mente febril y trató de disciplinarla, de recordar las imprescindibles palabras mágicas en la Lengua Alta de la antigua Melniboné.
—¡Dioses, ayudadme! —susurró.
Pero Elric sabía que los Señores del Caos no le prestarían apoyo en aquel asunto en concreto; al contrario, le pondrían trabas si estaba en su mano, pues Myshella, uno de los principales instrumentos del Orden sobre la Tierra, era responsable de la derrota del Caos y de su expulsión del mundo.
Cayó de rodillas al lado de la cama con las manos entrelazadas y el rostro contorsionado por el esfuerzo.
Y, en ese instante, la fórmula del encantamiento volvió a su recuerdo. Con la cabeza hundida todavía, extendió la mano derecha hasta tocar la piedra pulsante al tiempo que posaba la zurda sobre el ombligo de Myshella, e inició un cántico en un antiguo idioma que ya se hablaba antes de que los auténticos seres humanos caminaran sobre la Tierra…
—¡Elric! —exclamó Moonglum, irrumpiendo en la estancia y arrancando a Elric de su trance—. ¡Nos han invadido, Elric! Sus jinetes de vanguardia…
—¿Qué dices?
—Los jinetes han irrumpido en el castillo. Son una decena, al menos. Les he mantenido a raya y les he cerrado el paso a la torre, pero están haciendo astillas la puerta y pronto la derribarán. Creo que les han mandado para destruir a Myshella si encuentran la ocasión. Les ha sorprendido mucho encontrarme aquí.
Elric se incorporó y contempló a Myshella con detenimiento. Moonglum había penetrado en la estancia cuando Elric terminaba de entonar la invocación por segunda vez, pero la mujer seguía sin mostrar la menor reacción.
—Theleb K’aarna llevó a cabo su encantamiento a distancia, asegurándose de que Myshella no pudiera ofrecerle resistencia —murmuró Moonglum—. Pero no contó con nuestra presencia.
Los dos abandonaron apresuradamente la estancia y descendieron la escalera hasta el lugar donde la puerta temblaba y se astillaba bajo las armas de quienes estaban del otro lado.
—Échate atrás, Moonglum.
Elric desenvainó la espada mágica, que empezó a arrullar cuando el albino la levantó sobre su cabeza y la descargó contra la puerta.
La Tormentosa hendió la madera y, con ella, un par de cráneos de extrañas formas.
El resto de los atacantes retrocedió con gritos de asombro y horror cuando el atacante de pálidas facciones cayó sobre ellos con su enorme espada, que absorbió sus almas entonando su canción extraña y ululante.
Elric les persiguió escalera abajo hasta el salón, donde los asaltantes se agruparon y se prepararon para defenderse de aquel demonio que empuñaba la espada templada en una forja infernal.
Pero Elric lanzó una carcajada y sus adversarios se estremecieron.
Y las armas les temblaron en las manos.
—De modo que vosotros sois los poderosos kelmain —se burló Elric—. No me extraña que necesitéis la ayuda de la magia, si mostráis tal cobardía. ¿No habéis oído hablar, más allá del Confín del Mundo, de Elric el Matador?
Pero los kelmain no entendieron nada de cuanto les decía, lo cual era bastante extraño pues el albino se había dirigido a ellos en la Lengua Común, que conocían todos los humanos.
Los guerreros tenían la piel dorada y las órbitas oculares casi cuadradas. Sus rostros, en conjunto, parecían de roca toscamente tallada, llenos de perfiles angulosos, y sus armaduras no eran redondeadas, sino llenas de aristas.
Elric sonrió, mostrando los dientes, y los kelmain se agruparon todavía más. Entonces, el albino soltó una risotada horripilante y Moonglum retrocedió y apartó la vista de lo que sucedió a continuación.
La espada mágica descargó un golpe tras otro, segando miembros y cabezas. Entre un baño de sangre, la hoja absorbió las almas de los kelmain, cuyos rostros muertos mostraron en sus expresiones que, antes de perder la vida, habían tenido tiempo de conocer la verdad de su terrible destino.
Y la Tormentosa siguió bebiendo almas, pues la sed de la espada mágica era insaciable.
Elric notó que sus débiles venas se hinchaban con renovada energía, superior incluso a la que le había proporcionado horas antes el demonio guardián de Theleb K’aarna.
El salón se estremeció con la desquiciada risa del albino cuando éste pasó sobre los cadáveres amontonados y se plantó en la puerta abierta del castillo, ante la cual aguardaba el gran ejército.
Y, desde allí, pronunció a gritos un nombre:
—¡Theleb K’aarna! ¡Theleb K’aarna!
Moonglum corrió tras él pidiéndole que parara, pero Elric no le hizo caso y continuó avanzando por la nieve, dejando tras él un reguero de sangre que goteaba de la espada.
Bajo el frío sol, las huestes de Kelmain cabalgaban hacia el castillo de Kaneloon y Elric iba a su encuentro.
Al frente del ejército cabalgaba el tenebroso hechicero de Pan Tang con expresión siniestra, envuelto en ropas anchas y cómodas; a su lado, sobre otro esbelto caballo, venía el general de las huestes de Kelmain, el príncipe Umbda, que lucía una altiva armadura, unas plumas exóticas en el yelmo y una sonrisa triunfal en sus extrañas facciones angulosas.
Tras ellos, las huestes acarreaban un extraño armamento que, pese a sus formas insólitas, parecía poderoso y mucho más contundente que todo cuanto podía oponer Lormyr cuando el enorme ejército cayera sobre aquel reino.
Cuando la figura solitaria apareció a la puerta del castillo y empezó a avanzar, apartándose de las murallas del castillo de Kaneloon, Theleb K’aarna levantó la mano y detuvo el avance de las huestes. Tiró de las riendas de su montura y soltó una risotada.
—¡Vaya, si es ese chacal de Melniboné, por todos los Dioses del Caos! ¡Por fin has aceptado a tu amo y has venido a entregarte a mí!
Elric no se detuvo, como si no hubiese oído las palabras del brujo de Pan Tang.
En los ojos del príncipe Umbda apareció un destello de inquietud y se volvió a Theleb K’aarna para comentarle algo en una lengua ininteligible. El hechicero hizo un gesto de desdén y replicó en el mismo idioma.
Pero el albino continuó avanzando por la nieve hacia el grueso del ejército.
—¡Por Chardros, Elric, detente! —exclamó Theleb K’aarna, cuya montura se agitó nerviosa bajo la silla—. Si vienes a proponer algún pacto, eres un estúpido. Kaneloon y su dueña deben caer para que Lormyr sea nuestra…, ¡y lo será, sin ninguna duda!
Ni siquiera entonces se detuvo Elric. Alzó la vista hasta clavar sus ojos ardientes en los del hechicero y apareció en sus pálidos labios una sonrisa serena y fría.
Theleb K’aarna trató de sostener la mirada de Elric pero no pudo. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz temblorosa.
—¡No puedes derrotar tú solo a todas las huestes de Kelmain!
—No tengo ningún deseo de hacerlo, brujo. Lo único que me interesa es acabar contigo.
—¡Pues no vas a conseguirlo! —replicó su adversario con una mueca de rabia—. ¡A mí, hombres de Kelmain! ¡Reducidle!
Dio media vuelta a su caballo y se refugió tras la protección de las filas de guerreros, a los que dio órdenes en su incomprensible idioma.
En ese instante salió del castillo otra figura que corrió a unirse a Elric. Era Moonglum de Elwher, que avanzaba con una espada en cada mano. Elric se volvió a medias hacia él.
—¡Elric! ¡Moriremos juntos! —gritó Moonglum.
—¡Vuelve atrás, Moonglum!
Moonglum titubeó al oírle. Elric insistió:
—¡Vuelve atrás, si me estimas!
A regañadientes, Moonglum retrocedió hasta el castillo.
Los jinetes de Kelmain se lanzaron hacia adelante con sus espadas rectas de hoja ancha levantadas al cielo y rodearon al albino en un abrir y cerrar de ojos, amenazadores, con la esperanza de que Elric dejara caer la espada y se rindiera.
Pero Elric lanzó una sonrisa y la Tormentosa empezó a cantar. El melnibonés asió la espada con ambas manos, dobló los codos y, de repente, alzó la hoja paralela al suelo delante de él.
Entonces empezó a girar sobre sí mismo como una bailarina tarkeshita, una y otra vez, y fue como si la espada le obligara a seguir girando cada vez más de prisa mientras rajaba, derribaba y decapitaba a los jinetes de Kelmain.
Éstos retrocedieron por un instante, dejando un montón de sus camaradas muertos alrededor del albino, pero el príncipe Umbda, tras una apresurada conferencia con Theleb K’aarna, les incitó a cargar de nuevo contra Elric.
Y éste volvió a mover la espada, pero esta vez no perecieron bajo su filo tantos kelmain como en la primera.
Los cuerpos protegidos con armaduras cayeron sobre las corazas de los muertos en el primer asalto, nuevos regueros de sangre se mezclaron con los anteriores, los caballos arrastraron por la nieve cadáveres enganchados a sus estribos y Elric continuó sin caer, pero algo raro empezaba a sucederle.
Y, al fin, su mente desquiciada empezó a comprender que, por alguna razón, la espada se sentía saciada. La energía seguía latiendo en su negra hoja, pero ya no se transmitía al brazo de su dueño y la fuerza que proporcionaba a éste empezaba a desvanecerse.
—¡Maldición! ¡Tormentosa, dame tu poder!
Las espadas siguieron descargando golpes sobre él y la negra hoja de metal continuó luchando, parando y dando estocadas.
—¡Más poder!
Elric seguía más fuerte de lo normal en él y mucho más que cualquier hombre corriente, pero parte de su furia incontenible le estaba abandonando y se sintió casi desconcertado mientras el río de guerreros kelmain seguía fluyendo hacia él incesantemente. Empezaba a despertar de su sueño de sangre.
Sacudió la cabeza y aspiró profundamente. Le dolía la espalda.
—¡Dame tu fuerza, Espada Negra!
Hirió piernas, brazos, pechos y rostros hasta quedar bañado de pies a cabeza en la sangre de los atacantes.
Pero ahora los muertos le molestaban más que los vivos, porque el campo nevado estaba ahora cubierto de cadáveres por todas partes y en más de un momento estuvo a punto de caer de bruces por su culpa.
—¿Qué te aflige, espada mágica? ¿Te niegas a ayudarme? ¿Te niegas a combatir a estos seres porque, como tú, son criaturas del Caos?
No, no podía ser eso. Lo único que sucedía era que la espada ya no deseaba más vitalidad y, por tanto, no se la transmitía tampoco al brazo que la empuñaba.
Continuó luchando una hora más antes de que el vigor con que empuñaba la Tormentosa se debilitara y uno de los jinetes, medio loco de terror, le descargara en la cabeza un golpe que no le hundió el cráneo, pero le dejó aturdido y le hizo caer sobre los cuerpos sin vida. Elric trató de incorporarse, pero recibió un nuevo impacto y perdió el sentido.