IV

El viejo castillo solitario

Transcurrió un día y toda una noche.

Y luego llegó el atardecer del segundo día y los dos viajeros continuaron su avance tambaleándose, pese a que hacía mucho que habían perdido el sentido de la orientación.

Cayó la noche y siguieron adelante, arrastrándose.

Eran incapaces de hablar. Tenían los huesos doloridos y los músculos entumecidos.

El frío y el agotamiento les sumieron en la inconsciencia de modo que, cuando cayeron por fin sobre la nieve y se quedaron inmóviles, apenas se dieron cuenta de que habían dejado de avanzar. Para ellos no existía en aquel instante ninguna diferencia entre la vida y la muerte, entre existir y dejar de hacerlo.

Y cuando salió el sol y calentó un poco sus cuerpos, despertaron del sopor y levantaron la cabeza, tal vez en un esfuerzo por echar una postrera mirada al mundo que iban a abandonar.

Y entonces vieron el castillo.

Se alzaba en mitad de la estepa y era muy antiguo. La nieve cubría el musgo y los líquenes que crecían en sus piedras viejas y desgastadas. La construcción parecía haber estado allí por toda la eternidad, aunque ni Elric ni Moonglum habían oído jamás que existiera un castillo semejante alzándose solitario en mitad de la estepa. Resultaba difícil imaginar cómo podía existir un castillo tan antiguo en una tierra conocida en otro tiempo como el Confín del Mundo.

Moonglum fue el primero en incorporarse y se acercó trastabillando hasta el lugar donde yacía Elric. Con manos cuarteadas por el frío, trató de alzar de la nieve a su amigo.

El movimiento de la fluida sangre de Elric casi había cesado en sus venas. Mientras Moonglum le ayudaba a ponerse en pie, escapó de su boca un gemido. Intentó hablar, pero sus labios permanecieron cerrados, helados.

Apoyándose el uno en el otro, a veces caminando y a veces arrastrándose, avanzaron hacia el castillo.

La entrada estaba abierta. Cruzaron el umbral y el calor que surgía del interior les reanimó lo suficiente como para ponerse en pie y adentrarse con pasos tambaleantes por un estrecho pasadizo que les condujo a un gran salón.

Un salón vacío, completamente desnudo de mobiliario.

Pero en el extremo opuesto de la estancia, en un hogar de granito y cuarzo, vieron arder unos troncos. Los dos se acercaron al fuego pisando un suelo de losas de lapislázuli.

—De modo que el castillo está habitado…

La voz de Moonglum sonó áspera y dificultosamente en su boca. Miró los muros de basalto que les rodeaban, alzó la voz lo mejor que pudo y exclamó:

—Saludos al amo de este castillo, quienquiera que sea. Nosotros somos Moonglum de Elwher y Elric de Melniboné y te suplicamos hospitalidad, pues nos hemos perdido en tus tierras.

En aquel momento, a Elric le fallaron las rodillas y cayó rodando al suelo. Moonglum corrió torpemente hacia él mientras el eco de su voz se apagaba en la estancia. Todo quedó de nuevo en un silencio interrumpido sólo por el crepitar de los troncos en el hogar.

Moonglum arrastró a Elric junto al fuego y le depositó en el suelo cerca de las llamas.

—Calienta aquí tus huesos, amigo Elric. Yo iré a buscar a la gente que vive en este lugar.

Atravesó el salón y ascendió la escalera de piedra que conducía a la siguiente planta del castillo.

Al llegar a ella, la encontró tan desprovista de mobiliario y elementos de decoración como la anterior. Tenía gran número de estancias, pero todas ellas estaban vacías. Moonglum empezó a sentirse inquieto, oliéndose algo sobrenatural en aquel castillo. ¿No sería, tal vez, el de Theleb K’aarna?

Porque allí vivía alguien, sin duda. Alguien tenía que haber encendido el fuego y abierto las puertas para permitirles entrar. Y del castillo no había salido nadie de la forma normal o, de lo contrario, habría advertido las huellas en la nieve del exterior.

Moonglum se detuvo, dio media vuelta y empezó a descender lentamente la escalera. Cuando llegó al salón, vio que Elric se había reanimado lo suficiente como para incorporarse, apoyado en la repisa de la chimenea.

—¿Y… qué… has encontrado…? —consiguió murmurar.

—Nada —Moonglum se encogió de hombros—. No hay criados ni amos. Si han salido de caza, deben montar criaturas aladas porque no existe ninguna huella de pisadas en la nieve del exterior. Debo reconocer que estoy un poco nervioso —añadió con una leve sonrisa—. Sí, nervioso… y un poco hambriento, también. Iré a husmear en la despensa. Si se presenta un peligro, no nos hará ningún mal afrontarlo con el estómago lleno.

A un lado del hogar había una puerta. Probó el picaporte y la hoja se abrió a un pasadizo corto al fondo del cual había otra puerta. Recorrió el pasadizo espada en mano y abrió esta última. Tras ella encontró una sala, desierta como el resto del castillo. Y al otro lado de la sala vio las cocinas. Se internó en ellas y observó que conservaban todos sus útiles, limpios y ordenados pero sin utilizarse. Finalmente, llegó a la despensa, donde encontró la mayor parte de un ciervo colgado de un gancho y numerosos odres y jarras de vino alineadas en el estante superior. Debajo de éste había pan y unas empanadas y, en la repisa inferior, las especias.

Lo primero que hizo Moonglum fue ponerse de puntillas y bajar una jarra de vino. La destapó y husmeó el contenido. No había olido nada más delicado y delicioso en su vida.

Cató el vino y olvidó el cansancio y los dolores. Pero no olvidó que Elric aguardaba aún en el salón.

Utilizó la espada corta para cortar un pedazo de venado y se lo colocó bajo el brazo. Seleccionó algunas especias y las guardó en la bolsa que llevaba al cinto. Se puso pan bajo el otro brazo y con ambas manos levantó una jarra de vino.

Regresó al salón, dejó en el suelo su botín y ayudó a Elric a beber de la jarra. El extraño vino tuvo un efecto casi inmediato en Elric, quien dirigió a Moonglum una sonrisa cargada de gratitud.

—Eres… un buen amigo… No sé por qué…

Moonglum apartó la cara con un murmullo de turbación y empezó a preparar la carne, que se proponía asar sobre las brasas. Nunca había entendido su amistad con el albino, aquella peculiar mezcla de reserva y afecto, aquel grato equilibrio que ambos hombres cuidaban de mantener, incluso en situaciones como aquélla.

Elric, cuya pasión por Cymoril había causado la muerte de ésta y la destrucción de lo que el albino tanto amaba, temía siempre exhibir la menor muestra de afecto a aquellos a los que amaba.

Había huido de Shaarilla de la Niebla Danzante, que le había amado tanto. Había escapado de la reina Yishana de Jharkor, que le había ofrecido su reino pese al odio que sus súbditos sentían por él. Desdeñaba la compañía de la mayoría de humanos salvo la de Moonglum, y también éste se cansó pronto de cualquiera que no fuese el príncipe de Imrryr, el de los ojos carmesíes. Moonglum estaba dispuesto a morir por Elric y sabía que éste arrostraría cualquier peligro por salvar a su amigo. Sin embargo, ¿no era la suya una amistad malsana? ¿No habría sido mejor si cada cual hubiera echado por su camino? Moonglum no podía soportar tal pensamiento. Era como si los dos fueran parte de una misma entidad, aspectos diferentes de la personalidad de un mismo hombre.

No comprendía por qué sentía aquello y suponía que, si Elric había pensado alguna vez en el asunto, también se habría visto en un apuro para dar con una respuesta.

Moonglum meditó todas estas cosas mientras asaba la carne ante el fuego, utilizando la espada larga como espetón.

Mientras, Elric tomó otro trago de vino y empezó a entrar en calor casi visiblemente. Aún tenía la piel llagada de sabañones, pero ninguno de los dos había padecido congelaciones graves.

Dieron cuenta del venado en silencio, sin dejar de echar vistazos al salón. Les desconcertaba la misteriosa ausencia del amo del castillo, pero estaban demasiado cansados para preocuparse demasiado por ello.

Después de alimentar el fuego con nuevos troncos, se echaron a dormir y por la mañana estaban casi totalmente recuperados de su penosa experiencia en la estepa nevada.

Desayunaron venado frío, empanada y vino.

Moonglum buscó un cazo y calentó agua para lavarse y afeitarse, y Elric encontró en la bolsa un ungüento que se aplicaron en las quemaduras producidas por el frío.

—He echado una ojeada a los establos —dijo Moonglum mientras se afeitaba con una navaja que había sacado de la bolsa—, pero no he encontrado ningún caballo. Sin embargo, hay señales de que no hace mucho se han cobijado ahí algunos animales.

—Sólo existe otro medio de viajar por estas tierras —apuntó Elric—. En algún lugar del castillo debe haber unos esquís, pues las nieves cubren la estepa más de la mitad del año y es lógico que sus moradores los utilicen. Con unos esquís, nuestro regreso hacia Iosaz sería más rápido. Y también nos serían de gran ayuda un mapa y una piedra imán, si pudiéramos encontrarlos.

Moonglum asintió. Terminó de afeitarse, secó la cuchilla y la guardó de nuevo en la bolsa.

—Iré a buscar esas cosas a los pisos superiores —dijo a continuación.

—Te acompaño —respondió Elric.

Atravesaron juntos una estancia tras otra. Todas estaban vacías y no encontraron nada en ellas.

—El castillo está absolutamente desierto —murmuró Elric con el ceño fruncido—. Y, sin embargo, tengo la profunda sensación de que el lugar está habitado. Incluso tenemos pruebas de ello, por supuesto.

Recorrieron dos plantas más sin encontrar en las habitaciones otra cosa que polvo.

—Bueno, tal vez tengamos que caminar, después de todo —murmuró Moonglum con resignación—. A menos que encontremos unas planchas de madera adecuadas para improvisar unos esquís. Creo que vi unas en los establos…

Habían llegado a una angosta escalera que subía en espiral hasta la torre más alta del castillo.

—Probemos ahí arriba antes de dar por fracasada la búsqueda —dijo Elric.

Subieron, pues, los escalones de piedra y llegaron ante una puerta entreabierta. Elric la abrió de par en par y titubeó antes de entrar.

—¿Qué sucede? —preguntó Moonglum, que ascendía detrás de él.

—La habitación está amueblada —comentó Elric en voz baja.

Moonglum subió los dos últimos peldaños y echó un vistazo.

—¡Y ocupada! —exclamó, sobresaltado.

Era una estancia deliciosa. Por sus ventanas acristaladas se filtraba una luz pálida que bañaba las colgaduras de seda multicolor de las paredes, los tapices y las alfombras, con unos tonos tan luminosos como si los hubieran terminado de tejer hacía apenas un instante.

En el centro de la habitación había una cama engalanada de armiño, con un dosel de seda blanca.

Y en el lecho yacía una muchacha.

Tenía el cabello negro y brillante. Vestía una túnica de un intenso color escarlata. Sus brazos eran de marfil teñido de rosa y tenía unas facciones hermosísimas, con los labios ligeramente entreabiertos.

La muchacha estaba dormida.

Elric dio dos pasos hacia la figura yacente y se detuvo. Con un súbito estremecimiento, apartó la vista de la muchacha.

Moonglum se alarmó al ver unas lágrimas brillantes en los ojos carmesíes del albino.

—¿Qué sucede, amigo Elric?

Éste movió sus labios pálidos pero no logró articular palabra. Una especie de gemido surgió de su garganta.

—Elric…

Moonglum puso su mano en el brazo del albino pero éste se la sacudió de encima.

Poco a poco, Elric volvió de nuevo la mirada hacia el lecho, como si se obligara a resistir una visión insoportablemente aterradora. Exhaló un profundo suspiro, enderezó la espalda y descansó la mano izquierda en la empuñadura de su espada mágica.

—Moonglum… —logró murmurar con gran esfuerzo.

Su acompañante observó a la mujer del lecho y contempló a Elric. ¿Acaso la conocía?

—Moonglum… el sueño de esa mujer es obra de un hechizo…

—¿Cómo lo sabes?

—Es…, es un sopor parecido al que mi primo Yyrkoon indujo en mi Cymoril…

—¡Por los dioses! ¿Crees que…?

—No creo nada.

—Pero esa muchacha no es…

—… no es Cymoril, lo sé. Yo… Se le parece mucho, sí… pero también es distinta… Es sólo que no me esperaba…

Elric hundió la cabeza y, cuando volvió a hablar, lo hizo con voz muy baja.

—Vamos. Marchémonos de aquí.

—Pero ella debe ser la propietaria del castillo. Si la despertáramos, tal vez podría…

—Te digo que nosotros no podemos despertarla, Moonglum —Elric exhaló otro profundo suspiro—. Está sumida en un sueño encantado. Yo, pese a todos mis poderes de brujo, fui incapaz de despertar de él a Cymoril. Es imposible hacer nada, a menos que uno tenga ciertos medios mágicos, cierto conocimiento del hechizo exacto que se ha utilizado. De prisa, Moonglum, dejemos este lugar.

En la voz de Elric había un tono de urgencia que causó un escalofrío a su compañero.

—Pero…

—¡Entonces, me marcharé solo!

Elric abandonó la estancia de la torre casi a la carrera y Moonglum escuchó sus pisadas resonando apresuradas escalera abajo.

Se acercó de nuevo a la durmiente y admiró su belleza.

Tocó su piel y la encontró anormalmente fría. Se encogió de hombros y se dispuso a abandonar la cámara. Sólo se detuvo un instante al advertir que en una de las paredes de la estancia, detrás de la cama, había diversos escudos y armas de antiguos combates. Extraños trofeos los escogidos por la muchacha para decorar su dormitorio, se dijo. Bajo los trofeos vio una mesa de madera tallada sobre la cual había varios objetos. Anduvo la distancia que le separaba de ella y le llenó una extraña sensación al advertir que se trataba de un mapa en el que venía señalado el castillo y también el río Zaphra-Trepek.

Sujetando el mapa a la mesa como pisapapeles había una piedra imán montada en plata y engarzada en una larga cadena de plata.

Tomó el mapa en una mano, la piedra en la otra, y salió apresuradamente de la estancia.

—¡Elric! ¡Elric!

Descendió corriendo la escalera y llegó al salón de la planta baja. Elric se había marchado y la puerta del salón estaba abierta.

Moonglum siguió al albino dejando atrás el castillo y adentrándose en la nieve.

—¡Elric!

El albino se volvió con el rostro tenso y la mirada atormentada.

Moonglum le mostró el mapa y la piedra imán.

—¡Después de todo, estamos salvados!

Elric clavó la mirada en la nieve.

—Sí, lo estamos —murmuró.