III

El cielo inmenso lleno de plumas

Cayó la noche y las quimeras continuaron volando incansables, con sus negras siluetas contra la nieve blanca.

Los lazos no mostraron el menor asomo de relajarse aunque Elric luchó por liberarse de ellos, con la mano cerrada siempre en torno a la empuñadura de la espada mágica y la mente concentrada en buscar un medio de derrotar a los monstruos.

Si lograba dar con algún hechizo…

Trató de apartar de sus pensamientos la idea de lo que le esperaba si realmente era Theleb K’aarna quien había enviado a las oonai contra ellos.

Las facultades como brujo de Elric se basaban sobre todo en su dominio de los elementos de aire, fuego, tierra, agua y éter, y también sobre las entidades que poseían afinidad con la flora y la fauna de la Tierra.

Por ello, decidió que su única esperanza consistía en invocar la ayuda de Filita, Señora de las Aves, que moraba en un reino más allá de los planos de la tierra, pero la invocación se le resistió.

Y, aunque la recordara, había que tener la mente concentrada de una determinada manera, había que seguir los ritmos correctos en el encantamiento, había que repetir las palabras e inflexiones exactas antes de empezar a invocar la ayuda de Filita. Pues ésta era más difícil de conjurar que cualquier otro ser elemental, tanto como el veleidoso Arioch.

Entre los remolinos de nieve escuchó a Moonglum gritar algo ininteligible.

—¿Qué dices, Moonglum? —replicó.

—Sólo… quería saber… si seguías… vivo, amigo mío.

—Sí… apenas…

Tenía el rostro helado y se le había formado una costra de hielo en el casco y la coraza. Le dolía todo el cuerpo por la presión de los lazos de la quimera y por el frío atroz de las alturas.

El vuelo continuó toda la noche rumbo al norte mientras Elric trataba de relajarse, de entrar en trance y extraer de su mente los antiguos conocimientos de sus antepasados.

Al alba, las nubes habían desaparecido y los rayos encendidos del sol se extendían sobre la nieve como sangre sobre damasco. La estepa se extendía en todas direcciones; era un inmenso campo de nieve hasta el horizonte y, sobre él, el cielo no era sino una capa de hielo azul en la cual se abría el charco rojo del sol.

E, incansables en todo instante, las quimeras continuaron volando.

Elric despertó poco a poco del trance y rogó a sus precarios dioses que recordara correctamente la invocación.

Tenía los labios casi congelados y pegados. Pasó la lengua por ellos y fue como si lamiera nieve. Los abrió y le entró en la boca una ráfaga de aire helado. Carraspeó y volvió la cabeza hacia lo alto con una mirada vidriosa en sus ojos carmesíes.

Obligó a sus labios a formar unas extrañas sílabas, a pronunciar las viejas palabras cargadas de vocales de la Lengua Alta de la antigua Melniboné, un idioma casi imposible de articular para una lengua humana.

—Filita —murmuró.

Luego empezó a recitar el hechizo. Y, con el canturreo, la espada se calentó en su mano y le aportó energías para que la invocación sobrenatural resonara en el cielo helado.

Por las plumas entretejidos nuestros destinos,

hombre y pájaro, tu estirpe y la mía,

forjaron un pacto que las divinidades

consagraron en el templo ancestral.

Y cada especie juró servicio a la otra.

Filita, reina voladora de bello plumaje,

recuerda ahora esa noche gloriosa

y ayuda a tu hermano en peligro.

La invocación contenía mucho más que las simples palabras. Entraban en ella también los pensamientos abstractos de su cerebro, las imágenes visuales que tenían que retenerse en la mente en todo instante, las emociones experimentadas, los recuerdos fieles y vividos. Si no se hacía todo como era debido, el conjuro sería inútil.

Siglos antes, los reyes hechiceros de Melniboné habían sellado con Filita, Señora de las Aves, el pacto por el cual cualquier ave que se instalara entre los muros de Imrryr recibiría protección y no sería cazada por ningún humano de sangre melnibonesa; el pacto se había mantenido e Imrryr, la Soñada, se había convertido en refugio de todas las especies de aves y en cierta ocasión habían cubierto de plumas sus torres.

Elric entonó pues los versos que glosaban el pacto, suplicando a Filita que recordara el compromiso adquirido.

Hermanos y hermanas de los aires

escuchad mi voz dondequiera que estéis

y traedme ayuda de los Reinos Superiores…

No era la primera vez que llamaba a los elementos y a las criaturas que les pertenecían. Hacía relativamente poco que había invocado a Haaashaastaak, señor de los Lagartos, en su lucha contra Theleb K’aarna, y en ocasiones anteriores había utilizado los servicios de los seres elementales del viento —los silfos, los sharnahs y los h’Haarshanns— y de la tierra.

Sí, Filita era veleidosa.

Y ahora que Imrryr no era más que un montón de ruinas, incluso era posible que decidiera olvidar el antiguo pacto.

—Filita…

La invocación le había dejado exhausto. No tendría fuerzas para combatir a Theleb K’aarna aunque se le presentara la oportunidad.

—Filita…

Y, entonces, el aire se agitó y una sombra enorme cubrió a las quimeras que llevaban a Elric y a Moonglum hacia el norte.

Elric alzó la mirada y se le quebró la voz, pero sonrió y dijo:

—Gracias, Filita.

Porque el cielo estaba negro de aves. Las había de todas las especies, águilas, petirrojos, grajos, estorninos, abadejos, milanos, cuervos, halcones, pavos reales, flamencos, palomas, periquitos, tórtolas, urracas, cornejas y búhos. Su plumaje destellaba como el acero y el aire se llenó con sus gritos.

Las oonai alzaron su cabeza de serpiente y lanzaron un siseo, mostrando la lengua entre los colmillos delanteros y sacudiendo como un látigo los anillos de la cola. Una de las bestias del Caos que no llevaba a ningún humano cambió su forma en la de un gigantesco cóndor y batió alas hacia la inmensa multitud de pájaros.

Pero éstos no se dejaron engañar.

La quimera desapareció, sumergida entre las aves. Se escuchó un espantoso griterío y, acto seguido, un bulto negro cuya forma recordaba la de un cerdo cayó en espiral hacia el suelo, dejando una estela de sangre y tripas.

Otra quimera —la última que no llevaba carga— asumió su forma de dragón, casi idéntica a las que una vez había dominado Elric como monarca de Melniboné, pero de mayor tamaño y menos grácil que Colmillo Flameante y los demás.

Se esparció un hedor repulsivo a carne y plumas quemadas cuando la ponzoña ardiente cayó sobre los aliados de Elric. Pero cada vez eran más las aves que llenaban el aire, piando y graznando y silbando y ululando, un millón de alas batiendo a la vez.

De nuevo, la oonai desapareció de la vista; de nuevo, sonó un chillido amortiguado; de nuevo, un cuerpo destrozado, cerduno, cayó a plomo desde las alturas.

Los pájaros se dividieron en dos masas, dirigiendo la atención a las quimeras que transportaban a Elric y a Moonglum, y cayeron sobre ellas como dos gigantescas puntas de flecha, conducidas cada una de ellas por diez enormes águilas doradas que se lanzaron sobre los ojos de las oonai.

Bajo el ataque de las aves, las bestias del Caos se vieron forzadas a cambiar de forma. Al instante, Elric se sintió caer al vacío. Tenía el cuerpo entumecido y cayó como una piedra, pendiente sólo de mantener empuñada la Tormentosa. Mientras descendía, maldijo la ironía de haber sido salvado de las quimeras solamente para acabar despeñado en el suelo cubierto de nieve a sus pies.

Pero en ese instante notó que algo cogía su capa por arriba y quedó colgado en el aire. Alzó la cabeza y vio que unas águilas habían agarrado la tela entre sus zarpas y picos y frenaban su descenso de modo que golpeó la nieve sin más consecuencias que un doloroso batacazo.

Las águilas volvieron entonces al combate.

Moonglum aterrizó a unos metros de él, depositado por otra escuadrilla de águilas que regresó de inmediato donde sus camaradas daban cuenta de las restantes bestias del Caos.

Moonglum recogió la espada que se le había caído de la mano y se frotó la pantorrilla derecha.

—Haré cuanto pueda por no volver a comer nunca carne de ave —dijo sentidamente—. De modo que recordaste el encantamiento, ¿no?

—En efecto.

Los dos últimos cuerpos cayeron de lo alto con un golpe sordo no lejos de ellos.

Durante unos instantes, los pájaros realizaron una extraña danza circular en el cielo, en parte saludo a los dos hombres y en parte danza de triunfo, y luego se dividieron en grupos por especies y se alejaron velozmente. Muy pronto, no quedó una sola ave en el gélido cielo azul.

Elric se incorporó, magullado, y envainó la Tormentosa con esfuerzo. Exhaló un profundo suspiro y alzó la vista al cielo.

—Gracias de nuevo, Filita —murmuró.

Moonglum, con aire desconcertado todavía, le preguntó:

—¿Cómo has logrado invocar a los pájaros, Elric?

El albino se quitó el casco y se secó el sudor. Bajo aquel clima, el sudor no tardaría en convertirse en hielo.

—Gracias a un antiguo pacto que efectuaron mis antepasados. Me ha costado mucho recordar las palabras del hechizo.

—¡Y yo me alegro mucho de que lo hayas conseguido finalmente!

Elric asintió, abstraído. Volvió a colocarse el casco y echó una ojeada a su alrededor.

La inmensa estepa de Lormyr, cubierta de nieve, se extendía hasta el horizonte en todas direcciones.

Moonglum adivinó lo que pensaba su compañero y se acarició la barbilla.

—¿Tienes alguna idea de qué lugar es éste, mi señor Elric? Me temo que estamos perdidos.

—No lo sé, amigo Moonglum. No tenemos ningún medio de saber a cuánta distancia nos han transportado esas bestias, pero estoy casi seguro de que nos hallamos bastante al norte de Iosaz. Estamos más lejos de la capital que antes de…

—¡Pero, si es así, Theleb K’aarna también debe estar lejos de ella! Si esas criaturas nos llevaban realmente al lugar donde se encuentra ese hechicero…

—Es lo más lógico, creo.

—Entonces, ¿continuamos hacia el norte?

—No.

—¿Porqué?

—Por dos razones. Es posible que el propósito de Theleb K’aarna fuera llevarnos a un lugar remoto y apartado donde no pudiéramos obstaculizar sus planes. Tal vez considerara preferible tal cosa a conducirnos a su presencia y correr el riesgo de que volviéramos las tornas…

—Sí, eso seguro. ¿Cuál es la otra razón?

—Lo mejor que podemos hacer es intentar llegar a Iosaz, donde tendremos ocasión de aprovisionarnos de equipo y provisiones y de indagar el paradero de Theleb K’aarna, en el caso de que no se encuentre en la ciudad. También creo que sería una tontería por nuestra parte continuar hacia el norte sin unos buenos caballos y en Iosaz los encontraremos…, y tal vez incluso un trineo que nos lleve más de prisa por esta extensión nevada.

—También en esto te doy la razón. Aunque no creo que tengamos muchas posibilidades en esta estepa cubierta de nieve, tomemos la dirección que tomemos.

—Es preciso que empecemos a andar. Nuestra esperanza es encontrar un río que aún no se haya helado y por el cual navegue alguna embarcación que nos lleve a Iosaz.

—Una esperanza remota, Elric.

—Sí, una esperanza remota…

Elric ya empezaba a sentirse debilitado tras el desgaste de energías que había significado la invocación a Filita. Se dio cuenta de que le aguardaba una muerte casi segura, pero no pareció importarle mucho. Al menos, sería una muerte más limpia que algunas de las que había estado a punto de sufrir en los últimos tiempos y, desde luego, sería mucho menos dolorosa de la que podía esperar de manos del hechicero de Pan Tang.

Empezaron a avanzar por la nieve a paso lento, en dirección al sur. Eran dos pequeñas siluetas en el paisaje helado, dos minúsculas motas de carne caliente en el gran erial nevado.