II

Un rostro blanco mirando entre la nieve

Lormyr tenía fama por sus caudalosos ríos. Eran éstos los que habían contribuido a hacerla rica y fuerte.

Al cabo de tres días a caballo, cuando una ligera nevada empezaba a caer del cielo, Elric y Moonglum llegaron al confín de las colinas y vieron ante ellos las aguas espumeantes del río Schlan, afluente del Zaphra-Trepek que fluía desde más allá de Iosaz hasta desembocar en el mar en Trepesaz.

En aquel punto de su recorrido no había barcos que surcaran el Schlan pues el río presentaba rápidos y grandes cascadas cada pocas leguas, pero Elric tenía la intención, cuando llegaran a la vieja ciudad de Stagasaz, edificada en la confluencia del Schlan con el Zaphra-Trepek, de enviar a Moonglum a la ciudad para que comprara una embarcación pequeña en la que poder remontar este último hasta Iosaz, donde casi con toda certeza se hallaría Theleb K’aarna.

Siguieron, pues, la ribera del Schlan forzando la marcha con la esperanza de alcanzar los alrededores de la ciudad antes de que cayera la noche. Pasaron por algunas aldeas de pescadores y ante las casas de algunos nobles de bajo rango y, de vez en cuando, recibieron el saludo de algún pescador amistoso que lanzaba la red en los trechos más tranquilos del río, pero no se detuvieron. Los pescadores eran gentes típicas de la región, pelirrojos y con enormes bigotes rizados, que vestían jubones de lino recargados de bordados y botas de cuero que casi les cubrían los muslos; eran hombres que en otros tiempos siempre habían estado prestos a dejar las redes, coger las espadas y alabardas y montar sus caballos para acudir en defensa de su patria.

—¿No podríamos pedir prestada una de sus barcas? —apuntó Moonglum, pero Elric movió la cabeza en gesto de negativa.

—Los pescadores del Schlan son conocidos por sus chismorreos. Es posible que la noticia de nuestra presencia llegara antes que nuestra barca y pusiera sobre aviso a Theleb K’aarna.

—Creo que eres demasiado cauto…

—Ya le he perdido demasiadas veces.

Apareció ante su vista un nuevo tramo de rápidos. Grandes peñascos negros brillaban bajo la luz mortecina y el agua saltaba sobre ellos con un rugido, levantando una cortina de espuma. Allí no había casas ni aldeas y el camino junto a la orilla era tan angosto y traicionero que Elric y Moonglum se vieron forzados a aflojar el paso y proseguir la marcha con cautela.

Por encima del ruido del agua, Moonglum gritó:

—¡Ahora seguro que no llegamos a Stagasaz antes de que anochezca!

—Tienes razón —asintió Elric—. Acamparemos bajo los rápidos. Allí.

Seguía nevando y el viento impulsaba los copos contra el rostro, dificultando todavía más su avance por el estrecho sendero que ahora serpenteaba a considerable altura sobre el río.

Por fin, el estruendo empezó a apagarse y el camino se ensanchó y las aguas se calmaron. Aliviados, los viajeros inspeccionaron la llanura que se abría ante ellos buscando el lugar más adecuado para acampar.

Fue Moonglum quien las vio primero.

La mano le temblaba cuando alzó el dedo hacia el firmamento para señalar hacia el norte.

—¿Qué es eso, Elric?

El albino alzó los ojos hacia el cielo encapotado, apartando del rostro los copos de nieve.

Al principio, su expresión fue de desconcierto. Frunció el ceño y entrecerró los ojos.

Unas siluetas negras se recortaban contra el firmamento.

Unas siluetas aladas.

Era imposible juzgar su tamaño a aquella distancia, pero no volaban como lo hacen las aves. A Elric le vino el recuerdo de otra criatura alada, una criatura que había visto por última vez cuando él y los Señores del Mar huyeron de la Imrryr en llamas y el pueblo de Melniboné desencadenó su venganza sobre los asaltantes.

Una venganza que había adoptado dos formas.

La primera de ellas había sido la flota de doradas naves de guerra que esperaba para atacarles cuando se retiraban de la Ciudad de Ensueño.

La segunda forma de venganza habían sido los grandes dragones del Brillante Imperio.

Y las criaturas que habían aparecido a lo lejos guardaban cierta semejanza con tales dragones.

¿Acaso los melniboneses habían descubierto el medio de despertar a los dragones antes del término de su período normal de reposo? ¿Tal vez habían soltado a sus dragones para que buscaran a Elric, que había dado muerte a los de su propia estirpe y había traicionado a su raza inhumana para vengarse de su primo Yyrkoon, el cual le había usurpado el Trono de Rubí de Imrryr?

La expresión de Elric se transformó en una torva mueca. Sus ojos carmesíes brillaron como rubíes pulidos. Llevó la mano izquierda a la empuñadura de su gran espada negra, la espada mágica Tormentosa, y dominó su creciente sensación de horror.

Pues allí, en pleno vuelo, la forma de aquellas criaturas había cambiado. De pronto, habían dejado de parecer dragones y habían adquirido el aspecto de unos cisnes multicolores cuyas plumas relucientes recogían y reflejaban los escasos rayos de sol que aún quedaban.

Moonglum soltó una exclamación cuando las criaturas estuvieron más cerca.

—¡Son enormes!

—Prepara tus espadas, amigo Moonglum. Desenváinalas y reza tus oraciones a los dioses que gobiernan Elwher, pues estos seres son producto de la hechicería y, sin duda, las envía Theleb K’aarna para destruirnos. Mi respeto por ese brujo no hace sino aumentar.

—¿Qué son, Elric?

—Criaturas del Caos. En Melniboné reciben el nombre de Oonai. Pueden cambiar de forma a voluntad. Sólo un hechicero de gran disciplina mental y poderes superlativos que conozca los conjuros oportunos puede dominarlas y determinar su aspecto. Algunos de mis antepasados eran capaces de ello, pero nunca pensé que un mero echador de conjuros de Pan Tang consiguiera someter a esas quimeras.

—¿No conoces ningún conjuro para enfrentarse a ellas?

—No se me ocurre ninguno. Sólo un Señor del Caos como mi demonio protector, Arioch, podría destruirlas.

Moonglum se estremeció y respondió:

—¡Entonces, invoca a tu Arioch, te lo ruego!

Elric dirigió una mirada casi divertida a su acompañante y comentó:

—Realmente, estas criaturas deben darte un miedo tremendo, maese Moonglum, para que estés dispuesto a aceptar la presencia de Arioch.

—Tal vez no tengan ningún interés en nosotros —respondió Moonglum al tiempo que desenvainaba su espada larga y curva—, pero es mejor estar preparados.

—En efecto —asintió Elric con una sonrisa.

A continuación, Moonglum sacó también su espada corta y recta, enroscando las riendas de su montura en torno al antebrazo.

En el cielo resonó un grito agudo, como una risa entrecortada.

Los caballos piafaron, inquietos.

El griterío aumentó de intensidad. Las criaturas voladoras abrían los picos y se llamaban unas a otras y pronto quedó en evidencia que en realidad no se trataba de unos cisnes gigantes, pues estaban dotadas de lenguas serpenteantes. Y en sus picos se veía brillar una hilera de finos y agudos colmillos. Las criaturas cambiaron de rumbo ligeramente, volando directamente hacia los dos viajeros.

Elric echó atrás la cabeza, desenvainó su gran espada y la alzó hacia el cielo. El metal latió y gimió, y emitió un misterioso fulgor negro que formó extrañas sombras sobre las facciones pálidas de su dueño.

El caballo shazariano relinchó y se encabritó mientras una invocación surgía de los labios atormentados de Elric.

—¡Arioch! ¡Arioch! ¡Arioch! ¡Señor de las Siete Oscuridades, duque del Caos, ayúdame! ¡Ayúdame ahora, Arioch!

El caballo de Moonglum había vuelto grupas llevado por el pánico y el hombrecillo tenía grandes dificultades para dominarlo. Sus facciones estaban casi tan pálidas como las de Elric.

—¡Arioch!

Encima de ellos, las quimeras empezaron a volar en círculos.

—¡Arioch! ¡Sangre y almas te prometo, si me ayudas ahora!

Entonces, a unos metros de donde estaban, una niebla oscura pareció surgir de la nada. Era una bruma hirviente en la cual tomaban forma figuras extrañas y desagradables.

—¡Arioch!

La niebla se hizo aún más densa.

—¡Arioch! ¡Te lo ruego…, ayúdame ahora!

El caballo se levantó sobre los cuartos traseros, relinchando y resoplando, con los ojos asustados y los ollares muy abiertos. Elric, sin embargo, con una mueca en los labios que dejaba los dientes al descubierto y le daba el aspecto de un lobo rabioso, continuó montado en la silla mientras la niebla oscura se agitaba y en lo alto de la cambiante columna aparecía un rostro extraño, no terrenal. Un rostro de maravillosa belleza, de absoluta maldad. Moonglum apartó la vista de ella, incapaz de soportarla.

Una voz dulce, sibilante, surgió de la hermosa boca. La columna de bruma continuó moviéndose lánguidamente, adoptando un tono escarlata salpicado de manchas verde esmeralda.

—Saludos, Elric —dijo el rostro—. Saludos, el más amado de mis hijos.

—¡Ayúdame, Arioch!

—¡Ah! —replicó el rostro con una voz llena de expresiva pesadumbre—. ¡Ah, eso no puede ser…!

—¡Es preciso que me ayudes!

Las quimeras habían titubeado en su descenso al avistar aquella extraña niebla.

—No puedo hacerlo, Elric, el más dulce de mis esclavos. Se preparan otros asuntos en el reino del Caos. Asuntos de enorme importancia a los que ya me he referido. Sólo puedo ofrecerte mi bendición.

—¡Arioch, te lo ruego…!

—Recuerda tu juramento al Caos y mantente leal a nosotros a pesar de todo. Adiós, Elric.

Y la niebla oscura se desvaneció.

Y las quimeras se acercaron aún más.

Y Elric emitió un atormentado gemido mientras la espada mágica suspiraba y se estremecía en su mano y su negro fulgor se apagaba ligeramente.

Moonglum escupió contra el suelo.

—¡Maldición, Elric, tienes un protector poderoso, pero también inconstante!

De inmediato, saltó de la silla mientras una criatura voladora descendía hacia él como una flecha, cambiando de forma una decena de veces en su picado. La bestia del Caos extendió unas zarpas que se cerraron en el aire donde Moonglum había estado un segundo antes. El caballo sin jinete se alzó de nuevo sobre los cuartos traseros, pateando con sus manos a la criatura.

Una boca de largos colmillos se cerró sobre el animal.

Manó la sangre a borbotones donde el caballo había tenido la cabeza y sus patas lanzaron una última coz antes de caer al suelo, donde la sangre continuó regando la tierra ávida.

Llevando los restos de la cabeza en lo que primero fue una boca escamosa, luego un pico y luego unas mandíbulas parecidas a las de un tiburón, la oonai remontó el vuelo.

Moonglum se incorporó. Su mirada era la de quien no espera otra cosa que su inminente destrucción.

También Elric saltó del caballo y le dio una fuerte palmada en el flanco al animal, que echó a galopar hacia el río, huyendo del lugar presa del pánico. Una segunda quimera lo persiguió.

Esta vez, la criatura voladora agarró el cuerpo del caballo con unas garras que surgieron de pronto de sus pies. El caballo pugnó por desasirse, amenazando con partirse el espinazo en el esfuerzo, pero no lo consiguió. La quimera voló hacia las nubes con su presa.

La nevada se había recrudecido, pero Elric y Moonglum no se fijaron en ello mientras permanecían juntos, en pie, a la espera del siguiente ataque de las oonai.

—¿No conoces ningún otro conjuro, amigo Elric? —preguntó Moonglum en un susurro.

El albino movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ninguno específico para enfrentarnos a esas criaturas. Las oonai siempre sirvieron al pueblo de Melniboné. Jamás nos amenazaron, de modo que no necesitamos ningún conjuro contra ellas. Estoy tratando de recordar…

Las quimeras emitieron unos graznidos y aullidos en el aire, sobre la cabeza de los dos viajeros. Acto seguido, otra de las criaturas se separó del resto y descendió hacia ellos.

—Atacan de una en una —comentó Elric en un tono algo indiferente, como si estuviera observando un insecto en un frasco—. No sé por qué, nunca lo hacen en grupo.

La oonai se había posado en el suelo y había adoptado la forma de un elefante con la cabeza enorme de un cocodrilo.

—No es una combinación muy estética —comentó Elric.

Cuando la bestia cargó contra ellos, el suelo tembló bajo sus pies.

Mientras se aproximaba, los dos hombres permanecieron hombro con hombro. Ya la tenían casi encima cuando, en el último momento, se separaron, Elric arrojándose a un lado y Moonglum al otro.

La quimera pasó entre los dos y Elric hirió el flanco de la criatura con su espada mágica. La espada emitió un canto casi lascivo al hundirse profundamente en la carne, que de inmediato cambió para convertirse en un dragón de cuyos colmillos rezumaba un veneno flameante.

Pero la oonai estaba malherida.

La sangre manaba de la profunda herida y la quimera aullaba y cambiaba de forma una y otra vez como si buscara alguna en la que no existiese la herida.

Del costado de la criatura surgió de pronto una sangre negra, como si la tensión de los sucesivos cambios hubiera afectado todavía más su cuerpo herido. La bestia del Caos cayó de rodillas y el brillo se empañó en sus plumas, se apagó en sus escamas, desapareció de su piel. Se agitó por última vez y luego quedó inmóvil. Su aspecto era el de un ser fuerte y pesado, negro, parecido a un cerdo, cuyo cuerpo abotargado era la cosa más repulsiva que Elric y Moonglum habían visto nunca.

Moonglum soltó un gruñido.

—No es difícil entender por qué un ser como éste querría cambiar de forma…

Alzó la cabeza y vio descender otra oonai.

Ésta tenía el aspecto de una ballena con alas, pero con unos colmillos curvos como los de un pez carnívoro y una cola como un sacacorchos gigantesco.

En el mismo momento de posarse en el suelo, experimentó un nuevo cambio.

Ahora, la criatura adoptó forma humana. Era una figura bella y enorme, dos veces el tamaño de Elric. Iba desnuda y era de proporciones perfectas, pero tenía la mirada vacía y los labios entreabiertos de un niño subnormal. La vieron echar a correr ágilmente hacia ellos extendiendo sus manos inmensas para atraparles como haría un niño para coger un juguete.

Esta vez, Elric y Moonglum atacaron a la vez, uno a cada mano.

La afilada espada de Moonglum hizo un profundo corte en los nudillos y la de Elric cercenó dos dedos de la oonai antes de que ésta alterara de nuevo su forma y se convirtiera en un pulpo, primero, en un tigre monstruoso, más tarde, y luego en una combinación de ambos, hasta que al fin se convirtió en una roca en la cual se abría una fisura que mostraba unos dientes blancos y dispuestos a morder.

Los dos hombres esperaron, jadeantes, a que reanudara el ataque. En la base de la roca rezumaba un reguero de sangre y esto dio una idea a Elric, Saltó hacia adelante con un súbito aullido, alzó la espada sobre la cabeza y descargó el filo sobre la roca, partiéndola en dos.

Una especie de risotada surgió de la negra espada mientras la forma hendida se difuminaba hasta convertirse en otra de aquellas criaturas parecidas a cerdos. Ésta aparecía partida en dos, en un charco de sangre y con las entrañas extendidas en el suelo.

De inmediato, entre la nevada crepuscular, descendió otra oonai cuyo cuerpo era un brillante destello naranja, en la forma de una serpiente alada con mil anillos palpitantes.

Elric golpeó los anillos, pero éstos se movían demasiado de prisa. Las otras quimeras habían observado con atención las tácticas de los dos hombres ante sus compañeras y se habían hecho una idea de la habilidad de sus víctimas. Casi al instante, Elric se encontró con los brazos inmovilizados por los anillos y transportado por los aires al tiempo que una segunda quimera se abalanzaba con la misma forma sobre Moonglum para atraparle de idéntica manera.

Elric se dispuso a morir como lo habían hecho los caballos. Prefería tener una muerte rápida a caer en las manos de Theleb K’aarna, que siempre le había prometido una muerte lenta.

Las alas escamosas batieron el aire, poderosas. Pero las fauces de la criatura no descendieron para arrancarle la cabeza.

Elric comprendió con desesperación que Moonglum y él estaban siendo transportados velozmente hacia el norte sobre la gran estepa de Lormyr.

Sin duda, al final del viaje les aguardaba Theleb K’aarna.