El Príncipe Pálido en una playa iluminada por la luna
En el firmamento, una luna fría envuelta en nubes bañaba con su luz mortecina un mar tenebroso donde se mecía una nave anclada frente a una costa deshabitada.
Por un costado de la nave estaba siendo arriado un bote, que se balanceaba en el vacío. Dos figuras, envueltas en largas capas, observaban a los marineros que realizaban la maniobra mientras trataban de calmar a sendos caballos que piafaban sobre la inestable cubierta del barco, relinchando y volviendo los ojos a un lado y a otro.
El más bajo de los dos espectadores agarró por la brida a su caballo con gesto enérgico y emitió un gruñido.
—¿De veras era necesario esto? ¿No podríamos haber desembarcado en Trepesaz… o al menos, en algún puerto de pescadores que presumiera de tener una posada, por humilde que fuera?
—No, amigo Moonglum. Quiero que nuestra llegada a Lormyr permanezca en secreto. Si Theleb K’aarna se enterara de mi arribada, como sucedería sin duda en el mismo instante de presentarnos en Trepesaz, volvería a huir y la caza empezaría de nuevo. ¿Te gustaría que sucediera tal cosa?
Moonglum se encogió de hombros.
—Me sigue pareciendo que la persecución de ese hechicero no es más que un sucedáneo de lo que deberías hacer en realidad. Buscas a ese brujo porque no deseas buscar tu destino verdadero…
Elric volvió el rostro, blanco como el hueso bajo el claro de luna, y contempló a Moonglum con sus ojos carmesíes llenos de tristeza.
—¿Y qué? No es preciso que me acompañes si no quieres…
Moonglum volvió a encogerse de hombros.
—Sí, ya lo sé. Quizá sigo contigo por la misma razón que tú persigues al hechicero de Pan Tang. —Con una sonrisa, añadió a continuación—: Así que basta de discusiones, ¿de acuerdo, amo Elric?
—Es cierto, las discusiones no llevan a ninguna parte —reconoció Elric, al tiempo que daba unas palmaditas en el cuello a su montura mientras otro grupo de marineros, vestidos con sedas tarkeshitas de vivos colores, se acercaban para hacerse cargo de los caballos e izarlos con la grúa hasta el bote.
Debatiéndose y relinchando bajo las capuchas que les envolvían la testuz, los animales fueron trasladados al bote, cuyo fondo patearon con las pezuñas como si quisieran abrir un boquete. A continuación, Elric y Moonglum descendieron por los cabos con el equipaje a la espalda hasta saltar a la chalupa en precario equilibrio. Los marineros apartaron el bote del costado de la nave utilizando los remos y luego, aplicando toda la fuerza de sus cuerpos, empezaron a bogar hacia la orilla.
El aire de fines de otoño era frío. Moonglum contempló los yermos acantilados que se alzaban ante él y sintió un escalofrío.
—Se acerca el invierno y preferiría estar instalado en alguna taberna acogedora, en lugar de deambular por tierras extrañas. ¿Qué me dices si, cuando hayamos terminado ese asunto con el hechicero, nos dirigimos a Jadmar o a alguna de las otras grandes ciudades de los vilmirianos y vemos de qué ánimos nos pone el clima, más cálido, de esas tierras?
Sin embargo, Elric no respondió. Sus extraños ojos escrutaron las tinieblas como si estuviera asomándose a las profundidades de su propia alma y no le gustara lo que veía.
Moonglum suspiró y apretó los labios. Se encogió bajo la capa y se frotó las manos para hacerlas entrar en calor. Estaba acostumbrado a los súbitos silencios de su compañero, pero el hábito no hacía que los encajara mejor. En algún lugar de la costa, un ave nocturna lanzó un graznido, al que replicó el chillido de algún roedor. Los marineros gruñían mientras tiraban de los remos.
La luna apareció tras las nubes e iluminó el rostro blanco y ceñudo de Elric haciendo que sus ojos carmesíes brillaran como ascuas infernales. La claridad bañó también los acantilados desnudos de la costa.
Los marineros izaron los remos cuando la quilla del bote varó en la grava. Los caballos, al olor de la tierra, relincharon y patearon la madera. Elric y Moonglum se pusieron en pie para calmarlos.
Dos de los remeros saltaron a las frías aguas y arrastraron la chalupa unos metros más. Otro de los hombres dio unas palmaditas en el cuello al caballo de Elric y, sin mirar directamente al albino, le dijo:
—El capitán ha dicho que me pagarías cuando alcanzáramos la costa de Lormyr, mi señor.
Elric soltó un gruñido y llevó la mano bajo la capa. Sacó de ella una joya que brilló como una centella en la oscuridad de la noche. El marinero jadeó de asombro y extendió la mano para cogerla.
—¡Por la sangre de Xiombarg, nunca había visto una gema tan valiosa!
Elric empezó a guiar a su caballo por las aguas poco profundas y Moonglum se apresuró a seguirle, lanzando juramentos en voz baja y sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
Entre risas y exclamaciones de alegría, los remeros empujaron el bote a aguas más profundas.
Mientras Elric y Moonglum montaban en los caballos y la chalupa se alejaba en la oscuridad hacia el barco, el segundo comentó:
—¡Esa joya valía cien veces el precio de nuestro pasaje!
—¿Qué más da? —Elric colocó los pies en los estribos e hizo avanzar a su montura hacia una parte del acantilado que resultaba menos empinada que el resto. Se puso en pie sobre los estribos para envolverse mejor en la capa y acomodarse con más firmeza en la silla—. Parece que por aquí hay un camino, aunque bastante descuidado.
—Debo insistir —dijo Moonglum con voz severa— en que si de ti dependiera, mi señor Elric, nos quedaríamos sin medios de subsistencia. Si no hubiera tenido la precaución de recuperar parte de los beneficios que obtuvimos con la venta de esa trirreme que capturamos y subastamos en Dhakos, ahora mismo estaríamos en la pobreza.
—Es cierto —asintió Elric sin prestarle atención, al tiempo que espoleaba el caballo por el sendero que conducía a lo alto del acantilado.
Moonglum meneó la cabeza en gesto de frustración, pero siguió al albino.
Al amanecer, los dos cabalgaban sobre el paisaje ondulado de pequeñas colinas y suaves valles que constituían el territorio de la península más septentrional de Lormyr.
—Como Theleb K’aarna tiene que vivir de un mecenas rico —explicó Elric mientras proseguían su avance—, es casi seguro que acudirá a la capital, Iosaz, donde gobierna el rey Montan. Allí tratará de ponerse al servicio de algún noble o incluso, tal vez, del propio rey.
—¿Y cuánto tardaremos en divisar la capital del reino, mi señor?
—Está a varios días de viaje, mi buen Moonglum.
Maese Moonglum suspiró. El cielo amenazaba nieve y la tienda que llevaba enrollada bajo la silla era de seda fina, adecuada para las tierras de Oriente y Occidente, más cálidas. Dio gracias a sus dioses por llevar un grueso chaleco acolchado bajo la coraza y por haberse puesto, antes de abandonar el barco, unos calzones de lana debajo de los otros, rojos y más llamativos, que constituían su indumentaria visible. Su casco cónico de piel, metal y cuero, tenía unas orejeras que ahora llevaba bajadas y atadas con unas tirillas de cuero bajo el mentón, y la gruesa capa de piel de ciervo ceñía sus hombros muy apretada.
Elric, por su parte, no parecía darse cuenta del frío y llevaba la capa ondeando al viento. Vestía unos calzones de seda azul marino y una camisa de seda negra de cuello alto, y portaba una coraza de acero lacada en negro brillante, a juego con el casco, embellecida con dibujos de fina plata. Detrás de la silla llevaba unas grandes alforjas y, cruzados sobre ellas, un arco y un carcaj de flechas. A su costado colgaba la espada Tormentosa, origen de su fuerza y de su desdicha, y en la cintura llevaba una larga y fina daga, regalo de la reina Yishana de Jharkor.
Moonglum tenía un arco y una aljaba parecidos y portaba sendas espadas a los costados, una corta y recta, la otra larga y curva, siguiendo la costumbre de los hombres de Elwher, su patria. Ambas espadas iban enfundadas en unas vainas de cuero ilmiorano espléndidamente repujado y embellecido con hilos de oro y de seda escarlata.
Para quienes no los conocían, los dos jinetes parecían unos mercenarios libres de amo que habían tenido más éxito que la mayoría en su oficio.
Los caballos les trasladaron incansables por el territorio. Eran dos corceles de Shazar, famosos en todos los Reinos Jóvenes por su resistencia e inteligencia. Tras varias semanas confinados en la bodega de la nave tarkeshita, estaban contentos de poder moverse de nuevo.
De vez en cuando, empezaban a divisar alguna aldea de casas chaparras de piedra y paja, pero Elric y Moonglum tenían la cautela de evitarlas.
Lormyr era uno de los Reinos Jóvenes más antiguos y buena parte de la historia del mundo se había escrito en sus tierras. Incluso los melniboneses habían oído las leyendas del héroe ancestral de Lormyr, Aubec de Malador, de la provincia de Klant, del cual se decía que había dado forma a nuevas tierras con la materia del Caos que un día había existido en el Confín del Mundo. Pero hacía ya mucho tiempo que Lormyr había dejado atrás el momento álgido de su poder (aunque seguía siendo una gran nación del Sudoeste) y se había convertido en un reino a la vez pintoresco y cultivado. Elric y Moonglum vieron alquerías prósperas, campos feraces, viñedos y frutales cuyos árboles de hojas doradas estaban rodeados por muros cubiertos de musgo y desgastados por el paso del tiempo. Una tierra dulce y apacible en contraste con Jharkor, Tarkesh y Dharijor, las naciones del Noroeste, más ásperas y agitadas, que habían dejado atrás.
Moonglum echó un vistazo a su alrededor cuando redujeron el paso del caballo a un trote.
—Theleb K’aarna podría hacer mucho mal aquí, Elric. Me acuerdo de las apacibles colinas y llanuras de Elwher, mi tierra.
Elric asintió y dijo:
—Los tiempos turbulentos terminaron para Lormyr cuando se desprendió de las cadenas melnibonesas y fue la primera en autoproclamarse nación libre. Me gusta este paisaje sosegado. Me tranquiliza. Una razón más para encontrar al hechicero antes de que empiece a preparar su pócima corruptora.
Moonglum sonrió para sí.
—Ten cuidado, mi señor. Ya estás sucumbiendo de nuevo a esas emociones blandengues que tanto desprecias…
Elric enderezó la espalda al instante.
—Vamos. Démonos prisa en llegar a Iosaz.
—Cuanto antes lleguemos a una ciudad con una taberna decente y un buen fuego, tanto mejor.
Moonglum apretó aún más la capa en torno a su cuerpo enjuto.
—Entonces, reza para que el alma del brujo sea enviada pronto al Limbo, maese Moonglum, porque entonces accederé a sentarme ante el fuego el invierno entero, si así lo quieres.
Y Elric puso a su caballo en un súbito galope mientras el plomizo atardecer se cerraba sobre las bucólicas colinas.