VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

Los ángeles oscuros de la escuadra de Zahariel se congregaron junto a la rampa de asalto de la Stormbird para escuchar a Sar Hadariel dar las últimas instrucciones de la misión antes de volar hasta la superficie de Sarosh. Las Stormbird esperaban a la izquierda de la cubierta de embarque, listas para descender al planeta, y los guerreros reunidos estaban de un humor de perros. El León los dirigiría en este ataque personalmente, y, a pesar de que Zahariel aún sufría grandes dolores tras el ataque a la Causa Invencible, la formación que había recibido en el librarius hizo que lo escogiesen para esta misión a pesar de sus heridas.

Nemiel fue elegido para acompañar a las escuadras del León, y, pese al fervor que invadía a todo guerrero antes de la batalla, a Zahariel no le gustó que se incluyese a su primo en el grupo. Luther no estaba presente, y a Zahariel le sorprendió su ausencia, pero no hizo ningún comentario al ver la sombría expresión del León cuando Sar Hadariel le había mencionado al segundo al mando.

—Parece que se avecina un gran peligro —dijo Attias.

Zahariel se alegró de escuchar la familiar voz de su amigo. Attias se había convertido en un digno miembro de los astartes y era un compañero de batalla estimado y leal.

—«Siempre nos enfrentamos al peligro» —respondió Eliath, citando una de las enseñanzas de la legión.

Como Attias, Eliath había superado los entrenamientos de los astartes con honor y era uno de los mejores soldados de apoyo pesado de la legión.

—Somos astartes. Somos ángeles oscuros. No estamos hechos para morir de viejos. ¡La muerte o la gloria! ¡Lealtad y honor!

—Lealtad y honor —respondió Attias—. No me malinterpretes, no estoy cuestionando la necesidad de peligro. Sólo me preguntaba si deberíamos basar nuestra estrategia para este escenario en el funcionamiento de un artefacto experimental. ¿Qué pasará si la bomba no funciona? No me apetece nada tener que enfrentarme a un enemigo con la belleza de Eliath como nuestra única arma de emergencia si al final resulta ser un fiasco. —Los guerreros reunidos soltaron unas carcajadas. Incluso Eliath, cuyos rasgos rechonchos y constitución corpulenta habían provocado aquella risa, se estaba riendo.

—Mejor mi belleza que tu destreza en el manejo de la espada —replicó Eliath—, a menos que esperes que el enemigo se distraiga con el silbido que produce la hoja cuando falla el golpe una y otra vez.

—Somos Ángeles Oscuros —dijo Hadariel.

Las risas cesaron.

—Somos la I Legión. Los guerreros del Emperador. ¿Te cuestionas si debemos confiar en la ciencia del Mechanicus y en la sabiduría de nuestro hermano bibliotecario? Yo te pregunto: ¿cómo no íbamos a hacerlo? ¿Acaso no es la ciencia la luz que guía al Imperio? ¿No es nuestro fundamento? ¿No es el lecho de roca sobre el que se han construido los cimientos de nuestra sociedad? Entonces, sí, debemos confiar en su ciencia. Le confiaremos nuestras vidas, como nos hemos confiado nosotros mismos y la humanidad entera a nuestro bienamado Emperador.

—Lo siento, señor —dijo Attias, arrepentido—. No pretendía ofender.

—No has ofendido a nadie —respondió Hadariel—. Sólo hiciste una pregunta. No hay nada de malo en ello. El día en que los Ángeles Oscuros tengan motivos para evitar preguntas, habremos perdido nuestras almas.

Zahariel repasó los rostros de los hombres que lo rodeaban mientras escuchaba las palabras del señor del capítulo. A algunos los conocía de Caliban y el vínculo de hermanos y de compañeros guerreros que los unía era tan fuerte como la ceramita, o incluso más, porque la ceramita podía cortarse con el arma adecuada, pero no podía ni imaginarse que el vínculo de lealtad que tenía con sus hermanos astartes pudiese llegar a romperse jamás.

—El señor del capítulo tiene razón —dijo Zahariel, mientras resonaban en su cabeza palabras que había oído hacía mucho tiempo—. Los astartes existimos para servir a la humanidad. Somos ángeles oscuros y, en la batalla, seguimos las enseñanzas del León. El nos dice que la guerra es una cuestión de adaptación, y que el que antes se adapte al cambio de circunstancias y sepa aprovecharse de los caprichos de la lucha saldrá victorioso. Tenemos la suerte de contar con una arma poderosa con la que vencer a nuestro enemigo, y seríamos unos estúpidos si no la utilizásemos.

—Usaremos el dispositivo —afirmó Eliath—. Le ruego que disculpe mi atrevimiento, señor, pero lo conozco desde hace el tiempo suficiente como para saber cuándo está planeando algo. El artefacto es sólo una parte de la misión. También necesitamos un plan para ponerla en acción. ¿Tiene alguno?

—Así es —respondió Hadariel.

Zahariel observó de nuevo los rostros de sus hermanos y advirtió una expresión de total determinación en todos ellos mientras Hadariel explicaba su plan de ataque.

Los saroshi estaban acabados, pero aún no lo sabían.

Era mediodía y el sol ardiente había alcanzado su cénit.

Para la población indígena de Sarosh era un momento tranquilo, una parte del día que normalmente pasaban durmiendo en sus moradas hasta que el sofocante calor de la tarde había pasado. Sin embargo, las fuerzas imperiales que acababan de llegar al planeta no tenían intención de seguir su rutina, sobre todo los guerreros astartes.

Cuatro naves Stormbird aullaban sobre el desierto con un veloz vuelo rasante hacia su objetivo: un conjunto de edificios prefabricados identificados desde la órbita como la estación minera 1-Z-5.

En la Stormbird principal, Zahariel estaba sentado contra el fuselaje, que se sacudía mientras la nave atravesaba el aire hacia la batalla. A su alrededor, los Ángeles Oscuros agarraban sus armas, listos para vengarse por el ataque a sus naves y a su gente. Sarosh había empezado esta guerra, pero los Ángeles Oscuros iban a terminarla.

—Aquí el León a todas las unidades —se oyó al líder por el altavoz.

A pesar de la actitud distante que llevaba mostrando últimamente el maestre de la legión, a Zahariel le seguía sorprendiendo el tono autoritario de su voz.

—El objetivo se ha confirmado como la estación minera 1-Z-5. Iniciad todos los protocolos de la misión.

Zahariel oyó una lluvia de voces cuando todas las unidades principales respondieron afirmativamente.

Las Stormbird eran lanzaderas de asalto blindadas, diseñadas para ser capaces de transportar a una tripulación de guerreros astartes al mismo centro del peor de los tiroteos.

Todas estaban pintadas de blanco y lucían el icono de la espada alada en el casco, como mandaba la heráldica de la legión.

—Estamos preparados, mi señor —dijo Hadariel.

Zahariel advirtió el entusiasmo en la voz de su señor del capítulo. Un entusiasmo que compartían todos los hombres de la Stormbird.

Eliath estaba sentado enfrente de él. Sus amplios hombros y su ancha constitución hacían que el asiento de vuelo pareciese demasiado pequeño para él. Su amigo tenía un físico imponente, incluso para un astartes, y al sentir la mirada de Zahariel lo saludó.

—Ya falta menos —dijo Eliath. Su amigo no llevaba puesto el casco, de modo que tuvo que gritar para hacerse oír a través del rugido de los motores de la nave—. Sentará bien devolvérsela, ¿eh?

—Ya lo creo que sí —respondió Zahariel.

—¿Cómo vamos a atacar, señor? —preguntó Attias.

—Descenderemos mediante retrorreactores —informó Hadariel—. Tenemos órdenes de abandonar la lanzadera a una altitud de quinientos metros para realizar un salto de combate controlado. Aterrizaremos en un área de maleza al norte de la estación. Desde allí iremos despejando edificio tras edificio hasta encontrarnos con el León y sus hombres, que saldrán desde el sur. Por supuesto, es posible que el enemigo reaccione. De hecho, contamos con ello.

En el compartimento, los astartes escuchaban sus palabras con atención. Desde su propia posición, sentado a la cabeza de la tropa, Zahariel se sorprendió ante el aire casi reverencial con que los hombres de su compañía recibían las noticias.

—Recordad que nuestra misión es acabar con cualquier resistencia lo más rápido posible y escoltar al hermano bibliotecario y a su carga al lugar establecido —dijo Hadariel—. Cuando nos hayamos desplegado, las Stormbird ascenderán y patrullarán en un circuito de espera, listas para recogernos cuando reciban la orden de iniciar la extracción. Quiero que os pongáis los cascos y que activéis todos los sellos de pureza. Trataremos la 1-Z-5 como área tóxica.

Zahariel apenas podía contener la emoción ante la perspectiva del combate. Había sido instruido para contrarrestar cualquier temor, pero los astartes, además de definirse por no sentir miedo, también se definían por sus aptitudes para la guerra.

Sus cuerpos se habían moldeado a niveles sobrehumanos no sólo para vencer a los enemigos del Imperio, sino para aniquilarlos totalmente. Los astartes veían el enfrentarse al peligro como algo natural en sus vidas. De hecho, agradecían la oportunidad. Parecían incompletos sin batallas que librar.

—Y por último, aclaremos una cosa —dijo Hadariel—. Se trata de una misión de destrucción, no de captura. No queremos prisioneros, de modo que mientras quede alguien vivo en la 1-Z-5, no pararemos de luchar.

Sus palabras se vieron interrumpidas por un pitido en el intercomunicador de la Stormbird cuando una luz roja empezó a parpadear dentro del compartimento. Hadariel respondió con una sonrisa.

—Ésa es la señal —dijo—. Nos estamos acercando al objetivo. Poneos los cascos y activad los sellos. Y buena caza a todos.

El corazón de Zahariel se aceleró al pensar en la acción.

—Si no estamos luchando dentro de cinco minutos me llevaré una gran decepción —les comentó a Eliath y a Attias.

Podía sentir cómo se agudizaban sus sentidos conforme se acercaba el momento de descender.

Eliath asintió en respuesta a sus palabras y lanzó el grito de guerra de los Ángeles Oscuros.

—¡Por el León! ¡Por Luther! ¡Por Caliban!

—¡Por el León! ¡Por Luther! ¡Por Caliban! —repitieron los astartes.

El estruendo de sus gritos hizo temblar las mamparas de metal del compartimento. Cuando Hadariel dio la señal, se levantaron de sus asientos y desfilaron hacia la puerta de asalto en la parte trasera de la lanzadera, listos para la acción.

La Stormbird empezó a dar sacudidas conforme el piloto aminoraba la velocidad de la nave para el descenso. Las puertas de asalto se abrieron y las luces rojas, situadas por todo el interior de la Stormbird, cambiaron a verdes.

Entonces se oyó por el intercomunicador un timbre continuo: la señal para saltar.

Zahariel fue el primero en descender por la rampa. Sintió el aire aullar a su alrededor y una súbita sensación de ingravidez justo antes de que se activase el retrorreactor para compensar la gravedad. Eliath, Attias, Hadariel y los demás estaban justo detrás de él. Las llamaradas de propulsión de los retrorreactores se extendían cual alas ardientes a medida que descendían hacia la estación minera, que se encontraba a quinientos metros bajo sus pies.

Echaba de menos la presencia de Nemiel, pero dejó estos pensamientos a un lado al ver que el polvoriento lecho de roca se acercaba a gran velocidad.

Había llegado la hora de la guerra. La hora de que los Ángeles Oscuros abrieran sus alas.

Al descender, los ángeles no se encontraron con fuego antiaéreo de cañones terrestres ni defensores atrincherados armados hasta los dientes. Fue un descenso tranquilo y Zahariel lo agradeció enormemente al recordar las horribles caídas de los entrenamientos en las que se usaba fuego real para hacer las cosas más «interesantes».

Aterrizaron en la zona de maleza sin problemas.

Una vez en el suelo, los guerreros se desplegaron en abanico y avanzaron hacia la estación minera 1-Z-5 en formación dispersa, con los cascos sellados y las armas preparadas. A primera vista, parecía que hubiesen entrado en una ciudad fantasma. La estación estaba inquietantemente tranquila, aunque Zahariel mantenía sus sentidos alerta para advertir la más mínima señal de presencia psíquica.

Una cadena de altos precipicios se elevaba sobre la estación en la parte oeste, pero, por lo demás, su perímetro estaba rodeado de desierto. En el centro de la estación, sobre la torre de la mina, se encontraba el inmenso tambor del cabrestante, diseñado para subir y bajar a los mineros por el pozo subterráneo que descendía con un ángulo de cuarenta y cinco grados, así como para elevar los minerales extraídos hasta la superficie. Ésta, a su vez, estaba rodeada de destartalados barracones prefabricados que servían de dormitorios para los mineros.

Había vagonetas para el mineral por toda la estación, algunas habían volcado y todo su contenido se había desparramado por el suelo. Conforme Zahariel y sus hombres avanzaban desde los alrededores del asentamiento hacia los edificios de administración más próximos a la torre, todas las vagonetas y los barracones que encontraban a su paso estaban vacíos. La 1-Z-5 parecía estar desierta. El único sonido que Zahariel percibía era el del intercomunicador de la escuadra. Aparte de eso, toda la zona estaba en silencio.

—Ahí hay algo —oyó decir a Hadariel—. Lo presiento.

—Yo también —respondió Zahariel—. Deberían oírse los sonidos de los animales, pero no hay más que silencio. Aquí hay algo que está ahuyentando a la fauna local.

En el mismo canal, Zahariel oyó a Hadariel comunicarse con las escuadras al otro lado de la estación.

—Hadariel al León. ¿Algún rastro del enemigo?

—Nada de momento —respondió el primarca secamente—, aunque veo la huella que han dejado.

Había sangre en la arena.

En algunas partes manchaba el suelo con pequeñas gotas dispersas, en otras, formaba charcos más grandes. El hedor empezaba a hacerse más intenso con el calor del mediodía.

A su paso, Zahariel veía objetos desperdigados por todas partes.

Armas automáticas desechadas, linternas láser, intercomunicadores rotos, cable detonador: todo abandonado sobre la arena. Zahariel alzó la vista al cielo, donde las Stormbird giraban en círculo incesantemente a miles de metros sobre sus cabezas.

De repente, Zahariel percibió un repulsivo hedor que se volvía cada vez más intenso. Era como el olor a sangre rancia de un matadero mezclado con la fetidez dulzona y empalagosa de la fruta podrida.

Intentó lanzar un grito de advertencia, pero era demasiado tarde.

Las paredes prefabricadas de metal del edificio más cercano a Attias se quebraron cuando algo inmensamente poderoso las atravesó y saltó al ataque. Zahariel logró ver una piel escamosa, unos ojos de pupilas alargadas y una boca abierta de enormes colmillos.

La criatura escupió algo a la cara de Attias, y su casco empezó a producir un humo silbante, como si estuviese empapado en ácido. La bestia saltó sobre el guerrero, lo agarró con sus finos brazos alargados y desgarró su servoarmadura con sus afiladas garras como si fuese de hojalata.

El monstruo envolvió con sus brazos el torso de Attias, y de pronto se oyó un terrible sonido húmedo cuando decenas de garras retráctiles ocultas a lo largo de las extremidades de la criatura emergieron de sus fundas musculares y atravesaron la armadura del guerrero.

Attias se desplomó. Su sangre manchaba la arena mientras la bestia se alejaba dando saltos. Las extrañas articulaciones de sus piernas la impulsaban sobre el agreste terreno a una velocidad pasmosa.

Ráfagas de bólter la perseguían y explotaban contra los edificios del asentamiento minero al fallar su objetivo.

Zahariel observó como la bestia desaparecía de su vista. Había algo extraño en el modo en que se movía. Sus rodillas y sus tobillos se flexionaban en un ángulo antinatural. Alrededor de los barracones resonaron más disparos, seguidos de frenéticos chillidos que se oían a través del intercomunicador cuando otras escuadras de los Ángeles Oscuros se vieron atacadas.

Conteniendo un grito de rabia, Zahariel corrió junto a su compañero caído.

El humeante casco de Attias estaba destrozado, el hedor a metal y a carne quemados se filtraba a través de los autosentidos de la armadura de Zahariel. Attias se retorcía de dolor, y Zahariel le quitó el casco como pudo. Los cierres que lo unían a la armadura estaban fundidos, de modo que no tuvo más opción que arrancárselo de la cabeza.

El casco se soltó del gorjal y Attias gritó al sentir que su piel se desprendía. Unos hilos de carne de su rostro quedaron colgando de él como goma fundida.

—¡Atrás! —gritó el apotecario de la escuadra, apartando a Zahariel del cuerpo convulso de su compañero.

Con tubos silbantes, jeringas y otros utensilios de su nartecium, se puso a trabajar de inmediato para garantizar la supervivencia de Attias.

Zahariel se apartó, horrorizado, al ver la sangría en que se había convertido el rostro de su amigo.

Hadariel lo apartó de allí.

—Deja que el apotecario se ocupe de él. Tenemos trabajo que hacer.

Eliath, que se encontraba a su lado dijo:

—Juro por el León que en mi vida había visto nada igual.

Zahariel asintió y dio una palmadita con su mano en el pesado bólter de su amigo.

—Ten tu arma preparada, hermano. Esas cosas se mueven muy de prisa.

—¿Qué son? —preguntó Eliath—. Creía que éste era un mundo humano.

—Ese fue nuestro error —respondió Zahariel, mientras los nuevos disparos y las voces interrumpían el impacto causado por el ataque a Attias.

—¡Contacto hostil! —informó otro sargento de escuadra—. Bestias reptiles. Aparecieron de repente. Se mueven rápido, pero creo que hemos herido a una. Una baja. Avanzamos.

—Entendido —respondió el León—. Mensaje recibido. Que todas las unidades continúen hacia el centro del asentamiento.

La extraña bestia reptil atacó dos veces más. Todas las veces surgía de la nada y atacaba con una velocidad y una fiereza antinatural. Cada vez que los monstruos atacaban derramaban sangre, pero ningún otro guerrero cayó en sus emboscadas, aunque muchos se vieron obligados a desprenderse de partes de su armadura, pues el ácido que escupían las criaturas xeno corroía el blindaje de las Mark IV.

Los astartes continuaron dirigiéndose al asentamiento, y descargaban sus bólters mientras avanzaban metódicamente en una formación solapada, en la que una escuadra avanzaba mientras la otra la cubría.

Los ataques se volvieron más frecuentes a medida que se acercaban a su objetivo, y cuando llegaron al interior del asentamiento, Zahariel vio cómo las criaturas se habían agrupado en una masa de cuerpos deformes y escamosos ante la entrada del pozo de la mina.

Zahariel sintió náuseas al ver a aquellas criaturas tan antinaturales, con una anatomía tan retorcida y tan alejada del ideal humano que le resultaba imposible relacionarla con una forma conocida. Sus extremidades presentaban diversas articulaciones que parecían moverse y rotar sobre varios ejes diferentes. Sus cuerpos eran sinuosos y ondulantes y poseían unas escamas iridiscentes y translúcidas que les daban un aspecto fantasmagórico, como si no fuesen… reales.

—¿Qué son?

—Impías criaturas xeno —respondió Hadariel.

La pólvora se oía desde los tres lados abiertos del emplazamiento. Zahariel vio al León emerger de detrás de una alta estructura de placas de metal oxidado. Una vez más se quedó impresionado al ver el imponente físico del primarca que dirigía a los guerreros de los Ángeles Oscuros desde el frente con la espada levantada y el fragor de la batalla en los ojos.

Lion El’Jonson apenas había hecho su aparición cuando las criaturas xeno emitieron un terrible y penetrante grito, que Zahariel no supo decir si era de temor o de impaciencia. Las bestias avanzaron en una bullente ola de escamas y garras y los Ángeles Oscuros cargaron contra ellas. Los bólters escupían balas que estallaban con un sonido húmedo en el interior de las criaturas. Una vez heridas, caían sobre la arena y comenzaban a disolverse en un charco de fluido vítreo y viscoso.

Los adversarios se cruzaron en una tormenta de espadas y zarpas. Zahariel se encontraba cara a cara con una chillona criatura de cabeza alargada y sinuosa. Las pupilas de sus coloridos ojos eran finas líneas verticales. El monstruo silbó y le lanzó una dentellada tan veloz que del primer ataque casi le arranca la cabeza. El astartes dio un paso atrás y disparó al estómago de la bestia. El proyectil la atravesó antes de detonar. Herido, el monstruo dirigió su garra hacia él y le escupió la ácida mucosidad. Zahariel se echó a un lado para sortear la sustancia, pero no pudo evitar un zarpazo en el pecho. Al sentir que la garra le atravesaba la armadura y le rasgaba la piel y los músculos, el guerrero lanzó un grito. El dolor era intenso y frío, y gimió de sorpresa por lo repentino del golpe. Aquel contacto le recordó el frío entumecedor que había sentido en los bosques de Endriago justo antes de encontrarse con los Vigilantes en la Oscuridad. La bestia era tan antinatural como lo que quiera que fuese que estaban custodiando los Vigilantes, y supo con total certeza que no se trataba simplemente de una criatura xeno cualquiera, sino de algo infinitamente más peligroso.

Zahariel dejó caer su bólter y desenvainó la espada forjada con el diente del león de Endriago. El monstruo fue hacia él una vez más, y el astartes esquivó el acometedor brazo de la bestia y dio un paso hacia adelante para hendirle el arma hasta el pecho. La afilada hoja se abría paso a través de la insustancial carne de su cuerpo como si de una nube cargada de agua se tratase.

Por muy rápidos y feroces que fuesen aquellos monstruos fantasmales, no tenían nada que hacer frente al implacable estoicismo de los Ángeles Oscuros, quienes iban estrechando el círculo de guerreros y las asesinaban sin piedad. Zahariel vio como el León se abría paso a través de los monstruos como si lo hubiese poseído una ira asesina inimaginable. Con su espada iba atravesando a las criaturas y con cada golpe reducía a media docena de ellas a un montón de fluido gelatinoso. Nemiel luchaba a su lado. Aunque su habilidad no podía compararse con la sublime majestuosidad del primarca, no le faltaba determinación. Su primo era un gran guerrero y, junto al León, se mostraba como el héroe que era.

Apenas unos momentos después de comenzar, la batalla ya había terminado. Hasta la última criatura había sido aniquilada. Cuando hacía tan sólo unos instantes en el asentamiento minero resonaban los bólters y las espadas sierra, ahora reinaba el silencio y los Ángeles Oscuros se reagrupaban.

—Asegurad la zona —ordenó el León, mientras acababa con el último de los monstruos—. Quiero la Stormbird con el arma del hermano bibliotecario Israfael en tierra en dos minutos.

—¿Adónde nos dirigimos ahora? —preguntó el señor del capítulo Hadariel.

El León señaló hacia la inmensa sima de la boca de la mina que se adentraba abruptamente a los pies del precipicio.

—Bajo tierra —respondió—. El enemigo se encuentra bajo nuestros pies.

Rhianna Sorel había sentido miedo en muchas ocasiones, pero el terror que se había apoderado de ella desde su abducción en las calles de Shaloul no podía compararse con nada que hubiese experimentado antes.

Cuando el soporífero efecto de las flores desapareció, se encontró a sí misma atada y con los ojos vendados. La estaban llevando a alguna parte en un vehículo bastante cómodo por los tórridos desiertos que rodeaban la ciudad.

Desconocía su destino, pues sus secuestradores no habían dicho una palabra en todo el viaje, pero le habían dado de comer y de beber en respuesta a sus protestas. Adonde quiera que la estuviesen llevando y fuese cual fuese su propósito, estaba claro que querían que llegase sana y salva.

Su única manera de percibir el paso de las horas era que el calor del día había disminuido y que la noche era fría y silenciosa. Oía las pisadas alrededor del vehículo en el que viajaba y el crujir de las ruedas, pero aparte de eso, el único sonido que se oía era el suave susurro del viento sobre la granulosa arena.

A pesar de todo, consiguió dormirse. Al despertarse, varias personas la sacaron del vehículo. Rhianna empezó a llorar, temiendo el tacto de las criaturas enmascaradas que había visto durante el festival de luces, pero sus portadores parecían humanos y sudaban y gruñían como tales mientras la llevaban hacia delante.

La venda se le deslizó un poco y logró ver unas estructuras de metal prefabricadas como las que se utilizaban para alojar a los trabajadores en los asentamientos mineros o agrícolas. A su alrededor se oían extraños sonidos, unos movimientos de arrastre que sonaban como pasos pero que tenían un peculiar ritmo irregular que le volvió a recordar a las terribles criaturas.

Su viaje continuó bajo tierra. El ambiente frío y húmedo de un túnel subterráneo era inconfundible. El aire tenía un sabor metálico, y una extraña tensión eléctrica hizo crepitar su pelo y las joyas que aún llevaba. El hedor metálico se volvía cada vez más intenso y penetraba en sus fosas nasales, provocándole arcadas sobre la mordaza que le cubría la boca. Había mantenido los ojos fuertemente cerrados mientras sus secuestradores la arrastraban a una profundidad cada vez mayor por miedo a lo que pudiera ver si intentaba descubrir donde se encontraban.

Después tuvo lugar una serie de cambios, y pasó de mano en mano hasta que la apoyaron contra una pared vertical que por el tacto parecía ser una roca lisa. Mientras permanecía con la espalda pegada a la losa oía un lento y aterrador latido que inundaba el ambiente, como si estuviese atrapada en el tórax de alguna enorme bestia. Tenía las manos fijadas a la roca mediante una especie de abrazaderas metálicas con cerrojos.

Unas manos mecieron suavemente su rostro, y Rhianna se estremeció al sentir su tacto.

Le retiraron la venda y cerró los ojos, cegada por la luz repentina.

Ante ella vio a un hombre ataviado con una toga carmesí que llevaba una inexpresiva e irreconocible máscara de oro.

—¿Dusan? —preguntó, deseando que fuese él más que esperando estar en lo cierto.

—Así es —respondió el enmascarado—. Conmigo es con quien hablas.

Incluso a pesar de lo terrible de la situación, sintió ganas de llorar al escuchar una voz familiar.

—Por favor —imploró—. ¿Qué estás haciendo? Déjame que me vaya, por favor.

—Eso es imposible —dijo Dusan—. Tienes que convertirte en el Melachim, el recipiente para los antiguos que moran tras el velo. Nos darás la victoria sobre los impíos.

—Pero ¿qué estás diciendo? Esto no tiene ningún sentido.

—No para ti —aceptó Dusan—. Sois gente sin dios, y éste es un acto divino.

—¿Divino? —preguntó Rhianna—. Por favor, suéltame. Te prometo que no diré nada a nadie.

—Mientes —repuso Dusan con tono neutral—. Mientes como todos los tuyos.

—¡No! —exclamó Rhianna—. ¡Lo prometo!

—Ahora ya da igual. La mayoría de tu gente ha muerto y el resto pronto los seguirá cuando albergues al Melachim. Como te dije, habrá dolor, y siento que tenga que ser así.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

Aunque no podía ver su rostro, Rhianna tenía la sensación de que Dusan sonreía tras la inerte superficie de su máscara.

—Vamos a profanarte —dijo mientras señalaba hacia arriba—. Tu carne impura albergará a uno de nuestros ángeles.

Rhianna siguió su mirada y lloró lágrimas de sangre al ver al ángel de los saroshi.