VEINTIUNO

VEINTIUNO

—No es por quitarle importancia a lo que potencialmente es una terrible tragedia humana —dijo Nemiel—, ¿pero recuerdas que me dijiste que era posible que setenta millones de personas hubiesen desaparecido de Sarosh?

—Sí.

—Bien, pues creo que ya sé lo que les pasó. Por lo que parece, creo que su líder se los comió.

Hizo aquel comentario con un método de codificación privado, persona a persona, para que nadie pudiera escuchar la conversación. Por su parte, Zahariel se alegraba de llevar puesto el casco. De no ser así, las personalidades y los funcionarios que ocupaban la cubierta habrían advertido su repentina sonrisa.

El intercambio tuvo lugar en la cubierta de embarque. Una delegación de oficiales del gobierno de Sarosh habían visitado la Causa Invencible en una lanzadera, y el León había insistido en que se les recibiese con todo tipo de formalidades. Zahariel había sido elegido para guiar a la guardia de honor del grupo de Sarosh junto con Nemiel y un grupo de hombres de las primeras escuadras de sus respectivas compañías. Era un asunto muy serio, al menos para el comandante de la legión.

Zahariel nunca se había sentido del todo cómodo en este tipo de acontecimientos, pero su devoción por el deber le hizo aceptar la tarea sin protestar. Aun así, habría sido mucho más fácil verla con solemnidad de no ser por la voz de su primo en su oído, denigrando en secreto a los invitados y menospreciando sus pretensiones.

—En serio, míralo —dijo Nemiel, sin que nadie lo oyese excepto Zahariel—. Es casi tan grande como un astartes, pero sólo en la panza. Esta gente debería empezar a llamarlo «lord Ancha Excelencia».

Era cierto, lord Alta Excelencia, su verdadero título, era tremendamente obeso. Medía poco menos de dos metros de altura, pero la enorme circunferencia de su vientre era tan pronunciada que parecía más una bola con brazos y piernas que un ser humano. Su estatura resultaba el doble de inusual porque todos los demás habitantes que Zahariel había visto hasta la fecha tenían una constitución delgada y ágil. A pesar de su recelo respecto a su costumbre de ir enmascarados, tenía que admitir que eran gente muy elegante.

Dejando a un lado la extravagancia de las máscaras doradas, los hombres y mujeres de Sarosh se inclinaban por las prendas sencillas, y llevaban poco más que unas sandalias y una toga ancha que envolvía sus cuerpos y que sujetaban con unos broches de metal a la altura del hombro y un cinturón. Por lo que había oído, su modo de vida era igual de sencillo, y llevaban una existencia tranquila y pacífica libre de guerra y de violencia. Según los inspectores imperiales, la única vez que los habitantes de Sarosh mostraban un exceso de emoción era durante los festivales como el que se estaba celebrando en la superficie del planeta por la incorporación de los Ángeles Oscuros a la flota imperial. Durante estos carnavales, muchas de las normas de comportamiento social se suspendían y se permitía un libertinaje temporal, lo cual había sorprendido gratamente al personal de la flota y del ejército, a quienes se había concedido un permiso para asistir a los festejos.

Como astartes que era, estaba por encima de aquellas preocupaciones, pero Zahariel entendía que hubiese un sentimiento de decepción generalizado entre algunos de los oficiales de la flota a quienes el deber había obligado a quedarse a recibir al lord Alta Excelencia y a sus delegados cuando preferirían estar en el carnaval.

Zahariel había ordenado a los hombres de la guardia de honor que formasen dos filas, una frente a otra, y que dejasen un amplio pasillo entre ellos para que pasasen el lord Alta Excelencia y su séquito. El León había ofrecido enviar una de las Stormbird de los Ángeles Oscuros para recoger al grupo, pero lord Alta Excelencia había insistido en usar su propia lanzadera, un vehículo antiguo con motores descomunales que se elevaba con dificultad a través de la gravedad planetaria y que acababa de pasar el ondeante campo de fuerza que evitaba que la atmósfera interna escapase al espacio.

Zahariel no sabía qué aspecto esperaba que tuviese el líder político superior del planeta, pero una corpulenta y tambaleante criatura como la que emergió de la lanzadera jamás se le había pasado por la cabeza. Puesto que había crecido en el duro entorno de Caliban, Zahariel nunca había visto a nadie a quien se pudiese llamar obeso hasta que dejó su mundo natal y visitó otras culturas humanas en otros lugares del Imperio.

Sorprendentemente, a diferencia del resto de su gente, lord Alta Excelencia no llevaba máscara. Su rostro estaba expuesto y revelaba a un sudoroso y rubicundo hombre de mediana edad con cuello de sapo que parecía ser incapaz de moverse más de prisa que el paso lento de una procesión.

Tenía un símbolo dibujado en la frente con tinta color añil: un círculo con dos alas de distinto tamaño en la base abiertas hacia arriba. Como si de un bárbaro potentado se tratase, iba acompañado de jóvenes mujeres con cestas de flores moradas que iban esparciendo a su paso para que acabasen convertidas en pulpa aromática bajo sus fuertes pisadas.

—¡Visitantes a bordo! —gritó Zahariel, cambiando el canal de su casco para dirigirse al exterior mientras lord Alta Excelencia avanzaba entre las filas de Ángeles Oscuros—. ¡Guardia de honor, saluden!

Como si fuesen uno solo, los Ángeles Oscuros siguieron sus instrucciones y cruzaron los brazos sobre el pecho haciendo la señal del aquila.

—Ángeles del Imperio, os saludamos —dijo lord Alta Excelencia, saludando con su mano hinchada mientras pasaba—. Alabado sea el Emperador y todas sus obras. Bienvenidos a Sarosh.

—Bienvenido a la nave insignia Causa Invencible, mi señor —dijo el León, adelantándose para saludarlo.

Tras él, Luther parecía estar presenciando la ceremonia con el mismo agrado que Zahariel.

El primarca de los Ángeles Oscuros vestía su armadura ceremonial, con su túnica recién planchada y almidonada con el símbolo de los Ángeles Oscuros resaltado en hilo carmesí.

—Soy Lion El’Jonson, comandante de la I Legión, los Ángeles Oscuros.

—¿Comandante de la legión? —preguntó lord Alta Excelencia, levantando una ceja pintada—. Entonces vos sois el autarca aquí, ¿no? ¿Estos ángeles os sirven?

—Sirven al Emperador —corrigió el León—, pero si lo que queréis saber es si soy su líder, la respuesta es sí.

—Me alegro de conocerlos, señor de los ángeles. Tenemos mucho de qué hablar. Mi gente está ansiosa por convertirse en… subordinada, creo que lo llaman. Ya se ha perdido demasiado tiempo a causa de estúpidos malentendidos culturales. Hoy comenzará una nueva página en nuestra relación. ¿Están presentes los demás líderes de la flota? Esperaba poder dirigirme a todos ellos y confirmar que estamos preparados para dar los pasos finales necesarios para convertirnos en auténticos ciudadanos imperiales.

—Estoy convencido de que se alegrarán de oír eso —respondió el León, mientras se volvía para indicarle el camino para abandonar la cubierta—. Si sois tan amable de seguirme, he organizado una recepción donde conoceréis al resto de comandantes de la flota. Allí podréis expresaros e iluminarnos con vuestras ideas.

—¿Iluminaros? ¿Eso significa producir luz? —sonrió el obeso—. Sí, es una buena palabra. Hay muchas cosas que no entienden sobre mi gente. Espero poder iluminarlos a todos.

La cubierta de embarque solía estar muy concurrida, pero la de la Causa Invencible se quedó prácticamente desierta cuando el León, lord Alta Excelencia, su séquito y el resto de dignatarios la abandonaron.

Cuando se marcharon, la tripulación y el servicio que formaban la guarnición permanente de la cubierta volvieron a las tareas rutinarias de mantenimiento que se habían visto interrumpidas por la llegada de la lanzadera saroshi y por el comité de bienvenida que la había recibido.

Libres de la presencia de los intrusos que habían ocupado inútilmente su espacio de trabajo, la tripulación compensó la pérdida de tiempo asegurándose de que todas las naves que se encontraban inactivas tenían combustible y que estaban perfectamente preparadas para partir cuando se diese la orden.

Zahariel permaneció en la cubierta de embarque, mientras que Nemiel y sus guerreros habían seguido al primarca y a los enviados de Sarosh al lugar donde se decidiría el destino del planeta.

Sabiendo que, independientemente del resultado de la conversación entre el León y lord Alta Excelencia, él y el resto de los ángeles oscuros pronto se desplegarían por la superficie de Sarosh, Zahariel decidió permanecer en la cubierta de embarque para prepararse para el despliegue.

El despliegue sobre un planeta era una operación muy peligrosa, y había que analizar más de un millón de tareas antes de que los astartes se encontrasen con el enemigo, si es que ése era el destino de Sarosh.

Zahariel pronto se concentró en su labor de preparar su armadura y sus armas para el descenso, de modo que no oyó los pasos que se acercaban hasta que quien los daba se dirigió a él.

—Ya falta poco —dijo una voz amistosa a sus espaldas.

Zahariel se dio la vuelta y vio la imponente figura de Luther, aún resplandeciente con su armadura ceremonial negra y dorada.

—Me refiero al descenso a la superficie.

—Me lo imaginaba —respondió Zahariel—. Por eso quería estar preparado.

Luther asintió, y Zahariel tuvo la sensación de que el comandante quería decir algo más, pero no sabía cómo abordar el asunto. Luther le dio unos golpecitos en el hombro.

—Echémosle un vistazo a la lanzadera de Sarosh, ¿te parece? —le dijo.

Zahariel dirigió la mirada hacia la vieja y abollada nave, en la que apenas había pensado desde que había soltado su pesada carga.

—No parece gran cosa, ¿verdad? —dijo Luther, mientras caminaba por la cubierta.

Zahariel siguió al número dos del León y respondió:

—Por lo visto, los adeptos del Mechanicus la han escaneado mientras llegaba. Dijeron que se trata de un diseño obsoleto que se utilizaba antes de las guerras de Unificación en Terra, de modo que inmediatamente perdieron el interés.

—Bueno, ellos son inmunes al sentido romántico de la historia, Zahariel —explicó Luther, rodeando la destrozada nave con sus inmensos motores y su protuberante parte delantera—. Tiene claramente más de mil años. Debe de haber necesitado generaciones de mecánicos para mantenerla en funcionamiento.

—Entonces debería estar en un museo —dijo Zahariel mientras Luther se agachaba tras una ala pequeña y gruesa y examinaba la parte inferior del vehículo.

—Tal vez —asintió Luther—. Es la última reliquia en funcionamiento de una era temprana. Podría ser el único vehículo de Sarosh que aún consigue atravesar la atmósfera.

—¿Y por qué se molestan en usarlo? —preguntó Zahariel—. ¿Por qué no aceptaron la Stormbird que les ofreció el León?

—Quién sabe —dijo Luther frunciendo el ceño al darse cuenta de algo desconcertante—. Es posible que la mantuviesen en funcionamiento porque sabían que la iban a necesitar en el futuro.

—¿Para qué?

Luther surgió de debajo de la nave por el lado más alejado a Zahariel, y éste advirtió que el segundo al mando estaba totalmente pálido. Su rostro se había vuelto lívido y miraba la nave con una expresión que Zahariel no sabía interpretar.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—¿Hmmm? —respondió Luther, dirigiendo la mirada hacia las grandes puertas arqueadas que habían traspasado anteriormente el León y la delegación de Sarosh—. Ah, claro, Zahariel. Lo siento, estaba distraído.

—¿Estás seguro? —insistió—. No tiene buen aspecto, señor.

—Estoy bien, Zahariel —le aseguró Luther—. Y ahora regresa con tus hermanos. No es bueno permanecer demasiado alejado de tus compañeros cuando puede que estéis a punto de entrar en combate. Da mala suerte.

—Pero tengo cosas que acabar aquí —protestó Zahariel.

—No te preocupes —insistió Luther, acompañándolo hacia la salida de la cubierta—. Vamos. Ve con tus compañeros y quédate allí hasta que te mande llamar. ¿Me has entendido?

—Sí, señor —respondió Zahariel, aunque en realidad no entendía aquel cambio de comportamiento tan repentino.

Se separó del número dos de la legión en la puerta de la cubierta de embarque mientras Luther observaba fascinado la lanzadera de Sarosh.

—¿Acostumbráis a seleccionar a hombres menudos para puestos de autoridad? —preguntó lord Alta Excelencia con tono despreocupado mientras permanecía con una multitud de dignatarios junto al amplio arco del ventanal de la cubierta de observación—. Lo pregunto porque me he fijado en que el hombre al que llamáis señor del capítulo no es tan alto como los hombres a los que dirige. Y lo mismo sucede con los líderes de su flota. —Lord Alta Excelencia señaló con un gesto a los oficiales del ejército, a los capitanes de la flota y a otros funcionarios imperiales allí reunidos—. Ellos también son más menudos que sus ángeles —continuó, con una expresión abierta y cándida—. ¿Acostumbráis a permitir que sólo los nacidos gigantes participen en la batalla mientras que los pequeños actúan como sus oficiales?

—No es una cuestión de costumbres —respondió el León con tono diplomático, mientras al señor del capítulo Hadariel lo invadía la ira—. Y tampoco hemos nacido gigantes. Los Ángeles Oscuros son miembros de los astartes. Somos producto de la ciencia del Emperador. Se nos ofrecen mejoras físicas para optimizar nuestras habilidades.

—Ah, entonces habéis cambiado —dijo el lord, asintiendo lentamente—. Os han creado de manera artificial. Ya entiendo. Pero ¿qué hay de usted, Sar Hadariel? Es más alto que la mayoría de los hombres, pero no tanto como sus guerreros. Por favor, ¿por qué es esto?

—Tuve mala suerte —respondió el señor del capítulo—. Cuando fui elegido era demasiado viejo para recibir la semilla genética. En su lugar, me sometí a varias intervenciones quirúrgicas para modificar mi cuerpo y convertirme en mejor guerrero.

Nemiel se encontraba en el otro extremo de la cubierta de observación con el resto de su escuadra, lo bastante cerca como para escuchar toda la conversación con su sentido del oído ampliado y se estremeció ante el tema de conversación de lord Alta Excelencia.

Era imposible que aquel hombre supiese lo susceptible que era el señor del capítulo con el hecho de no haber recibido la semilla genética. Sin quererlo, el líder saroshi había conseguido mencionar el tema que más probabilidades tenía de hacer que se cruzasen palabras y de crear una especie de brecha diplomática.

Hablaba mucho en favor de Hadariel el hecho de que hasta entonces hubiese conseguido ocultar cualquier gesto de ofensa ante las impertinentes preguntas del visitante. Nervioso por evitar cualquier posible arrebato de Hadariel, el León intervino:

—Deduzco que tenéis conocimientos acerca de estas tecnologías —dijo—. Habéis empleado el término «artificial». ¿Tiene experiencia vuestra cultura en ciencia genética?

—Sí, pero estoy aquí para discutir asuntos más importantes.

Dejando a un lado la cuestión con un ademán con la mano, lord Alta Excelencia se volvió hacia el amplio portal a su espalda. Extendió los brazos como si agarrase la esfera azul de Sarosh, visible a través del ventanal.

—Es un mundo maravilloso, ¿no os parece? Nunca lo había visto desde este ángulo. Por supuesto, algunos de nuestros libros de historia incluyen imágenes del planeta tomadas desde su órbita, pero hasta hoy, la lanzadera que me trajo hasta aquí llevaba sin volar casi un siglo. E incluso si la hubiese hecho llevarme al espacio, sus puestos de observación son del tamaño de mi mano. De no ser por el Imperio, jamás habría tenido una vista tan magnífica ante mí. Os estoy muy agradecido. Poder ver el mundo que conozco, tener sus mares y sus continentes ante mí, me ha dado una nueva perspectiva.

—Y esto es sólo el principio, excelencia —dijo el gobernador electo Furst, quien, tal vez por haber notado la tensión, se adelantó y se situó junto al León—. Apenas podéis imaginar las maravillas que podemos ofrecer a nuestro mundo una vez subordinado.

—Ah, sí, la subordinación —dijo el obeso personaje, haciendo una mueca—. Una elección de palabras interesante. Hace referencia al proceso de cumplir una exigencia o una propuesta. Y también significa ser servicial, flexible y sumiso. ¿Y qué sucedería si no nos sometiésemos? ¿Va a desatar a sus ángeles, señor gobernador electo? ¿Nos destruirá si no cedemos a su voluntad?

—Bueno, yo… —respondió Furst, visiblemente avergonzado—. Eso es…

—Esa decisión no depende del gobernador —interrumpió el León—. Depende de mí. Vuestra pregunta conlleva una crítica a nuestro modo de actuar, excelencia. Debéis entender que el objetivo de esta cruzada es reunir todos los fragmentos perdidos de la humanidad. Hemos venido a vosotros como hermanos. No queremos tener que usar la fuerza para obtener vuestra subordinación, pero sabemos por experiencia que a veces es necesario. En ocasiones, ya sea por ignorancia o porque viven bajo el control de un régimen inadecuado, los habitantes de un mundo redescubierto optan por oponerse a nosotros. No importa. Hemos venido a rescataros. Que deseéis ser rescatados o no es irrelevante para el resultado final.

—¿Y qué hay de nuestro régimen? —preguntó lord Alta Excelencia. El diplomático saroshi se volvió de nuevo de cara al León y a las filas de comandantes imperiales tras él—. ¿Qué pasará con el gobierno saroshi? ¿Les parece que somos inadecuados?

—Eso aún está por decidir —respondió el León—. Debo decir que me alegro de que hablemos tan abiertamente. Tenía entendido que vuestra gente tenía tendencia a ser… evasiva con estos asuntos.

—Sí, éramos evasivos —dijo lord Alta Excelencia, manteniendo fríamente la mirada del León—, hasta que vimos que se acercaba el momento en que nos veríamos obligados a tomar una decisión. Se dice que el Imperio no rinde culto a ningún dios. De hecho, está prohibido. ¿Es eso cierto?

—Así es —contestó el León, cogido por sorpresa ante el repentino cambio de tema de su invitado—. Pero ¿qué importancia tiene eso? Tengo entendido que en Sarosh compartís nuestro punto de vista respecto a la religión. No existe ningún clero ni lugares de culto.

—En eso os equivocáis —lo corrigió el obeso—. Nuestros templos se encuentran en lugares salvajes, en los bosques y en las cuevas, donde los mensajeros de nuestros dioses se comunican con sus representantes elegidos, los ascendim. Somos gente devota. Nuestra sociedad se basa en el divino mandato que se concede a los ascendim. Hemos seguido sus dictados durante más de mil años y hemos conseguido la sociedad perfecta.

—¿Por qué me entero de esto ahora? —dijo bruscamente el León, volviéndose hacia el gobernador electo y los demás dignatarios imperiales en busca de respuestas, sólo para descubrir que estaban tan desconcertados como él.

Se volvió de nuevo hacia el líder de los saroshi y preguntó:

—¿Nos lo habíais ocultado?

—Así es —admitió—. Nos resultó fácil puesto que la fe es algo privado para nuestra gente. Cuando los primeros exploradores imperiales llegaron a nuestro planeta, no había nada que los ayudase a reconocer un rastro de religión, no tenemos grandes templos, ni recintos sagrados en las ciudades. Mantenemos nuestros lugares sagrados ocultos porque los Melachim así lo ordenaron.

—¿Los Melachim? —repitió el León, atónito.

—Son nuestros dioses. Ellos se comunican con los ascendim, los únicos que pueden oír sus divinas voces. Les hablan mientras caminan por la naturaleza, lejos de la civilización. Les dicen lo que se debe hacer y ellos transmiten su palabra al resto de la sociedad. Así es como conocemos la voluntad de los dioses.

—Eso es una estupidez —dijo el León, empezando a irritarse—. Sois gente racional. Tenéis una sociedad tecnológicamente avanzada. Debéis ser capaces de ver estas supersticiones como lo que son.

—Mostrasteis vuestro verdadero fondo demasiado pronto —explicó lord Alta Excelencia—. Cuando vuestros exploradores se presentaron, hablaron eruditamente de cómo habíais eliminado la religión y cómo la tildabais de ser una superstición infantil. Desde entonces supimos que erais perversos. Ninguna sociedad puede declararse justa y honrada si no reconoce la supremacía del poder divino. La verdad laica es una verdad falsa. En cuanto oímos que vuestro Emperador predica que sólo existen los falsos dioses conocimos su verdadera naturaleza. Es un demonio mentiroso, una criatura de falsedad, enviada por los poderes oscuros para pervertir a la humanidad.

Zahariel atravesó los pasillos de la nave hasta donde se alojaba el resto de su escuadra, repasando todo lo que tenía que hacer antes de volver a la Ira de Caliban y descender a Sarosh. Se hacía pocas ilusiones de que fuesen a hacerlo en breve, pues las advertencias de Kurgis de que la gente de Sarosh no era de fiar aún resonaban en sus oídos.

Al pensar en aquello, le vino a la mente de nuevo la expresión del rostro de Luther al levantarse tras inspeccionar la lanzadera saroshi y se preguntó qué habría visto el número dos de la legión que lo…

¿Que lo qué? ¿Lo perturbó?

Zahariel recordó cómo se había levantado, con la cara pálida y desencajada. ¿Qué podría hacer que un gran guerrero y un héroe como Luther se alterase de semejante manera? Cuanto más analizaba la imagen de su rostro, más divagaba su mente. Se centró en los ojos de aquel hombre cuya expresión se le había quedado grabada como si la estuviera viendo en ese mismo momento.

Y vio dolor y tristeza, y años de vivir a la sombra de otra persona.

Los sentidos de Zahariel, que se volvían cada día más precisos y sensibles gracias a los entrenamientos del hermano bibliotecario Israfael, intentaban descifrar las emociones y los sentimientos que traslucía la imagen de su mente.

«No te fíes de ellos… y no les des la espalda».

Zahariel se detuvo de repente como si una náusea lo atravesase. Como astartes que era, rara vez experimentaba este tipo de sensaciones; su metabolismo genéticamente mejorado compensaba casi todas las emociones que pudiesen desencadenar esta reacción. Sin embargo, aquello no era una reacción física, era una sensación súbita y real de que algo no iba nada bien. Y, peor aún, era consciente de no ser el único que sabía que algo no iba bien, pero sí el único que deseaba detenerlo.

La cubierta de embarque estaba desierta, y eso ya era extraño de por sí.

Zahariel llegó hasta el umbral de la puerta blindada y buscó al personal: a los técnicos, a los adeptos del Mechanicus y a los porteadores que deberían estar llenando el lugar de vida y de ajetreo.

Los únicos sonidos que se oían eran los silbidos y los crujidos de la cubierta y el típico repiqueteo constante de las naves, y Zahariel supo de inmediato que sus sospechas no eran infundadas.

Definitivamente, algo iba mal.

Atravesó la cubierta de embarque hacia la lanzadera saroshi y la rodeó en busca de algo que le llamase la atención o que se saliese de lo normal. Como había comentado con Luther, el diseño era viejo y obsoleto, y los motores eran inmensamente grandes para un vehículo tan pequeño. Se agachó bajo una de las alas y avanzó a gatas por el vientre de la nave, con la esperanza de ver lo que había turbado a Luther.

La parte inferior de la lanzadera apestaba a aceite de motor y a fluidos hidráulicos. Las placas de metal estaban toscamente atornilladas y soldadas con poco cuidado para ser el trabajo de un profesional. Al principio, Zahariel no vio nada fuera de lo común y se adentró un poco más bajo la nave.

Pasó la cabeza junto a una placa suelta y…

Se volvió para mirar la placa. Las bisagras que la sujetaban estaban oxidadas y rígidas.

Entonces negó con la cabeza al darse cuenta de que era un milagro que aquella lanzadera hubiese siquiera traspasado la atmósfera, por no hablar del viaje de regreso.

Mientras observaba el panel abierto, de pronto fue consciente de lo que pasaba con la nave, al menos en parte. No se trataba de una lanzadera orbital, ya que no poseía ningún escudo térmico en la parte inferior. Era una simple nave atmosférica, diseñada para volar dentro de los límites del espacio aéreo del planeta, lo que explicaba el tamaño de los motores, que probablemente se añadieron posteriormente para permitir que su única nave llegase a la órbita.

Sin un escudo térmico, cualquiera que intentase descender a la superficie de un planeta con aquel vehículo moriría en el intento. La nave se convertiría en un cometa en llamas y el calor de la reentrada reduciría a toda la tripulación a cenizas antes de desintegrarse. Las personas que habían embarcado en esta nave lo habían hecho claramente sin ninguna intención de volver a la superficie. Aquello significaba que su viaje era sólo de ida. Zahariel salió de debajo de la lanzadera, aterrado ante la idea de haber sido abordados por enemigos que fingían ser amigos. Observó la nave y la vio como el terrible transporte del enemigo que era en realidad.

«¿Pero qué esperan conseguir?», susurró para sí mismo.

Tan sólo habían abordado la Causa Invencible unos cuantos habitantes, demasiado pocos incluso para un solo ángel oscuro, y menos para una nave repleta de ellos.

¿Cuál era el propósito de su visita?

Zahariel rodeó la lanzadera, golpeando con el puño el arruinado fuselaje, los zumbantes motores y la protuberante parte delantera. Al llegar a esta parte, volvió a pensar en el extraño diseño del conjunto. Su morro era una mala elección para una nave diseñada para volar en la atmósfera. No era ingeniero aeronáutico, pero había aprendido lo suficiente como para saber que los vehículos aéreos dependían de la sustentación obtenida gracias a la forma de las alas para mantenerse en el aire, y que esa proa tan pesada se apartaba de toda lógica. Analizando el morro detenidamente, Zahariel se dio cuenta de que la estructura del vehículo presentaba añadidos posteriores a su creación. La pintura y el acabado eran diferentes a los del resto de la lanzadera. Se apartó un poco para investigar las líneas de la parte delantera de la nave y vio que toda la sección se había añadido encima de donde acababa el pico original.

Zahariel agarró una de las escotillas de acceso y tiró de ella. Como suponía, parecía cerrada herméticamente, pero estaba convencido de que su interior albergaba algo terrible. Respiró hondo, agarró la manivela de apertura y tiró de ella con todas sus fuerzas. El metal se dobló y finalmente se soltó, incapaz de soportar la fuerza de uno de los mejores hombres del Emperador. Zahariel se apartó del herrumbroso panel y miró hacia el agujero que había abierto en la parte delantera. En su interior había una masa de gruesos bloques de oscuro metal dispuesta alrededor de un centro circular de un metro de diámetro. Grandes barras del mismo metal oscuro protegían el centro, y una procesión de luces parpadeantes rodeaba el artefacto oculto en el compartimento secreto.

—Es una especie de arma —explicó una voz a sus espaldas—. Parece una cabeza atómica.

Zahariel saltó con el puño levantado para golpear a la persona que hablaba y vio a Luther ante él. Su rostro era una máscara de angustia y de pesar.

—¿Una cabeza atómica? —preguntó Zahariel.

—Sí —respondió Luther, acercándose y asomándose por el panel de acceso—. Creo que toda esta lanzadera no es más que un misil gigante.

—¿Lo sabía? —dijo Zahariel—. ¿Y por qué no dijo nada?

Luther le dio la espalda con los hombros caídos, como si se sintiese derrotado. Después se volvió de nuevo hacia Zahariel, quien quedó impresionado al advertir lágrimas en los ojos de su comandante.

—Estuve a punto, Zahariel —explicó—. Quería hacerlo, pero después pensé en todo lo que obtendría si no lo hacía: la legión, el mando, Caliban. Todo sería mío y ya nunca más tendría que compartirlo con alguien cuya sombra oscurece todas mis acciones.

—¿El León? —dijo Zahariel—. ¡Sus hazañas son loables, pero también lo son las suyas!

—Puede que en otro tiempo —replicó Luther—, uno en el que no compartiese el mismo espacio con el León. En cualquier otro tiempo, la gloria de librar a Caliban de la oscuridad habría sido mía, y sin embargo ha sido para mi hermano. No tienes ni idea de lo frustrante que es ser el mayor héroe de tu tiempo y que te arrebaten el título en un instante.

Zahariel veía correr las palabras de Luther como un torrente. Durante una década, o puede que más, había contenido sus emociones en una presa de honor y de compostura, pero ésta se estaba desmoronando y sus verdaderos sentimientos se desbordaban.

—No lo sabía —dijo Zahariel, deslizando la mano hacia su espada—. Nadie lo sabía.

—No, ni siquiera yo era del todo consciente de ello —aclaró Luther—. No hasta que vi la lanzadera. Lo único que tenía que hacer era no decir nada. Sólo tenía que alejarme y todo lo que quería sería mío.

—¿Y por qué ha vuelto?

—Ordené que todo el mundo abandonase la cubierta de embarque y me marché —explicó, cubriéndose los ojos con una mano mientras hablaba—. Pero no había dado más que unos pasos cuando me di cuenta de que no podía hacerlo.

—¿Entonces, ha venido a detenerlo? —preguntó Zahariel, inmensamente aliviado.

—Así es —asintió Luther—. De modo que puedes dejar de buscar tu espada. Me di cuenta de que era un honor servir a un guerrero tan magnífico como el León, y de que soy muy afortunado de ser el único que puede llamarlo «hermano».

Zahariel se volvió hacia la lanzadera y hacia la carga mortal que contenía.

—¿Y cómo lo detenemos?

—No lo sé —dijo Luther—. No lo sé.

—Habéis ido demasiado lejos —estalló el León, dirigiendo la mano hacia la espada ceremonial que tenía a su lado.

—No, vosotros habéis ido demasiado lejos —respondió lord Alta Excelencia—. Sois detestables, todos vosotros —gruñó, haciendo que le temblase la gruesa papada—. La única razón por la que soporto vuestra presencia es porque se me ha concedido el honor de comunicaros la opinión de mi gente.

»Vuestro Imperio se la levantado con el trabajo de hombres perversos —continuó lord Alta Excelencia—. Sólo decís falsedades. Sois cobardes y deshonrosos, y vuestros ángeles… vuestros ángeles son lo peor de todo, son el producto de bestias en celo. Sois ángeles farsantes. Sois despreciables e impuros.

—¡Ya es suficiente! —rugió el León. El comandante de la Legión de los Ángeles Oscuros estaba enfurecido y agarraba el pomo de su espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. ¡Juro por el Emperador…!

—¡Al infierno con el Emperador! —gritó el hombre obeso.

Al escuchar semejante blasfemia, todos los imperiales tomaron aire a la vez.

—¡Y al infierno contigo, Lion El’Jonson!

Lord Alta Excelencia extendió los brazos, colocó tres dedos de la mano derecha sobre los cinco de la mano izquierda y tocó con ellos el símbolo pintado en su frente.

—Vosotros no sois hombres, ni merecéis ser líderes. Sois…

No pudo terminar la frase. Antes de que lord Alta Excelencia pudiese decir una palabra más, el León desenvainó su espada y rajó al hombre obeso con ella desde el hombro hasta su generoso abdomen.

Zahariel volvió a observar el dispositivo de la parte delantera de la nave. De repente, las luces empezaron a parpadear más de prisa y una intermitente luz roja se encendió en el centro de la esfera. Los motores de la nave se encendieron con un gran estruendo y de su interior surgió un silbido de ignición.

—Mierda —susurró Luther.