DIECINUEVE

DIECINUEVE

Lo habían convertido en un gigante.

Cuando pensaba que se ya había acostumbrado a la transformación, Zahariel descubrió que ciertos aspectos de su alterada fisiología aún conseguían sorprenderlo. Se trataba de las cosas más simples. De pronto era consciente de pequeños detalles, como del tamaño de la palma de su mano, de la corriente de energía psíquica que atravesaba su cuerpo o del mejorado ritmo cardíaco en su pecho, que le recordaban una y otra vez lo mucho que había cambiado.

Antaño había sido humano. Había sido un hombre nacido de mujer. Como todos los hombres, conocía las limitaciones físicas. Sus músculos habían sido débiles, sus huesos quebradizos y sus sentidos habían estado aletargados. Había creído que viviría unos cincuenta o sesenta años como mucho, o probablemente mucho menos.

En Caliban había muchos peligros. Incluso un mero corte podía infectarse y convertirse en una herida mortal. Había sido un humano, y ser humano implicaba ser esclavo de la muerte de mil maneras insignificantes.

El Imperio lo había cambiado todo. El día en que se inició en la Orden como caballero, su renacimiento había sido un proceso completamente simbólico. Con la llegada del Imperio, se había convertido en algo literal y real. Se había transformado en un hombre nuevo. Su mente y su cuerpo habían cambiado, se habían convertido en algo sobrehumano. Gracias a la ciencia imperial y a las maravillas de la semilla genética, había sido remodelado y reconstruido en un molde más bélico. El hermano Israfael lo había reclutado para el librarius de la legión, donde había aprendido sobre la disformidad, sobre los peligros y el poder que podían ejercer los iniciados en tales disciplinas. Aprendió que se había convertido en un hombre con poderes muy superiores a los de la especie humana y que tenía el deber de emplearlos al servicio del Emperador.

Había empezado a dar sus primeros pasos por un camino que lo llevaría a desarrollar un poder fuera de lo común, pero sus primeras incursiones en tal experiencia no eran nada en comparación con aquel increíble encuentro con la bestia de Endriago.

Aunque sus nuevas habilidades lo habían hecho destacar entre la legión, él era ante todo un guerrero, y era en pleno combate donde había adquirido su fama. Ya no era un hombre corriente, pero tampoco era simplemente un guerrero extraordinario. El Imperio lo había transformado en algo mucho mayor. Lo había diseñado para la guerra. Se había convertido en un dios de la batalla, en un miembro del Astartes.

Era un marine espacial, un ángel oscuro.

Servía en la Gran Cruzada.

Era consciente de que tan sólo era una pequeña pieza de un gran plan, un figurante más en el inmenso drama de la historia de la humanidad, pero no le importaba, porque el Imperio perseguía una noble empresa, soñaba con un universo mejor y él formaba parte de aquel brazo marcial que le daba fundamento. Era un tiempo de optimismo, un período de nobles ideales, una era de descubrimiento, y Zahariel formaba parte de ella. Los días del comienzo fueron días de gloria.

Al echar la vista atrás los recordaría como la época más feliz de su vida. Tenía un objetivo. Tenía una misión. Se había convertido en un instrumento de la voluntad del Emperador y estaba preparado para luchar por el bien de la humanidad. Y tampoco estaba solo en esta lucha. A pesar de su transformación de hombre a superhumano, Nemiel seguía a su lado. Los rememoradores seleccionados para acompañarlos lejos de Caliban hablaban de destino, y Zahariel no podía estar más de acuerdo, pues parecía que él y Nemiel estaban destinados a atravesar, codo con codo, las tribulaciones de la vida. Desde sus primeros días, sus vidas habían estado siempre ligadas. Habían sido hermanos incluso antes de convertirse en ángeles. El proceso de transformación en astartes sólo había servido para fortalecer el vínculo que los unía. En ocasiones era como si una misma alma, dividida por accidente al nacer, se hubiese encarnado en dos cuerpos distintos. Nemiel y él seguían complementándose perfectamente como piezas del mismo puzzle. A pesar de todo, Zahariel continuaba siendo el eterno idealista y Nemiel el pragmatista influenciable.

No volvieron a hablar de aquella noche bajo la Cámara del Círculo, pues sabían que meter el dedo en aquella vieja llaga sería dar pie a recriminaciones que nunca cesarían. Se convirtió en un tabú en su amistad, siempre permaneció entre ellos, aunque los recuerdos de Zahariel de aquella noche se volvían cada día más borrosos.

Formaban parte de la primera generación de astartes reclutados en Caliban. O, mejor dicho, eran los primeros en lucir la nueva insignia con la espada alada de la legión, los primeros en llamarse «Ángeles Oscuros». Más adelante, esto los diferenciaría de sus compañeros. Los miembros más antiguos de la legión eran todos hombres de Terra que recordaban un tiempo antes de que la I Legión del Emperador pasase a llamarse «Ángeles Oscuros», mientras que las generaciones que llegaron después de Zahariel y de Nemiel nunca habían conocido otro nombre.

Pero en aquel momento, una época dorada estaba por llegar.

Las cosas mejoraron ante la posibilidad de luchar junto al León y Luther. Cumplían con éxito su labor de ángeles recién nombrados y servían en el 22.° Capítulo, bajo el mando del señor del capítulo Hadariel. Servían a su legión y al Imperio hasta el límite de sus capacidades.

Caliban era cosa del pasado, y aunque amaban su planeta natal y esperaban volver a verlo algún día, se había convertido en un sueño lejano. En aquellos momentos, lo único que importaba era su presente y su vida en la Gran Cruzada.

Su primera campaña fue una experiencia muy emocionante, pues aquélla sería su oportunidad de propagar la luz de la Gran Cruzada por la galaxia, su primera ocasión de probar su devoción y su lealtad al Emperador. Los ángeles oscuros del 22.° Capítulo iban a encontrarse con la 4.ª Flota de Expedición Imperial, que se encontraba a punto de llegar a un mundo catalogado como 43 en los registros de la cruzada.

Para los habitantes del planeta, una avanzada cultura humana que había logrado sobrevivir al largo aislamiento de la Vieja Noche con gran parte de su tecnología y de su sociedad intactas, su mundo tenía otro nombre. Lo llamaban Sarosh.

—¿Esto es todo? —dijo Nemiel—. ¿Esta es la razón por la que hemos atravesado diez sistemas estelares? No parece gran cosa.

—Ya deberías saber que la apariencia de un planeta es lo de menos —respondió Zahariel—. ¿Recuerdas el entrenamiento en Helicón IV? Creo recordar que aquellos mundos tampoco te impresionaron demasiado hasta que empezaron a disparar.

—Eso era diferente —dijo Nemiel encogiéndose de hombros—. Al menos allí cabía la posibilidad de ver algo de acción. Eran mundos nuevos. ¿Has leído las directrices? Pretenden que esperemos aquí durante meses sin hacer nada hasta que algún burócrata decida si podemos declarar al planeta aliado o no. Somos los Ángeles Oscuros, Zahariel, no perros guardianes. Estamos preparados para algo mucho más interesante que esto.

Estaban junto a un mirador en la cubierta de observación de la nave de combate Ira de Caliban. A través de él, Zahariel podía ver ampliado el planeta Sarosh gracias a la tecnología de aumento disimulada con astucia en la sustancia transparente de la ventana. Mientras que Nemiel no mostraba más que un claro desdén frente a aquel mundo azul, Zahariel se había quedado prendado de su belleza, de sus extensos mares turquesa y de las amplias masas continentales del planeta, ocultas en aquel momento tras una variable capa de nubes abigarradas.

En contraste con el fondo oscuro del espacio, y rodeada de miles de brillantes estrellas lejanas, parecía una piedra preciosa dispuesta sobre un telón de terciopelo rodeada de minúsculas gemas brillantes. En todo el tiempo que llevaba con la cruzada tan sólo había visto unos cuantos mundos desde su órbita, pero Sarosh era sin duda uno de los más impresionantes.

—He leído los informes —respondió—. Según los datos, gran parte del planeta está cubierta de vegetación. Me gusta como suena. Será fantástico volver a estar en los bosques, visitar un mundo que nos recuerde a Caliban.

—Para eso tendría que estar plagado de atroces depredadores, por no hablar de las plantas y hongos mortales —replicó Nemiel con tono sarcástico—. No llevamos fuera tanto tiempo como para que te pongas nostálgico. Pero no has escuchado lo que te decía sobre la misión. Lo que quería decir es que no tiene nada de glorioso. Puede que llamen a nuestra flota «Flota de Expedición», pero no es más que una unidad de apoyo al despliegue. Somos lo que envían cuando la lucha ha terminado y necesitan que alguien supervise la limpieza. Creen que todavía no estamos preparados.

—Te había oído —respondió Zahariel—, y entiendo lo que dices, pero tengo otra opinión al respecto. No me malinterpretes, nada me gustaría más que recibir órdenes de descender para participar en la batalla. Tú lo has dicho: somos los Ángeles Oscuros, estamos hechos para la guerra. Pero el deber es lo primero, y, ahora mismo, nuestro deber es vigilar el planeta Sarosh hasta asegurarnos de que están de nuestra parte.

—Deber —refunfuñó Nemiel, poniendo los ojos en blanco—. Me parece que ya hemos tenido esta conversación como unos siete millones de veces, si no he contado mal. Bien, te concedo el punto. Tú tienes razón y yo me equivoco. Estoy de acuerdo con todo con tal de que no me sueltes otro de tus interminables discursos sobre el deber. Eres capaz de aburrir a cualquiera hasta la muerte con cualquier tema imaginable. Ayer te vi sermoneando a tu escuadra con unas palabras supuestamente conmovedoras, y los compadecí.

—Se llama oratoria —sonrió Zahariel, ante la familiar discusión—. ¿Acaso no recuerdas lo que dice el Verbatim? «El arte del guerrero no consiste sólo en aprender técnicas de combate y en entender la estrategia y las tácticas, sino en dominar todas las materias que tengan relación con el liderazgo de los hombres en tiempos de crisis».

—Lo recuerdo —afirmó Nemiel, poniéndose serio de repente—. Pero te olvidas de que ya no pertenecemos a la Orden. Todo aquello quedó atrás. El pasado ha muerto. Hablo en serio. Murió el día en que el Emperador llegó a Caliban y conocimos la verdadera naturaleza del León. Desde aquel momento, nos convertimos en los Ángeles Oscuros y dejamos el pasado atrás.

—Disculpen, honorables señores —interrumpió una voz antes de que Zahariel pudiese responder—. Les ruego que disculpen mi interrupción.

Ambos se volvieron y vieron a un senescal a sus espaldas. El hombre vestía un tabardo gris sobre una prenda negra ajustada al cuerpo. El tabardo mostraba los distintivos de la Legión de los Ángeles Oscuros. El senescal se arrodilló sobre el suelo de la cubierta con la cabeza inclinada en señal de respeto.

—El señor del capítulo Hadariel les envía saludos —dijo el hombre después de que Nemiel le diese permiso para hablar—. Y quiere recordarles que el cambio de mando tendrá lugar a bordo de la nave insignia Causa Invencible dentro de dos horas. Insiste en que la ceremonia requiere de vuestra presencia y espera que se comporten como manda la tradición de la legión.

—Comuníquele nuestro agradecimiento al señor del capítulo —dijo Nemiel—. Y dígale que estaremos presentes en el relevo con una indumentaria apropiada para la ceremonia. Entendemos la importancia de presentar todos los respetos a nuestra legión hermana.

El senescal se puso de pie, hizo otra reverencia y se retiró. Cuando el sirviente se hubo marchado, Nemiel se volvió hacia Zahariel con un amago de sonrisa en la cara.

—Parece que el señor del capítulo está nervioso por si lo avergonzamos —dijo en voz baja para que el senescal no lo oyese.

—Yo no me lo tomaría como algo personal —respondió Zahariel—. Es difícil para él. Es un gran guerrero, pero no es un auténtico astartes. Incluso después de todos estos años, debe de ser duro resignarse a ese hecho, sobre todo cuando nos reunimos con nuestros hermanos.

—Cierto —reconoció Nemiel con un gesto avinagrado—. Esperemos que la Legión de los Cicatrices Blancas aprecie sus esfuerzos.

Zahariel alzó una mano para reprobar a su primo.

—Cuidado. Recuerda que nuestro honor está en juego. Si dices algo que pueda ofenderlos desacreditarás a Hadariel, a nuestro capítulo y a la legión.

Nemiel sacudió la cabeza.

—Te preocupas demasiado. No tengo intención de ofender a nadie, y menos a los Cicatrices Blancas. Son nuestros hermanos y no siento sino respeto hacia ellos. Hicieron bien en abandonar este planeta y salir a buscar acción de verdad. Lo único que me irrita es que alguien nos haya escogido a nosotros para cumplir, en su lugar, con su función de perritos guardianes.

El señor del capítulo Hadariel había reunido a sus oficiales principales alrededor de una amplia mesa del strategium a bordo de la Ira de Caliban hacía casi tres semanas.

—Hemos recibido nuevas órdenes —había dicho—. Vamos a dividir nuestras fuerzas. Una parte de la legión continuará hacia Phoenix, mientras que el resto relevará a los guerreros de los Cicatrices Blancas en un planeta llamado Sarosh.

—¿Hemos recibido una llamada de emergencia pidiendo ayuda? —preguntó Damas. Siempre con tendencia a abrir la boca antes de pensar las cosas, el señor de la compañía Damas fue el primero en hablar—: Nuestros hermanos astartes han abarcado más de lo que podían apretar, ¿no?

—No —respondió Hadariel, con rostro impasible—. Por lo que parece, la situación en Sarosh es pacífica. Se trata más bien de una cuestión de redistribución de tropas. Nos envían a Sarosh para que los Cicatrices Blancas puedan encargarse de otras misiones en otra parte de la galaxia.

Fue Nemiel quien expresó la pregunta que todos se formulaban.

—Disculpe, señor, pero por lo que dice, da la sensación de que la Legión de los Cicatrices Blancas es más importante para la cruzada que los Ángeles Oscuros. Es como si nos enviasen a un destino más tranquilo para que los seguidores del Gran Khan pudieran ir a buscar una guerra de verdad.

Como era de esperar, Damas se precipitó en sus conclusiones.

—¡El León jamás aceptaría esto!

Hadariel golpeó la mesa con la palma de la mano. El golpe sonó como un disparo.

—¡Silencio! Hablas sin pensar, Damas. Te muestras demasiado encolerizado. Si vuelves a excederte te relevaré del mando. Tal vez unos días de meditación devuelvan el equilibrio a tu humor.

—Le pido disculpas, señor —se excusó Damas, inclinando la cabeza—. Estaba en un error.

—En efecto. ¿Y qué hay de ti, hermano Nemiel? —Su mirada se volvió hacia él como un láser—. No esperaba esto de ti. Si quiero tu opinión sobre algún asunto, y en especial en lo que a la interpretación de las órdenes se refiere, te lo haré saber. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor —asintió Nemiel, a regañadientes.

—Bien —confirmó Hadariel—. Tal y como ha expresado Damas, los dos os habéis equivocado, y más de lo que pensáis. Han sido el León y Luther quienes han dado las órdenes, y si nuestros líderes opinan que los serviremos mejor viajando a Sarosh, no lo discutiremos.

—Esta es una misión muy pesada —dijo Shang Khan, el oficial de mayor rango de entre los cicatrices blancas—. Carece de gloria y ningún astartes la elegiría de manera voluntaria. Es una tarea incómoda que nos ha sido impuesta. Aquí no hay batallas que ganar, al menos no de las que estamos hechos para librar. Y, sin batallas, no tenemos razón de ser. Estamos incompletos.

Shang Khan estaba frente al León en la cubierta de observación de la barcaza de combate Causa Invencible, la nave insignia de la 4.ª Flota de Expedición Imperial. Luther y un cicatriz blanca llamado Kurgis se situaron entre ellos como testigos de la ceremonia mientras que astartes de ambas legiones, así como un grupo de oficiales superiores y dignatarios de varios brazos de la flota, presenciaban el diálogo a una distancia respetuosa.

Zahariel y Nemiel observaban cómo la solemne ceremonia de bienvenida celebraba hasta el último de sus ritos y la legión aceptaba la labor de mantener la ley y el orden en Sarosh.

—Así es el deber —continuó Shang Khan—. Recae sobre los hombros, pero sentimos más su peso en el alma. Hermano, ¿aceptas esta carga?

El cicatriz blanca le ofreció un cilindro adornado de bronce con un pergamino enrollado en su interior.

—La acepto —respondió el León.

Estiró la mano y agarró el cilindro.

—Juro por mi vida y por la vida de mis hombres rendir honor a esta misión junto a mi legión y al Emperador. Que estas palabras sirvan de testimonio.

—Doy fe —dijo Luther, al unísono con el segundo en el mando de los cicatrices blancas.

—Así sea —aprobó Shang Khan.

El cicatriz blanca cruzó los brazos sobre el pecho haciendo la señal del aquila y saludó a Luther y al señor de su capítulo.

—Eres bien recibido, Lion El’Jonson de los Ángeles Oscuros. En nombre de la Legión de los Cicatrices Blancas, te declaro bienvenido en Sarosh.

Lo llamaban ceremonia, pero no merecía aquel título.

Para transferir el mando de la 4.ª Flota de Expedición Imperial de los Cicatrices Blancas a los Ángeles Oscuros tan sólo se había pasado un pergamino de mano en mano y se había hecho un juramento. De cualquier modo, aunque escasas, las formalidades que implicaba el acontecimiento superaban al acto de la transferencia en sí.

La 4.ª era una de las flotas de expedición más pequeñas de la Gran Cruzada, con siete naves en total: la nave insignia Causa Invencible, las naves transportadoras de tropas Vigor Noble y Transportadora Audaz, las fragatas Intrépida y Temeraria, el destructor Arbalesta y la nave de combate de los Cicatrices Blancas Jinete Veloz, que pronto sería sustituida por la nave de los Ángeles Oscuros, la Ira de Caliban.

El traspaso de control entre las dos legiones se había desarrollado con el respeto y la reverencia que requería el acto pero, en realidad, el hecho de que hubiese un grupo de astartes presente en la ceremonia era algo anómalo. La 4.ª Flota seguía siendo una flota secundaria y carecía de arsenal, del entrenamiento y de los recursos necesarios para organizar una campaña militar importante contra un planeta hostil. Su trabajo era controlar la docilidad de los mundos que ya se habían mostrado a favor de los objetivos del Imperio.

Pero con Sarosh había habido problemas.

El primer contacto con el planeta había tenido lugar aproximadamente un año antes y, aparentemente, su población era amistosa. Recibieron al Imperio con los brazos abiertos y proclamaron a los cuatro vientos que aceptarían la Verdad Imperial. Sin embargo, en los doce meses que siguieron se había progresado poco respecto al sometimiento del planeta.

No había habido violencia ni actos de resistencia, pero todos los procedimientos llevados a cabo por los enviados imperiales para lograr su subordinación habían acabado siendo un rotundo fracaso. Cada vez que se lanzaba una nueva iniciativa, el gobierno de Sarosh prometía hacer todo lo que estuviese en su mano para garantizar que sería un éxito. Pero el apoyo prometido nunca llegaba a materializarse. El gobierno se disculpaba hasta el exceso. Se excusaba y achacaba el que todo siguiera en punto muerto a los malentendidos causados por la diferencia de costumbres y de idioma. Responsabilizaba a la intransigencia de su propia burocracia y alegaba que cinco mil años de sociedad estable les habían dejado un sistema burocrático complejo y compuesto de demasiados altos cargos.

Y sus pretextos parecían ser ciertos. Expertos imperiales que habían sido testigos de la conquista de muchos mundos negaban con la cabeza con resignación cada vez que se nombraba la irritante cuestión de la burocracia de Sarosh. El problema era que los funcionarios de aquel planeta trabajaban a tiempo parcial. Sus leyes permitían a los ciudadanos dejar de pagar gran parte de sus impuestos a condición de que se comprometiesen a invertir parte de su tiempo trabajando en oficinas del gobierno. De ahí que los últimos censos planetarios, recogidos cada tres meses en aquel mundo, indicasen que el veinticinco por ciento de la población adulta ocupaba algún puesto burocrático, incluidos los que habían suspendido el riguroso Examen de Competencia Burocrática Básica.

Según los datos censales, en aquel momento había más de ciento ochenta millones de funcionarios activos en Sarosh.

Con tantos burócratas en el proceso, para los enviados imperiales era prácticamente imposible conseguir nada. Por mucho que el gobierno del planeta estuviese de acuerdo con una medida, para ponerla en práctica tenía que pasar por una infinidad de niveles de la burocracia local, lo que incluía a varios recaudadores, solicitantes, notarios, exentores, signatarios, exégetas, legisladores, codificadores, prescriptores y mandatarios. Y lo peor era que el sistema se había complicado tanto en los últimos cinco milenios que en muchas ocasiones ni siquiera los mismos burócratas sabían cómo hacerlo funcionar. Los encargados de comprobar que Sarosh se sometía no habían conseguido prácticamente nada en los últimos doce meses en lo que a un auténtico progreso se refería. El planeta se encontraba tan lejos de someterse de verdad como lo había estado el día que lo descubrieron.

La Jinete Veloz había permanecido anclada sobre el planeta durante todo el proceso mientras los enviados de la flota se esforzaban por superar el laberinto burocrático de Sarosh. Era un vestigio del primer descubrimiento del planeta, dejado atrás con la esperanza de que la presencia de los astartes ayudaría a que los líderes de Sarosh se concentraran en completar el proceso más de prisa. Sin embargo, durante doce meses los guerreros de la Legión de Cicatrices Blancas tuvieron que soportar un largo período de inactividad impuesta. Estaban indignados. Los comandantes superiores de la flota habían empezado a temer el momento de enviar las instrucciones estratégicas semanales cuando Shang Khan exigía saber cuánto tiempo más tenían que esperar allí de brazos cruzados él y sus hombres. El líder de los cicatrices blancas parecía sentir una aversión especial por el lord gobernador electo Harlad Furst, el hombre encargado de controlar los territorios de Sarosh en nombre del Emperador una vez que el planeta se hubiese sometido.

—¡Si esta gente está de nuestro lado, certifíquelo para que podamos marcharnos de este lugar! —se oyó gritar a Shang Khan al gobernador en más de una ocasión—. Si no lo están, hágamelo saber y lucharemos contra ellos para que se arrepientan de su locura. Escoja la opción que quiera, ¡pero haga el favor de tomar una decisión de una vez por todas!

En realidad, lord Furst y sus funcionarios no habían tomado ninguna decisión. En un golpe maestro burocrático, aplazaban continuamente la sentencia final y daban cualquier excusa que se les ocurriese en un intento de atrasar el asunto de manera indefinida, una maniobra que a menudo hacía que los astartes despreciasen el creciente elemento político que formaba parte de la cruzada.

Y de este modo pasaron doce meses improductivos que aumentaron la frustración de los cicatrices blancas hasta que un día, por fin, Lion El’Jonson recibió una solicitud para vigilar, junto a sus ángeles oscuros, el planeta Sarosh durante un intervalo de dos meses para que los cicatrices blancas pudieran realizar otros cometidos.

Entretanto, el lord gobernador electo Furst recibió un mensaje que insistía en que la 4.ª Flota de Expedición debía dirigirse a otro lugar donde se la requería y no podía orbitar alrededor de Sarosh eternamente. La notificación comunicaba a Furst que se le había concedido un período de gracia. Tenía dos meses para resolver la cuestión de la subordinación del planeta de un modo u otro. De no hacerlo, sería destituido de su cargo y Lion El’Jonson obtendría la potestad de decidir el destino de Sarosh como creyera conveniente.

Más tarde, ya concluida la ceremonia, llegaron las inevitables formalidades sociales. Los astartes y los distintos dignatarios empezaron a socializar y a conversar, mientras los sirvientes de la flota circulaban entre ellos con bandejas de plata repletas de bebida y de comida.

Aunque estas reuniones siempre le hacían sentir incómodo, Zahariel hizo todo lo posible por mezclarse con el resto. Antes de darse cuenta estaba junto a un inmenso portal panorámico observando cómo Sarosh rotaba lentamente en el vacío, tal y como lo había estado haciendo unas horas antes acompañado de Nemiel en la Ira de Caliban. Tal vez dijera demasiado de la peculiar manera de pensar de los ángeles oscuros, pero en aquel momento lo que más le llamaba la atención era lo grande que era la cubierta de observación de la Causa Invencible en comparación con la de la Ira de Caliban. Influidos en parte por las tradiciones monásticas de la Orden, los ángeles oscuros se caracterizaban por una espartana austeridad. Cada centímetro de su nave cumplía una función, desde la sala de artillería donde se controlaba el funcionamiento de las baterías de cañones de la nave hasta las celdas de práctica donde los astartes ponían a punto sus habilidades, todo servía a un propósito bélico.

En contraste, el interior de aquella nave hacía que Zahariel tuviera la sensación de estar en el palacio de un noble en lugar de estar en un crucero de guerra. Suponía que toda aquella decoración pretendía representar la grandeza del Imperio. Pero, a sus ojos, la ornamentación que recargaba prácticamente toda la superficie interior de la nave resultaba demasiado elaborada, incluso ostentosa para una nave hecha para la batalla. Naturalmente, las naves de los ángeles oscuros también tenían su propia decoración con estilo discreto, pero las puertas, las paredes y los techos de la Causa Invencible estaban cubiertos de detalles dorados. Si una sala era una conversación entre el arquitecto que la construyó y la gente que hacía uso de ella, aquella cubierta de observación gritaba con una decena de voces discordantes.

Era una cubierta enorme, con un inmenso techo abovedado que recordaba a las grandes catedrales en ruinas de la antigua Caliban. En una de las paredes predominaba el ventanal junto al que se encontraba Zahariel. Con más de sesenta metros de altura, el portal estaba compuesto de varios paneles arqueados que parecían las vidrieras de un lugar de culto pagano. No era tanto el mirador en sí, sino lo que representaba. La decoración de la cubierta de observación pretendía simbolizar el mensaje del Imperio, con frescos de algunas de las mayores victorias obtenidas, así como con retratos de todos los capitanes que habían estado al mando de la nave en sus doscientos años de historia, pero igualmente recordaba a muchos de los lugares de idolatría que la gente de Caliban había destruido en los albores del planeta.

—Parece la casa de citas de una cortesana —dijo una voz bronca, ofreciendo una perspectiva diferente.

El sentido mejorado del oído de Zahariel le había advertido de la llegada de un hermano astartes. Se volvió y vio a Kurgis frente a él con dos copas de vino que parecían dedales en las manos del cicatriz blanca.

—Lo siento, no te entiendo, hermano.

—Este lugar —Kurgis inclinó la cabeza para indicar la gran curva de la cubierta de observación que los rodeaba—. Decía que pienso lo mismo que tú al respecto, hermano. Demasiado recargado, demasiados adornos dorados. Es como los palacios de las cortesanas de las ciudades de Palatine, no una nave de guerreros.

—¿Tan transparente soy? —preguntó Zahariel—. ¿Cómo sabías lo que estaba pensando? ¿Eres uno de los bibliotecarios de tu legión?

—No —respondió Kurgis—. No soy un psíquico. Algunos hombres tienen el don de ocultar sus pensamientos de los demás. Podrías mirarlos a la cara durante años y jamás sabrías lo que están pensando. Tú no eres así. He visto tu expresión mientras observabas este lugar. Gracias a eso he podido adivinar lo que pasaba por tu mente.

—Pues has acertado bastante —admitió Zahariel.

—También me ha ayudado reconocer la sensación. Yo pensé exactamente lo mismo al ver este lugar. Pero dejemos de hablar de ello. Te he traído una copa. Cuando los hermanos se encuentran, es bueno que compartan el vino y que hagan un brindis —Kurgis le ofreció una de las copas y levantó la otra para brindar.

—¡Por los Ángeles Oscuros! —dijo Kurgis—. ¡Y por el primarca Lion El’Jonson!

—¡Por los Cicatrices Blancas! —respondió Zahariel, alzando su propia copa—. ¡Y por el primarca Jaghatai Khan!

Apuraron los cálices y, cuando terminaron, Kurgis lanzó el suyo contra la pared. El estallido que produjo la copa de metal fue acogido con asombro por algunos de los dignatarios que se encontraban alrededor.

—Es la tradición —explicó el cicatriz blanca—. Para que las palabras de un brindis tengan valor debes romper la copa para que nadie pueda hacer otro con ella.

El hombre hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras Zahariel seguía su ejemplo y hacía añicos la copa contra la misma pared.

—Bienvenido seas, hermano. Quería hablar contigo porque te debemos nuestro agradecimiento.

—¿Agradecimiento? —se sorprendió Zahariel—. ¿Por qué?

Kurgis señaló a algunos de los cicatrices blancas presentes en la sala.

—Tú y tus hermanos nos habéis liberado. Sólo lamento que unos guerreros tan nobles tengan que tomar nuestra posición anterior y vigilar este estercolero de planeta.

—Aceptamos la misión de buen grado —dijo Zahariel—. Es una cuestión de deber.

—Sí, es deber —respondió Kurgis, elevando una ceja en un gesto de interrogación que marcó aún más la red de finas cicatrices de honor que cruzaban sus mejillas—. Pero sólo estáis siendo diplomáticos, hermano. No me cabe duda. Estoy convencido de que hubo quien se pronunció en contra cuando recibisteis las órdenes. Los Ángeles Oscuros sois una legión demasiado valiente y resuelta como para aceptar semejante misión sin protestar. Como dijo Shang Khan, es una misión dura y onerosa para cualquier astartes. Somos guerreros, todos nosotros, los mejores del Emperador. Deberíamos estar surcando la galaxia, librando batallas contra el enemigo. Y, en cambio, nos vemos obligados a actuar como perros guardianes.

De repente dejó de hablar y miró a Zahariel de cerca.

—¿Qué pasa? —preguntó el cicatriz blanca—. Estás sonriendo. ¿He dicho algo gracioso?

Zahariel negó con la cabeza.

—No, nada, es sólo que tus palabras me han recordado algo que un amigo mío ha dicho antes. El también piensa que nos están tratando como perros guardianes.

—¿En serio? Pues es un hombre inteligente, ese amigo tuyo.

Kurgis se volvió a observar la amplia sala que los rodeaba.

—Tengo entendido que habéis traído un buen número de guerreros con vosotros, ¿verdad? Sólo lo pregunto porque me sorprendió ver que vuestro señor del capítulo dirigía vuestra escuadra.

—Nos dirigen el León y Luther —dijo Zahariel.

—Lo sé, pero vuestro oficial de línea es Sar Hadariel, ¿no?

Siguiendo la dirección de la mirada del otro hombre, Zahariel se volvió hacia el señor del capítulo Hadariel, que se encontraba hablando con Shang Khan y unos cuantos oficiales de la flota.

Shang y los guerreros de su escolta eran más altos que el señor del capítulo de los Ángeles Oscuros, y le sacaban casi lo mismo que les sacaba Hadariel con su poderosa armadura a los seres humanos corrientes que lo rodeaban.

Zahariel advirtió que Hadariel gesticulaba con las manos mientras hablaba y hacía movimientos exagerados, como si tratase de demostrar que no le intimidaba la presencia física de los cicatrices blancas. Era una escena de la que ya había sido testigo muchas otras veces y no estaba seguro de que Hadariel fuera consciente de que lo hacía. No era la primera vez que sentía compasión por su señor del capítulo. Antes de que el Emperador llegase a Caliban, Hadariel se consideraba uno de los mejores caballeros de la Orden. Zahariel recordó haber estado bajo su mando cuando realizaron el último asalto a la fortaleza de los Caballeros de Lupus.

Había sido una gran victoria, una victoria muy importante en la historia de Caliban, pero la llegada del Imperio tuvo sus pros y sus contras para Hadariel. Los astartes lo escogieron para unirse a la Legión de los Ángeles Oscuros, pero al igual que muchos de los primeros elegidos, era demasiado viejo para beneficiarse de la implantación de la semilla genética.

En vez de ello, Hadariel y otros como él, incluido Luther, se sometieron a un sinfín de procedimientos quirúrgicos y químicos diseñados para aumentar su fuerza, su resistencia y sus reflejos a niveles sobrehumanos. Eran más altos, más fuertes y más rápidos que los hombres corrientes, pero, a pesar de todo, no eran astartes. Y nunca lo serían.

—Debe de ser duro ser un hombre como Hadariel —dijo Kurgis.

—Sí —asintió Zahariel—. Mi comandante es un guerrero ejemplar. A pesar de que carece de las habilidades de un verdadero astartes, ha llegado muy lejos en la legión.

—¿Cuenta con el favor del León desde los viejos tiempos?

Zahariel negó con la cabeza.

—El León no tiene preferidos. Hadariel llegó a ser el señor del capítulo por sus propios méritos. Es una lástima que parezca que no acabe de encajar en el puesto.

—¿A qué te refieres?

Zahariel no estaba seguro de cuánto podía hablar, ya que Kurgis pertenecía a otra legión y los ángeles oscuros valoraban su privacidad, pero tenía la sensación de que podía confiar en aquel guerrero.

—Desde su nombramiento, el papel de líder parece haberle superado. Choca constantemente con sus oficiales y con los demás señores de capítulo y tiene tendencia a discrepar con ellos en cualquier asunto imaginable. Es como si estuviese convencido de que todos los que le rodean lo menosprecian y lo insultan sutilmente.

—Supongo que todo se debe al hecho de que nunca recibió la semilla genética.

—Es posible —asintió Zahariel—. O tal vez su ascenso de rango se alimentase tanto del deseo de probarse a sí mismo como de la devoción por el ideal imperial.

Zahariel omitió que, según los rumores, el León había hablado con él seriamente acerca de su irritabilidad. A pesar de todos sus logros, Hadariel no parecía poder escapar de su convicción de que los demás lo miraban por encima del hombro porque no era un astartes completo.

—Hadariel siempre nos dirige cuando envían a nuestro capítulo a un nuevo escenario de operaciones —explicó Zahariel—. Le gusta ver las cosas por sí mismo.

—Una práctica muy inteligente —apuntó el guerrero.

Kurgis volvió a observar el planeta Sarosh a través del ventanal y mantuvo la mirada durante varios segundos, como si midiese las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—No te fíes de ellos —dijo el cicatriz blanca.

—¿De quién?

—De la gente de Sarosh —respondió Kurgis. Se volvió por completo hacia el ventanal y señaló el planeta—. Aún no los has conocido, hermano, así que pensé que debía advertirte. No te fíes de ellos y no les des la espalda.

—Pensaba que eran pacíficos. Según los informes han sido cordiales desde el principio.

—Lo han sido —asintió Kurgis—, pero aun así, yo que tú no me fiaría. No si tienes algo de sentido común, hermano. Y tampoco te fíes de los informes. El lord gobernador electo Furst y sus compinches tienen demasiada influencia en lo que se escribe en ellos —se volvió y señaló con un gesto al dignatario de cabello cano engalanado con una medalla, rodeado de un montón de aduladores en un extremo de la cubierta.

—¿Ese es el lord gobernador elector? —preguntó Zahariel.

—En su día fue un gran general —le explicó Kurgis, encogiéndose de hombros—, o eso dicen. En ocasiones sucede. Convierten a un hombre en jefe, y de repente lo único que le importa es su estatus. Se vuelve sordo ante todas las voces que no intentan adularlo y halagarlo. Y antes de darse cuenta, sólo escucha a aquellos que le dicen lo que quiere oír.

—¿Y eso es lo que está pasando con Sarosh?

—Sin duda —afirmó Kurgis, frunciendo los labios con frustración—. Si Furst tuviera algo de sentido común se preguntaría a sí mismo por qué la cosa no avanza. Si de verdad quisieran formar parte del Imperio, como dicen, estarían dispuestos a remover hasta las mismas estrellas si hiciera falta para satisfacer nuestros requisitos. Y sin embargo, cada vez lo retrasan más y muestran más intransigencia. No me malinterpretes, los habitantes de Sarosh son indefectiblemente corteses. Pero siempre que surge un problema respecto al proceso de subordinación, levantan las manos y lloriquean como mujeres lamentando la muerte de un anciano. Al oírlos te harán pensar que todo son accidentes y mala suerte. Por eso no me fio de ellos. O están intentando retrasar su subordinación a propósito o son la gente más desafortunada de la galaxia. Y, no sé tú, hermano, pero yo no creo en la suerte. Ni en la buena ni en la mala.

—Yo tampoco —respondió Zahariel. Y examinó a la multitud de figuras presentes en la cubierta de observación en busca de uniformes desconocidos—. No veo a ningún representante de Sarosh en esta reunión.

—Los verás mañana —le informó Kurgis—. Han programado una celebración. Quieren daros la bienvenida tal y como nos recibieron a nosotros hace un año. Habrá una fiesta y distintos actos de entretenimiento, tanto aquí, en la Causa Invencible, como en la superficie de Sarosh. Estoy convencido de que todo será muy… cordial. Sin duda los líderes de Sarosh os harán muchas promesas. Os dirán que la subordinación está a la vuelta de la esquina. Que trabajan día y noche para lograr los requisitos que el Imperio les ha exigido. Hablarán efusivamente de la devoción que sienten hacia la causa del Imperio y de lo felices que son de que hayáis venido a rescatarlos de su ignorancia. No les creas, hermano. Siempre he pensado que un hombre muestra su auténtica valía con sus acciones, no con sus palabras. Y hasta ahora, estas gentes no parecen poseer ninguna.

—Entonces ¿dudas de sus intenciones? —inquirió Zahariel—. ¿Crees que están retrasando su subordinación por algún motivo?

—No lo sé. Como se dice en mi mundo natal: «Si uno rastrea las huellas de un lobo, es muy probable que acabe encontrándolo». Pero no puedo ofrecerte ninguna prueba de mis sospechas, hermano. Sólo pensé que debía advertirte, haciendo honor al espíritu de camaradería. Recela de esta gente. No te fíes de ellos. Pronto, los Cicatrices Blancas abandonaremos este lugar. Shang Khan ya ha ordenado los preparativos para ponernos en marcha y dirigirnos hacia nuestra nueva misión. La Jinete Veloz abandonará este sistema dentro de cuatro horas.

Kurgis sonrió, aunque lo que dijo no tenía nada de gracia.

—Después, estaréis solos.