DIECIOCHO

DIECIOCHO

Cuando Zahariel despertó, se encontró en una flamante celda de muros metálicos iluminada tan sólo por un suave brillo color hueso de procedencia desconocida. Estaba tumbado en un banco de metal adosado a la pared, y al intentar tomar aire se estremeció al sentir una opresión en la garganta que le causaba gran dolor. Recordó al astartes Midris sujetándolo a cierta distancia como si fuese un simple despojo y el sentimiento de ira que había irradiado del guerrero como si de un golpe físico se tratara.

Recordó la palabra «traidor» golpeándole la cara y, de un salto, se sentó rápidamente al recordar la refriega de cuerpos y el atentado contra la vida del Emperador. ¿Estuvieron también presentes los otros conspiradores en el Descenso de los Ángeles? ¿Consiguieron llevar a cabo su perverso plan?

El frío miedo se apoderó de sus entrañas y se echó las manos al cuello luchando por respirar. Aunque no podía verlo, estaba convencido de que debía de tener el cuello ennegrecido por los cardenales a causa de la presión que Midris había ejercido sobre él. Las piernas le colgaban del banco de metal. Si aquello era la cama de una celda, no cabía duda de que estaba diseñada para alguien más grande que él. Miró a su alrededor y no vio nada que le diera una sola indicación de dónde procedía la luz o dónde podía haber una salida. Las paredes eran lisas, brillantes e inmaculadas, y estaban desnudas.

—¿Hola? —gritó.

Hablar le suponía un doloroso esfuerzo y su grito fue más bien un resuello.

—¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta. Se deslizó de la cama al suelo. Lo habían despojado de su armadura y sólo vestía una humilde túnica. ¿Quería eso decir que ya lo habían declarado culpable? Zahariel recorrió lentamente la estancia, la celda, e intentó hallar una salida o la manera de comunicarse con sus carceleros, pero no tuvo éxito. Comenzó a golpear las paredes con los puños, pero apenas distinguía diferencias en la calidad tonal que le indicaran la existencia de una puerta.

Finalmente, pegó su cara al frío muro frente al banco y, a lo largo, vio dos junturas que sugerían la existencia de una puerta, aunque no parecía que pudiera abrirse.

Ya no estaba en Caliban, eso era seguro. ¿Era ésta una de las naves con las que la I Legión viajaba por las estrellas? Los muros zumbaron con una lenta resonancia y pudo oír una especie de tamborileo distante que perfectamente podría haber sido el ritmo lento del poderoso corazón de la nave. A pesar de encontrarse en aquella situación, tenía que admitir que estaba algo emocionado por haber abandonado la superficie de su mundo natal.

Volvió a la cama, frustrado ante la incapacidad de comunicarse con el mundo exterior y de defender su inocencia. Había evitado que el traidor cometiese aquella atrocidad. ¿Acaso no se habían dado cuenta?

Y sin que hubiera nada que pudiera distraerlo de aquellos pensamientos, su imaginación le hizo plantearse todo tipo de oscuras posibilidades.

Quizá el Emperador estaba muerto y sus astartes habían desatado un terrible castigo sobre Caliban y habían arrasado sus ciudades y sus fortalezas con sus poderosas armas. Tal vez los caballeros de la Orden se encontrasen también allí, encarcelados en celdas como aquélla, sometidos a terribles torturas para que se confesasen culpables. Por muy absurda que pareciese la idea de ver a los astartes convertidos en torturadores, no podía dejar de pensar en hierros candentes, cuchillos y toda clase de terribles castigos que se pudiesen emplear.

Sin nada más que hacer, decidió volver a tumbarse en la cama, pero apenas había apoyado la cabeza sobre ella cuando sintió un suave soplo de aire. Dos astartes entraron a través de una extraña puerta. Ambos vestían simples armaduras negras. Lo sacaron de la cama sin ninguna ceremonia y lo arrastraron al exterior de la celda. Fuera, el hermano Israfael le esperaba junto a otro guerrero astartes de blanca armadura que llevaba un enorme guantelete en su brazo derecho. Lo arrastraron por el pasillo, construido con el mismo metal pulido que su celda, aunque sin la luz que lo había despertado.

—¡Por favor! —gritó—. ¿Qué estáis haciendo? ¿Adónde me lleváis?

—¡Cállate! —dijo uno de los astartes que lo arrastraban.

El joven reconoció la voz. Se trataba de Midris, el guerrero que lo había arrancado de aquel saboteador herido.

—Por favor, hermano bibliotecario Israfael, ¿qué está pasando?

—Por tu propio bien, será mejor que guardes silencio, Zahariel —respondió Israfael, mientras giraban una esquina y lo arrastraban hacia una entrada arqueada que conducía a una cámara oscura. Al atravesar el portal, Zahariel notó que la temperatura descendía. Percibió un hedor fétido y vio que su aliento producía un vaho en el aire ante él.

La única luz que había procedía del pasillo por el que acababan de llegar, pero en cuanto se cerró la puerta, incluso ésta desapareció y Zahariel quedó sumido en la oscuridad. Los guanteletes de las armaduras que lo sujetaban lo pusieron derecho y lo soltaron a ciegas en las tinieblas.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Por qué no me decís qué está pasando?

—Silencio —ordenó una voz que no reconocía.

El joven se sobresaltó al escuchar el sonido porque no veía nada, como si le hubiesen sacado los ojos de las cuencas. De pronto oyó unos pasos que se le acercaban, pero desconocía el número de personas que había en la cámara. Sabía que Israfael, Midris y el guerrero de la blanca armadura estaban presentes, así como los demás astartes que lo habían arrastrado, pero ¿había más gente en aquella oscuridad?

—Zahariel —dijo Israfael entre la negrura—. Ese es tu nombre, ¿verdad?

—¡Ya sabes que sí! Por favor, ¡dime qué ha pasado!

—Nada —dijo Israfael—. No ha pasado nada. El complot falló y el conspirador está siendo interrogado. Pronto descubriremos quiénes pretendían hacernos daño y nos encargaremos de ellos.

—Yo no tenía nada que ver con ello —se defendió Zahariel, envolviéndose con sus brazos, asustado—. Yo lo detuve.

—Esa es la única razón por la que no estás amarrado a una mesa de tortura para que te arranquemos tus secretos de la carne —dijo Midris bruscamente—. Cuéntanoslo todo y no te olvides de nada o lo pagarás muy caro. Empieza por cómo conocías el plan del hermano Ulient.

—¿El hermano Ulient? ¿Así es como se llama? No lo conocía.

—¿Entonces por qué lo perseguiste entre la multitud? —inquirió Midris.

—Vi su rostro entre la muchedumbre y… parecía, no sé, que no encajaba.

—¿Que no encajaba? —preguntó Israfael—. ¿Eso es todo? Un rostro entre un millar ¿y tú lo viste?

—Presentí que algo iba mal —explicó Zahariel—. Sabía que algo no iba bien entre la multitud y empezó a correr cuando me dirigí hacia él.

—¿Lo veis? —dijo Midris—. Miente. Deberíamos torturarlo para obtener una confesión coherente.

—¿Confesión? —gritó Zahariel—. ¡No! ¡Estoy intentando contaros lo que sucedió!

—¡Mientes! —escupió Midris—. Estabas metido en esto desde el principio, ¡admítelo! Conocías perfectamente las intenciones de Ulient y te entró el pánico. ¡Eres un traidor y un cobarde!

—¡Yo no soy un cobarde! —exclamó Zahariel.

—Pero no niegas que seas un traidor.

—¡Por supuesto que lo niego! —se defendió el joven—. ¡Estás tergiversando mis palabras!

—Las palabras de un traidor —siguió Midris—. ¿Por qué perdemos el tiempo con él?

—Porque tanto si es un traidor como si no, conocerá las identidades de los demás conspiradores —respondió Israfael—. De un modo u otro nos lo dirá.

—¡Por favor, hermano Israfael! —rogó Zahariel—. Sabes que no soy un traidor, ¡díselo!

Las voces continuaron rodeándolo en la oscuridad, disparándole en la oscuridad para herirlo con sus acusaciones. Zahariel sintió que su ira aumentaba con cada dardo que le lanzaban. Si pensaban matarlo por una traición imaginaria, no les daría la satisfacción de mostrarse hundido.

—Yo no he hecho nada malo —afirmó—. Soy un caballero de la Orden.

—¡Tú no eres nada! —rugió Midris—. No eres más que un mero mortal que ha osado confraternizar con los enemigos del Imperio. No hay castigo lo bastante cruel para los de tu calaña.

—Pero lo detuve, ¿no? —se defendió Zahariel—. ¿O es que eres demasiado estúpido como para verlo?

Una mano salió disparada en la oscuridad y le cogió la garganta. Aunque no podía verla, emitió un grito de dolor al sentir cómo el guantelete amenazaba con aplastar su ya dolorida tráquea.

—Te mataré si vuelves a hablar sin que nadie te lo haya pedido —amenazó Midris.

—Suéltalo, Midris —ordenó Israfael—. Veré su interior.

El astartes soltó a Zahariel en el suelo de metal de la sombría cámara, y éste, casi sin aliento, cayó desplomado. De repente sintió que otro guerrero se acercaba. Oyó las fuertes pisadas y se estremeció al notar que la temperatura a su alrededor descendía aún más.

—¿Hermano Israfael? —preguntó, temeroso.

—Sí, Zahariel, soy yo —respondió aquél.

Zahariel sintió que una mano desnuda se posaba sobre su cabeza, los enormes dedos le provocaron un hormigueo con un extraño movimiento interno. El joven se quedó boquiabierto al sentir que una corriente de poder le recorría el cuerpo como si lo hubiese atravesado una ola de adrenalina. Empezó a sentirse somnoliento y sumiso y trató de resistirse, pero su rebeldía contra aquel interrogatorio empezó a flaquear. Zahariel luchó por aferrarse a las sensaciones mientras notaba que una presencia desconocida examinaba los recuerdos en el interior de su mente. El joven sintió sabor a metal a pesar de tener la boca cerrada herméticamente de dolor. Su cráneo se llenó de luz mientras el poder de Israfael se abría camino a través de él. Zahariel gritó cuando los dedos blancos y abrasadores removieron en su cerebro e intentó alcanzar el poder que lo había ayudado a vencer a la bestia de Endriago.

—¡Sal de mi cabeza! —exclamó.

Y sintió cómo la presión en su interior se retiraba ante la fuerza de su demanda. Una infinidad de imágenes parpadeantes llenaron su mente, y de pronto sintió que una relumbrante red de luz plateada se formaba detrás de sus ojos, la silueta de los guerreros acorazados, con sus cuerpos iluminados del mismo modo que sucedió en su día con la bestia.

Zahariel volvió la cabeza y vio que la cámara era circular y casi tenía la misma estructura que la Cámara del Círculo de Caliban. Los bordes de las superficies poseían un halo de luz brillante a su alrededor, como un polvo reluciente arrastrado por vientos invisibles, y podía ver a los astartes tan claro como si un foco los estuviese iluminando.

—Os veo —dijo.

Podía ver cómo los guerreros se miraban entre ellos confundidos, mostrando claramente su inquietud ante su creciente poder. Las brillantes siluetas plateadas de los astartes se apagaron y, por un momento, Zahariel tuvo la sensación de que un inmenso poder presionaba en los bordes de su mente.

—Cuidado Zahariel —dijo una voz anónima y tranquilizadora.

Aquella voz alivió el dolor que le abrasaba cada una de sus terminaciones nerviosas.

—Eres lego en esta materia y no es bueno recurrir a este poder de un modo tan imprudente. Ni siquiera el más poderoso de nuestra especie conoce sus peligros.

Aunque oía las palabras perfectamente, Zahariel era consciente de que sólo existían para él; que Israfael, Midris y los demás no podían oírlas. Cómo llegaban hasta su cabeza era un misterio, pero sospechaba que formaba parte del poder desconocido que lo había ayudado a vencer a la bestia, un poder que el desconocido que hablaba también parecía poseer.

En cuanto la voz lo tranquilizó, todo desapareció, y Zahariel exhaló un suspiro de sorpresa cuando oyó a Israfael decir:

—Puedo encontrar lo que necesito saber en tu cabeza sin tu consentimiento, pero lo que quedará de ti después será menos de lo que eras, si es que queda algo. Por tu bien, deberías decimos todo lo que sabes por voluntad propia.

El astartes retiró sus dedos y Zahariel profirió un gemido ahogado mientras se derrumbaba sobre el suelo de metal.

—Está bien —dijo—. Os lo contaré todo.

Zahariel se levantó y se irguió con orgullo frente a sus acusadores, dispuesto a no mostrar ningún temor ante su interrogatorio. Se había enfrentado al León, a Luther y a lord Cypher en su ritual de iniciación a la Orden y afrontaría esto con la misma determinación.

La luz plateada que lo perfilaba todo empezó a desvanecerse y contó su historia en la oscuridad.

Les habló del encuentro clandestino de los conspiradores en la cámara bajo la gran sala de reuniones de Aldurukh, aunque Zahariel excluyó el papel que tuvo su primo en todo aquello, consciente de que cualquier mención a su nombre haría que los astartes lo condenasen. El único error que Nemiel había cometido había sido pecar de ingenuo, igual que él, y esperaba que estos guerreros también lo vieran así.

Mejor ser tachado de joven y estúpido que de traidor.

Les habló de los cuatro conspiradores encapuchados y de cómo reconoció a aquel hombre entre la multitud después de haber visto por un momento sus rasgos bajo la capucha aquella noche. Zahariel les explicó la sensación de angustia y de que algo terrible iba a suceder que sintió mientras acompañaba al León a recibir al Emperador como parte de su guardia de honor.

Esta vez nadie cuestionó cómo había reconocido al hermano Ulient, pero el joven podía sentir el interés que seguía sintiendo el hermano Israfael por el extraño poder que había hecho que advirtiese la presencia y las intenciones del traidor entre el gentío. Le hicieron una infinidad de preguntas sobre su historia y cada vez les contaba la misma versión de los hechos. Podía sentir la presencia del hermano Israfael acechando en la parte trasera de su cabeza, filtrando con su tacto mental todo lo que decía en busca de alguna mentira o alguna contradicción. Si el astartes había advertido su imprecisión sobre cómo había llegado hasta la estancia bajo la Cámara del Círculo no dio muestras de ello, y, de pronto, Zahariel tuvo la sensación de que Israfael no quería ahondar demasiado en esa parte de la historia.

Zahariel intuyó que el hermano bibliotecario quería que fuese exonerado para convertirlo en uno de ellos, para poder enseñarle a usar sus poderes. Aquel pensamiento le infundió confianza y narró su historia con seguridad. Una vez más, concluyó el relato narrando su enfrentamiento con el hermano Ulient y sintió cómo la hostilidad que había sentido unos momentos antes en la oscura cámara, y que le había resultado aterradora por su intensidad, disminuía y daba paso a una creciente sensación de admiración.

Por fin, el tacto mental de Israfael cesó, y Zahariel sintió cómo una presión de la que no había sido consciente hasta entonces abandonaba su cráneo. De pronto surgió una luz, y esta vez tenía un origen externo. Unos globos luminosos adosados a las paredes de la cámara empezaron a brillar. Zahariel se protegía los ojos de la creciente claridad cuando vio a sus interrogadores de pie frente a él.

—Tienes mucho valor, muchacho —dijo Midris, esta vez sin ningún sentimiento de cólera—. Si lo que cuentas es cierto, estamos en gran deuda contigo.

—Es cierto —respondió Zahariel, intentando sonar cortés pero sin poder evitar un leve tono de resentimiento por el trato recibido de manos del guerrero—. Preguntadle al hermano Israfael.

Éste se echó a reír y Zahariel sintió un gran alivio al escuchar las palabras del bibliotecario.

—Es verdad, Midris. No advertí la mentira en sus palabras.

—¿Estás seguro?

—¿Me he equivocado alguna vez?

—No, pero siempre hay una primera.

—No se equivoca —dijo una voz detrás de Zahariel.

Se volvió hacia la entrada y vio la silueta de una alta y resplandeciente figura ataviada con una poderosa armadura. Su voz era la misma que había oído en su cabeza antes de empezar a narrar su historia. Su tono era dulce y profundo como el mar. Zahariel intentó ver más allá del resplandor que lo envolvía, pero sus ojos aún se estaban adaptando al paso de la total oscuridad a la luz, y podía distinguir poco más que un halo dorado tras el guerrero acorazado.

Los astartes se arrodillaron a su alrededor e inclinaron la cabeza ante su magnificencia. Por mucho que el joven se esforzaba por ver los rasgos del recién llegado, sabía que era inútil intentarlo.

—No os arrodilléis —dijo la figura, que parecía transportar la luz con él mientras penetraba en la cámara circular—. Levantaos.

Los astartes se pusieron de pie, pero Zahariel permaneció anclado en su sitio, con la mirada fija en el suelo. La luz se extendió como un río de agua dorada que emanaba del guerrero.

—Parece que estoy en deuda contigo, joven Zahariel —dijo la figura dorada—. Te doy las gracias. Pronto olvidarás todo esto, pero mientras conserves tus recuerdos, quería agradecerte lo que hiciste.

Zahariel intentó contestar, pero su boca estaba sellada y su lengua permaneció inerte en su paladar. Ningún poder en toda la galaxia podría haberlo obligado a mirar a aquel guerrero a la cara. Con la misma certeza que lo había invadido al mirar bajo la capucha del Vigilante en la Oscuridad, Zahariel sabía que si lo miraba acabaría volviéndose loco. Una vez más intentó crear unas palabras, pero cada vez que las formaba en su mente volaban como hojas en un huracán. Zahariel no podía hablar, pero sabía que la extraordinaria figura leía sus pensamientos como si fueran los suyos propios. Sintió la presencia del guerrero como si un gran peso le presionase la mente, una fuerza y un poder tan inmensos que si no le arrebataban la existencia era únicamente porque estaban controlados por una voluntad más fuerte que la roca de Caliban.

El poder que había sentido aumentar en su propia mente y el que había percibido en la mente de Israfael eran como velas en una tormenta en comparación con la capacidad de este guerrero. Zahariel sintió como si se estuviese asfixiando bajo una manta envolvente, pero era una sensación agradable.

—Tiene algo de poder —dijo el guerrero.

Zahariel sintió que su espíritu renacía ante aquella observación, aunque temía el alcance de sus últimas palabras.

—Así es, mi señor —confirmó Israfael—. Es un excelente candidato para el librarius.

—Indudablemente —coincidió el guerrero—. Ocúpate de él, pero antes asegúrate de que no recuerde nada de esto. No debe haber sospecha alguna de discrepancia dentro de la legión. Debemos permanecer unidos o estamos perdidos.

—Así se hará, mi señor —aseguró Israfael.

Aunque el León se encontraba a más de medio kilómetro de distancia, Zahariel sentía que podía llegar hasta él y tocarlo. Los miembros superiores de la Orden ocuparon el gran podio donde el Emperador había permanecido la semana anterior. Miles de caballeros ocupaban la plaza de armas, orgullosos y resplandecientes con sus armaduras bruñidas en posición de firmes.

El día había amanecido claro y prometedor. El cielo estaba despejado y azul, y el sol proyectaba sus rayos dorados sobre la superficie del planeta. Se gritaron nombres, se otorgaron turnos, y unos expertos encapuchados vestidos de rojo confirmaron identidades con unos equipos de comprobación de códigos genéticos.

Todos los invitados a participar en aquella gran reunión habían sido seleccionados individualmente, escogidos de entre los mejores de la mejor casta de guerreros de Caliban.

Zahariel se codeaba con caballeros de cuyo coraje no cabía ninguna duda, hombres cuya entereza, resistencia y fortaleza eran la envidia de aquellos que habían fracasado en las pruebas de los astartes. No había en todo el planeta guerreros más temibles o con más potencial que aquellos allí reunidos, y Zahariel sentía un orgullo justificado por sus logros.

Los acontecimientos desde el gran discurso del Emperador estaban algo borrosos en su mente. Por mucho que lo intentase, Zahariel recordaba muy poco de aquel momento. Tenía una fugaz visión de un guerrero con armadura dorada, recordaba vagamente unas palabras que conmovieron su corazón, y una sensación de ser parte de algo como nunca antes la había sentido.

Desde aquel día sabía en su interior que algo importante estaba a punto de suceder. Y cuando Luther corrió la voz de que los astartes habían hecho ya la selección final para pasar a los entrenamientos avanzados y para unirse genéticamente a sus filas, Aldurukh casi estalla con la emoción de los jóvenes que corrían para comprobar si habían sido elegidos.

Zahariel tenía el corazón en un puño mientras examinaba las listas colgadas alrededor de la fortaleza monasterio, aunque una persistente idea en su cabeza le aseguraba que no tenía nada de lo que preocuparse. Por supuesto, su nombre estaba en la lista, al igual que los de Nemiel, Attias y Eliath. Buscó con insistencia a su primo, pero le costó casi dos días encontrarlo.

Nemiel no estaba demasiado emocionado y Zahariel no entendía la reticencia de su primo ante las buenas nuevas de su elección. Una vez más, su rivalidad fraternal los había llevado a conseguir grandes logros. Conforme avanzaba el día, Nemiel se fue relajando, pero Zahariel no veía motivo alguno que pudiera haber hecho que se mostrase tan tenso.

Lo achacó al nerviosismo por la selección de los astartes y se olvidó del asunto, ya que pronto otras cuestiones más importantes ocuparían el lugar de su preocupación por el comportamiento de su primo.

Se había anunciado que los escogidos por los astartes debían reunirse en la gran plaza de armas delante de Aldurukh para escuchar el discurso del León acerca de su destino como guerreros del Emperador. Sólo los elegidos podían asistir, y una oleada de frenético entusiasmo recorrió la fortaleza en el tiempo que se tardó en expresar lo que el Gran Maestre de la Orden tenía que decirles.

Zahariel y Nemiel se dirigieron hacia la plaza de armas junto a todos los que habían pasado las pruebas. El orgulloso porte marcial de los que los rodeaban emanaba una fraternidad que jamás había sentido formando parte de la Orden. Aunque miles de personas llenaban la plaza, Zahariel sabía que aquello representaba la élite de toda orden de caballería de Caliban. Cientos de miles de caballeros se habían sometido a las pruebas, pero sólo aquellos pocos miles habían alcanzado el riguroso nivel que los astartes exigían.

La tensión de aquellos caballeros ante la llegada del León era casi insoportable. La mayoría eran más jóvenes que Zahariel. Nemiel y él eran de los mayores, y no podía evitar preguntarse qué era lo que hacía que la transformación para convertirse en un astartes exigiese que sus miembros tuviesen una edad tan temprana.

Entonces, el León y Luther, ataviados con las túnicas ceremoniales color hueso de la Orden, hicieron su aparición, flanqueados por lord Cypher y por un concilio de astartes de negra armadura que también lucían túnicas.

Ver a estos grandes guerreros adoptar las costumbres de la Orden resultaba muy gratificante, y Zahariel se volvió hacia su primo y lo abrazó en un espontáneo gesto de afecto fraternal. Todas las rencillas y celos que había habido entre ellos resultaban absurdos de cara a aquella nueva hermandad a la que estaban a punto de unirse.

Incluso al lado de los astartes, el León resultaba enorme. Era mucho más alto que los guerreros con sus armaduras y hacía que todo el mundo pareciese pequeño ante su presencia. Se había dispuesto un inmenso sistema de amplificación para que las palabras del León llegasen a todos los rincones de la plaza de armas, pero el Gran Maestre no necesitaba tales artilugios, pues su voz sintonizaba con los corazones y las mentes de todos los guerreros congregados ante él.

—Hermanos —comenzó, obligado a hacer una pausa ante la aclamación que amenazaba con ahogar sus palabras—. Caliban está a punto de comenzar una nueva era. Donde antaño, sobre nuestra pequeña roca, creímos que nuestro mundo se extendía únicamente hasta donde alcanza el horizonte, sabemos ahora que va mucho más allá de tan insignificante visión. La galaxia se abre ante nosotros. Es un lugar oscuro y prohibido, pero somos guerreros del Emperador y es nuestro deber alumbrar con su luz la oscuridad y reclamar nuestro derecho natural. Hace lo que ahora parece una eternidad, declaré una gran cruzada para librar de las bestias a las selvas de Caliban, y fue un digno propósito. Ahora veo que sólo estaba emulando el sueño de un hombre más magnánimo que yo, el de mi padre, ¡el Emperador!

Una rugiente ovación volvió a ahogar las palabras del León, pues a pesar de que por todo Caliban se había rumoreado que el Emperador era su padre, aquélla era la primera vez que el Gran Maestre lo expresaba en público.

El’Jonson alzó las manos para acallar la creciente emoción y continuó:

—Ahora formamos parte de algo más grande, formamos parte de una fraternidad que no sólo comprende nuestro planeta, sino a toda la especie humana esparcida a través de la galaxia. La cruzada del Emperador apenas acaba de comenzar y aún quedan cientos, miles de mundos por ser liberados y traídos de vuelta a la tutela del Imperio.

»Habéis sido elegidos para formar parte de la mejor orden de guerreros que haya conocido jamás la galaxia. Seréis más fuertes, más rápidos y más certeros que nunca. Libraréis una infinidad de batallas y acabaréis con los enemigos de la humanidad en mundos muy alejados de nuestro amado Caliban. Pero lo haremos de buen grado, porque somos hombres de honor y de valor, y sabemos lo que significa tener un deber que supera a nuestros intereses personales. Todos vosotros habéis sido caballeros, guerreros y héroes, pero ahora sois mucho más que eso. De hoy en adelante seréis guerreros de la legión. Todo lo demás es secundario. La legión es lo único que importa.

Zahariel agarró la empuñadura impelido por la fuerza de la oratoria del León. Apenas podía contener su euforia ante la idea de extender la guerra del Emperador más allá de los confines de la galaxia y de formar parte de aquella fraternidad que estaba a punto de embarcarse en la noble misión de liberar el derecho natural de la humanidad.

—Somos la I Legión —dijo el León—. Tenemos el honor de ser los Hijos del León, y no partiremos hacia la guerra sin un nombre que infunda el terror en los corazones de nuestros enemigos. Del mismo modo que nuestras leyendas hablan de cómo los grandes héroes acabaron con los monstruos del lejano pasado, debemos partir hacia el gran vacío y acabar con los enemigos del Imperio, luchando en nombre del Emperador.

»¡Seremos los Ángeles Oscuros!