DIECISÉIS

DIECISÉIS

Los días que siguieron fueron de los más tumultuosos de la historia de Caliban, pues se dieron muchos cambios en la superficie y en sus gentes en un espacio de tiempo extraordinariamente corto. Junto a los guerreros astartes llegaron toda clase de hombres y mujeres de Terra y de otros mundos con nombres exóticos.

Muchos de ellos no formaban parte del ejército. Eran civiles, administradores, escribanos, notarios y relatores. Se extendieron por todo lo largo y ancho del planeta sin una ruta de exploración específica aparente y cantaban las alabanzas de Terra y de la nobleza de la gloriosa misión del Emperador. Junto a las chimeneas de las recién construidas ciudades, narraban versiones de la leyenda que el hermano bibliotecario Israfael había compartido con Zahariel.

La gloria del Imperio y del Emperador se convirtió en la historia más contada de Caliban y sustituyó a otros mitos y cuentos más antiguos en el tiempo.

También llegaron al planeta unas figuras encapuchadas de carne y metal conocidas como los adeptos del Mechanicus. Estas misteriosas figuras custodiaban la tecnología del Imperio y llevaban a cabo frecuentes inspecciones del planeta desde estruendosas máquinas voladoras.

Aquellos días se aprendieron muchas cosas más allá de las historias desconocidas para las gentes de Caliban durante los miles de años que habían permanecido separados de Terra. La tecnología y los avances de la ciencia, tanto tiempo ausentes en el planeta, se compartieron libremente, y sus habitantes los recibieron con un ardor que nunca antes se había visto en aquel mundo sombrío y mortal.

Libres de la tiranía de las bestias, los habitantes de Caliban pudieron centrar su atención en mejorar su sociedad, utilizando la tecnología del Imperio para despejar grandes extensiones de tierra para la agricultura, para abrir minas en las montañas con la intención de producir metales más resistentes y para construir plantas de producción más eficientes, lo que los trasladaría de la era de tinieblas en la que habían estado viviendo a una era de progresos, una era de iluminación.

Pero gran parte de los recién llegados eran militares, y ahí es donde empezarían a surgir las primeras tensiones.

El pueblo de Caliban había recibido a los astartes como la encarnación definitiva de las órdenes de caballería que ya dominaban sus vidas, y los caballeros los veían como figuras de leyenda que seguir. Aunque en un principio los caballeros habían celebrado el hecho de que la estructura organizativa de los astartes se asemejaba mucho a la de sus órdenes de caballería, pronto descubrieron que entre ellos había más discrepancias que similitudes. Mientras que las órdenes de caballería se deleitaban en sus diferencias y solían recurrir al combate para resolver sus contiendas, a las legiones las unía su determinación y su brío. Tal discusión era intolerable, y a instancia de Lion y de los astartes, las distintas órdenes de caballería se disolvieron y pasaron a estar bajo el control de la I Legión.

Por supuesto, un cambio tan drástico no sucedió de la noche a la mañana y no podía tener lugar sin que se alzasen voces en contra, pero cuando el León se pronunció a favor de la unión de caballerías y habló sobre la gloria que obtendrían al ponerse al servicio del Emperador, la mayoría de aquellas voces enmudecieron. La mayoría, pero no todas. Surgieron más protestas cuando miembros de los otros brazos militares del Imperio descendieron a la superficie de Caliban, los soldados del Ejército Imperial. Los astartes ya habían identificado a los posibles candidatos para ser elegidos para formar parte de tan augusto cuerpo. No obstante, la inmensa mayoría de la población también podría servir al Emperador en su ejército.

Antiguamente el servicio militar había estado abierto únicamente a la nobleza del planeta hasta el comienzo de la Orden, pero los encargados imperiales del reclutamiento se extendieron por toda la población y ofrecieron al pueblo salir de Caliban y luchar en las filas del Emperador en una infinidad de mundos distintos. Les ofrecieron la oportunidad de viajar, de ver planetas nuevos y de formar parte de la historia. Decenas de miles de personas acudieron en tropel para unirse al Ejército Imperial, y los caballeros de Caliban refunfuñaron, pues consideraban que el hecho de que los campesinos participasen en la batalla empañaba la nobleza del combate. La guerra era una noble empresa, una lucha entre hombres de la misma categoría, y si se permitía que los hombres de humilde cuna participasen en ella, ¿qué clase de horrores se representarían en semejante batalla de masas?

Cuando todos los puestos estuvieron cubiertos, se levantaron miles de campamentos por todo el planeta donde los maestros de disciplina y los sargentos de instrucción comenzaron a instruir a la población adulta de Caliban en las técnicas de guerra del Imperio.

En un espacio de tiempo inimaginablemente corto, la superficie de Caliban pasó de ser un mundo de vastas selvas y castillos a un planeta de industria marcial que resonaba con el martilleo de las fábricas y los pasos de las botas mientras sus habitantes se equipaban para la guerra.

Era una época de grandes maravillas y esperanza, un tiempo de cambio, pero todo cambio conlleva consecuencias.

Zahariel y Nemiel recorrieron los muros de Aldurukh con largas zancadas y los hombros rectos. Ambos caminaban con la cabeza erguida, con un porte más orgulloso que el día anterior. Sus armaduras estaban recién lustradas, las oscuras placas brillaban y relucían. También habían limpiado y bruñido sus armas como si sus vidas dependieran de ello. Su atuendo, desde las botas de piel hasta las blancas túnicas que cubrían la armadura, estaba minuciosamente dispuesto, y ambos ofrecían una digna estampa mientras llevaban a cabo su circuito alrededor de los muros.

—Menudos tiempos, ¿eh? —dijo Nemiel, observando cómo una tropa de soldados recién investidos marchaba por la amplia planicie que habían creado los tractores de los Mechanicus para la llegada del Emperador.

Innumerables grupos entrenaban, marchaban o practicaban asaltos bajo el resplandor del sol del mediodía, y muchos otros se preparaban entre los muros de la fortaleza, algo impensable unos meses atrás.

Zahariel asintió.

—¿No decías que esto sería una maldición?

—Claro, ¿cómo, si no, definirías tú estos días?

—Extraordinarios —respondió Zahariel—, emocionantes, de euforia.

—Ya, eso no lo niego, primo —reconoció Nemiel—, pero ¿no te inquieta lo rápido que está sucediendo todo?

—No —contestó Zahariel. Y, señalando la expansión de tierra despejada ante la fortaleza, dijo—: Mira todo lo que está pasando. Nos hemos reunido con Terra, es algo que hemos soñado desde… bueno, no sé exactamente cuánto tiempo, pero desde que se están contando historias sobre ella. ¿Por fin sucede lo que siempre hemos deseado y tú lo cuestionas?

—No lo cuestiono —se explicó Nemiel, con las manos en alto—. Sólo estoy… no sé… expresando cautela. Creo que es bastante sensato, ¿no?

—Supongo que sí —reconoció Zahariel, cruzándose de brazos y asomándose sobre los elevados parapetos. En el lejano horizonte se distinguían unas enormes columnas de humo. El joven sabía que se estaban despejando grandes extensiones de terreno para construir inmensos complejos fabriles y alojamientos para los trabajadores.

Unos días antes había cabalgado hasta uno de aquellos complejos y se había quedado atónito ante la magnitud de la transformación que habían llevado a cabo los adeptos del Mechanicus: grandes perforaciones a los lados de las montañas y miles de acres de selva arrasadas para abrirle paso a la construcción.

Le gustase o no, la superficie de Caliban nunca volvería a ser la misma.

—Sí —dijo Zahariel—, va todo muy de prisa, en efecto, pero es por una buena causa. Como parte del Imperio que somos, tenemos el deber de compartir con la Gran Cruzada todo lo que nuestro mundo tenga que ofrecer.

—Por supuesto —convino Nemiel, apoyándose también en la piedra—, pero es una lástima que tenga que suceder así, ¿no te parece?

Zahariel asintió mientras su primo señalaba las cuadradas edificaciones que salpicaban los alrededores de la fortaleza: barracones, armerías, refectorios y aparcamientos. Allí se estacionaban espantosas cajas grises sobre orugas que los imperiales llamaban chimeras. Eran ruidosas e incómodas, y transformaban el suelo que pisaban en barro. No tenían nada de nobles, e incluso su nombre le producía a Zahariel una gran inquietud tras haber temido durante tanto tiempo a las bestias de las oscuras selvas de Caliban.

—Y no me digas que te gusta la idea de compartir Aldurukh con todos esos campesinos. El nuevo lord Cypher casi se muere de risa con la idea.

—Admito que es extraño, pero estoy convencido de que es para bien. ¿Qué pasa? ¿No te alegras de que los astartes nos hayan seleccionado para las últimas pruebas?

Nemiel sonrió, y la característica arrogancia de su primo volvió a emerger.

—Por cierto, ¿no te dije que era seguro que pasábamos?

—Sí, lo hiciste, primo —sonrió Zahariel—. Una vez más, tenías razón.

—Es lo habitual —se regocijó Nemiel.

—No te acostumbres —le advirtió Zahariel—. Tengo la sensación de que cuanto más sepamos sobre el Imperio, más nos equivocaremos en nuestras previsiones.

—¿Por qué?

—El otro día, le dije al hermano Israfael que el Emperador era como una especie de dios y casi le da un ataque.

—¿En serio?

—Sí —asintió Zahariel—. Me agarró los hombros con las manos y me dijo que no volviese a decir algo así nunca más. Me contó que parte de su misión es poner fin a todas esas sandeces místicas de dioses, demonios y demás.

—¿No creen en nada de eso?

—No —respondió Zahariel con rotundidad—, en absoluto, y no les gustan los que sí creen.

—Eso suena un poco intolerante.

—Supongo —admitió Zahariel—, pero ¿y si tienen razón?

Nemiel se apartó del muro.

—Puede que la tengan y puede que no —dijo—, pero opino que todo el mundo debería ser un poco más abierto en lo que a lo desconocido se refiere.

—¿Desde cuándo eres tan cauto? —preguntó Zahariel—. Normalmente eres el primero que se lanza sin mirar.

Nemiel se echó a reír.

—Es verdad, debo de estar volviéndome sensato con la edad.

—Tienes quince años, como yo.

—Entonces supongo que últimamente he estado escuchando más.

Zahariel frunció el ceño.

—¿Escuchando a quién?

—A la gente de la Orden —respondió—. A los superiores.

—¿Y qué decían esos superiores? —preguntó Zahariel.

—Será mejor que lo oigas tú mismo —contestó Nemiel.

La seriedad de su mirada sorprendió a Zahariel, quien siempre había visto a su primo desenfadado.

—¿A qué te refieres?

—Esta noche hay una reunión —explicó Nemiel—, un encuentro al que deberías asistir.

—¿Dónde?

—Reúnete conmigo en la Puerta del Claustro de la Cámara del Círculo cuando suenen las últimas campanadas y te lo mostraré.

—Cuánto secretismo —se extrañó Zahariel—. Nos meteremos en un lío.

—Prométeme que vendrás.

Zahariel tardó en contestar, pero la mirada de su primo decidió por él.

—Está bien, iré —respondió.

—Perfecto —suspiró Nemiel, claramente aliviado—. No te arrepentirás.

El eco de la última campanada aún no se había apagado cuando Zahariel llegó ante la Puerta del Claustro. La mecha de las lámparas estaba apagada, y los senescales que recorrían los pasillos se habían retirado. Sin saber por qué, el joven había evitado que lo viera nadie, pues entendía, sin necesidad de que Nemiel se lo hubiese dicho, que era fundamental mantener aquello en secreto.

No podía negar que sentía una emoción ilícita ante la idea de aquel encuentro clandestino, una sensación de rebelión que atraía a su joven espíritu. La Puerta del Claustro estaba cerrada, y Zahariel miró a ambos lados para asegurarse de que nadie le observaba antes de colarse en el pasillo y pegarse contra la cálida puerta de madera. Comprobó el picaporte y lo encontró abierto, cosa que no le sorprendió demasiado. Con suavidad, presionó hacia abajo el hierro negro y empujó la puerta con la espalda para abrirla. Ésta chirrió; Zahariel, estremecido, se deslizó a través de ella en cuanto el hueco fue lo suficientemente grande y la cerró. Zahariel se apoyó contra la madera y se volvió hacia el centro de la sala.

La Cámara del Círculo apenas estaba iluminada. Sólo unas cuantas velas se consumían sobre los candelabros de hierro que rodeaban la elevada circunferencia del pedestal. El cristal de las altas vidrieras de colores relucía con el parpadeo de las llamas, y los héroes representados en ellas parecían observarlo con mirada acusadora por su incursión. Se disculpó para sus adentros y se aventuró hacia el interior de la cámara, mirando a izquierda y derecha en busca de Nemiel. Las sombras envolvían la estancia en un manto de oscuridad. La intermitente luz de las velas no lograba llegar más allá de las primeras filas de bancos de piedra.

—¿Nemiel? —susurró.

El joven se quedó paralizado al escuchar como la acústica de la cámara transportaba su voz por todos los rincones.

Volvió a llamar a su primo, pero seguía sin recibir respuesta a través de la oscuridad. Zahariel sacudió la cabeza al pensar en lo estúpido que había sido al acceder a este encuentro. Fuera lo que fuera a lo que estaba jugando Nemiel, tendría que hacerlo sin él. Se apartó de los bancos de piedra y empezó a dirigirse hacia la salida cuando de repente vio a su primo de pie en el centro del elevado pedestal.

—Ahí estás —dijo Nemiel, con una sonrisa en sus labios.

Estaba de pie con la capucha de la túnica puesta. Sus rasgos se ocultaban bajo una corona de sombras. De no ser por su voz y por su postura, habría sido imposible adivinar quién había hablado. Nemiel llevaba un farol que proyectaba una luz cálida sobre el nivel inferior de la cámara.

Zahariel disimuló su enfado ante todo aquel teatro y dijo:

—Bien, aquí me tienes. ¿Qué era lo que querías mostrarme?

Nemiel lo invitó a subir al pedestal del centro de la Cámara del Círculo. Zahariel se mordió el labio inferior. Subir allí significaba participar en cualquiera que fuese el plan que había urdido su primo, y sintió que podría no haber vuelta atrás si cruzaba aquel umbral.

—Vamos —lo apremió Nemiel—. No les hagas esperar.

Zahariel asintió y subió los desgastados peldaños que llevaban al pedestal al que sólo los amos de la Orden tenían permitido el acceso. De repente sintió una extraña exaltación mientras trepaba y ponía el primer pie en el suave mármol. Una vez junto a su primo entendió por qué no lo había visto al entrar en la Cámara del Círculo.

Nemiel estaba junto a una escalera de piedra que bajaba en espiral desde el centro de la estancia. Su primo debía de haber subido desde alguna cámara inferior a aquélla, aunque Zahariel no sabía de la existencia de aquellas escaleras ni que allí hubiese una sala secreta.

—Ponte la capucha —le ordenó Nemiel.

Zahariel obedeció a su primo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Bajo la Cámara del Círculo —respondió Nemiel—, al Círculo Interior.

El interior de la escalera estaba oscuro, sólo la parpadeante luz del farol de Nemiel iluminaba su descenso hacia las profundidades. Nemiel iba delante y Zahariel lo seguía. Su temor aumentaba con cada peldaño que bajaban.

—Dime adónde vamos —insistió.

—Pronto lo verás —respondió Nemiel, sin darse la vuelta—. Casi hemos llegado.

—¿Adónde?

—Ten paciencia, primo.

Zahariel maldijo las imprecisas respuestas de su primo.

Consciente de que no conseguiría sacarle ningún tipo de información, siguió su consejo mientras continuaban y contó más de mil peldaños antes de llegar al final. La escalera dio paso a una estancia con paredes de ladrillo de techo bajo y abovedado cuya finalidad era meramente ornamental. Como la cámara superior, tenía forma circular y la escalera atravesaba el centro de la bóveda. Cuatro lámparas de aceite pendían del techo en cada uno de los puntos cardinales, y debajo de cada una de ellas había una figura encapuchada que vestía una túnica blanca.

Permanecían inmóviles, con el rostro oculto bajo la sombra de sus capuchas y los brazos cruzados sobre el pecho. Zahariel vio que todos poseían una daga ceremonial idéntica a la que se utilizaba en las ceremonias de iniciación de la Orden. Sus túnicas no mostraban ninguna insignia.

Zahariel miró a su primo, esperando que le explicase qué estaba sucediendo.

—¿Es éste tu primo? —preguntó una de las figuras.

—Así es —confirmó Nemiel—. He hablado con él y creo que comparte nuestras… preocupaciones.

—Bien —dijo otro de los encapuchados—. Si no es así, esto traerá consecuencias.

Zahariel sintió cómo le invadía la ira.

—No he venido aquí para recibir amenazas —dijo.

—No me refería a ti, muchacho.

Zahariel se encogió de hombros.

—¿Dónde estoy? ¿Qué es todo esto? —preguntó.

—Esto —respondió el primer hombre— es una reunión del Círculo Interior. Estamos aquí para hablar del futuro de nuestro mundo. Nemiel nos ha comentado que cuentas con el favor especial del León, y, si eso es cierto, podrías ser un aliado muy importante para nosotros.

—¿Favor especial? —exclamó Zahariel—. Hemos hablado algunas veces, pero no tenemos ninguna relación estrecha, no como la que mantienen él y Luther.

—Pero ambos cabalgasteis con él antes de que los ángeles llegaran —dijo una tercera figura—. Y marcharéis junto a él como miembros de su guardia de honor cuando llegue el Emperador.

—¿Qué? —exclamó Zahariel, sorprendido.

Aun no sabía nada de aquello.

—Lo anunciarán mañana —explicó el primer encapuchado—. ¿Entiendes ahora por qué le pedimos a tu primo que te trajera hasta aquí?

—La verdad es que no —confesó Zahariel—. Pero decid lo que tengáis que decir y os escucharé.

—Con que nos escuches será suficiente. Antes de continuar, debemos asegurarnos de que todos estamos de acuerdo con las medidas que se van a tomar. Una vez comprometidos no podremos echarnos atrás.

—¿Echarnos atrás para qué? —inquirió Zahariel.

—¡Para impedir al Imperio que nos arrebate Caliban! —intervino el tercer hombre.

Zahariel vislumbró a duras penas un rostro de facciones duras y un mentón prominente bajo la capucha.

—¿Que nos arrebaten Caliban? —preguntó Zahariel—. No entiendo nada.

—Tenemos que detenerlos —dijo el segundo—. Si no lo hacemos, nos destruirán. Harán desaparecer todos nuestros sueños, nuestras tradiciones y nuestra cultura, y lo reemplazarán con mentiras.

—No somos los únicos que ven lo que está pasando —explicó la tercera figura—. ¿Sabías que hoy he tenido que reprender a uno de los centinelas por haber descuidado sus deberes y se me ha insolentado? Nunca había sucedido nada igual. Me dijo que ya no necesitábamos custodiar los muros porque el Imperio iba a venir a protegernos.

—Y lo mismo sucedió en mi orden antes de que la disolvieran —gruñó la segunda voz.

Zahariel comprendió entonces que aquellos hombres pertenecían a diferentes hermandades, y no sólo a la Orden.

—Los suplicantes no escuchaban a los maestros, estaban impacientes por participar en las pruebas de los astartes. Es como si todo el mundo se hubiese vuelto loco y hubiese olvidado nuestro pasado.

—Pero nos están mostrando el futuro —protestó Zahariel.

—Lo que sólo prueba la inteligencia de nuestro enemigo —replicó el primer hombre—. Imagina lo que habría pasado si hubiesen sido sinceros sobre sus intenciones y hubiesen dejado claro desde el principio que pretendían invadirnos. Todo Caliban se habría alzado en armas. En cambio, fueron mucho más sutiles y dijeron que venían a ayudarnos. Dicen que son nuestros hermanos perdidos, y nosotros los recibimos con los brazos abiertos. Es una astuta estratagema. Para cuando la mayoría de nuestra gente se dé cuenta de lo que ha estado sucediendo en realidad, será demasiado tarde para cambiar las cosas. La bota del opresor ya estará aplastando nuestra garganta y nosotros lo habremos ayudado a ponerla ahí.

—Es cierto, pero recordad que eso también pone de manifiesto su debilidad —intervino el tercer hombre—. Tenedlo presente. Si estuvieran tan seguros de sí mismos no necesitarían de esta artimaña para conquistarnos. No, nuestro enemigo no es tan poderoso como quieren hacernos creer. Al infierno con sus máquinas voladoras y su I Legión. Nosotros somos los caballeros de Caliban. Nosotros acabamos con las grandes bestias. Y podremos echar a estos intrusos de aquí.

Zahariel no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Acaso no habían oído hablar estos caballeros sobre la Gran Cruzada del Emperador? Conociendo la gloria y el honor que podían lograr, ¿quién no iba a querer unirse a ellos?

—¡Esto es una locura! —exclamó Zahariel—. ¿Cómo se os ocurre siquiera pensar en enfrentaros al Imperio? Sus armas son infinitamente superiores y derribarían los muros de las fortalezas monasterio en un día.

—¡Entonces nos retiraremos a las selvas! —rugió la tercera figura—. Desde allí podremos lanzar ataques relámpago y volver a desaparecer en el bosque antes de que el enemigo pueda contraatacar. Recordad las palabras del Verbatim: «El guerrero debe escoger el suelo en el que luchará con la intención de beneficiar a sus propios esfuerzos y desestabilizar los de su enemigo».

—Todos conocemos el Verbatim —dijo el primer hombre—. Lo que estaba intentando decir es que solos no podemos ganar esta batalla. Necesitamos poner a todo Caliban en contra del invasor. Sólo así podemos esperar ganar esta guerra.

—Necesitamos provocar una situación para que la gente vea la verdadera cara de nuestro enemigo —opinó el segundo—. Tenemos que lograr que vean la maldad que esconden más allá de sus falsas sonrisas y sus comedidas palabras.

—Eso es justo lo que yo pensaba —coincidió el primero—. Y debemos actuar rápido, antes de que nuestro enemigo llegue a controlar aún más nuestro mundo. Estoy convencido de que tarde o temprano acabarán mostrando su verdadera naturaleza al pueblo de Caliban. Pero el tiempo no está de nuestro lado. Necesitamos acelerar las cosas.

—Pero ¿qué demonios estás sugiriendo? —exigió saber Zahariel.

—Digo que ayudaría en gran medida a nuestra causa que el enemigo cometiese un acto tan terrible que volviese a todas las almas sensatas de Caliban contra ellos.

—Pues estaréis esperando mucho tiempo —dijo bruscamente el joven—. El Imperio jamás haría algo así. Estáis malgastando vuestro aliento y mi tiempo con esta charla.

—No me has entendido, muchacho —aclaró el hombre—. Digo que deberíamos hacer algo en su nombre y asegurarnos de que los culpan por ello.

Se hizo el silencio mientras el resto digería sus palabras.

—¿Quieres cometer una atrocidad y hacer responsable al Imperio? —dijo Zahariel—. Nemiel, ¡no puedo creer que apoyes esto!

—No tenemos elección —respondió Nemiel.

Pero Zahariel advirtió la duda en su primo tras haber escuchado las palabras que se habían pronunciado en aquel cónclave y percibió que estaba tan sobrecogido como él.

—El Imperio no es de fiar —dijo el primer hombre—. Sabemos que planean esclavizarnos y arrebatarnos nuestro mundo. No son hombres de honor. Además, tendremos que usar su misma astucia y sus mismas tretas contra ellos. Debemos combatir el fuego con el fuego. Es el único modo de vencerlos.

—Estás hablando de asesinar a nuestra propia gente —recalcó Zahariel.

—No, hablo de salvarla. ¿Crees que es mejor que no hagamos nada? Pues con nuestra falta de acción podríamos estar condenando a las futuras generaciones de niños de Caliban a la esclavitud. Por supuesto, la vía que yo propongo resultará en unos cientos, o puede que miles de muertes, pero a largo plazo estaremos salvando millones de vidas. Y lo que es más importante, conservaremos nuestro planeta, nuestras tradiciones y el modo de vida que nos legaron nuestros antepasados. Dime, ¿acaso no merece esa causa unas cuantas muertes?

—Y los que mueran serán considerados mártires —explicó el tercer hombre—. Al sacrificar sus vidas estaremos garantizando la libertad de nuestro planeta.

—Sí, es una buena manera de verlo —convino el primero—: mártires. Morirán para que Caliban sea libre. Entiendo cómo puede sonar todo esto, Zahariel, pero es el único modo de hacer que, cuando llegue el momento, el pueblo esté de nuestro lado. Este acto hará que vean a nuestro enemigo con los peores ojos posibles, y los incitará a odiarlo.

Zahariel observó a los encapuchados y no daba crédito, estaba desconcertado ante el hecho de que hubiesen pensado que los apoyaría en aquella locura. De los cuatro hombres que lo rodeaban, uno aún no había expresado ninguna opinión. Zahariel se volvió hacia él.

—¿Y tú, hermano? —le dijo—. Has escuchado todo este disparate y has optado por permanecer callado. En este caso es inadmisible que guardes silencio. Te ruego que me des tu opinión, hermano. De hecho, te lo exijo.

—Te entiendo —dijo el cuarto hombre tras una breve pausa—. Muy bien, si quieres mi opinión, aquí la tienes. Estoy de acuerdo con casi todo lo que se ha dicho aquí. Coincido en que debemos actuar contra nuestro enemigo. Además, dado el poder de las fuerzas que se han desplegado sobre nosotros debemos suspender las normas de honor. Esta es una guerra que no podemos permitirnos perder, y para ello, debemos prescindir de escrúpulos y cometer actos que normalmente calificaríamos de deshonestos.

—Bien dicho, hermano —asintió el primer hombre—. Pero, continúa. Has señalado que estás de acuerdo con casi todo lo que hemos comentado. ¿En qué difieres?

—Sólo en una cuestión de táctica —respondió la cuarta figura—. Habéis hablado de cometer un acto atroz, de provocar un incidente tan terrible que vuelva a la gente contra el Imperio, pero yo abogaría por un ataque más directo.

La atmósfera de la cámara parecía volverse más densa y oscura, como si la luz huyese de lo que se estaba discutiendo allí.

—Con un solo acto podemos propinarle un gran golpe a la moral de nuestro enemigo —continuó—. Y, si tenemos suerte, podríamos incluso ganar la guerra de una sola vez.

—¿Y a qué acto te refieres? —preguntó el primer hombre.

—Es bastante obvio —contestó—. Se trata de una de las primeras lecciones tácticas del Verbatim: «Para matar a una serpiente debes cortarle la cabeza».

Zahariel adivinó a lo que se refería un instante antes que los demás.

—No puedes estar…

—Así es —asintió el cuarto hombre—. Tenemos que matar al Emperador.

Las palabras resonaron en el interior del cráneo de Zahariel, pero no podía creer que las hubiese oído. Pero por mucho que miraba a las figuras, una tras otra, no encontraba nada que indicase que aquellos hombres no hablaban en serio. Sintió cómo le entraban náuseas ante tan innoble traición y deseó alejarse de allí lo máximo posible. Sin decir una palabra, le dio la espalda al grupo de figuras y empezó a subir las oscuras escaleras hacia la Cámara del Círculo. Desde la sala le llegaban gritos y graves improperios, pero los obvió y continuó ascendiendo.

La ira que sentía le abrasaba el pecho cual ascua ardiente. ¿Cómo se les había ocurrido pensar que los apoyaría en semejante locura? Y Nemiel… ¿Acaso su primo había perdido la razón?

De pronto oyó rápidos pasos a sus espaldas y se volvió para enfrentarse a quienquiera que fuese mientras agarraba la empuñadura del cuchillo de su cinturón. Si aquellos conspiradores pretendían hacerle daño, los esperaría con la hoja desnuda.

De repente empezó a verse luz desde el fondo de las escaleras y las sombras se fueron disipando ante su perseguidor.

Zahariel extrajo la hoja y se preparó para luchar.

La luz se acercó y el joven suspiró aliviado al ver a Nemiel sujetando el farol ante él.

—¡Cálmate, primo! —gritó Nemiel, al ver el filo brillar en la oscuridad.

—Nemiel —dijo Zahariel bajando el arma.

—Vaya, ha sido… intenso —apuntó Nemiel—. ¿No te ha parecido intenso?

—Esa es una manera de llamarlo —respondió el joven, mientras reiniciaba su ascenso y enfundaba el cuchillo—. La otra es «traición».

—¿Traición? —dijo Nemiel—. Creo que estás dándole demasiada importancia a esto. Sólo son una panda de conservadores despotricando. No van a hacer nada.

—¿Entonces por qué te pidieron que me trajeras aquí?

—Supongo que para ver lo que decías —respondió Nemiel—. Oye, seguro que te has enterado de lo que se dice por ahí de que se han disuelto las órdenes de caballería. Muchos no están nada contentos al respecto y necesitan refunfuñar. Siempre que se produce un cambio a la gente le gusta quejarse y fantasear sobre lo que harían.

—¡Estaban hablando de asesinar al Emperador!

—Venga ya —se rió Nemiel—, ¿cuántas veces hemos dicho durante los entrenamientos que odiábamos al maestro Ramiel y que desearíamos que se lo zampase una bestia?

—Eso era diferente.

—¿Por qué?

—Éramos niños, Nemiel. Ellos son guerreros adultos. No es lo mismo en absoluto.

—Puede que sea diferente, pero no intentarán matar al Emperador. Sería un suicidio. Ya has visto lo fuertes que son los astartes, así que imagínate lo poderoso que será el Emperador. Si es tan grandioso como dicen, no tiene de qué preocuparse.

—Esa no es la cuestión, Nemiel, y lo sabes —dijo Zahariel, mientras seguía subiendo.

—¿Entonces cuál es, primo?

—Si sólo están desvariando, olvidaré que me has traído aquí y que he escuchado planes de traición entre los muros de nuestra fortaleza. Pero si no es así, me aseguraré de que el León se entere de esto.

—¿Me delatarías ante el León? —preguntó, dolido, Nemiel.

—A menos que logres convencer a esos hombres de que dejen de hablar de esto —dijo Zahariel—. Es peligroso y podría morir gente.

—No son más que palabras —le aseguró Nemiel.

—Pues tienen que acabar aquí —exigió Zahariel, volviéndose hacia su primo—. ¿Entendido?

—Sí, Zahariel, entendido —respondió Nemiel con la cabeza baja—. Hablaré con ellos.

—Y no volveremos a mencionar el tema.

—De acuerdo —asintió Nemiel—. No volveremos a decir ni una palabra. Lo prometo.