CATORCE

CATORCE

Con la muerte de lord Sartana, los Caballeros de Lupus dejaron de existir. Sus últimos miembros fueron perseguidos y aniquilados en los sombríos y abandonados pasillos de su destrozada torre. No se ofreció clemencia, ni tampoco la esperaban. Los vencidos sabían que lo que habían hecho no tenía vuelta atrás.

Los estandartes de la Orden ondeaban desde las torres más altas de la fortaleza y los fuegos de la batalla se reflejaban en el oro y el carmesí entretejidos en su harapienta tela. Las espadas golpeaban los escudos y la caballería del Ala de Cuervo cabalgaba en círculos en torno a los muros derruidos del enorme baluarte.

Los guerreros de la Orden intercambiaban vítores y honores, y a todos los invadía una importante sensación de hacer historia al darse cuenta de lo cerca que se encontraban de alcanzar su objetivo. Sin los Caballeros de Lupus, la Orden tenía vía libre a los bosques del norte y podrían dar caza hasta a la última de sus bestias.

Zahariel observó cómo la fortaleza de los Caballeros de Lupus se desmoronaba. Los muros y el torreón quedaron pulverizados por los cañones de la Orden. No concedieron ningún honor a los enemigos caídos. Sus cuerpos y efectos personales se apilaron en la torre principal y se incineraron.

El León entró en la enorme biblioteca, encontró a Zahariel y a Nemiel con el cuerpo de lord Sartana y les dio la enhorabuena antes de centrar su atención en los grandes volúmenes recogidos en la inmensa cámara. Tras una rápida mirada a varios de los tomos que había reunido el anciano, el León ordenó a los jóvenes que volvieran a sus filas y decidió explorar más a fondo la colección del enemigo vencido. Las obras y los pergaminos se transportaron en caravanas repletas hasta Aldurukh para estudiarlas a conciencia.

Zahariel le dio la espalda a la fortaleza en llamas, entristecido al ver cómo un edificio tan imponente se venía abajo, y se preguntó si todas las batallas terminaban con aquella extraña mezcla de emociones. Había sobrevivido y se había desenvuelto con honor, había luchado valientemente y había colaborado en la victoria final. Había visto cómo se hacía historia. Había presenciado la muerte de su mayor enemigo, y aun así lo invadía la sensación de haber dejado cosas por hacer y de haber desperdiciado oportunidades. Sar Hadariel estaba vivo y viviría para luchar otro día, como muchos de sus hombres. Las bajas eran muchas, pero no tantas como para que la victoria resultase amarga. Y la pérdida de todos aquellos amigos y compañeros ya se veía eclipsada por las glorias ganadas.

Durante las semanas que duró el viaje de regreso a Aldurukh, la infamia de los Caballeros de Lupus se multiplicó por diez. Su maldad pasó de capturar bestias de manera deliberada a realizar viles experimentos y a la corrupción del alma. Para cuando los guerreros de la Orden volvieron a casa, sus enemigos se habían convertido en unos monstruos terribles, corruptos y sin remedio. Los caballeros estaban de acuerdo en que había sido una guerra positiva y necesaria. Una guerra en la que se habían logrado grandes cosas y que había acercado aún más a la libertad a Caliban.

Pero entre las celebraciones y los honores otorgados, Zahariel no dejaba de pensar en aquel momento en la Cámara del Círculo en el que Lion El’Jonson arrastró a la batalla a lord Sartana, el momento en que se les impuso la guerra. Sí, la campaña de la Orden estaba a punto de alcanzar la gloria, pero ¿se había visto mancillada su integridad al final? ¿Se había derramado sangre en esta batalla por un ideal innoble?

Zahariel meditaba todas estas cuestiones durante el camino de regreso, incapaz de expresar sus sentimientos incluso a sus más allegados. Observaba cómo sus hermanos celebraban la gran victoria y su corazón se ensombreció al ver al León deleitándose en las alabanzas que recibía. Sólo otro miembro de la Orden parecía sentir el mismo recelo. Zahariel vio a Luther cabalgar junto a su hermano en varias ocasiones y vislumbró un rastro de su misma preocupación en su sonrisa y un ápice de frialdad en su mirada.

Si Luther advirtió el escrutinio de Zahariel no hizo mención alguna de ello, pero el regreso a Aldurukh fue un viaje triste para él, y sus méritos durante la batalla se vieron eclipsados por las proezas del León.

Zahariel y Nemiel recibieron honores por haber derrotado a la bestia en el patio y a ambos se les colocaron pergaminos sobre la armadura para conmemorar su hazaña. A Nemiel le causó gran alegría, y a Zahariel lo llenó de orgullo, pero cada vez que recordaba la lucha se preguntaba por qué no habían reaparecido los extraños poderes que se manifestaron en los bosques de Endriago.

Tal vez sucedió lo que él sospechaba…, que había sido la proximidad al oscuro corazón del bosque, o que los Vigilantes habían despertado una habilidad oculta en él que ahora permanecía latente. O quizá se lo había imaginado todo y su mente había elaborado una enrevesada fantasía tras la terrible lucha para explicar cómo había vencido a la gran bestia.

Fuera cual fuera la explicación, se alegraba de que aquel incidente no fuese ahora más que un recuerdo en la distancia que se iba difuminando cada vez más día tras día. Recordaba la muerte de la bestia con viveza, pero los detalles de aquel día antes de enfrentarse a ella se iban nublando en su mente como si una bruma gris hubiese invadido su memoria.

La vida seguía igual que siempre para los caballeros de la Orden. Las inquietudes de Zahariel empezaron a disiparse y el discurso del moribundo lord Sartana parecía cada vez más pura palabrería infundada de un enemigo frustrado. Se organizaron partidas de caza, y todos los días un grupo de caballeros se adentraba en el bosque para acabar con las últimas bestias.

El número de trofeos era cada vez menor, y parecía que la gran visión del León había alcanzado su fin.

El León salía cada vez con menos frecuencia a los bosques, pues pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en las torres más altas de Aldurukh con los libros que habían encontrado en la fortaleza de los Caballeros de Lupus.

Eliath y Attias lucharon y vencieron a sus propias bestias, de modo que ascendieron también al rango de caballero, un día de gran celebración en las estancias de la Orden. Los cuatro jóvenes luchaban juntos en las filas de Sar Hadariel y se adentraban en los bosques de tanto en tanto para combatir a los depredadores del planeta y, con suerte, tropezarse con una de las pocas bestias restantes.

Los exploradores del Ala de Cuervo corrieron la voz de que todas las áreas de los bosques del norte estaban libres de bestias, y Zahariel organizó una batida por los bosques oscuros de Endriago en busca de cualquier rastro del malestar que lo había invadido durante la caza del gran león. Pero fuera lo que fuera aquello con lo que se había encontrado en las profundidades del bosque, parecía haberse desvanecido.

Tal vez nunca hubiese sucedido y, por mucho que se esforzara, no lograba recordar con claridad las palabras que oyó en el bosque ni a aquellos que las habían pronunciado. El mundo de Caliban seguía girando, la vida continuaba como siempre, y los caballeros de la Orden estaban cada vez más cerca del dominio total… hasta que llegaron los ángeles.

La luz atravesaba las hojas de las ramas más altas y dibujaba un fastuoso juego de sombras en el suelo que pisaban los caballos mientras el grupo de jinetes avanzaba por los senderos del bosque. El aire era fragante y albergaba la promesa de días de paz y tranquilidad.

Zahariel apenas tiraba de las riendas. Se relajaba en la silla y dejaba que el negro caballo caminase a su propio paso. Los bosques habían dejado de ser una amenaza para los caballeros de la Orden y se habían convertido en mágicos lugares de luz y de aventura. Conforme avanzaban, abrían nuevos caminos que revelaban paisajes de una belleza celestial que hasta ese momento habían permanecido fuera del alcance del pueblo de Caliban a causa de la presencia de las bestias.

Ahora, con la desaparición de los temibles monstruos de la oscuridad, aquel mundo era suyo. Junto a él, Nemiel se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo. Zahariel sonrió a su primo, contento de tenerlo a su lado en aquel memorable paseo.

Sar Luther había mandado a buscarlos aquella mañana para enviarlos a las caballerizas a escoger las mejores montas para la que sería su última caza de bestias.

El León se había mostrado animado, impaciente por formar parte de la última cacería, por presenciar el final de su misión, como si un fuerte imperativo que ni siquiera él comprendía le quemase el pecho.

La primera parte del recorrido había transcurrido en un cómodo y relajado silencio. Todos los guerreros admiraban y disfrutaban la belleza de su mundo, ahora que podían considerarlo suyo. El León y Luther los guiaban mientras avanzaban con paso seguro hacia el norte y bordeaban los asentamientos que se iban estableciendo cada vez más alejados de Aldurukh, ahora que las bestias habían sido exterminadas.

El nuevo lord Cypher les seguía a una distancia prudente. Se trataba de un guerrero anónimo. A diferencia de lo que todo el mundo esperaba, el maestro Ramiel no había sido escogido para el puesto, aunque el elegido, por supuesto, era un misterio.

Varios caballeros nuevos, e incluso algunos suplicantes, conformaban la retaguardia, de modo que aquella procesión fuese de verdad una fracción representativa de los miembros de la Orden.

—Un grupo extraño para dirigirse a los bosques, ¿no te parece? —preguntó Nemiel.

—Supongo que sí —respondió Zahariel—. Tal vez el León prefiera que asistan a la última cacería hombres de todos los rangos de la Orden y no sólo los miembros superiores.

—¿Crees que nosotros somos miembros superiores?

—No —contestó Zahariel—, creo que somos unos adolescentes con mucho futuro que pronto dejaremos nuestra huella en la Orden.

—Tú ya lo has hecho, joven Zahariel —dijo el León desde el frente de la columna—. Recuerda que tengo un oído muy agudo. Estáis aquí por la fraternidad que nos une.

—Sí, mi señor —asintió Zahariel, siguiendo al líder mientras éste los dirigía hacia un amplio claro frente a un acantilado de rutilante piedra blanca que se erguía a su izquierda.

El agua caía desde lo alto en forma de cascada y salpicaba el amplio lecho de agua agitada. Una exuberante vegetación se extendía en todas direcciones, y Zahariel sintió que la paz lo invadía, aunque no había notado lo vacía que se había quedado su alma hasta que ésta se hubo llenado de nuevo.

—Sí, éste es el lugar —dijo el León desde la cabeza de la procesión. Después, se volvió con su caballo, la bestia más poderosa criada jamás por los mozos de cuadra de Caliban, y se dirigió a sus guerreros mientras entraban en el claro de la catarata—. Os he traído aquí porque, como Zahariel bien ha supuesto, es mi deseo que todos los rangos de la Orden celebren el fin de nuestro poderoso cometido.

Zahariel intentó sin éxito ocultar el rubor reflejo que enrojeció todo su rostro tras recibir estos elogios.

—¡Caliban es nuestro! —repitió el León.

Y Zahariel se unió al resto en sus aplausos tras la afirmación del Gran Maestre de la Orden.

—Hermanos, hemos luchado y sangrado durante diez años, y todos hemos visto caer a amigos y compañeros por el camino —manifestó El’Jonson—, pero estamos en el umbral del mayor de nuestros triunfos. Tenemos todo por lo que hemos luchado al alcance de nuestras manos. No hemos cometido ningún error y por fin es nuestro. Este es nuestro triunfo —extendió los brazos y continuó—: Nos aguarda una época dorada, hermanos. Lo he visto en mis sueños. Una era de cosas nuevas y extraordinarias. Ese tiempo está a punto de comenzar y…

Zahariel miró a Nemiel ante la inusitada pausa en el discurso del León. El líder se volvió a la izquierda, hacia el bosque, y a Zahariel lo invadió el temor de haber caído en una emboscada. Aunque, ¿qué clase de enemigo osaría tender una emboscada a un guerrero tan temible como el León?

Su primera sospecha fue que la última de las bestias había conseguido escapárseles de algún modo o que algunos guerreros de los Caballeros de Lupus habían logrado sobrevivir a la destrucción de su orden y venían en busca de venganza. Pero en cuanto su mano alcanzó la empuñadura de su espada, Zahariel se dio cuenta de que no se trataba de tal amenaza. Por el contrario, lo que vio fue un gran pájaro posado sobre la gruesa rama de un árbol. Sus plumas doradas relucían con el sol de la tarde. Se trataba de un águila calibanita. Con su plumaje vivo y perfecto en aquel escenario, observaba a los guerreros con una gracia regia y parecía no temer al grupo de humanos. Aquellas águilas eran criaturas poco comunes. No eran peligrosas, pero los supersticiosos de Caliban las consideraban aves de mal agüero.

Los guerreros del grupo apartaron la vista del águila y miraron al León, sin saber qué hacer con la repentina aparición del ave. Zahariel sintió un escalofrío mientras el pájaro seguía observándolos con su extraña mirada. Volvió los ojos hacia el León y advirtió un gesto en su rostro que indicaba una terrible premonición. Parecía conocer lo que se avecinaba, y esperaba no haberse confundido en sus interpretaciones.

—He visto esto antes —afirmó el León con una voz que apenas era un suspiro.

Mientras el líder hablaba, empezó a soplar un viento extraño, una ráfaga de aire caliente que dejaba un regusto acre, como el olor que se percibe cerca de la forja de un herrero.

Zahariel alzó la vista y vio un cuerpo enorme y oscuro que rugía sobre sus cabezas; una inmensa figura alada con brillantes chorros de aire azul en la parte trasera. Otro más lo sobrevoló y bramó mientras el calor de su vuelo lo envolvía.

Los guerreros se quedaron boquiabiertos, y Zahariel desenvainó la espada conforme las poderosas bestias voladoras planeaban sobre su cabeza una vez más.

—¿Qué son? —gritó Zahariel, por encima del barullo de rugidos que inundaban el claro.

—No lo sé —respondió Nemiel—. ¡Grandes bestias!

—¿Cómo es posible? ¡Están todas muertas!

—Parece ser que no —dijo Nemiel.

Zahariel miró al León, una vez más, esperando ver alguna señal que le indicase que lo que estaba pasando era algo esperado, pero el líder permanecía sentado en su montura y observaba a aquellos monstruos gigantes mientras lo sobrevolaban. Luther le estaba gritando algo, pero sus palabras se perdieron tras el rugido que produjo una de las gigantes bestias voladoras al tapar el sol y planear sobre ellos. Sus terribles aullidos alteraban los sentidos de Zahariel y aquel olor caliente y amargo se hacía casi insoportable. La fuerza de un agresivo descenso esparció las hojas y dobló las ramas de los árboles.

El águila echó a volar y planeó sobre el amplio lecho de agua al final de la catarata. El agua pulverizada humedeció sus alas mientras volaba, haciéndolas brillar como si fueran de oro bruñido. Zahariel siguió el trayecto de la imponente ave y alzó la mirada. Se protegió los ojos del terrible brillo azul del vientre de la bestia planeadora mientras un horrible chirrido, como el que se genera al frotar el metal con el metal, les llegaba desde lo alto.

—¡Guardad las armas! —gritó Luther, mientras cabalgaba entre el grupo—. ¡Enfundad las espadas por orden del León!

Zahariel apartó la vista de la escandalosa y maloliente bestia, pues no podía creer que fuesen a exponerse así a semejante desventaja.

—¡Sar Luther! —exclamó por encima el ruido y el viento—, ¿tenemos que estar desarmados?

—¡Hazlo! —ordenó Luther—. ¡Ahora!

Aunque iba en contra de todo lo que le habían enseñado, la fuerza de la voz de Luther fue suficiente para que cesasen sus preguntas y volviese a envainar la espada.

—¡Pase lo que pase —gritó Luther a través del remolino de viento que lo rodeaba—, no hagáis nada hasta que el León actúe! ¿Entendido?

Zahariel asintió de mala gana mientras oía lo que parecían gritos distantes que procedían de arriba. Entonces, entre el ruido y la confusión, distinguió unas formas entre los vientos huracanados y el griterío. Unas siluetas oscuras y con armadura que descendían con alas de fuego.

A su lado, Luther se protegió los ojos y dijo:

—«Y los Ángeles de la Oscuridad descendieron con alas de fuego y luz… Los grandes y terribles ángeles oscuros».

Zahariel reconoció las palabras. Conocía las leyendas de la Antigüedad en las que los heroicos ángeles oscuros, misteriosos vengadores de la justicia, lucharon por primera vez contra las bestias de Caliban en los comienzos del mundo.

El corazón le dio un brinco cuando el primero de los llameantes ángeles tomó tierra. Su armadura abultaba enormemente, aunque los detalles de su forma se ocultaban tras el humo de su aterrizaje. Otros ángeles fueron colocándose junto a él, hasta que diez inmensos gigantes se alzaron ante el grupo del León.

A Zahariel le llamó la atención la semejanza entre sus armaduras y las de la Orden. Cuando el primero de los gigantes dio un paso al frente, se asombró de lo mucho que se parecían él y el León en cuestión de tamaño. Aunque Lion El’Jonson era incluso más alto que él, presentaban una similitud de escala y de proporciones inconfundible.

El intenso aire aplastante que generaban las bestias voladoras disipó el humo de la llegada de los gigantes, y con su entrega aparentemente concluida, desaparecieron. De repente, el claro se quedó en silencio, excepto por el agua que caía en el lecho del río a sus espaldas.

A pesar de que todos aquellos gigantes poseían una fuerza marcial amenazadora, Zahariel también sentía un gran respeto; era como si hubiesen hallado algo precioso cuyo valor aún no se habían atrevido a ponderar.

El gigante se llevó las manos al casco, y Zahariel vio que iba armado con una espada y una pistola muy parecidas a las suyas propias, aunque de una magnitud mucho mayor que las que empleaban en la Orden. Al abrir el seguro se escuchó el silbido del aire que salía de la armadura. El gigante se quitó el casco y reveló un asombroso rostro de proporciones humanas, aunque sus rasgos estaban más separados y eran mucho más grandes que los de la mayoría de los hombres. Tenía un aspecto atractivo, y en sus labios empezó a dibujarse una sonrisa vacilante al ver a Lion El’Jonson. Curiosamente, Zahariel no estaba asustado, sus miedos lo habían abandonado tras ver el rostro del gigante.

—¿Quiénes sois? —preguntó el León.

—Yo soy Midris —respondió el gigante, con voz resonante y profunda, antes de volverse hacia sus compañeros—. Somos los guerreros de la I Legión.

—¿La I Legión? —inquirió Luther—. ¿La I Legión de quién?

Midris se volvió hacia Luther y contestó:

—La I Legión del Emperador, Señor de la Humanidad y gobernante de Terra.