DOCE
En la pendiente cubierta de escombros y cuerpos muertos de la brecha campaban el fuego y la ira. La cortina de humo se desvanecía con el paso de las balas, y Zahariel oyó el horrible sonido de los impactos en las corazas de acero de los caballeros. El aire zumbaba con los proyectiles.
Los tutores de Zahariel le habían enseñado a diferenciar los sonidos que hacían las balas al pasar y a determinar la distancia de la que procedían, pero entre el crepitar del fuego infernal, el humo y el ruido de la brecha, no era capaz de recordar ninguna de aquellas lecciones.
Se abrió paso entre montañas de escombros, losas de muralla derrumbadas por las explosiones y las pilas de mortero que se usó en su día para rellenar las paredes. Aquí y allá, veía el cuerpo destrozado de alguno de sus enemigos, caballeros con la armadura hecha añicos que yacían muertos.
Un disparo le rebotó en la hombrera y le hizo perder el equilibrio, pero se recuperó rápidamente del impacto y siguió adelante. Nemiel estaba a su lado, escalando la pendiente de la brecha con una energía frenética, desesperado por ser el primero en llegar a la cima. Las balas hacían que la tierra saliese despedida hacia arriba como géiseres y se formaban espirales que revoloteaban en el aire cuando los proyectiles se disparaban desde lo alto.
Zahariel no podía ver de sus enemigos más que sus siluetas borrosas y los destellos llameantes de los cañones. Habían muerto muchos caballeros, pero seguían vivos muchos más que avanzaban entre el fuego y escalaban la pronunciada pendiente de roca y escombros para enfrentarse a los Caballeros de Lupus. El miedo a la muerte en aquellas ruinas infernales era grande, pero temía además que su primera batalla como caballero de la Orden fuese también la última. Había soportado tanto y había luchado tan duro para llegar a aquel punto que no quería que aquel infame valle de cenizas y humo fuese el lugar de su primera y última carga.
Zahariel siguió avanzando. La subida era incómoda debido a la espada, pero no quería llegar a la cima de la pendiente y encontrarse a un enemigo sin la espada en la mano. El suelo se movió bajo sus pies e intentó agarrarse a algo cuando oyó un golpe seco sobre él, como de madera o piedra.
Miró hacia arriba y vio la sombra de algo que se tambaleaba entre el humo. Tenía un pesado sonido de madera y al momento supo de qué se trataba.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó—. ¡Todos a cubierto! ¡Una mina!
—¡No! —gritó otra voz más persuasiva—. ¡Seguid!
Zahariel se volvió y vio a Sar Luther de pie en medio de la brecha con las balas y las llamas pasando a su alrededor como si tuviesen miedo de tocarlo. Sar Luther tenía el brazo extendido, y Zahariel vio que apuntaba hacia el humo con la pistola. Luther disparó y los explosivos se desvanecieron en una estruendosa y cegadora nube de fuego blanco sobre sus cabezas. El ruido fue increíble y una cascada de rocas hechas pedazos cayó sobre los caballeros de la Orden.
Sar Luther miró a Zahariel.
—¡Arriba! ¡Todo el mundo arriba! ¡Ahora!
Zahariel se puso en pie de un salto, como si las palabras estuvieran integradas en su sistema nervioso, y comenzó a escalar a través del fuego como si una manada de leones calibanitas le pisase los talones. El resto de su grupo y otros más hicieron lo mismo, empujados por la fuerza de las palabras de Luther.
Vio a Nemiel más arriba, esforzándose por subir sin pensar en el peligro o el miedo. La tormenta de proyectiles que caían de arriba se intensificó y notó numerosos impactos en su armadura, pero ninguno demasiado serio para detenerlo. Zahariel miró atrás para ver cuántos caballeros seguían subiendo.
Los bordes rotos del estandarte de la Orden estaban deshilachados y chamuscados, la tela estaba rasgada y hecha jirones por los agujeros de bala, pero la bandera seguía ondeando y los guerreros que la rodeaban ascendían gracias a su presencia, mirando a una muerte y un dolor casi seguros a la cara.
Zahariel se llenó de orgullo al ver el estandarte ondear sobre los nobles caballeros de la Orden y volvió a fijar la atención en la subida que tenía ante él. Avanzó siguiendo a Sar Luther, que escalaba posiciones adelantando a todos los guerreros de la brecha con un valor y una velocidad inimaginables. Los pasos de Luther parecían fluir sobre los escombros, y eran tan seguros como si caminase por una plaza de armas y no por una brecha aterradoramente peligrosa. Los caballeros que rodeaban a Luther seguían su ejemplo e iban tras él. Zahariel también lo seguía entre el humo y notaba que la pendiente bajo sus pies se hacía menos pronunciada según subía. Del humo surgieron siluetas y oyó un grito espeluznante cuando los Caballeros de Lupus cargaron con su distintivo alarido de batalla en los labios.
Los Caballeros de Lupus eran aterradores guerreros ataviados con pieles de lobo y engalanados con colmillos y, aunque podían no ser muy numerosos, todos ellos eran grandes guerreros, luchadores entrenados en las técnicas de combate y la búsqueda de conocimiento.
Zahariel esquivó el filo de un hacha y dio una estocada con su espada. El filo atravesó la armadura de su atacante como si fuese un pergamino mojado. El hombre soltó un grito repugnante y se derrumbó con la sangre brotando del estómago. Limpió la espada y desenfundó la pistola que le había dado el hermano Amadis.
A su alrededor todo era caos, caballeros de la Orden y Caballeros de Lupus enzarzados en un tumulto arremolinado de hachazos, golpes de espada y disparos. Zahariel disparó y se abrió paso a estocadas entre el fragor de la más dura de las batallas, avanzando entre los gritos de la multitud para alcanzar a Sar Luther.
Nemiel se abría paso a golpes entre la contienda, usando más la fuerza bruta y la adrenalina que el ingenio para derrotar a sus enemigos. Aunque los caballeros de la Orden empezaban a sobrepasar en número a los defensores de la brecha, Zahariel se preguntaba cómo debían estar funcionando los otros asaltos.
¿Ya habría tomado el León la muralla norte?
¿Ya habrían vencido las torres de asedio a las defensas de la muralla este, o las tropas con garfios y escalas ya estarían en la muralla oeste? Con el meticuloso ardid del León cualquier cosa era posible.
Quizá la batalla ya estaba casi ganada.
Una espada impactó contra su peto y oyó el rugido de los dientes royendo el metal profundamente antes de separarse y atacarlo por arriba, contra la parte delantera de su casco. Zahariel se echó atrás, y los dientes de la espada abandonaron el frontal del casco sin llevarse su cara con ellos. Horrorizado por su falta de concentración, Zahariel movió la espada desesperadamente delante de él para ganar unos preciosos segundos en los que se desprendió del casco y recuperó la orientación. Un caballero con armadura de metal gris, cuya cara estaba oculta tras un casco plateado con forma de lobo, se retiraba tras el ataque. Zahariel movió la cabeza para recuperarse de la impresión del golpe cuando su oponente volvió a atacar. La cadena de la espada trazó un arco que buscaba su cuello, pero dio un paso para frenarla con su espada alzada en un bloqueo clásico. Incluso cuando llevaba a cabo el movimiento sabía que era un error, ya que su oponente había provocado la fácil parada para poder hacerle una finta. La espada del enemigo pareció girar en el aire y formó un arco alrededor de su cuello desprotegido. Zahariel retrocedió y el filo le pasó a un dedo de la garganta. Cayó de espaldas y el caballero se dispuso a rematarlo. Zahariel rodó para escapar del ataque y trazó con la espada un arco bajo. El filo de su arma hizo un corte limpio a la altura de las espinillas del guerrero, que cayó como un árbol talado. Zahariel se puso en pie mientras el caballero gritaba agónicamente. Los muñones de las piernas bombeaban sangre que se derramaba en el suelo. Zahariel disparó un par de balas al casco del hombre para evitarle más sufrimiento y se paró un segundo para reorientarse en la batalla.
Un raudal de caballeros entraba por la brecha y arrasaba todo lo que encontraba en su camino. Mientras estaban protegidos tras las murallas, el hecho de que los Caballeros de Lupus fuesen menos había importado poco, pero con la Orden en el interior de los muros de la fortaleza, los números lo eran todo. Todo lo que Zahariel había leído sobre asedios le decía que casi siempre eran largos, los problemas se prolongaban y las batallas avanzaban a un ritmo lento hasta que se llegaba a un punto crítico en el que la batalla terminaba con un frenesí breve y sangriento. Zahariel reconocía que aquél era el punto crítico de aquella batalla. No importaba el éxito o el fracaso de los ataques que pretendían desviar la atención; las fuerzas de la Orden habían abierto una puerta en la fortaleza y nada podía impedir que alcanzasen la victoria. Sin embargo, estaba claro que los Caballeros de Lupus no habían leído los mismos manuales militares y estaban dispuestos a luchar hasta el final, prolongando la agonía de su derrota.
—¡Zahariel! —gritó una voz desde más abajo, y miró a través de humo para ver a Sar Luther en el patio de la fortaleza, haciéndole señas para que avanzase—. Si ya has terminado…
Zahariel se puso en marcha una vez más, cruzó el umbral de la brecha y se abrió paso por la cara interior dando saltos cortos bajar el pedregal de escombros. Los caballeros se aglomeraban y, con la muralla despejada, era el momento de barrer la fortaleza y eliminar hasta el último de sus defensores.
—Formad hileras, vamos a avanzar por las puertas interiores hasta la torre —ordenó Luther—. ¡La cosa se pondrá desagradable, así que estad alerta! Este es el fin para los Caballeros de Lupus, así que lucharán como raptores acorralados. ¡Vigilad los flancos para evitar emboscadas y seguid avanzando! ¡Adelante!
Zahariel encontró a Nemiel entre los demás soldados de la Orden y sonrió al ver a su primo sano y salvo.
—¡Lo has conseguido! —dijo.
—¡El primero en cruzar la brecha —gritó Nemiel—, incluso antes que Sar Luther! Me darán mi propio estandarte por esto.
—Sigue pensando en la gloria —lo pinchó Zahariel, formando con los supervivientes de las filas de Sar Hadariel.
—Bueno, alguien tiene que hacerlo —replicó Nemiel—. No va a ser todo cuestión de deber, ¿no?
Sólo otros tres caballeros habían sobrevivido para llegar allí, y Zahariel daba gracias por que Attias y Eliath aún no hubieran sido elevados a la categoría de caballeros y se hubieran evitado el horror de la brecha. Sar Hadariel asintió con aprobación cuando Zahariel y Nemiel formaron con él.
—Buen trabajo al seguir vivos, hermanos —dijo el canoso veterano—. ¡Ahora, acabemos con esto!
El gran estandarte que había escalado hasta la brecha finalmente los alcanzó. La tela estaba aún más deteriorada por la lucha, pero a pesar de ello sus fuerzas no habían disminuido, como si las cicatrices producto de su travesía por las murallas le confiriesen aún más capacidad de liderazgo. Zahariel nunca había luchado bajo un estandarte, pero la idea de luchar con una bandera de la Orden ondeando sobre sus cabezas le daba una cierta sensación de orgullo que no había experimentado nunca. El estandarte no era sólo una bandera o un identificador, era un símbolo de todo aquello que defendía la Orden: valor, honor, nobleza y justicia. Portar tal símbolo eran un gran honor, pero luchar bajo él era algo especial, algo que Zahariel consideraba de una trascendencia suprema.
—¡Derecha! —gritó Luther, señalando las murallas exteriores que habían tomado—. ¡Preparaos, ya nos toca!
Zahariel siguió el gesto de Luther y vio que los maestros de asedio de la Orden habían girado los cañones, que previamente habían matado a sus compañeros, de las murallas interiores hacia las puertas de la torre interior.
La mano de Luther bajó y los cañones dispararon una serie de ráfagas de explosiones entrecortadas. La muralla se oscureció con malolientes nubes de humo y el aire se impregnó con los sonidos del acero y el fuego.
El fuego y el humo estallaron en las puertas interiores, y grandes pedazos de roca y madera salieron despedidos por los aires.
—¡Vamos! —gritó Luther, y los caballeros de la Orden se pusieron en marcha una vez más.
Una marea de cuerpos acorazados cargó contra las ruinosas murallas interiores envueltas en la bruma de destrucción de los cañones conquistados. Desde las murallas interiores se seguía disparando, pero parecía que la mayor parte de las armas enemigas se había apostado en las murallas exteriores porque el fuego era esporádico y descoordinado. Algunos caballeros cayeron, pero tras la pesadilla del avance hacia la brecha, Zahariel sintió que aquello era casi fácil. El ruido seguía siendo atronador: el sonido de los pies, los gritos de los caballeros, el estruendo de los cañones y el chasquido y el estallido de las pistolas. Los escombros crujían y los gritos de los heridos se entremezclaban, hasta que lo único que Zahariel pudo oír fue el largo y continuo rugido de la batalla, un sonido que siempre consideraría la música de la guerra. El humo que vagaba sin rumbo les envolvía y, una vez más, Zahariel se dio cuenta de que estaba avanzando en una extraña soledad. El sabor sulfuroso del humo de las armas se le asentó en el paladar y de los ojos le brotaban lágrimas acres. Delante de él ardía el fuego, y vio que las puertas de la muralla interior habían recibido mucho más daño del que había imaginado. De la madera no quedaba nada, sólo un boquete irregular en el muro con restos astillados que colgaban de las bisagras de hierro pulverizadas.
—¡Por el León y por la Orden! —gritó Luther, al tiempo que saltaba sobre el montón de piedras que había caído de los bordes de la puerta de entrada.
Zahariel y Nemiel lo siguieron, saltando sobre las pilas de escombros y la madera que seguía ardiendo en las puertas destrozadas. Más allá de las murallas derruidas, los precintos interiores de la fortaleza eran tan diferentes a todo lo que había visto antes que Zahariel tuvo problemas para conciliar lo que veía con cualquier otra arquitectura militar.
Dispuestas alrededor del refugio alto y escalonado de la torre interior había Filas y más filas de jaulas, cada una de ellas lo bastante grande como para dar cabida a los corceles de todo un batallón. En el suelo del patio se disponía una compleja serie de raíles, cadenas y engranajes que iban desde las jaulas hasta una plataforma elevada ante las puertas de la torre. Algunas de las jaulas estaban ocupadas, aunque la mayoría no, pero lo que repelía a Zahariel de forma que no se podía expresar con palabras era lo que contenían. Aunque tenía la vista borrosa a causa del humo que le hacía llorar los ojos, vio que muchas jaulas contenían un gran número de bestias grotescas: reptiles alados semejantes al que se había enfrentado una vez, monstruos quiméricos con garras y tentáculos, aberraciones de múltiples cabezas, espinas y crestas abultadas que proferían alaridos.
Una colección de bestias salvajes llenaba el patio, y cada una de ellas era única en su especie y se mantenía con vida por quién sabe qué razón. Las bestias se golpeaban contra los barrotes de sus jaulas, gritando, bramando, rugiendo y aullando entre el fragor de la batalla. Quizá había unos cien guerreros con armadura gris y la conocida piel de lobo de los Caballeros de Lupus que formaban una gran fila de combate frente a los muros de la torre y portaban espadas y pistolas. Lord Sartana permanecía sobre la plataforma elevada en el centro de la línea de batalla. Un caballero que estaba a su lado le llevaba el casco. El avance de los caballeros de la Orden se ralentizó al ver semejante colección de bestias, totalmente horrorizados de que alguien, mucho menos una orden de caballería, tuviese el atrevimiento o el deseo de tener tal monstruosa colección de criaturas abominables.
Lord Sartana habló, y a Zahariel le pareció que el ruido de la batalla se acallaba, aunque no estaba seguro de si era el dramatismo del momento o que el nivel sonoro en general había disminuido.
—Guerreros de la Orden —dijo Sartana—, éstas son nuestras tierras y ésta es nuestra fortaleza. No sois bienvenidos aquí. Nunca habéis sido bienvenidos aquí. Lo que un día pudo preservar nuestro mundo está llegando a su fin —el señor de los Caballeros de Lupus alcanzó una larga palanca de acero acoplada a una compleja serie de engranajes y contrapesos que corrían por el suelo de la plataforma y se conectaba con los raíles y cadenas dispuestas por todo el patio—. Por esa razón moriréis —concluyó Sartana, tirando de la palanca.
Incluso antes de que la palanca hubiese completado el recorrido, Zahariel sabía lo que ocurriría.
Con el rechinar del metal, los engranajes se movieron, los cerrojos se soltaron y las puertas de las jaulas de las bestias se abrieron de par en par.
Libres al fin, las bestias rugieron desde su prisiones con furiosos aullidos de ira y sus variados miembros las impulsaron al exterior con una fuerza prodigiosa. Nadie podía saber el tiempo que llevaban enjauladas, ni se llegó a saber si aquello tenía algo que ver con la ferocidad de su comportamiento.
Zahariel se encontró luchando a vida o muerte con un monstruo, una criatura semejante a un oso con una espesa capa de púas y una cabeza con grandes cuernos y mandíbulas chasqueantes. Nemiel luchaba a su lado con lo que quedaba de los hombres de Sar Hadariel.
Otra docena de bestias cayó sobre los caballeros de la Orden, lanzando cuerpos al aire con el horror de su carga. El patio hacía retumbar los sonidos de la batalla, pero aquélla no era una batalla de honor, librada con espadas y pistolas a la manera que se había considerado apropiada durante siglos por la tradición y la costumbre. Aquello era un combate brutal, sangriento y desesperado que no se libraba por una cuestión de honor, sino de simple supervivencia. Aunque las bestias eran inferiores en número, no les importaba el hecho de que acabarían siendo destruidas. Había llegado la oportunidad de vengarse de los humanos, y cuáles de entre ellos las habían apresado no les importaba en absoluto.
El oso rugió y asestó un gran golpe en el peto de Sar Hadariel que lo hizo volar por los aires y le arrancó su armadura como si ésta fuese de papel. Nemiel apareció como una flecha y le dio una estocada a la bestia en la mitad del cuerpo, sin duda porque esperaba que su golpe hiciera brotar sus vísceras. Las púas de la bestia amortiguaron la fuerza del golpe y la espada de su primo hizo poco más que rebanar algunas. Las balas de la pistola le abrieron cráteres húmedos en el pecho, pero como a todas las bestias contra las que había luchado Zahariel, parecía importarle poco el dolor. El caballero se acercó a la bestia por el flanco mientras ésta fijaba sus ojos redondos y brillantes en Nemiel. Dio otro zarpazo, pero su primo era más rápido que Sar Hadariel y esquivó el golpe, echándose a tierra y disparando la pistola mientras lo hacía. Zahariel dio un salto adelante, asió la espada con ambas manos y le asestó un mandoble en la parte de atrás de las patas, deduciendo como mejor pudo dónde estarían los tendones. Su espada partió con facilidad las púas acorazadas de la bestia y se adentró en la carne de una de sus patas. El monstruo bramó y cayó sobre una rodilla al tiempo que soltaba sangre negra por la herida de la parte trasera. Echó la cabeza atrás y aulló de dolor, moviendo los musculosos y potentes brazos como si luchase por mantener el equilibrio.
—¡Ahora! —gritó Zahariel, echándose más a un lado y apuñalando a la bestia en las costillas con su espada. La hoja se enterró hasta la empuñadura en el monstruo, y cuando éste se estremeció de dolor, el arma se le escapó de la mano.
Las garras lo golpearon, uno de los zarpazos le dio de refilón y lo lanzó contra las barras de su jaula. Las pistolas disparaban y las espadas cortaban a la bestia. Lentos, pero seguros, los hermanos de Zahariel iban ganando la batalla contra el monstruo. Con la pata inutilizada, los caballeros podían mantenerse con facilidad fuera del alcance de la bestia, esquivar sus zarpazos y disparar una y otra vez a su cuerpo y cabeza. Sus rugidos eran cada vez más débiles, y al final cayó hacia adelante con un rugido final, y unas enormes gotas de sangre brotaron de sus dentadas fauces.
Zahariel se apartó de la jaula e hizo balance de las batallas que tenían lugar en el patio. Habían caído docenas de caballeros, destrozados o golpeados hasta la muerte por las bestias, de las que aún había media docena que seguían luchando. El fragor de la batalla resonaba en las murallas, y Zahariel oía los gritos de guerra triunfantes de la Orden a su alrededor, provenientes de los cuatro puntos cardinales, diciéndole que habían ganado aquella batalla. Fuese el asalto a la muralla sur la mayor ofensiva o no, parecía que los ataques en todos los puntos de la fortaleza habían tenido éxito.
Zahariel corrió para recuperar su espada del cuerpo de la bestia que él y sus hermanos de armas habían abatido y cuya hoja estaba enterrada en su pecho. Apoyó un pie contra el flanco de la bestia y retiró lentamente la espada de su prisión de carne.
—Esta ha sido de las difíciles, ¿eh, primo? —dijo Nemiel, posando el pie en el cuerpo de la bestia.
—Pues sí —replicó Zahariel, limpiando la hoja en la dura piel de la criatura.
—¿Para qué crees que las tenían aquí?
—No tengo ni idea —contestó Zahariel—. Aunque eso explica por qué no querían que viniésemos a los bosques del norte.
—¿Y eso?
—Esta fortaleza habría sido un lugar de parada para los guerreros que se aventurasen en la espesura del bosque —dijo Zahariel—. No podían dar cobijo a otros caballeros teniendo a esas bestias aquí.
—¿Crees que por eso lord Sartana no quería tener nada que ver con la misión de destruir a las grandes bestias de lord El’Jonson?
—Probablemente, aunque no consigo imaginar para qué querrían tener bestias.
—No, yo tampoco —declaró Nemiel—. Pero vamos, quedan más por matar antes de que nos vayamos.
Zahariel asintió y se volvió hacia las batallas que se libraban a su alrededor.