NUEVE

NUEVE

El terror congeló el tiempo por un instante y Zahariel vio gran cantidad de detalles de la anatomía de la bestia mientras cargaba contra él. Su cuerpo era ancho y poderoso, leonino sólo por el hecho de que era un cuadrúpedo con una melena de espinas que parecían cuchillas y que le nacían detrás de la cabeza. Cada una de sus extremidades estaba revestida de placas brillantes de una coraza natural que tenían la dureza de la piedra pero la flexibilidad de la carne. Unas garras como cuchillos asomaban de sus patas delanteras, y dos colmillos, como potentes sables de caballería, le sobresalían de la mandíbula superior.

Zahariel se había preguntado si la cifra total de personas que había matado la bestia se había exagerado para transmitir mejor el horror, pero en aquel terrible momento supo que no.

Sólo sus instintos, entrenados con las muchas horas en los campos de tiro de Aldurukh, le salvaron la vida.

Zahariel levantó la pistola de cañón rotatorio que el moribundo Amadis le había dado y disparó una salva que envió todos los proyectiles hacia el centro de la masa del león, como sus maestros le habían enseñado. Los proyectiles dieron en el blanco, pero el león pareció no sentirlas cuando desaparecieron bajo su densa piel. Las balas de su pistola llevaban núcleos explosivos diseñados para detonar dentro del cuerpo del objetivo, y tenían la potencia suficiente para matar a casi cualquier cosa, incluso a una criatura de una apariencia y forma tan asombrosas.

El león se las sacudió de encima como si apenas hubiera sentido los impactos. Rugiendo con furia, la bestia arremetió contra él con las garras por delante mientras saltaba. El ataque alcanzó el caballo de Zahariel, impactando contra su flanco con un horrible crujir de huesos. El corcel se retorcía mientras el león lo destripaba, y Zahariel salió despedido de la silla y aterrizó sobre un montón de barro en el claro. Se puso en pie rápidamente cuando su caballo se derrumbó con las tripas escapando de su cuerpo desgarrado en un torrente de vísceras calientes. Distraído por una presa tan fácil, la atención del león se fijó en la montura moribunda de Zahariel, que disparó nuevamente su pistola, dirigiendo otra descarga contra el león mientras devoraba al caballo, que relinchó de dolor cuando los colmillos desgarraron la carne de la grupa. Las placas acorazadas que rodeaban el cuerpo del león se deslizaban por todo su cuerpo, y chispas y trozos de una sustancia resinosa saltaban cuando los proyectiles daban en el blanco sin ningún efecto.

El arma se quedó sin munición y el león soltó un bramido ensordecedor que era en parte rugido, en parte aullido. Zahariel recargó el arma en seguida mientras se apartaba del monstruo, horrorizado por su poder. La bestia rondaba al borde del claro con ojos de serpiente de un intenso color naranja y atravesados por líneas negras en el centro. En el cuello, la melena de cuchillas latía convulsivamente y cada una de ellas cortaba el aire con intención letal.

Zahariel siguió moviéndose, dando pasos laterales alrededor de la gran bestia. Los gruñidos guturales y la saliva que colgaba de sus mandíbulas abiertas demostraban el hambre que tenía, e intentó no pensar en la posibilidad de ser despedazado por sus colmillos.

Aunque la criatura era una aberración, un monstruo digno de sus peores pesadillas, tenía la impresión de que lo miraba con cierta diversión aviesa. Para combatir el miedo, Zahariel recordó la bestia alada contra la que había luchado hacía tanto, recordó la analogía de la araña y la mosca que había usado para describir cómo le había hecho sentir la bestia. Esta criatura sentía el mismo placer malintencionado por la caza, como si él fuese el bocado carnoso que había que saborear antes de devorar.

Su entrenamiento le había enseñado que debía mantenerse alejado del león y usar la pistola en todo momento, pero su código de caballero le decía que cargase contra la bestia y se enfrentase a ella en un glorioso cuerpo a cuerpo. Sin dejar de apuntar al león que acechaba, Zahariel desenvainó la espada mientras barajaba sus opciones. Contando con el cargador que acababa de poner, disponía de dos más. Había más munición en una alforja que colgaba de la silla de su montura muerta, pero estaba fuera de su alcance. Si no entraba en combate cuerpo a cuerpo, disponía de veinticuatro disparos con los que abatir al león.

Normalmente, veinticuatro balas debían ser más que suficientes para derrotar a cualquier enemigo o a cualquier otra criatura del universo, pero las grandes bestias de Caliban eran monstruos quiméricos que combinaban los peores aspectos de distintas especies animales en un solo cuerpo hediondo. Un líquido rojo y pegajoso manchaba la parte delantera del cuerpo del león allí donde le habían alcanzado las balas, pero no sabía si era sangre o alguna secreción inmunda. Incluso las fisuras que había infligido a la pétrea coraza parecían haber cicatrizado. Sin previo aviso, el león se abalanzó a través del claro hacia él a una velocidad extraordinaria. Se echó a un lado y trazó un arco bajo con la espada para desviar el ataque de la criatura. Los dientes zumbaron al cortar la piel de la bestia y salpicaron a Zahariel de sangre. El león rugió y se giró de un medio salto, golpeando con los cuartos traseros a Zahariel, que cayó al suelo. Rodó nada más caer, manteniendo la espada extendida hacia arriba para evitar ser despedazado por su propia hoja. Las cuchillas del león destellaron y sus zarpas desgarraron el suelo en el lugar donde había caído. Zahariel lo embistió con la espada y los chirriantes dientes mecánicos cortaron las cuchillas del cuello de la bestia. Los fluidos manaban y salían disparados de las cuchillas amputadas, salpicando su armadura de una sangre ácida y humeante. El león se volvió y lo golpeó con sus enormes fauces. Zahariel se echó a un lado cuando las potentes mandíbulas se cerraron a pocos centímetros de su torso. Disparó al esquivar el ataque y varias balas impactaron en el flanco. Una vez más, la bestia no mostró signos de dolor o miedo, en apariencia inmune a ambos.

La piel de Zahariel ya estaba resbaladiza y goteaba sudor, y sintió tensión en los hombros y a lo largo de las pantorrillas. Su armadura estaba equipada con mecanismos diseñados para refrigerarlo y ayudarlo a moverse, pero no estaba a la altura de sus esfuerzos en la lucha contra el león. Su vida pendía de un hilo, y los segundos siguientes decidirían si viviría para ver otra puesta de sol. Había pasado el momento de ser cauto.

Dibujando un amplio arco con la espada para ganar unos momentos de respiro lejos de los furiosos rugidos del león, Zahariel dio un salto hacia adelante. Rodó al caer al suelo y disparó otra salva de balas con la brillante pistola de Amadis, mientras corría gritando hacia el león. Durante un breve instante, el león pareció casi sorprendido y abrió la boca para soltar un gran bramido de furia. Zahariel y el monstruo cargaron el uno contra el otro, cruzando la tierra de nadie que había entre ellos en segundos. La proximidad con la bestia le producía náuseas. Había algo repugnante, casi leproso, en ella. La rodeaba un enfermizo olor a putrefacción del que no estaba seguro que fuese realmente un olor, como si la maldad inherente de la criatura se transmitiese a cualquier objeto en sus proximidades. Zahariel sintió que el aura repugnante de la bestia se las había arreglado para filtrarse hasta sus poros a través de la armadura. Más que nunca, su presencia era como un cáncer en el corazón del mundo, una fuente de maldad contagiosa que debía ser destruida.

El odio le dio fuerzas.

Zahariel estaba muy cerca, pie con garra con el monstruo. Disparó otras dos ráfagas a bocajarro un instante antes de enzarzarse. Entonces, al lanzar sus garras contra él, Zahariel escapó ágilmente de su torpe trayectoria y asestó una fuerte estocada contra el ancho pecho de la criatura. El león bramó y al abrir la boca, Zahariel disparó al interior de aquel aullador abismo, apuntando al paladar. Le dio una estocada tras otra, la hoja se deslizaba y los dientes mecánicos cortaban las capas de coraza exterior de la piel del león. La cabeza de la bestia le dio un gran golpe en el pecho que le hizo impactar contra el suelo, mientras escuchaba el horrible sonido de los huesos rompiéndose en el interior de su cuerpo. Zahariel cayó con un gran golpe y todo el aire salió de sus pulmones cuando la bestia le aplastó el pecho con las patas delanteras. Las garras atravesaron las capas exteriores del peto y gritó cuando las puntas le perforaron la piel y los músculos pectorales.

Sentía la presión del peso del león, que tenía la cabeza a pocos centímetros de la suya y dejaba caer un babeo agrio y espeso sobre su cara. Apenas podía respirar. La mano que sostenía la pistola aún estaba libre y disparó varias balas a bocajarro a la barriga del león. Oyó un crujido, que era mala señal, cuando los cierres de la armadura dieron de sí. El león se quedó sobre él sabiéndole inmovilizado e indefenso, disfrutando con verlo sufrir una muerte lenta y agónica mientras lo aplastaba. Zahariel sintió como si tuviese una banda de acero alrededor del pecho que le impedía respirar. Las garras del león lo levantaron del suelo hacia la boca, preparándose para partirlo en dos de un mordisco. Las enormes fauces se abrieron y de su gigantesco gaznate salió impregnando el aire una ráfaga de putrefacción con el olor más nauseabundo que Zahariel podía imaginar. Los largos colmillos de su mandíbula superior sobresalieron de la boca, cada uno de ellos como el filo de una espada orgánica que lo arrastraba a su condena. Luchó por liberarse pero fue en vano, ya que las garras de sus patas estaban clavadas en el peto y lo aprisionaban sin remedio. Gritó con ira y miedo, y sintió que su odio por la bestia se fundía en una bola luminosa de furiosa energía en su interior. Escupió en la boca de la criatura cuando los colmillos descendieron hacía él. Cerró los ojos cuando las fauces lo mordieron y sintió que su odio manaba y explotaba en su cuerpo con un halo de luz brillante.

Todo se detuvo.

Aunque tenía los ojos cerrados, veía el contorno resplandeciente del león, todos sus huesos y órganos internos aparecían desnudos a su vista, como iluminados desde dentro por un sol extraño y cristalino. Veía cómo bombeaba la sangre por todo su cuerpo, el latido de su corazón y la vil energía que lo había traído a la vida. El cuadro se movía con una lentitud glacial. Cada latido del corazón del león era un estruendo ensordecedor, como el arco de un péndulo antiguo. Sus colmillos seguían descendiendo sobre él, pero el movimiento era tan infinitesimalmente lento que incluso le llevó un momento darse cuenta de que se estaban moviendo.

A Zahariel le dolía cada hueso y cada músculo de su cuerpo. El pecho le ardía y sentía un dolor frío que le penetraba los huesos, como si un poder nuevo y desconocido fluyese a través de él. Se miró la carne y vio las venas y los huesos bajo la piel. Como sospechaba, la bestia le había fracturado varias costillas. Veía cómo se rozaban los extremos astillados bajo la transparencia de su peto. Levantó el brazo hacia la bestia y la mano atravesó el contorno fantasmal de su carne translúcida como si no fuese más consistente que el humo. Sonrió en su ensoñación al ver que aún llevaba la pistola del hermano Amadis, cuyos mecanismos y componentes internos veía perfectamente con su recién descubierta vista. Presionó la pistola contra el corazón del monstruo, dentro del contorno fantasmal del cuerpo de la bestia.

Abrió los ojos y apretó el gatillo.

La realidad se reafirmó con un horrible chasquido mientras la bestia moría de forma espectacular. La mano de Zahariel estaba enterrada en su carne, el brazal blindado quedó hundido en su pecho como si hubiera sido implantado allí. Las fauces se cerraron sobre su hombrera, y el filo de los colmillos atravesó la armadura enterrándose en su cuerpo. Tan pronto como hubo cerrado la mandíbula, el pecho del león se expandió por las detonaciones internas. Se formó fuego tras sus ojos y explotaron partes de sus flancos cuando la munición estalló en el interior del cuerpo del monstruo. Su bajo vientre explotó en un baño de vísceras humeantes y el monstruo se derrumbó, arrastrando a Zahariel con él.

Gimió de dolor. El peso de la bestia era increíble y el dolor de su hombro era como un hervidero de músculos desgarrados y sangre. Le dolían todos los músculos y sentía que le ardía el torso. Zahariel apretó los ojos y el labio inferior al empujar el cadáver del león, al que dio la vuelta a un lado. El aire entró en sus pulmones y gritó cuando las costillas rotas rozaron unas contra otras. El dolor que sentía en el hombro era extraordinario. Los colmillos del león seguían enterrados en su carne y su armadura. Inspiró profundamente, dejó caer la pistola y puso las manos a ambos lados de la enorme cabeza del león. Sus ojos no tenían vida, pero su mirada aterradora mantenía su monstruosa fuerza. Aunque sabía que su muerte era incuestionable, aún temía que la mandíbula se abriese una vez más para acabar lo que había empezado. Era mejor hacerlo rápido, y gritó de agonía al empujar hacia atrás la cabeza del monstruo. Los afilados colmillos salieron de su cuerpo empapados de sangre y, libre del abrazo de sus dientes, se apartó de su cadáver.

La sangre manó de las perforaciones de su hombro, y se pasó los siguientes minutos quitándose las placas de la armadura y ocupándose de las espeluznantes heridas. Limpió las llagas lo mejor que pudo con los suministros que sacó de las alforjas de la silla de su corcel partido y desangrado, y se puso varias vendas fuertemente apretadas. Curiosamente, parecía que el dolor disminuía, pero sabía que sólo era la impresión. Pronto volvería con más fuerza. Cuando hubo hecho todo lo que pudo por su pobre cuerpo maltrecho, cayó de rodillas agotado y, finalmente, se permitió pensar en cómo había derrotado a la bestia.

¿Qué extraño poder le había permitido ver a la bestia como lo había hecho? ¿Había sido un efecto secundario de su travesía por el bosque sombrío, alguna energía desconocida que le habían otorgado los Vigilantes?

¿O era algo más oscuro?

Los Vigilantes habían dicho que la mancha ya moraba en él. ¿Era esto la manifestación de esa mancha?

Fuese lo que fuese, no podía explicarlo, y su cualidad totalmente desconocida lo aterrorizaba más que la ferocidad del león. Fuese cual fuese la causa de su extraño poder, juró guardarlo en secreto. En los tiempos antiguos de Caliban se quemaba viva a la gente por menos, y no tenía deseo alguno de acabar sus días en una pira.

Tambaleándose, Zahariel se puso en pie y recogió su espada y su pistola. Era costumbre de los suplicantes llevarse una parte de la criatura que habían abatido como trofeo, pero las explosiones en el interior del estómago del león lo habían reducido a pedazos sanguinolentos. Al buscar entre los macabros restos, Zahariel sabía que sólo había un trofeo que pudiese llevar a Endriago y luego a Aldurukh. Cogió la espada y se puso a trabajar para separar la cabeza del león de su cuerpo. La hoja de sierra dentada no encontró dificultades ahora que las extrañas placas móviles de la coraza quitinosa permanecían inmóviles. Al fin, la cabeza del león se separó del cuerpo y Zahariel dio media vuelta hacia el sendero que el leñador le había mostrado hacía lo que parecía toda una vida. Aunque se encontraba mareado y había perdido mucha sangre, sonreía al ponerse en marcha hacia Endriago, arrastrando la pesada cabeza con colmillos tras él. Se preguntaba qué reacción recibiría a su regreso por parte de lord Domiel y de Narel. No guardaba rencor a ninguno de los dos hombres por dudar de él y creer que el monstruo lo mataría, sólo estaba feliz de haber demostrado que se equivocaban. Había logrado todos los objetivos de su misión. Había matado a la bestia y liberado al pueblo de Endriago de sus temores. Al mismo tiempo, se había puesto a prueba hasta el límite. Había probado su pericia. Había demostrado su compromiso con el credo de excelencia de la Orden y había demostrado que merecía ser un caballero.

Pero al final, lo que más importaba era que estaba vivo.

Al mirar la cabeza de la bestia, experimentó una sensación de triunfo profunda y perdurable. Había superado una dura prueba. Había triunfado en su misión.

Por primera vez en su vida, Zahariel sintió que era digno de los altos principios que profesaba. Nunca caería en la autocomplacencia en lo que a demostrar su valía se refiriese. Estaba hecho para llevar a cabo misiones, tanto si se les daba ese nombre como si no. Siempre habría otro monstruo que abatir, otra batalla que librar, otra guerra que ganar. Hasta el último latido de su corazón, nunca se daría por vencido, nunca se permitiría flaquear. Aunque en aquel momento sintió que se había ganado el derecho a tener un instante de orgullo por su logro.

Zahariel salió del claro y emprendió el largo camino de vuelta a Endriago.