SIETE
Después, Zahariel siempre recordaría aquello como su mejor momento. No es que los años siguientes careciesen de gloria, ni mucho menos. Ganaría muchas batallas. Sería aclamado y laureado por sus compañeros.
Sería honrado por el León.
Conocería todas estas cosas y más. Pero aun así, de alguna forma, el momento que más apreciaba en su mundo eran los días anteriores a la llegada del Emperador a su planeta. Fue la época anterior a los ángeles, en un tiempo en que era un joven a las puertas de la madurez. Quizá su edad había tenido que ver a la hora de recordar aquellos días de forma más intensa en su mente. En aquella época, apenas faltaban dos semanas para su decimoquinto cumpleaños. El hecho de ser joven añadía brillo a sus recuerdos. Haría que sus logros pareciesen mucho más honorables en cierto modo, más memorables. Con este primer paso tras el umbral de la edad adulta, se enfrentó a horrores y superó dificultades a las que la mayoría de los hombres no podrían sobrevivir jamás. Un elemento apartaría sin duda este momento de sus triunfos posteriores. Aún no lo habían convertido en un ángel. Aún no se había transformado en Astartes. Esto iba a hacer que lo que pasó fuera algo aún más extraordinario. Que un superhombre triunfase en esas circunstancias era una cosa, pero que lo hiciera un ser humano corriente era otra muy distinta, especialmente si se trataba de un adolescente.
Quizá hubiese algo más.
Quizá, al final, atesoraría ese momento simplemente porque hablaba bien de su persona. Tras su transformación en ángel, la mayor parte de sus recuerdos de aquellos días en los que todavía era un hombre se volverían apagados y vagos. Había miles de momentos, todos importantes, que olvidaría por completo. Tendría dificultades para recordar los rostros de sus padres, sus hermanas y sus amigos de la infancia. Lo único que se fijaría en su mente sería aquello relacionado con la época que pasó entre los ángeles, como si al cruzar el puente entre lo humano y lo sobrehumano hubiera dicho adiós para siempre a muchas de las cosas que habían definido su anterior vida humana.
Fuese cual fuese el caso, el recuerdo ardería con fuerza en su mente durante aquellos días. Permanecería con él, a través de los siglos, como uno de los pocos recuerdos significativos que le quedaban de su juventud. Alteraría el paso de sus años de forma sutil porque lo ayudaría a mantenerse fiel a sus ideales. Lo sostendría cuando se le agotase la esperanza. Siempre lo vería como uno de los momentos definitorios de su existencia. Así comenzó a ser consciente de sí mismo, la historia que había dado lugar a su mito personal. Esto era lo que representaba para él. Hubo un tiempo en que fue un hombre. Hubo un tiempo en que fue un caballero. Hubo un tiempo en que luchaba por el bien y protegía a los inocentes.
Hubo un tiempo en que cazaba monstruos.
Habían pasado casi cinco meses desde que el hermano Amadis había iniciado la misión para destruir a la bestia de Endriago y el tiempo había transcurrido como si fuese de plomo para Zahariel. Echaba de menos la confortable camaradería de su héroe y el sentido de que su valía y su presencia se valoraban y apreciaban en la Orden. Aunque el caballero Ramiel era un maestro de gran técnica y sabiduría, trataba a Zahariel como a cualquier otro suplicante, que era como debía ser, pero tras haber sido destacado por el hermano Amadis, le pareció difícil adaptarse a ser… uno más.
Sin la presencia del hermano Amadis, los juegos de humillación del contrario habían vuelto a empezar, y Zahariel, Nemiel, Attias y Eliath volvían a pelearse como jóvenes novicios. Zahariel había intentado que las ansias de Nemiel por superarlo no lo incomodasen, pero por mucho que se esforzase, los intentos constantes de su primo empezaron a solidificarse en su corazón formando una bola de resentimiento.
Desde la visita de lord Sartana a Aldurukh, una proporción significativa de la fuerza de la Orden se había desviado de la etapa final de la campaña contra las grandes bestias hacia el conflicto con su nuevo enemigo. En una serie de combates decisivos, los Caballeros de Lupus habían sido empujados de nuevo a su fortaleza de Sangrula, la Montaña Sangrienta, la cual, de acuerdo con los rumores que corrían en la fortaleza monasterio, ahora estaba sitiada.
Los muchachos se habían reunido a la hora de comer para discutir el estado de la guerra contra los Caballeros de Lupus y para lamentarse de su estatus de suplicantes que, por tanto, los excluía de la lucha.
—He oído que han empezado a quemar sus propios asentamientos para que los caballeros de la Orden no los capturen —afirmó Eliath.
—Es cierto —dijo Attias—. Oí al maestro Ramiel decírselo a Sar Hadariel ayer.
—¿Por qué iban a hacer algo así? —preguntó Nemiel—. Es una estupidez.
—No lo sé —dijo Attias—. Pero es lo que he oído.
—Quizá porque han demostrado por sus acciones que ya no son más que unos renegados traidores y que cada momento que siguen existiendo es una mancha en el honor de Caliban.
—Esa es una valoración un poco dura, ¿no? —intervino Zahariel.
—¿Lo es? —dijo Nemiel—. Entonces, ¿cómo es que la Orden ha asumido la tarea de acabar con su existencia?
—¿Alguien se ha parado a pensar que quizá, sólo quizá, lord Sartana estaba diciendo la verdad? —preguntó Zahariel—. ¿Que quizá rompimos nuestra palabra de dejar sus tierras en paz?
—Se me ha pasado por la cabeza —reconoció Nemiel—. Pero ¿qué importa eso ahora?
—¿Qué importa? —repitió Zahariel—. Importa porque a lo mejor estamos a punto de iniciar una guerra bajo un falso pretexto, que hemos instigado esta guerra para servir a nuestros propios fines. ¿Eso no os preocupa?
Las caras de perplejidad le dieron la respuesta, y asintió con la cabeza como aceptándola.
Nemiel se reclinó sobre la mesa.
—La historia la escriben los vencedores, Zahariel —dijo—, y entre las muchas píldoras amargas que han de tragar los perdedores en cualquier guerra, se encuentra el hecho de que sus sacrificios fueron en vano. Las reivindicaciones de Sartana al León podrían haber sido insidiosas, incluso una fantasía absoluta, pero los cronistas de la Orden no iban a registrarlas aunque hubiesen sido ciertas, ¿no?
—¿Y los cronistas de los Caballeros de Lupus?
—Sin duda morirán con sus señores en el sitio de la fortaleza.
—¿Cómo puedes ser tan indiferente con esto, Nemiel? —preguntó Zahariel—. Estamos hablando de matar a semejantes, a caballeros.
Nemiel negó con la cabeza.
—No, estamos hablando de matar a nuestros enemigos. Si son caballeros, o no, es irrelevante. Sean los motivos buenos o malos, el fragor de la batalla hará que se olvide la causa inicial de nuestra disputa con los Caballeros de Lupus. Ni siquiera la guerra persistirá en la memoria.
—Eso es trágico —afirmó Zahariel.
—Tal es la tragedia de la existencia humana —dijo Nemiel, citando el Verbatim—. Las vidas de los individuos son volátiles y efímeras, perdidas en las implacables y sangrientas mareas de la historia.
Zahariel negó con la cabeza:
—Puede ser, pero en Caliban esas mareas son más oscuras que en otros lugares.
Tras la comida, los suplicantes se retiraron a los dormitorios a preparar sus armas para la práctica de la tarde bajo el ojo inquisidor del maestro Ramiel. A Zahariel lo había afectado la conversación de la comida y estaba preocupado por la velocidad con que los caballeros de la Orden habían seguido a El’Jonson a la guerra.
Seguramente era el deseo de todo ser consciente evitar la guerra, llevar a cabo todas las acciones posibles para evitar perder vidas. Aunque joven, Zahariel era lo bastante sabio para saber que, a veces, la guerra y la muerte eran inevitables, pero esta guerra con los Caballeros de Lupus parecía haber comenzado con sorprendente e indebida prisa.
Al levantar la espada serrada y abrocharse el cinturón con la pistola, oyó la llamada distante de una trompeta, una melodía cadenciosa de tres notas repetidas una y otra vez. Miró hacia donde Nemiel y los demás estaban preparando sus armas, sabiendo que conocía el significado de aquellos sonidos pero incapaz de conectar ese conocimiento con sus sentidos.
—El hermano Amadis —dijo Eliath, y de repente los toques de trompeta adquirieron sentido y significado.
—«El regreso del caballero» —citó Attias.
Zahariel sonrió al reconocer una melodía que se escuchaba con tan poca frecuencia y que anunciaba el regreso de un caballero de una misión de cacería. Se había dado caza a la mayor parte de las grandes bestias y la cruzada había llegado casi a su fin, por lo que esas notas jubilosas se oían muy raramente aquellos días. Los cuatro muchachos salieron corriendo de los dormitorios, ignorando que el maestro Ramiel los castigaría por perderse las clases de esgrima y de tiro. La emoción de ver al hermano Amadis una vez más entre los muros de Aldurukh sobrepasaba las nimias preocupaciones del horario.
Otros también habían oído la trompeta, aunque era un misterio para Zahariel cómo el sonido había atravesado la fortaleza cuando se emitía desde las alturas de la torre. Los compañeros suplicantes corrieron con ellos, e incluso algunos de los caballeros más jóvenes se abrieron paso hacia la gran puerta del corazón de la fortaleza, ansiosos por ser los primeros en dar la bienvenida al hermano Amadis.
Zahariel volvió a verse otra vez compitiendo con Nemiel; su primo iba un poco más adelante con una sonrisa de triunfo. Attias iba detrás de él y Eliath corría sin parar a la cola de su pequeño grupo.
Los pasillos se vaciaron alrededor de las grandes torres del bastión de la entrada, espirales de piedra atravesadas de saeteras que conducían al nivel del suelo. Se había reunido una multitud considerable, pero aun así consiguieron abrirse paso hacia adelante, mientras un eco atronador bajaba de la oscuridad. Unas enormes cadenas chirriaron soltando polvo, y los pesados cabrestantes, poleas y contrapesos se movieron en un intrincado baile que abrió las colosales Puertas Conmemorativas de Aldurukh.
Cayó una luz brillante de un cielo diáfano que cubrió la explanada de piedra llena de banderas y se extendió para iluminar el sombrío interior de la fortaleza monasterio. Las motas de polvo giraban como diamantes y bailaban en el aire por el movimiento de las grandes puertas. Zahariel forzó la vista para ver al hermano Amadis, pero más allá del cegador rectángulo de luz que formaban las puertas, no veía más que la mancha borrosa y oscura del bosque en la distancia. Los demás suplicantes se apelotonaban a su alrededor con las mismas ansias de ver, pero Zahariel y sus hermanos permanecieron en su posición con una mezcla de fuerza y pura terquedad.
Al fin se oyó un grito, y Zahariel vio movimiento en la puerta de entrada y la silueta de un jinete avanzando lentamente hacia la fortaleza. A medida que sus ojos se adaptaban a la luz brillante del cielo, el corazón de Zahariel saltaba al reconocer el perfil distintivo e inequívoco del hermano Amadis.
Aunque se regocijaba con el regreso de su héroe, tuvo el súbito presentimiento de que algo iba mal.
Amadis se mantenía erguido con las últimas fuerzas que le quedaban, su túnica estaba empapada de sangre aún húmeda y el brazo izquierdo le colgaba a un lado, con los huesos claramente rotos. Tenía la cara pálida y sin vida y una barba oscura que le enmarcaba el rostro. Su corcel tampoco había escapado ileso: tenía varias heridas profundas en el pecho y los flancos y le habían arrancado varios mechones de la crin. Había perdido la cola, y una serie de cortes coagulados en la grupa indicaban una huida desesperada de algo terrible. Los ojos de Amadis hablaban de un dolor y una determinación inimaginables, y su cabeza se movía a un lado y a otro como buscando algo perdido.
Los caballeros acudieron a asistir al héroe herido y a ayudarlo a bajar de la silla. El movimiento rompió el hechizo de su condición y un clamor de voces se alzó al ver al guerrero terriblemente herido. La presión de los cuerpos empujó a Zahariel como a un resignado pasajero en el avance de una muchedumbre.
—¡Atrás! —gritó una voz venerable y poderosa—. ¡Dejadle algo de espacio, maldita sea!
Zahariel vio a lord Cypher, que daba zancadas entre la multitud, obligándola a abrirle paso con la fuerza de su personalidad y autoridad, y se puso rápidamente tras él cuando pasó por su lado. En cuestión de minutos, había dejado atrás a sus compañeros y estaba sobre el hermano Amadis con lord Cypher arrodillado junto al hombre herido. Amadis luchó por que le salieran las palabras, pero de sus labios sólo salía espuma con la sangre que bombeaban sus pulmones perforados.
—No hables —dijo lord Cypher—. Sólo lo harás más doloroso.
—No —susurró Amadis—… tengo que hablar.
—De acuerdo, amigo. ¿Quieres pronunciar tu despedida?
Amadis asintió, y aunque Zahariel estaba horrorizado de que lord Cypher asumiera de forma implícita que Amadis iba a morir, había visto heridas suficientes para saber que las suyas eran mortales. Zahariel vio que la sangre del estómago del caballero estaba húmeda y seguía fluyendo, la herida estaba abierta y los intestinos empujaban la mano que en vano intentaba mantenerlos dentro de su cuerpo. Con la mano libre, Amadis buscó su pistola de cañón rotatorio y la sacó trabajosamente de la funda de piel.
—Zahariel —dijo Amadis.
Lord Cypher miró hacia arriba, vio al muchacho y rápidamente lo animó a que se arrodillase ante el caballero moribundo.
—Aprisa muchacho, y escucha bien, no muchos consiguen oír las últimas palabras de un caballero de la Orden. Aquellos que escuchan una despedida tienen una obligación para con el muerto. Ya sabes, tradición.
Zahariel asintió, concentrado en el moribundo Amadis, que alzaba su pistola hacia él.
—Tómala, Zahariel —dijo Amadis, y las arrugas de dolor de su rostro se iban relajando mientras la muerte se lo iba llevando—. Es tuya. Quiero que te la quedes.
—No puedo —repuso Zahariel, con lágrimas en los ojos.
—Debes hacerlo, es mi deseo que la lleves —jadeó Amadis—. Es mi legado. Recuérdame cuando la dispares. Recuerda lo que te he enseñado.
—Lo haré —prometió Zahariel, recogiendo el arma cubierta de sangre de Amadis. Le pesaba mucho en la mano, más de lo que un simple artefacto de metal y madera debería pesar. Llevaba el peso de la responsabilidad con ella, una obligación con el honorable guerrero que la había llevado antes que él.
—Es una buena arma… Nunca me ha fallado —tosió Amadis—. No des por hecho que nunca vaya a hacerlo, ¿eh?
—No —dijo Zahariel, que de repente era consciente del silencio que llenaba la puerta de entrada.
—Maldición, ya no siento dolor, eso no puede ser bueno, ¿no?
—Significa que el fin está cerca, amigo —afirmó lord Cypher.
—Eso pensaba —asintió Amadis—. Esa maldita bestia de Endriago me clavó bien las garras. Un cabrón enorme, además… era un león calibanita… Siempre creí que sólo había uno.
—¿Un león calibanita? —inquirió Zahariel—. Creía que lord El’Jonson había matado al único león.
—Ojalá hubiese sido así —dijo Amadis con una mueca—… No estaría aquí tirado… Sólo deseo…
Fuese cual fuese el último deseo de Amadis, sería siempre un misterio, pues sus ojos se vidriaron y un suave aliento salió de entre sus labios. La cabeza de Zahariel se inclinó y las lágrimas fluyeron sin pudor por sus mejillas ante la muerte de su gran héroe. Asió con ambas manos la pistola que Amadis le había dado y el ardor de la ira lo embargó al pensar que el asesino del caballero aún seguía vivo, deambulando por los sombríos bosques.
Lord Cypher se acercó y puso la palma de su mano en el rostro sin vida del caballero para cerrarle los ojos suavemente.
—El hermano Amadis de la Orden ha muerto —entonó con funesta solemnidad.
Zahariel alzó la vista cuando lord Cypher posó su mano arrugada sobre su hombro y señaló el arma que le había dado Amadis.
—Eso es más que un arma, muchacho —dijo lord Cypher—. Es el arma de un héroe. Lleva el peso del poder y la potencia que la tuya no posee. Debes honrar el arma y la memoria del hombre que te la ha entregado.
—La honraré, lord Cypher —prometió Zahariel—. No le quepa la menor duda.
Los ojos de lord Cypher se entrecerraron al escuchar la vehemencia en la voz de Zahariel. Negó con la cabeza.
—No, muchacho —le advirtió—. La ira y la pérdida nublan tu juicio. No lo digas, porque no puede retirarse una vez pronunciado.
Pero Zahariel no se dejaría disuadir y se mantuvo con la pistola ensangrentada firmemente sujeta contra el pecho.
—Lord Cypher —dijo Zahariel—, declaro una misión contra la bestia de Endriago.
—No deberías haber declarado una misión —dijo Nemiel.
Faltaban tres días para que Zahariel saliese para llevar a cabo su misión. Al saber que pasaría los siguientes dos días con sus noches meditando en silencio para prepararse para el viaje, sus compañeros suplicantes habían considerado aquél un momento oportuno para dar un banquete en su honor.
Había comida y vino, y el maestro Ramiel les había concedido un permiso especial para celebrar el banquete en las cavernas subterráneas de Aldurukh. La celebración tuvo lugar a la luz de las antorchas, alrededor de una gran mesa que habían bajado desde el comedor de los dormitorios. Los preparativos se llevaron a cabo como de costumbre. De acuerdo con lord Cypher, si Zahariel triunfaba en su batida, renacería de una vida a otra y dejaría de ser un muchacho para ser un hombre.
—Estrictamente hablando —había dicho lord Cypher—, tal y como se consideran estas cosas, ahora mismo estás en un limbo entre la vida y la muerte, tu alma se encuentra momentáneamente en el inframundo hasta que se tome una decisión sobre tu futuro y tu estatus quede decidido.
Zahariel había pensado que se trataba de una superstición sin sentido, por supuesto, basada en la tradición y en los mitos antiguos, pero lord Cypher seguía al servicio de las costumbres más antiguas del mundo y, al haber sido testigo del fallecimiento del hermano Amadis, Zahariel había hecho honor a su consejo y había buscado un lugar subterráneo para el banquete. A pesar del tono festivo y la alegría superficial del acto, Zahariel advirtió que todó lo que se le decía tenía un tono en el que subyacía una profunda tristeza. Sus amigos le deseaban suerte, pero no ocultaban la pena en su conducta. Darse cuenta de ello le resultaba incómodo, pero al final Zahariel entendió que le decían adiós sin esperanzas de volver a verlo con vida.
Nadie esperaba que volviese de la misión si no era muerto.
—Podrías haber esperado, Zahariel —dijo insistentemente la voz de Nemiel a su lado—. No debiste anunciar una misión contra la bestia que mató a Amadis.
—Tuve que hacerlo, Nemiel —afirmó Zahariel—. No viste cómo la vida le abandonaba. Yo sí.
—¿Sabes lo que dicen los caballeros veteranos? —intervino Eliath.
—No —admitió Zahariel—, ni me importa. He anunciado una misión nada menos que ante lord Cypher. No puedo echarme atrás.
—Pues debería importarte —soltó Nemiel, mirando hacia el techo—. Las cosas que dicen los caballeros… Creen que es orgullo. No entienden por qué lord Cypher te ha permitido llevar a cabo la misión. Debería evitarlo. Es una misión suicida.
—Tendrás que ser más claro, Nemiel —repuso Zahariel, moviendo su copa—. Puede que no haya mezclado suficiente agua con el vino, pero tengo problemas para seguirte.
—Estoy hablando de la bestia que vas a cazar —aclaró Nemiel, con una mueca de exasperación—. En la mesa de los caballeros se dice que es un león calibanita, uno de los peores depredadores de los bosques. Dicen que ya se ha cobrado más de doscientas vidas, y eso sólo en los bosques del norte, donde apenas hay gente.
—Se supone que una misión ha de ser difícil, Nemiel —dijo Zahariel—. Así es como demostramos lo que valemos. Así es como probamos que estamos listos para ser caballeros.
—Difícil sí, pero esto va más allá —respondió Nemiel—. Todos dicen que la bestia de esta misión es digna de los auténticos héroes que hay entre nosotros, como el León o Sar Luther. No te ofendas, primo, pero ni eres uno de ellos ni lo serás nunca. No tienes ni más destreza ni más experiencia que la que tengo yo para abatir a esa bestia. Todos dicen que estás loco. Sé que quieres ser un caballero desesperadamente, todos queremos, pero si quieres saber mi opinión, deberías haber esperado a una bestia menos peligrosa. Nadie habría pensado mal de ti por hacerlo. No habrías dañado tu honor.
Zahariel negó con la cabeza.
—No se trata de la gloria y no me importa cómo hablen de mí. Ya deberías saberlo.
—Sí, lo sé, pero ¿cómo es posible que no veas que es una locura? No exageraba cuando decía que creía que era un suicidio. No te das cuenta, ¿verdad? ¿Por qué lo has hecho?
—He esperado años para esto —afirmó Zahariel, hablando lentamente y midiendo su respuesta—. Desde que acepté ser suplicante de la Orden he soñado con este momento. Para ser sincero, nunca se me ocurrió evitar esta misión. Cuando el hermano Amadis murió, sentí que era lo correcto. No podía esperar. Además, recuerda lo que dijo el maestro Ramiel: «No se elige la bestia, la bestia te elige a ti». Deberías haber aprendido esa lección.
Intentado calmar la tensión, Zahariel sonrió a Nemiel para demostrarle que sólo estaba bromeando, pero su primo no estaba dispuesto a suavizar su posición. Aún molesto, Nemiel lo miró con frustración. Attias y Eliath estaban sentados en silencio, conscientes de que entrometerse en la discusión entre los dos primos no era prudente.
—No tiene gracia, Zahariel. Esa bestia podría matarte. Recuerda, yo estaba allí cuando el monstruo alado nos atacó. Resulta fácil pensar que eres inmortal cuando llevas armadura y vas armado con una buena pistola y una espada motorizada, pero nuestras armas y artificios no son nada ante tales criaturas. Esto no es algo que pueda tratarse a la ligera. Es algo muy serio.
—Sé que lo es —replicó Zahariel—. No me malinterpretes. Entiendo los peligros de la misión a la que me enfrento. Sé la envergadura que tiene. Pero tú ves un gran problema y yo una ventaja. Conoces las enseñanzas de la Orden tan bien como yo. En todas las clases con los maestros, en todas las instrucciones de combate y entrenamientos, en todos los simulacros de duelo y torneos que hemos llevado a cabo desde que llegamos aquí, nos hemos esforzado por alcanzar una cosa: la excelencia. Es la única cualidad que da significado a la vida de un hombre. Es la única cosa que hace que merezca la pena ser caballero. Es la idea sobre la que se fundamenta la Orden. Ya conoces las palabras: «La vida humana debería dedicarse a la búsqueda de la excelencia en todas sus formas, como especie y como individuos».
—A mí no tienes que citarme el Verbatim —le espetó Nemiel—. El maestro Ramiel nos lo ha grabado en la cabeza. Me lo sé de memoria tan bien como tú.
—Entonces recordarás otra cosa que está escrita en él: «Para ayudar a demostrar esta excelencia, buscaremos nuestros propios límites. Sólo con los retos más duros podremos conocer la verdadera forma de nuestro carácter». Eso es lo que dictan las enseñanzas de la Orden: los límites, los retos más duros. No estaría siguiendo esas lecciones si hubiese rechazado realizar la batida porque tuviese miedo de que fuese demasiado dura.
—Esos son tus ideales, sí —asintió Nemiel—, pero tenemos que ser realistas. Si las historias sobre la bestia son ciertas, es el tipo de criatura que sólo un grupo de caballeros experimentados podría abatir. Incluso lord El’Jonson acabó gravemente herido antes de matar a su león calibanita. No es un reto apropiado para un suplicante.
—Quizá tengas razón —admitió Zahariel—, pero cuando Amadis me dio su pistola tuve que aceptar hacerlo. Si empezamos a intentar elegir nuestras misiones basándonos en lo fáciles que nos gustaría que fuesen, iremos cuesta abajo hacia la ruina. De todas formas, no discutamos. La decisión está tomada y es demasiado tarde para dar marcha atrás. Me he comprometido con esta batida. Lo máximo que podemos hacer es brindar juntos y esperar que ambos vivamos para volver a vernos.
Zahariel se puso en pie y levantó su copa.
—Por que vivamos mañana, primo —dijo, alzando la copa.
Por su parte, Nemiel sonrió con resignación y alzó la suya.
—Por que vivamos mañana —repitió, con lágrimas en los ojos.