SEIS

SEIS

La cruzada contra las grandes bestias continuaría durante otro año antes de que el último bastión de monstruos estuviese listo para ser atacado. Las letales selvas, densas y entramadas, de los sombríos bosques del norte aún debían ser purgadas de monstruos, aunque éste era el único lugar en el que los guerreros de la Orden y sus aliados todavía no habían entrado.

En parte, esto se debía a la dificultad de preparar una batida organizada y sistemática en la espesura. Gran parte del bosque era tan denso como virtualmente impenetrable para los jinetes, y ni los guerreros más fuertes del Ala de Cuervo cabalgarían dentro de sus límites a no ser que sus maestros se lo ordenasen.

En los bosques del norte existían asentamientos, aldeas muy bien defendidas con altas murallas construidas sobre grandes rocas planas o en la espesura de amplias colinas, pero éstas eran pocas, estaban muy alejadas entre ellas y las habitaban personas resentidas que se lamentaban de su suerte en la vida sin atreverse siquiera a mejorarla.

Lo cierto es que la verdadera razón por la que la cruzada aún no se había aventurado en los bosques del norte era la antipatía de los Caballeros de Lupus.

Los Caballeros de Lupus, una hermandad de caballeros conocida por sus eruditos y sus grandes bibliotecas, se habían opuesto con vehemencia a la idea de cualquier campaña contra las bestias, y se habían puesto abiertamente en contra de Luther y Lion El’Jonson muchos años antes.

Aparte de las otras órdenes que habían votado contra la propuesta de El’Jonson para eliminar a las grandes bestias de los bosques, los Caballeros de Lupus habían rechazado acatar la voluntad de la mayoría una vez tomada la decisión. En lugar de eso, hablaron de guerra y amenazaron con llevar a cabo su propia campaña contra la Orden y sus aliados. Al final, Luther acordó un compromiso. Los detalles del acuerdo al que habían llegado nunca se revelaron, pero fueran cuales fueran, los Caballeros de Lupus se retiraron a su refugio en las montañas de los bosques del norte y no tomaron medidas contra la Orden.

Durante diez años, los Caballeros de Lupus vigilaron desde su fortaleza cómo la campaña de El’Jonson alcanzaba una victoria tras otra. Región por región, las grandes bestias eran eliminadas de los bosques de Caliban.

Según pasaron los años y la campaña estaba cada vez más cerca de lograr las ambiciones de El’Jonson, las mentes de la mayoría del pueblo de Caliban comprendieron que llegaría una era dorada.

La campaña del León había avanzado hasta la mismísima frontera de los bosques del norte, baluarte de los Caballeros de Lupus durante mucho tiempo, y la única región de Caliban en la que aún existían las grandes bestias.

Casi de forma inevitable, cuando la Orden penetrase en los bosques del norte, habría conflictos.

Un grupo de suplicantes armados se reunió en el centro de la sala de entrenamiento formó un círculo que miraba hacia fuera con las espadas extendidas ante ellos en posición de defensa. Zahariel estaba en el centro del círculo, espalda con espalda con Nemiel, mientras otra clase de suplicantes los rodeaba y miraba cómo practicaban con la espada.

El hermano Amadis paseaba alrededor del círculo con las manos a la espalda mientras supervisaba la última sesión de entrenamiento de los suplicantes de la Orden. Los suplicantes reunidos en torno al círculo eran aproximadamente un año más jóvenes que los alumnos que lo formaban y todos iban armados con espadas de entrenamiento de madera. Aunque romas, cada una de ellas llevaba una barra de plomo en su interior, lo que hacía que cualquier impacto fuese extremadamente doloroso.

—Habéis entrenado de esta forma durante años —dijo Amadis, dirigiéndose a los suplicantes más jóvenes— y comprendéis la capacidad defensiva del círculo, pero no entendéis su fuerza simbólica. ¿Quién de los que estáis en el círculo puede explicar a estos alumnos por qué luchamos de esta forma?

Y, como ocurría a menudo, Nemiel contestó primero.

—Al formar un círculo, cada guerrero es capaz de defender al hombre que tiene a su izquierda. Es una formación defensiva clásica que se usa cuando nos superan en número.

—Cierto, Nemiel —dijo Amadis—, pero ¿para qué sirve el círculo interior?

Esta vez contestó Zahariel diciendo:

—Un círculo es más fuerte con otro círculo en su interior. Es una antigua doctrina de batalla de Caliban.

—Correcto —respondió Amadis—. La idea de los círculos concéntricos, uno dentro de otro, ha sido la base de la defensa de las grandes fortalezas monasterio de Caliban. Al formar un círculo interior para guardar y proteger al grupo más amplio de guerreros del círculo exterior, no puede quebrarse la defensa. ¡Ahora, atacad!

Los suplicantes más jóvenes se abalanzaron sobre el círculo apuñalando y golpeando a los mayores con sus espadas de madera. Los muchachos del círculo exterior luchaban bien y desviaban los golpes de sus atacantes con las habilidades adquiridas en un año más de entrenamiento, pero los superaban en número de tres a uno y era inevitable que recibiesen algunos golpes.

Zahariel miraba cómo se desarrollaba la batalla con precisión clínica e iba girando, con Nemiel siempre a su espalda, mientras arremetían contra cualquier brecha potencial en el círculo. Las espadas chocaron y repiquetearon durante diez minutos, pero no se abrió ni un solo hueco en el círculo exterior.

Amadis gritó nombres para declarar a algunos muchachos «muertos», y éstos se apartaban del círculo cojeando, con los brazos amoratados o rotos, para ir a lamerse las heridas mientras el círculo exterior se estrechaba cada vez más para mantener sus líneas intactas.

Zahariel atacaba mientras los suplicantes más jóvenes amenazaban con arrollarlos, y Nemiel hacía lo mismo detrás de él. El combate continuó durante otros quince minutos, sin mostrar signos de debilitamiento en la formación, y entonces Amadis declaró el fin de la sesión.

Tanto Zahariel como Nemiel estaban empapados en sudor. La batalla había hecho mella en sus reservas de energía. Luchar con tanta intensidad durante tanto tiempo era difícil, pero luchar en el círculo interior era particularmente agotador.

El hermano Amadis caminó entre los exhaustos suplicantes.

—Ahora veis las ventajas del círculo interior y la fuerza que se gana con su presencia —les dijo—. Recordad esto cuando libréis una batalla y no fracasaréis. Es una obviedad, pero por separado somos débiles, juntos somos fuertes. Cada uno de vosotros se enfrentará un día a la batalla, y si no podéis mirar a vuestros hermanos y saber sin pensar que podéis confiar en ellos, entonces estáis perdidos. Sólo cuando tales lazos se blindan significan algo, porque en el momento en que esa confianza no es instantáneamente recíproca, el círculo se rompe y estáis muertos. ¡Romped filas!

Los suplicantes se levantaron del suelo de piedra de la sala de entrenamiento, de uno en uno o de dos en dos, con toallas de lino alrededor del cuello, cansados y con las extremidades maltrechas.

—Sin duda ha sido una de las duras —dijo Nemiel, enjugándose el sudor de la cara con la manga.

Zahariel asintió, demasiado cansado para contestar.

—Nos está haciendo trabajar, ¿eh? —continuó Nemiel—. Parecía que estuviésemos a punto de comenzar una batalla o algo parecido.

—Nunca se sabe —dijo por fin Zahariel—. Podría ser. Los representantes de los Caballeros de Lupus llegarán más tarde hoy, y si lo que he oído es cierto, puede que sí haya una guerra pronto.

—¿Contra los Caballeros de Lupus? —preguntó Attias, que apareció con uno de sus cuadernos bajo el brazo.

—Es lo que he oído —dijo Zahariel.

—¿Has apuntado todo lo que ha dicho el hermano Amadis? —preguntó Nemiel, mientras se les unía Eliath.

—Sí —respondió Attias—, menos una palabra o dos.

—Quizá si practicases más con la espada en vez de garabatear en tus cuadernos no nos expondrías a los ataques —lo pinchó Eliath, aunque no había malicia en sus palabras y sólo se trataba de una broma.

—Y quizá si no estuvieses tan gordo habrías sido capaz de evitar sus ataques.

Los muchachos sonrieron con las bromas familiares, pues se hacían con buen fondo, sin malicia. En el año siguiente al ataque de la bestia alada en el bosque, los cuatro habían superado el rencor que los había dividido y se habían hecho amigos rápidamente, ya que el compartir una experiencia cercana a la muerte les había hecho acercarse mucho más que cualquier otra cosa.

Attias había desarrollado una figura esbelta, de rasgos hermosos, hombros anchos y músculos prietos alrededor de las extremidades. Eliath seguía siendo el más grande de todos, con músculos abultados y potentes y cualquier atisbo de grasa había desaparecido hacía mucho de su cuerpo monumental, aunque seguía siendo el menos ágil de todos.

—En serio, ¿crees que podríamos entrar en guerra con los Caballeros de Lupus? —preguntó Attias.

—No lo sé, es posible —dijo Zahariel, deseando no haber sacado el tema. El hermano Amadis le había dicho que lord Sartana, de los Caballeros de Lupus, se dirigía a Aldurukh para protestar porque los caballeros de la Orden habían penetrado en los bosques del norte, y aunque no le habían dicho que guardase la información para sí, seguía sintiendo que estaba traicionando su confianza al compartirla con sus hermanos.

—Zahariel, Nemiel, aseaos y venid a mi cámara en quince minutos. Os quiero totalmente vestidos con túnicas, armas y el atuendo ceremonial.

Ambos muchachos se miraron perplejos, sorprendidos con la aparición del hermano Amadis.

—¿Señor? —preguntó Nemiel—. ¿Qué ocurre?

—El León quiere mostrar a los mejores suplicantes cuando lord Sartana entre en la Cámara del Círculo, y vosotros lo sois. Daos prisa, ya está aquí y parece que no quiere perder tiempo. ¡Vamos!

Zahariel cambiaba nerviosamente de un pie al otro mientras Nemiel permanecía al borde del pedestal en el centro de la Cámara del Círculo. Habían marchado con el hermano Amadis hacía unos minutos, emocionados y no poco honrados de que les permitiese seguirlo al entrar en la cámara por las Puertas del Claustro.

Las entradas más altas de la Cámara eran para los miembros de menor rango de la Orden, y sólo a los caballeros veteranos les era permitido entrar por las Puertas del Claustro.

Normalmente, los suplicantes y aquellos de rango inferior a un auténtico caballero estaban obligados a entrar y sentarse en los bancos de arriba, pero los miembros veteranos de la Orden habían hecho una excepción especial en esta ocasión. Los pasillos y las cámaras de Aldurukh bullían de actividad: su pequeño grupo se había cruzado con caballeros, escuderos y suplicantes que iban rápidamente de un lado a otro, sin duda haciendo cosas vitales para la preparación de la llegada de lord Sartana. Los estandartes ceremoniales se sacudían y se colgaban del techo, los estandartes de guerra rojos y carmesí se sustituyeron por aquellos que recordaban un pasado legendario e imágenes que evocaban la hermandad y la confraternidad. Los miembros de la Orden, debidamente vestidos y encapuchados, llenaban los bancos de piedra alrededor del centro de la cámara, y sólo estaban presentes aquellos suplicantes que acompañaban a los hermanos veteranos de la Orden.

—¿Ese Sartana es muy importante? —susurró Nemiel, cuidando de no alzar la voz, ya que la acústica de la Cámara del Círculo era increíble.

—Eso creo. Es el miembro más veterano de los Caballeros de Lupus —asintió Zahariel.

—Creía que muchos ya habían muerto.

—No —dijo Zahariel—, aunque ya no son lo que eran, eso es cierto.

—¿Qué les ocurrió?

Zahariel recordó lo que había oído hablar a los senescales bajo las salas y las cámaras de los nobles caballeros en los primeros años posteriores a su ingreso en la Orden.

—Se oponían a la campaña del León contra las grandes bestias y se retiraron a su bastión de las montañas mientras la Orden y sus aliados empezaban a limpiar los bosques. Oí que un número significativo de sus caballeros y suplicantes desertaron para unirse a la Orden cuando vieron el éxito de la campaña.

—¿Abandonaron a sus propios hermanos? —preguntó Nemiel, sorprendido.

—Es lo que dicen —afirmó Zahariel—. Imagino que debieron de ser años duros y tristes para ellos, ya que el reclutamiento de nuevos suplicantes se redujo a poco más de un puñado cada temporada. En pocos años, quizá una década como mucho, los Caballeros de Lupus se enfrentarán a la posibilidad de poder dejar de ser viables como orden de caballería.

—Qué triste —dijo Nemiel—. Estar al borde del olvido, no por la muerte heroica y gloriosa ni por una épica batalla, sino por obsolescencia.

—No los deis por perdidos todavía —intervino el hermano Amadis, que apareció tras ellos—. Una bestia es mucho más fuerte cuando se siente acorralada.

—Hermano Amadis, tengo una pregunta —dijo Nemiel.

—¿Sí? Adelante, pero date prisa, Sartana llegará pronto.

—Zahariel dice que los Caballeros de Lupus casi no tienen suplicantes, que su número se ha reducido.

—Eso no es una pregunta —apuntó Zahariel.

—Lo sé, ya voy —protestó Nemiel—. Lo que quiero decir es que ¿no es un poco… bueno, descarado exhibir así a los suplicantes de la Orden ante lord Sartana?

Amadis sonrió.

—Muy agudo por tu parte, joven Nemiel —dijo.

—Entonces ¿por qué hacerlo?

—Es una buena pregunta, así que te la contestaré —manifestó Amadis—. Con toda probabilidad, lord Sartana no viene con ánimo conciliador. Creo que el León y Luther quieren hacer una demostración tácita que hablará por sí sola de nuestra fuerza en los años venideros.

—Y si lord Sartana llega a pensar que no puede enfrentarse a nosotros, estará más dispuesto a estar de acuerdo con la campaña que llevan a cabo los guerreros en los bosques del norte —concluyó Zahariel.

—Algo así —asintió Amadis—. Ahora guardad silencio, estamos a punto de empezar.

Zahariel volvió la vista hacia la puerta este del claustro al ver dos líneas de portaestandartes encapuchados con el rostro oculto en la sombra y el paso lento y pesado. Se separaron con adusta solemnidad al llegar al borde del círculo y siguieron su circunferencia hasta que formaron un anillo de estandartes alrededor del pedestal. Cada estandarte estaba plantado en una copa hundida en el suelo y los portadores se arrodillaron ante ellas e inclinaron la cabeza cuando aparecieron los Señores de la Orden. El León y Luther entraron en la cámara, resplandecientes con sus armaduras negras y sus capas blancas sujetas a los hombros mediante broches de bronce. El León hacía que Luther pareciese pequeño, como siempre, pero a ojos de Zahariel, ambos eran astillas del mismo palo. La expresión del León era adusta, mientras que la de Luther era abierta, aunque Zahariel veía la tensión grabada en las marcadas líneas que le rodeaban los ojos y la mandíbula.

Los caballeros de la Orden reunidos en los bancos se pusieron en pie y se golpearon los petos con el puño al ver a sus hermanos más heroicos, haciendo un ruido ensordecedor para mostrar cada uno el respeto debido a sus superiores. Los caballeros veteranos de la Orden acompañaban al León y a Luther, incluidos lord Cypher y varios de los caballeros que habían alcanzado los rangos más altos en batalla, los guerreros más cualificados en dirigir ejércitos y tropas numerosas. Parecía que más que una demostración tácita de fuerza, ésta fuese una auténtica demostración de poder marcial.

Junto a Luther había un guerrero con una flamante armadura de bronce y un largo manto de piel de lobo. La calavera y la mandíbula superior de la bestia estaban integradas en la parte superior del casco del guerrero con las garras apoyadas sobre las hombreras.

Este era, pues, lord Sartana, un hombre poderoso de rasgos envejecidos y un mustio bigote plateado. Sus párpados caían sobre sus ojos grises y su expresión era beligerante. Era muy consciente de la demostración no demasiado sutil de la fuerza de la Orden. Tres guerreros con mantos de lobo lo acompañaban, todos ellos con bigotes igualmente poblados, y superaban en edad a la mayoría de caballeros veteranos de la Orden.

Los guerreros llegaron al centro del círculo y el León alzó las manos para pedir un silencio que se hizo al momento. Zahariel miró a Nemiel con la emoción de estar tan cerca de tantos caballeros veteranos.

El León se volvió hacia lord Sartana y le tendió la mano.

—Bienvenido a la Cámara del Círculo, donde los hermanos se encuentran con hermanos sin ningún tipo de rango o condición, donde todos son iguales. Bienvenido, hermano.

A oídos de Zahariel estas palabras sonaron planas y carentes de significado, como si el León se hubiese tragado las más amargas cenizas para pronunciarlas.

Claramente, lord Sartana también lo pensó y rechazó la mano que se le tendía.

—Solicité una reunión privada, lord El’Jonson, y no… ¡esto!

—La Orden es un remanso de sinceridad, lord Sartana —dijo Luther, con voz conciliadora y tranquilizadora—. No tenemos secretos y deseamos ser transparentes en nuestros acuerdos.

—¿Entonces para qué esta aparatosa representación? —espetó Sartana—. ¿Creéis que soy tan simple como para dejarme impresionar con vuestro desfile de nuevos reclutas y caballeros veteranos?

—Esto no es ninguna representación —replicó el León—, es un recordatorio del estatus de vuestra hermandad en Caliban.

—¿Nuestro estatus? —dijo lord Sartana—. Entonces, accedisteis a esta reunión simplemente para humillarme, ¿no es así?

Luther se puso en medio de ambos guerreros, ansioso por distender la atmósfera hostil antes de que las cosas degenerasen hasta un punto en que pudieran desenfundarse las armas.

—Caballeros —intervino Luther, modulando su voz una vez más para que sonase totalmente razonable y conciliadora—. Estamos por encima de palabras de esta índole. Estamos aquí para que todos puedan ser testigos de la equidad y la justicia de nuestras palabras. Ha de verse que no hay falsedad entre nosotros.

—Entonces hablemos de cómo vuestros guerreros han violado el tratado que había entre nosotros —soltó Sartana.

—¿Que han violado el tratado? —protestó el León—. ¿Qué tratado? No había ningún tratado.

—Se nos dio garantías hace muchos años —afirmó Sartana—. Nos las disteis vos, Luther. Cuando visitasteis nuestra fortaleza, afirmasteis que El’Jonson nos garantizaba que mantendría a sus guerreros lejos de los bosques del norte. Como ambos sabemos, ése no ha sido el caso.

—No —dijo el León, empezando a mostrar ira en su voz—. No lo ha sido.

Zahariel se preguntaba si algún hombre podría mantenerse en pie ante tal amenaza.

—Vuestros hombres han asesinado a un grupo de nuestros cazadores. Hombres con familia fueron asesinados por caballeros totalmente armados que enviaron de vuelta a un único superviviente con los cuerpos mutilados de sus camaradas.

—Esos hombres habían ido a trazar mapas de los valles que limitan con los bosques del norte.

—¡Las fronteras de vuestro territorio dan cobijo a las bestias! —dijo el León—. Bestias que siguen asolando nuestras tierras. ¡Sólo en el pueblo de Endriago ha habido casi doscientas bajas a causa de una bestia! Ha llegado la hora de acabar el trabajo y destruir hasta la última de las grandes bestias.

Al mencionarse Endriago, Zahariel notó que el hermano Amadis se ponía rígido y que apretaba los puños.

—Podéis abatir a todas las grandes bestias del resto de Caliban —advirtió Sartana—, pero los bosques del norte y las tierras de los Caballeros de Lupus son sacrosantas. Se nos prometió que nuestras tierras serían un refugio y que se dejaría en paz a las bestias que las habitan. Ese acuerdo tuvo la fuerza de un tratado. ¡Al enviar a vuestros guerreros a nuestras tierras habéis roto un juramento!

—Hablad con sensatez, hombre —dijo el León—. Nunca se garantizó que los bosques del norte se fuesen a dejar tranquilos. ¿Qué sentido tendría hacer eso para nosotros? ¿Para qué íbamos a abatir a todas las bestias de todos los rincones de Caliban si dejábamos vivo a un puñado de criaturas? No, si ha habido alguna violación, ha sido por parte de los Caballeros de Lupus, que han asesinado a guerreros de la Orden. Lo demás, todas esas falsedades y mentiras son simplemente pretextos de escasa solidez para justificar vuestras acciones.

—Entonces crearéis un marco para la guerra, lord El’Jonson —amenazó Sartana.

—Si es lo que hace falta para liberar a Caliban de las bestias, lo haré, lord Sartana —advirtió el León, y Zahariel sintió entusiasmo en su tono, como si incitar a Sartana a la guerra hubiera sido su intención desde el principio—. No cejaré en mi empeño de alcanzar mi objetivo de librar a Caliban de las bestias —continuó—. Y si vuestros guerreros intentan detenerme, será el fin para ellos. Vuestra orden tiene muy pocos guerreros y la mayoría no ha puesto un pie fuera de las bibliotecas en años. ¿De verdad creéis que podréis detenerme?

—Probablemente no —admitió Sartana.

—Entonces ¿por qué os alzáis contra mí?

—Porque en vuestra monomaníaca gesta de destrucción no estaréis satisfecho hasta que tengáis a todo Caliban a vuestros pies —contestó lord Sartana—. Los Caballeros de Lupus no queremos ser objeto de vuestros decretos. Ahora, si esta farsa de «conversación» ha terminado, me despediré y volveré con mis hermanos.

Sin esperar autorización para retirarse, lord Sartana se dio media vuelta y abandonó la Cámara del Círculo, seguido de sus acólitos con capas de lobo.

Ante tal osadía, se hizo un silencio atronador entre los caballeros de la Orden reunidos y todos los guerreros miraron a su vecino como para confirmar que habían entendido la importancia de las palabras que se habían cruzado el León y lord Sartana, que significaban de hecho la guerra contra la Hermandad de Lupus. El hermano Amadis rompió el silencio, abandonó su lugar en el borde del círculo y se dirigió al León.

—¡Lord El’Jonson! —gritó—. ¿Es cierto? ¿Endriago ha sido atacado por una bestia?

Al principio, Zahariel se preguntaba si el León había oído la pregunta, ya que pasaron unos momentos antes de que se volviese hacia Amadis. Su cara era pétrea, y Zahariel sintió que un escalofrío de miedo le atravesaba la columna al ver la furia de la guerra grabada en sus facciones. Entonces, como si un rayo de sol pasase sobre su cara, la ira vengativa desapareció y una mirada de profunda preocupación ocupó su lugar.

—Hermano Amadis —dijo el León—, me temo que es cierto. Recibimos la noticia ayer. Una bestia ha acabado con un gran número de habitantes de Endriago, aunque nadie sabe todavía qué tipo de criatura acecha en el bosque sombrío.

—Endriago es mi pueblo natal, lord El’Jonson —dijo Amadis—. Debo vengar las muertes que ha sufrido mi gente.

El León asintió y escuchó el comentario que Luther le susurraba, mientras Amadis caía sobre una rodilla.

—Lord El’Jonson —anunció Amadis—, declaro una misión contra la bestia de Endriago.