CINCO

CINCO

Los años pasaron, y el prestigio de Zahariel dentro de la Orden creció. Su lucha con el monstruo alado del bosque casi le había costado la vida, pero lo había ensalzado. Los maestros veteranos de la Orden conocían su nombre, y aunque el monstruo había sido abatido por el hermano Amadis, el caballero se había asegurado de que todos los miembros de la Orden conociesen el valor de Zahariel a la hora de enfrentarse a él. Los muchachos caídos fueron enterrados con todos los honores y la vida siguió como antes, con los suplicantes entrenando y viviendo entre las murallas de la fortaleza monasterio para convertirse en caballeros.

Zahariel pasaba más tiempo que nunca mejorando su destreza con la pistola y la espada, y estaba más empeñado que nunca en no volver a quedar a merced de una bestia en toda su vida. La próxima vez que se enfrentase a un monstruo de Caliban, estaría listo para matarlo sin detenerse un momento.

Cuando la última clase concluyó, el maestro Ramiel les dijo:

—Recordadlo siempre, sois más que simples asesinos. Cualquier idiota puede coger un cuchillo y hundirlo en la carne de sus enemigos. Puede intentar golpear, amagar y parar un golpe con la espada. Con cierta instrucción, puede incluso llegar a ser muy competente. Pero vosotros sois más que eso, o lo seréis. Sois caballeros suplicantes de la Orden, pero en el futuro, seréis protectores del pueblo de Caliban.

—Bellas palabras, ¿eh? —dijo Nemiel, que iba hacia uno de los bancos de descanso y cogía una toalla de lino para secarse la cara.

—Sí —asintió Zahariel—, igual de bellas que las primeras cien veces que las escuché.

La clase se había dedicado a dominar el principio del círculo interior de defensa con espada y ambos muchachos estaban empapados en sudor por la sesión de entrenamiento. Aunque los honores aún estaban más o menos igualados entre ellos, Nemiel había empezado a ponerse en cabeza en su perpetua rivalidad.

—Al maestro Ramiel le encanta citar el Verbatim.

—Cierto, pero creo que piensa que todos somos como Attias y que vamos a tomar nota de cualquier breve cita que escuchemos.

—Bueno, mientras acabemos dominando la lucha, no me importará escuchar cómo se repite de vez en cuando —dijo Nemiel.

—Quizá tengas razón —repuso Zahariel—. La próxima vez que nos enfrentemos a una bestia, no estaremos tan mal preparados.

Un gran silencio se hizo entre ellos. Zahariel se maldijo por haber sacado el tema de las bestias, porque siempre servía para recordarle a Nemiel cómo su primo había alcanzado la gloria y el aplauso por su papel a la hora de protegerlos el tiempo suficiente para que el hermano Amadis la matase, cuando todo lo que había logrado Nemiel había sido una temporada en la enfermería.

—¿Crees que la bestia era consciente? —preguntó Nemiel.

—¿Qué bestia? —inquirió Zahariel, aunque sabía perfectamente a qué bestia se refería su primo.

—La bestia alada que nos atacó en el bosque hace tantos años.

—¿Consciente? —se extrañó Zahariel—. Supongo que depende de lo que creas que significa ese término. Creo que la bestia era inteligente, sí. Lo creo de verdad. Pero ¿era verdaderamente consciente? Recuerdo que el hermano Amadis dijo que la auténtica prueba de la conciencia es ver si una criatura es capaz de planear cosas para el futuro y usar la razón para resolver sus problemas.

—Entonces ¿qué opinas, primo? —insistió Nemiel—. ¿Crees que la criatura era consciente o no?

—No lo sé. Creo que es demasiado difícil para la mente humana entender el funcionamiento de una no humana, pero sólo puedo decir lo que me pareció cuando me enfrenté a ella.

—¿Y qué te pareció? —preguntó Nemiel.

—Me pareció que la bestia era una araña y yo una mosca.

Zahariel pasó el paño con aceite por el cañón de su pistola para limpiar los residuos de los disparos. El arma estaba empezando a desviarse a la izquierda y no le había ido bien en las prácticas de tiro con el resto de suplicantes.

Cuando se percató del fallo del arma, el caballero armero le recomendó simplemente que limpiase el cañón meticulosamente antes de volver a intentarlo. El insulto implícito en el comentario del armero había enfurecido a Zahariel, pero seguía siendo un suplicante y no tenía derecho a replicar a un auténtico caballero. En vez de eso, dio las gracias cortésmente al caballero armero y volvió a los dormitorios para sacar su bolsa de limpieza y aceitar meticulosamente todas las piezas del arma. No esperaba que fuese a funcionar. Sospechaba que la imperfección del arma tenía más que ver con la edad de la misma que con cualquier impureza alojada en el cañón, porque era tan exigente con sus armas como lo era con su armadura, incluso más, de hecho.

—El armero te ha dicho que limpies el arma por dentro, ¿eh? —dijo Nemiel al ver a Zahariel irritado sentado en su catre.

Cogió otra pieza de la pistola y empezó a limpiarla enérgicamente con el trapo.

—¡Como si no la tuviese ya lo bastante limpia! —protestó Zahariel.

—Nunca se sabe —repuso Nemiel—, podría ayudar.

—Tengo esta arma más limpia que cualquier otra cosa. Y tú lo sabes.

—Cierto, pero lo armeros saben de lo que hablan.

—¿Te estás poniendo de su parte?

—¿De su parte? —se extrañó—. ¿Desde cuándo esto es cuestión de partes?

—Da igual —cortó Zahariel.

—No, vamos, ¿a qué te refieres?

Zahariel suspiró y apartó la recámara y la escobilla con la que la había estado limpiando.

—Me refiero a que parece que disfrutes con esto.

—¿Disfrutar el qué?

—Que te las has arreglado para ganarme en las prácticas de tiro —dijo Zahariel.

—¿Es lo que crees, primo? ¿Qué necesito que tu arma falle para ganarte?

—No es eso, Nemiel —rectificó Zahariel—. Sólo digo que…

—No, lo entiendo —replicó su primo, levantándose del catre y dirigiéndose al pasillo central de la cámara de los dormitorios—. Crees que eres mejor que yo. Ahora lo veo.

—¡No, en absoluto! —protestó Zahariel, pero su primo ya se marchaba con el orgullo herido. Zahariel sabía que debía ir tras Nemiel, pero parte de él se alegraba de haber dado voz por fin a la irritación que le producía el goce de su primo al verlo fallar.

Borró la discusión de su mente y siguió limpiando su arma con la cabeza baja y eliminando de su mente el sonido de fondo del dormitorio para centrar sus esfuerzos en dejar su pistola como nueva.

Una sombra cayó sobre él y suspiró.

—Mira, Nemiel —dijo—, lo siento, pero tengo que acabar con esto.

—Puede esperar —respondió una voz sonora, y al mirar hacia arriba vio al hermano Amadis ante su catre, ataviado con la armadura completa y la túnica blanca. Amadis llevaba su casco alado bajo el brazo y el manto negro recogido en el hombro izquierdo.

Zahariel dejó caer el cargador sobre la manta y se puso en pie de un salto.

—Hermano Amadis, mis disculpas, creí que… —empezó.

Amadis interrumpió su disculpa y dijo:

—Deja la pistola y ven conmigo.

Sin esperar, Amadis se dio media vuelta y caminó a lo largo de la habitación en la que todos los suplicantes del dormitorio miraban sobrecogidos al caballero que pasaba entre ellos.

Zahariel se sacudió la ropa y siguió rápidamente al hermano Amadis hacia la puerta. El caballero marchaba con rapidez y Zahariel se esforzó en seguirlo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Es hora de que te adentres más en la Orden —dijo el hermano Amadis—. Es hora de que veas a lord Cypher.

Lord Cypher.

No era un nombre: era el título que se otorgaba al hombre encargado de conservar las tradiciones de la Orden, y Zahariel sintió un miedo que le paralizaba los nervios sólo con pensar en ser conducido ante el anciano.

¿Podría ofender a lord Cypher con alguna infracción involuntaria del protocolo de la Orden? ¿Podría olvidar alguna antigua formalidad cuando lo presentasen que acabaría para siempre con sus oportunidades de llegar a ser caballero?

El hermano Amadis lo condujo hasta el corazón del monasterio. El camino los llevó hasta la oscuridad de las catacumbas que plagaban la roca sobre la que se había construido la fortaleza. Pasaron por sótanos sombríos, cámaras olvidadas y antiguas celdas mientras iban bajando cada vez más. El aire era frío, y Zahariel veía el halo de su aliento ante él mientras seguía al hermano Amadis por la oscuridad. El caballero portaba una antorcha y el fuego brincaba y se reflejaba en la brillante roca del túnel por el que caminaban. Las paredes estaban decoradas con tallas intrincadas, escenas que representaban la guerra y el heroísmo que se había alcanzado durante miles de años. Zahariel no sabía quién las había tallado, pero cada una de ellas era una obra de arte, aunque ya nadie iba a verlas.

Al fin, su camino los condujo hasta una cámara abovedada de gran resonancia y luz anaranjada. Las paredes estaban adornadas con ladrillos esmaltados que reflejaban la luz de la antorcha y que generaban miles de reflejos de las muchas velas colocadas por toda la cámara formando una gran espiral.

Lord Cypher estaba en el centro de la espiral con la cabeza cubierta por la capucha y una túnica oscura, como dictaba la tradición. De sus vestiduras salía una empuñadura dorada y sus dedos retorcidos asían el arma.

—Bienvenido, muchacho —dijo lord Cypher—. Parece que tus pares creen que mereces ascender en la Orden. Hay profundos abismos bajo esta roca, muchacho, profundos abismos y profundos lugares olvidados hace mucho por el mundo. Hay misterios enterrados dentro de este mundo y lugares secretos que sólo los sabios conocen. Tú no sabes nada de esto, por supuesto, pero aquí darás el primer paso en el camino del conocimiento.

—Comprendo —apuntó Zahariel.

—¡No comprendes nada! —lo cortó lord Cypher—. Sólo entendiendo de dónde has venido entenderás lo que será. Ahora empieza a caminar por la espiral.

Zahariel miró al hermano Amadis.

—No lo mires, muchacho —ordenó lord Cypher—. Haz lo que te he dicho.

Zahariel asintió y empezó a seguir el camino de las velas, caminando con determinación pero con cuidado.

—Aunque nuestra Orden no es tan antigua como muchas de las otras órdenes de Caliban, sorprendentemente sus costumbres han conseguido arraigar a lo largo de su historia. Soy lord Cypher de la Orden. ¿Entiendes lo que significa eso?

—Sí —contestó Zahariel—. El hombre a quien se le encomienda la función de lord Cypher ha de encargarse de esas costumbres. Se asegura de que los rituales de la Orden se mantienen y aconseja en temas de protocolo, además de oficiar ceremonias.

—¿Y mi nombre, muchacho? ¿Lo conoces?

—No, mi señor.

—¿Por qué no?

—Está prohibido saber su nombre.

—¿Por qué?

Zahariel se detuvo.

—No… No estoy seguro. Sé que sea cual sea la identidad del hombre al que se nombra lord Cypher está prohibido llamarlo por su nombre real una vez ocupa su cargo. No sé por qué.

—Cierto. El porqué suele ser la pregunta más interesante, pero no suele hacerse. Dónde, cuándo y qué son pura apariencia. El porqué es siempre la pregunta más importante, ¿no te parece?

Zahariel asintió, mientras seguía caminando por la espiral.

—Estoy de acuerdo.

—Tengo una gran variedad de títulos arcanos: Señor de los Misterios, Guardián de la Verdad, Amo de las Llaves o, simplemente, lord Cypher. ¿Sabes por qué, muchacho?

—No, mi señor. Simplemente, las cosas siempre han sido así en la Orden.

—Exacto —dijo lord Cypher—. «Simplemente, las cosas siempre han sido así en la Orden». El valor de la tradición está en que nos guía, da igual que las razones puedan haberse olvidado. Las creencias y los actos que nos vieron prosperar en el pasado nos servirán bien en el presente y en el futuro. Ocupo mi posición desde hace más de veinte años, y aunque el puesto se le suele conceder a uno de los caballeros más venerables de la Orden, como hombre joven, fui elegido con la esperanza de infundir sangre nueva al cargo. Sobre todo lo demás, mi función es mantener las costumbres de la Orden como tradición viva y evitar que degenere en reliquias osificadas.

Zahariel escuchaba la voz del anciano, sus ritmos hipnóticos lo mecían y le hacían ralentizar sus movimientos en la espiral. Pronto estaría frente al anciano, sus pasos lo llevarían hacia los círculos cada vez más estrechos que rodeaban las velas.

—Aunque mi función tiene muchas contradicciones —continuó lord Cypher—. Es uno de los puestos más antiguos de la Orden, y aun así, ostento muy poco poder. Mi papel de guardián de las tradiciones de la Orden es simbólico. Si ése es el caso, entonces, ¿quién ostenta el poder de nuestra Orden? Rápido, muchacho, antes de que llegues al centro.

Zahariel se esforzó en concentrarse y pensó en las respuestas obvias mientras sus pasos lo conducían inexorablemente hacia el centro de la espiral.

El León y Luther parecían candidatos obvios, pero entonces recordó lo que el hermano Amadis había dicho una vez y la respuesta le pareció clara.

—Son los maestros de instrucción, hombres como el maestro Ramiel, los que mantienen vivas las costumbres de la Orden —respondió.

—Bien —dijo lord Cypher—. ¿En qué consiste mi poder entonces?

—¿En que está más cerca de los maestros veteranos de la Orden? —sugirió Zahariel al detenerse ante lord Cypher—. Su opinión siempre puede ser escuchada entre aquellos que tienen poder.

—Muy bien —dijo lord Cypher, con la cara oculta tras la sombra de la capucha—. Tus respuestas son breves y eso está bien. Te sorprendería cuántos candidatos parlotean incesantemente mientras caminan por la espiral.

—Nervios, supongo —aventuró Zahariel.

—Cierto —asintió lord Cypher—. Hace que los hombres hablen demasiado, cuando sería más impresionante que conociesen el valor del silencio y demostrasen cómo usarlo. Tu laconismo te ha dado una aura de confianza, aun cuando sé que no la has sentido.

Eso era sin duda cierto, ya que Zahariel había sentido el violento latir de su corazón en el pecho mientras caminaba, aterrorizado con cometer un error, aterrorizado con tener un tropiezo y no superar la prueba. O bien no había demostrado este terror, o la pobre vista de lord Cypher no le había dejado percatarse. Fuese lo que fuese, Zahariel aceptó el cumplido del anciano con el ánimo en que se lo ofrecía.

—Se lo agradezco, lord Cypher —dijo, inclinándose ligeramente—. Aunque, si he tenido confianza, ha sido porque mi maestro me ha enseñado bien.

—Sí, eres uno de los alumnos del maestro Ramiel. Eso lo explica. Ramiel siempre ha sido conocido por su buen trabajo. ¿Sabías que entrenó al maestro Sarientus, el mismo hombre que entrenó tanto a Lion El’Jonson como a Luther?

—No, mi señor, no lo sabía.

—Tradición, muchacho. Apréndela, conócela y entiéndela. Sin eso no eres nada.

—Lo haré, mi señor —prometió Zahariel.

—Quizá lo hagas, pero veo que aún tienes preguntas, ¿no?

—Sí —admitió Zahariel, que no estaba seguro sobre si dar voz a sus dudas—. No entiendo muy bien qué he conseguido caminando por esta espiral y respondiendo a sus preguntas.

—Para ti, nada —respondió lord Cypher—, pero ahora sabemos más sobre ti. En cada etapa del entrenamiento de un suplicante debemos decidir si continúa o no y si los aprendices tienen la marca de grandeza que merece especial atención.

—¿Merezco yo tal atención?

Lord Cypher se rió.

—No me corresponde a mí decirlo, muchacho. Otro lo decidirá.

—¿Quién? —preguntó Zahariel, con un atrevimiento repentino.

—Yo —dijo una voz de tono rico y profundo cuya fuerza y poder procedía de las sombras.

Zahariel se volvió cuando un gigante con túnica blanca y capucha apareció a la luz de las velas, aunque habría jurado que no había nadie hacía unos momentos.

La figura se quitó la capucha, pero Zahariel no necesitaba confirmar la identidad de aquel hombre.

—Mi señor —dijo.

—Sígueme —ordenó Lion El’Jonson.

Lord Cypher se retiró a las sombras mientras el León marchaba alrededor de la circunferencia de la cámara. El hermano Amadis inclinó la cabeza cuando el poderoso guerrero pasó a su lado, y a Zahariel lo asaltó una indecisión repentina.

Tras el monólogo de lord Cypher sobre el valor de la tradición, ¿debería recorrer la espiral en sentido contrario o simplemente seguir al León?

La decisión fue tomada por él cuando el hermano Amadis dijo:

—Será mejor que te des prisa, Zahariel. Al León no le gusta que lo hagan esperar en noches como ésta.

—¿Noches como ésta? —preguntó Zahariel, al salir tras el León.

—Noches en las que habrá revelaciones —puntualizó Amadis.

Sin estar seguro de lo que significaba, Zahariel pasó junto a Amadis y se apresuró en ir tras el León, que desandaba el camino que ellos habían recorrido antes para llegar al lugar. El León no hablaba, pero siguió un camino que sin duda llevaba hacia arriba por pasadizos suavemente tallados, cavernas toscas y escaleras curvas esculpidas en la roca. Cada paso los llevaba un poco más arriba. El hermano Amadis lo había conducido a las profundidades y parecía que el León lo estaba llevando a los cielos.

La respiración de Zahariel se aceleraba en sus pulmones y tenía las piernas cansadas de tanto subir, aunque el paso del León nunca se alteraba ni cambiaba de ritmo, a pesar de la distancia y la velocidad de la subida.

La ascensión los llevó hasta un estrecho cilindro de ladrillos curvos en el que había una angosta escalera de caracol que apenas tenía la anchura de los hombros del León.

Tras otros diez minutos, Zahariel notó que llegaba desde arriba una brisa helada y el fragante aroma perfumado de los bosques. La fantasmal luz de la luna era cada vez más luminosa y, al fin, agotado por el camino, Zahariel salió a la cima de la torre, un gran espacio coronado por almenas en lo alto de la fortaleza monasterio.

La torre era bastante inútil como defensa, demasiado estrecha y alta como para tener una función en caso de que la Orden fuese objeto de sitio, pero ideal para la vista de águila de un centinela o de un astrólogo.

Era una noche clara. El cielo que Zahariel tenía sobre él era negro, una cúpula perfecta tachonada con miles de puntos de luz. Zahariel contempló las constelaciones y experimentó una profunda y perdurable sensación de paz casi más intensa que su agotamiento.

Supuso que era un sentimiento que brotaba de la satisfacción. Durante muchos años había empleado cada onza de su voluntad y apurado al máximo todas sus fuerzas con la esperanza de convertirse en caballero. Esa noche estaría un paso más cerca de lograr sus ambiciones.

—Es bueno mirar las estrellas —dijo el León, rompiendo finalmente su largo silencio—. En ocasiones como ésta, un hombre necesita hacer balance de su vida. Considero que no hay mejor lugar para hacerlo que bajo las estrellas.

El León sonrió, y a Zahariel la sonrisa le pareció deslumbrante.

Estaba claro que el León estaba intentando tranquilizarlo, pero a Zahariel le parecía imposible hablar con él como si se tratara de cualquier otro hombre. El’Jonson era demasiado grande y su presencia demasiado imponente. Un hombre no podía ignorar su extraordinaria naturaleza como tampoco se puede ignorar el viento y la lluvia o la transición del día a la noche. Había algo igual de elemental en el León. Lion El’Jonson era en sí mismo la apoteosis de todos los sueños de la humanidad. Era la perfección hecha hombre, como el primer ejemplo de una nueva raza.

—La limpieza del bosque está entrando en su etapa final, Zahariel. ¿Lo sabías?

—No, mi señor, pensaba que la campaña continuaría durante algún tiempo.

—No, no lo hará —dijo el León, y arrugó un poco la frente, aunque Zahariel no estaba seguro de si lo hacía por divertimento o por contemplación—. De acuerdo con nuestros mejores pronósticos, quizá quede una docena de grandes bestias en total, seguro que no más de veinte, y están todas en los bosques del norte. Hemos peinado todas las demás regiones de Caliban y hemos abatido a las bestias que se ocultaban allí. Sólo quedan los bosques del norte.

—Pero eso significa que la campaña está a punto de acabar.

—Casi —reconoció El’Jonson—. Como mucho nos llevará tres meses más. Para entonces, Caliban quedará por fin libre de las grandes bestias. Por cierto, ¿te das cuenta de que Amadis ha solicitado que se te incluya en los anales de la Orden por haber ayudado a dar muerte a una de las últimas de ellas? Una criatura aterradora, por lo que dicen todos. Aunque la mató Amadis, deberías estar orgulloso de tu participación en la lucha. Salvaste la vida de muchos de tus hermanos.

—No la de todos —dijo Zahariel al recordar los gritos de Pallian cuando la bestia lo desmembraba—. No pude salvarlos a todos.

—Eso es algo a lo que todo guerrero debe acostumbrarse —sentenció el León—. No importa lo diestro que seas liderando a tus hombres, algunos de ellos morirán.

—Que yo no muriese sólo fue cuestión de suerte —dijo Zahariel—, pura suerte.

—Un buen guerrero siempre aprovecha su suerte —afirmó el’Jonson, mirando al cielo—. Debe adaptarse a los cambios en las circunstancias de la batalla. La guerra es cuestión de oportunidades, Zahariel. Para salir victorioso, siempre debemos estar preparados para aprovecharlas cuando surjan. Has demostrado iniciativa enfrentándote a la bestia. Más que eso, has demostrado excelencia, exactamente tal y como define el Verbatim estas cosas, fijándolas como nuestra gran meta. No podemos conocer qué misterios nos depara el universo o a qué retos nos enfrentaremos en el futuro. Lo único que podemos hacer es vivir nuestras vidas hasta el último momento y cultivar la virtud de intentar alcanzar la excelencia en todas las cosas. Cuando vamos a la guerra, hemos de hacerlo como maestros guerreros. Cuando firmamos la paz, hemos de ser igualmente hábiles. No es bueno que los seres humanos se conformen con menos. La vida es corta. Deberíamos aprovecharla mientras podamos.

De repente, el León se quedó en silencio y siguió mirando el cielo nocturno con Zahariel a su lado.

—Me pregunto qué hay en las estrellas —confirmó al cabo de un rato el León—. Las historias antiguas dicen que hay miles, quizá millones de planeta iguales a Caliban. Dicen que Terra es uno de ellos. ¿No te parece extraño que todos los niños nacidos en Caliban conozcan el nombre de Terra? La consideramos la fuente y manantial de nuestra cultura, pero si las historias son ciertas, han pasado miles de años desde que perdimos el contacto con la fuente. Ahora bien ¿y si las historias son falsas? ¿Y si Terra es un mito, una fábula inventada por nuestros antepasados para justificar nuestro lugar en el cosmos? ¿Y si las historias de nuestros padres son mentiras?

—Sería terrible —dijo Zahariel. Sintió un escalofrío y pensó que la noche era cada vez más fría—. El pueblo no discute la existencia de Terra. Si todo fuese un mito, podríamos empezar a dudar de todo. Perderíamos nuestros cimientos. No sabríamos en qué creer.

—Cierto, pero en cierto modo nos liberaría. Ya no necesitaríamos ser responsables del pasado. El presente y el futuro serían nuestras únicas fronteras. Toma la actual campaña contra las grandes bestias como ejemplo. Eres joven, Zahariel. No puedes ser consciente de las amargas disputas, las amenazas y las recriminaciones que se dirigieron contra mí cuando adelanté por primera vez los planes de mi campaña. Demasiado a menudo veía que las causas de esas objeciones tenían sus raíces en ciertas costumbres que hace mucho que no son bienvenidas. La tradición es un bello ideal, pero no cuando sirve para poner barreras a nuestros empeños futuros. Si no fuese por Luther y su gran oratoria, dudo que el plan se hubiera aprobado nunca. Lo mismo ocurre con tantas otras cuestiones a las que nos enfrentamos hoy. Los intransigentes y los inflexibles se nos oponen a cada paso y no respetan el valor de los planes que les propongo. Siempre hacen referencia al pasado, a la tradición, como si nuestro pasado estuviese tan lleno de glorias que tuviésemos que conservarlo para siempre. Pero yo no estoy interesado en el pasado, Zahariel. Yo sólo pienso en el futuro.

Una vez más, el León hizo una pausa. Al estar a su lado, Zahariel se preguntó qué pensaría lord Cypher de ese discurso que menospreciaba el valor de la tradición. Quizá se trataba de otra prueba, una prueba pensada para ver si simplemente no rebatiría las palabras del León o defendería los valores de la tradición. Al mirar el semblante del León, vio una extraña intensidad en la forma en que miraba el cielo, como si odiase y amase las estrellas al mismo tiempo.

—A veces deseo que estuviese a mi alcance el poder barrer el pasado —dijo el León—. Deseo que no exista el mito de Terra. Deseo que Caliban no tenga pasado. Mira a un hombre sin pasado y verás a un hombre libre. Siempre es más fácil construir algo cuando lo haces partiendo de cero. Después, otra vez, miro a las estrellas y me pregunto qué hay ahí fuera. ¿Cuántas tierras por descubrir? ¿Cuántos retos nuevos? ¿Cuán brillante y esperanzador sería nuestro futuro si pudiésemos llegar a las estrellas?

—Es algo que parece poco probable —aventuró Zahariel—, al menos por el momento.

—Tienes razón —reconoció el León—, pero ¿y si las estrellas viniesen a nosotros?

—No lo entiendo —dijo Zahariel.

—Sinceramente, yo tampoco —afirmó el León—, pero en las noches en que brillan las estrellas sueño con una luz dorada y todas las estrellas del cielo bajan a Caliban y cambian nuestro mundo para siempre.

—¿Las estrellas bajan a Caliban? —preguntó Zahariel—. ¿Cree que eso significa algo?

El León se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Siento que debería conocer su relevancia, pero cada vez que creo sentir la conexión con la luz dorada, se desvanece y me deja solo en la oscuridad.

Entonces, como sacudiendo la cabeza del último de tales sueños, el León dijo:

—En cualquier caso, nos niegan las estrellas, así que construiremos el futuro aquí, en Caliban. Pero aunque nos veamos limitados de esa forma, no permitiremos que ello limite nuestra visión. Si sólo podemos construir nuestras vidas en Caliban, sin acceso a las estrellas, entonces haremos de este mundo un paraíso. —El León extendió un brazo e hizo un amplio ademán para abarcar el panorama nocturno del bosque oscuro y las copas de los árboles bajo las murallas de Aldurukh—. Este será nuestro paraíso, Zahariel —le dijo el León—. Aquí es donde construiremos un nuevo futuro deslumbrante. La campaña contra las bestias es sólo el primer paso. Daremos paso a una edad dorada. Crearemos un mundo nuevo. ¿Te parece un noble propósito?

—Sí, mi señor —contestó Zahariel, y sus palabras brotaron como un susurro reverencial.

—¿Un propósito digno de dedicarle nuestras vidas? —preguntó el León—. Te hago esta pregunta, aquí y ahora, porque eres joven. Son los jóvenes quienes construirán este futuro, Zahariel. Has hecho una promesa. Tienes el potencial para ser un auténtico hijo de Caliban, un cruzado, no sólo contra las bestias, sino contra todos los males que aquejan a nuestro pueblo. ¿Te parece una causa digna?

—Sí —respondió Zahariel.

—Bien. Me alegro. Veré cómo lo haces en los próximos años, Zahariel. Como he dicho, creo que tienes potencial. Estaré interesado en ver si le sacas partido. Creo que ya te he apartado bastante de tus obligaciones. —El León inclinó la cabeza, como si escuchase los leves sonidos del bosque de abajo—. Yo también debería volver, no está bien que me ausente tanto tiempo. La gente se da cuenta. Mi función en la Orden es tanto forjar lazos de hermandad entre los caballeros como ser sabio y astuto en materia de guerra.

Un momento después, el León se había ido, desapareciendo de la torre como una sombra desvanecida. No había nada llamativo o artificioso en su repentina desaparición, pues los hábitos furtivos eran simplemente innatos en Lion El’Jonson de una forma que sólo un hombre que había crecido en los bosques de Caliban podía conocer. Tras la partida del León, Zahariel miró las estrellas que había sobre su cabeza. Durante un instante, pensó en lo que el León había dicho. Pensó en las estrellas, en Terra, en la necesidad de construir un mundo mejor en Caliban. Pensó en la edad de oro que El’Jonson había prometido. Zahariel pensó en estas cosas y supo que con hombres como Luther y Lion El’Jonson para guiarlos, la Orden no podía fracasar en alcanzar su utópica visión de futuro.

Zahariel tenía fe en el León.

Tenía fe en Luther.

Juntos, ambos hombres, esos gigantes, sólo podrían cambiar Caliban a mejor.

Estaba seguro de ello.

A Zahariel se le pasó por la cabeza que había sido bendecido con la buena suerte que a muy pocos hombres les era concedida en vida.

Nadie podía elegir la era en la que nacer, y mientras la mayoría de los hombres sufría sus tiempos, como en la época que sus padres habían conocido, Zahariel había sido afortunado. Tal y como lo veía, había nacido en una era de cambios importantes y trascendentales, una época en la que un hombre podía formar parte de algo más grande que él mismo, una época en la que podía consagrar sus esfuerzos a sus ideales y esperanzas para alcanzar metas de auténtica relevancia. Zahariel no veía con precisión qué le podía deparar el futuro, no veía su destino escrito en las estrellas, pero no tenía miedo a lo que pudiera venir.

El universo le parecía un lugar maravilloso.

Miró al futuro y no tuvo miedo.