CUATRO
Zahariel rodó cuando el pico de la bestia atacó con velocidad. Se puso de espaldas y cogió la pistola. Del cañón salieron tres disparos en un haz de luz y Zahariel quedó momentáneamente cegado por su brillo. El ruido fue ensordecedor ya que el casco sólo amortiguaba ligeramente los sonidos. Se apartó de la bestia que tenía a su lado, suponiendo a cada segundo que sería el último.
Oyó más disparos, y a medida que recuperaba la vista vio a Nemiel agachado tras un árbol y disparando con su pistola a la bestia, que se había lanzado sobre los restos del caballo de Zahariel.
Una sangre como cera derretida brotaba de tres agujeros limpios en el pecho de la bestia, pero Zahariel no pudo saber si le habían hecho algo, pues luchaba y rugía con la misma ferocidad que en su primer ataque. El ala de la bestia se desplegó, partiendo el tronco del árbol que estaba usando Nemiel para cubrirse y lanzándolo contra el pecho de su primo. Nemiel cayó al suelo con el peto roto, pero aún entero, ya que el impacto contra el árbol había absorbido gran parte de la fuerza del golpe de la bestia.
Zahariel se puso en pie al ver cómo los restos dispersos de su pelotón sucumbían al pánico frente al monstruo. Eliath estaba inmovilizado bajo su montura, el flanco del caballo estaba abierto desde el cuello a la grupa, y Attias parecía petrificado al borde del claro. La montura del joven permanecía inmóvil, con las orejas hacia atrás pegadas al cráneo y los ojos completamente abiertos, aterrorizados y fijos en la acción. La bestia se volvió hacia Attias, soltó un rugido atronador, desplegó las alas y contrajo los músculos como preparándose para atacar.
—¡Eh! —aulló Zahariel, asomando entre los árboles y agitando los brazos en alto—. ¡Por aquí!
La cabeza de la bestia giró sobre el cuello sinuoso, con las sanguinolentas mandíbulas totalmente abiertas y los fríos ojos negros mirándolo fijamente. Zahariel desenvainó la espada y apuntó con la pistola al monstruo babeante.
—¡Eh, bestia! —gritó—. ¡Si lo quieres, tendrás que venir por mí primero!
No tenía ni idea de si la bestia entendía o no las palabras que decía, pero no había duda de que comprendía el desafío de sus acciones a una escala animal y primaria.
Sin esperar una respuesta, Zahariel abrió fuego con la pistola, que le daba sacudidas en la mano, y brotaron chorros de sangre translúcida del pecho de la bestia. Ésta aulló y arremetió contra él, con la cabeza al frente como lanzando una estocada. Zahariel saltó hacia un lado y esquivó el filo del pico, que estuvo apenas a un palmo de ensartarlo. Más rápido de lo que habría creído posible, la bestia giró la cabeza en el aire para embestirlo justo bajo la cadera.
Salió volando por los aires y se estrelló contra un árbol. El aire salió bruscamente de sus pulmones y las armas se le cayeron de las manos al dar contra el suelo. Se oyeron gritos y alaridos de terror alrededor de Zahariel, que volvió la cabeza para intentar orientarse una vez más. Oyó a su pelotón gritar de pánico y escupió sangre mientras se levantaba del suelo maloliente. Aunque tenía la vista algo afectada, vio a Eliath liberarse por fin del cuerpo inerte de su montura y a Nemiel recuperarse del golpe de la bestia para ocultarse tras otro árbol. Attias había superado su parálisis y se había lanzado con su caballo hacia los árboles, con la bestia avanzando pesadamente tras el sabroso bocado de muchacho y caballo. Zahariel usó el árbol que tenía al lado para ponerse en pie y notó un dolor horrible en su pierna torcida. Buscó en el suelo las armas que se le habían caído y acabó viendo el reflejo de la luz del sol en el acero de su espada. No veía su pistola y no tenía tiempo para buscarla.
Hizo una mueca de dolor al levantar la espada y cojear hacia el claro; mientras tanto, las mandíbulas de la bestia se cerraban y partían en dos al caballo de Attias. El joven se tiró de la silla justo cuando el monstruo atacaba y cayó con un ruido sordo sobre el tronco de un árbol caído, rodando sobre él y desplomándose.
La armadura de Zahariel siseaba, ya que las brechas en la estructura la hacían fallar y los mecanismos de los sistemas defensivos chirriaban y se atascaban. La masa metálica empezó a pesarle mucho e hizo una mueca de dolor cuando las placas de la cadera se le apoyaron en la pierna herida.
—¡Dispersaos! —gritó Zahariel—. ¡Id hacia los árboles y dispersaos! ¡No os agrupéis!
Se oyeron más disparos de pistola y Zahariel vio a Pallian corriendo para arrastrar a Attias hacia los árboles. La bestia saltó sobre el caballo muerto y, con el pico, agarró a Pallian por el hombro y lo levantó en el aire.
El muchacho gritó al sentirse atrapado, pero sus gritos se acallaron cuando le arrancó el brazo y gran parte del hombro. Cayó, y de lo que quedaba de su cuerpo manó un arco de sangre mientras la forma de su brazo se veía bajar por la garganta de la bestia en un horrible movimiento peristáltico. La sangre salía de Pallian como un geiser y sus gritos llenaron el claro mientras la agonía vencía al dolor de la herida. La bestia volvió la cabeza hacia el muchacho caído y atacó con las garras de sus alas dos veces. Pallian dejó de gritar.
Zahariel chilló al ver a la bestia desmembrando el cuerpo de Pallian y entró en el claro con la vista borrosa por las lágrimas de dolor y terror. Alzó la espada y la sostuvo, vacilante, ante él para enfrentarse al monstruo que sabía que lo iba a matar. Lo sabía con una certeza fría, pero no podía permitir que los demás sufrieran y murieran sin, al menos, intentar salvarlos.
—¡Aléjate de ellos, cabrón! —gruñó—. ¡Son mis amigos y no son para los de tu calaña!
La bestia alzó la mirada, y aunque sus ojos estaban vacíos y fríos, Zahariel podía sentir sus monstruosas ansias de matar. Además de lo que necesitaba para alimentarse y sobrevivir, esta criatura necesitaba infligir dolor y hallaba un goce primitivo en la matanza.
La bestia dio la espalda al cuerpo de Pallian y emitió un tremendo rugido al ver a Zahariel avanzando hacia ella, apuntándole al corazón con la espada. Las alas de la bestia se desplegaron y Zahariel supo lo que pasaría a continuación. Alzó la espada y el ala derecha de la criatura se precipitó hacia él. Se balanceó y movió la espada formando un arco descendente que fue a dar en la raíz de la garra del ala. Brotó sangre lechosa y la bestia quedó privada de su garra mientras la pierna de Zahariel flaqueaba y lo hacía caer sobre su rodilla. La bestia bramó de dolor y replegó el ala herida, pero se mantuvo con las mandíbulas abiertas como preparándose para acabar con su vida. Una sombra se movió junto a Zahariel cuando la bestia arremetió contra él. Los miles de dientes llenaron su campo de visión.
Conforme percibía el olor a putrefacción de su garganta y veía los trozos de carne entre sus dientes, un destello de acero plateado saltó sobre su cabeza y una figura acorazada pasó sobre él con el estruendo de los cascos y un potente grito de guerra. Una espada larga de acero pesado se clavó en la boca de la bestia, pero la fuerza de quien la blandía y la inercia de la bestia empujaron la espada a través de la mandíbula hasta la mitad de su cráneo. La espada retembló hasta detenerse y el jinete arrancó la hoja al cabalgar hacia adelante, montando su caballo como un experto mientras la bestia caía y su cuerpo se desplomaba en el suelo ante Zahariel.
El jinete se puso al lado del cráneo de la bestia. Desenfundó una pistola magnífica de cañón rotatorio y apuntó entre los ojos del monstruo. Zahariel vio cómo el percutor se echaba hacia atrás y se estremeció con el estruendo al detonar la munición explosiva con un ruido sordo dentro de su cráneo. De la cabeza del monstruo manaron fluidos viscosos y el ansia oscura y depredadora de sus ojos se extinguió al fin. Una última y fétida exhalación salió de la boca de la bestia y Zahariel retrocedió ante el hedor a putrefacción.
Alzó la vista hacia el salvador, que enfundaba la pistola en ese momento. El hombre llevaba la armadura oscura y la túnica blanca con capucha de la Orden, con el frente bordado con el símbolo de la espada apuntando hacia abajo.
—Tienes suerte de estar vivo, hijo —dijo el caballero, y Zahariel reconoció al momento el tono de autoridad.
—Hermano Amadis —respondió—. Gracias. Me ha salvado la vida.
—Sí —asintió Amadis—, y por lo que parece tú has salvado la vida de tus amigos, Zahariel.
—Estaba… protegiendo a mi escuadra… —afirmó Zahariel. Sus últimas fuerzas empezaban a desvanecerse ahora que la batalla había terminado.
Amadis se inclinó desde la silla y lo cogió cuando caía sobre la hierba.
—Descansa, Zahariel —dijo Amadis.
—No —susurró Zahariel—. Tengo que llevarlos a casa.
—Deja que yo lo haga por ti, muchacho. Ya has hecho bastante por hoy.
—Has tenido suerte —le diría Nemiel más tarde—, pero no se puede confiar en la suerte. Es un recurso finito. Llega un día en que se acaba.
Después de aquello, y durante años, cada vez que Zahariel contaba la historia de su enfrenamiento con la bestia alada, su primo siempre le hacía la misma observación. Se lo decía en privado, sin que lo oyeran sus hermanos, en la cámara de armas o junto a las jaulas de prácticas, como si no quisiera avergonzar a Zahariel frente a los otros, aunque tampoco era capaz de olvidar el asunto. Había algo en todo aquel asunto que parecía bullir bajo la piel de Nemiel, como si la batalla se hubiese convertido en una fuente de malestar contenido para él, incluso de irritación. Nunca lo mostró en su rostro, ni permitió que afectase a su tono, pero a veces parecía en cierto modo que reprendiese a Zahariel, como si se sintiese obligado a apostillar sutilmente que todos los logros posteriores de su primo, todas sus glorias, se hubiesen construido sobre una mentira.
Zahariel encontraría este comportamiento curioso, pero nunca sacaría el tema con su amigo. Haría lo que Nemiel no podía: olvidar el asunto. Nunca cuestionaría las palabras de Nemiel. Las escucharía, ignoraría la amargura que ocultaban y asumiría que tenían buen fondo. Para él, hacerlo de otro modo podría haber puesto en peligro su amistad.
—Tuviste suerte —diría Nemiel—. Si no llega a ser por la suerte y por el hermano Amadis, la bestia nos habría matado a todos.
Zahariel no era capaz de llevarle la contraria.
Una semana después le pidieron a Zahariel que contase la historia a sus compañeros suplicantes en la cámara de entrenamiento. Cada vez que contaba cómo había plantado cara al monstruo, parecía algo mucho más emocionante de lo que había sido en realidad. Parecía una historia de grandes ideales y aventuras para quienes lo escuchaban. No es que mintiese sobre lo esencial de ningún modo, pero acabó dándose cuenta de que la repetición tenía la peculiaridad de suavizar la experiencia humana. Cada vez que la contaba sonaba como un cuento de hadas o una fábula.
Durante el fervor frenético de la locura de la batalla se había luchado a vida o muerte y se había alcanzado la victoria con esfuerzo gracias a la sangre, el sudor y las lágrimas. Había sido algo muy reñido y, hasta el final, Zahariel creyó que la bestia alada los mataría a todos. Pensó que los últimos instantes de su vida los pasaría mirando la boca de la bestia, abierta de par en par, mientras el oscuro vacío de sus fauces se expandía para tragarlo entero.
De haber tenido que elegir una lápida o una losa para su tumba, habría sido una masa compacta regurgitada, producida algún tiempo después, que incorporaría sólo aquellas partes de él que la bestia asesina no hubiera podido digerir.
Este era el final que esperaba. La criatura le había parecido demasiado fuerte, demasiado formidable y con una fuerza demasiado primitiva como para darle muerte.
Ocultaría esos pensamientos a sus compañeros al contar la historia. Le pedirían a menudo que la relatase, pero él se daba cuenta de que nadie quería oír sus dudas íntimas. Querían escuchar algo más conmovedor, cargado de proezas heroicas y expresiones de valor, algo que hablase del inevitable triunfo del bien sobre el mal.
Era la naturaleza humana, pensaba, pero quienes lo escuchaban esperaban que fuese el héroe de su historia. Querían que estuviese seguro de sí mismo, que fuese sabio, gallardo, imperturbable, elegante, hermoso, carismático e incluso inspirador. Lo cierto era que en aquel momento había pensado fracasar por completo. No había permitido que aquel pensamiento minase su determinación, pero estaba allí de todas formas.
Nadie quería escuchar aquella verdad.
Nadie quería saber que sus ídolos podían tener los pies de barro.
De vez en cuando, en los breves momentos de silencio que experimentaría en la vida que le esperaba, reflexionaría sobre la locura de los juicios humanos. Sus hermanos suplicantes, sin embargo, parecían pensar que era impropio hablar de emociones. Era como si el miedo fuese una vergüenza secreta común a todos los corazones humanos y quienes lo escuchaban querían asegurarse de que sus héroes no lo sentían, como si eso significase que algún día podrían librarse de su propio miedo.
A Zahariel esto le parecía un error.
La única forma de vencer el miedo era enfrentándose a él.
Fingir que no existía, o que quizá podría desaparecer algún día, sólo lo empeoraba.