DOS
La herida de la palma no dejaría cicatriz. Se curaría a su tiempo y tras unos cuantos meses no quedaría marca alguna de que su mano hubiera sido cortada alguna vez. Por extraño que parezca, Zahariel sentía que la herida siempre estaba allí. No le dolía en absoluto ni le molestaba. Después, cuando agarraba la culata de su pistola, lo hacía con la misma fuerza de siempre.
A pesar de ello, Zahariel sentía la presencia de la herida, aun después de que se le hubiese curado. Había oído que, a veces, los hombres sentían picores fantasma cuando perdían un miembro, una curiosa disfunción del sistema nervioso que los apotecarios no conseguían explicar. Lo mismo le ocurría a Zahariel. En ocasiones, tenía una sensación vaga e insustancial en la mano, como si alguna parte de su mente le recordase sus votos.
Siempre estaba con él, como una línea de la palma, invisible al ojo pero igualmente presente, como si estuviese grabada en su propia alma. Si hubiera querido darle un nombre, la habría llamado «conciencia».
Fuese cual fuese la causa, la sensación de la herida fantasma en la palma de su mano permanecería con él el resto de su vida. Llegado un momento, casi se acostumbraría a ella.
Zahariel y Nemiel se habían criado juntos.
Apenas se llevaban unas semanas y tenían vínculos de sangre. Aunque eran primos lejanos, nacidos de ramas diferentes de la misma familia de nobles, sus rasgos eran tan parecidos que podían pasar por hermanos. Compartían el mismo rostro delgado que los caracterizaba y el perfil aquilino de sus antepasados, pero los lazos que los unían iban más allá de cualquier similitud física accidental.
Según las tradiciones monásticas de la Orden, todos los caballeros de la hermandad se consideraban hermanos. Sin embargo, para Zahariel y Nemiel su hermandad iba más allá de ese tópico. Se consideraban mutuamente hermanos mucho antes de unirse a la Orden como suplicantes. Con los años, sus lazos se habían puesto a prueba en incontables ocasiones y habían demostrado ser auténticos. Confiaban el uno en el otro de mil formas, incluso cuando su cordial rivalidad los empujaba a llegar más lejos.
Era natural que hubiese un elemento de competitividad, de rivalidad entre hermanos, en la relación que los unía. Desde los primeros días de su infancia habían intentado superarse el uno al otro en todo lo posible. En cualquier competición, habían luchado por ser el ganador. Ambos querían ser el corredor más veloz, el nadador más fuerte, el tirador más certero, el mejor jinete, el más hábil con la espada; la naturaleza exacta de la prueba no importaba, mientras uno de ellos pudiese vencer al otro.
Sus maestros de la Orden se habían dado cuenta de la competición que había entre ellos desde el principio y los animaban. Por separado podrían haber sido considerados candidatos para la caballería. Juntos, empujados por su rivalidad mutua, habían aumentado en gran medida sus posibilidades.
Sus maestros lo reconocían con discreción, ya que en Caliban no se estilaba hacer halagos innecesarios, pero se confiaba en que tanto Zahariel como Nemiel lo harían bien y llegarían lejos en la Orden.
Como el mayor de los dos, aunque sólo fuese por cuestión de semanas, su competición quizá fuese más dura para Nemiel de lo que era para Zahariel. A veces sentía su rivalidad como una carrera que no podría ganar. Siempre que Nemiel creía que había conseguido vencer a su rival, Zahariel le demostraba rápidamente que se equivocaba igualando y superando sus logros.
A cierto nivel, Zahariel reconocía la importancia del papel que su hermano tenía en sus triunfos. Sin Nemiel para compararse, para esforzarse en superarse, nunca habría conseguido entrar en la Orden. Quizá nunca habría conseguido ser caballero. En consecuencia, nunca envidiaba los triunfos de su hermano. Si acaso, los celebraba tanto cómo los suyos propios.
Para Nemiel, sin embargo, era diferente. Hubo un tiempo en que, desesperado porque su hermano siempre lo dejaba atrás, comenzó a tener reservas secretas hacia los logros de Zahariel. A pesar de que se esforzaba al máximo por controlar sus pensamientos, Nemiel hallaba una pequeña voz en su interior que deseaba que Zahariel no cosechase demasiados éxitos. No es que alguna vez le desease el fracaso a su hermano, sino simplemente que los triunfos de Zahariel fuesen más limitados en magnitud que los suyos. Quizá era algo infantil, pero la competición entre ellos había definido sus vidas durante tanto tiempo que a Nemiel le resultaba difícil dejarla atrás. En muchas formas, su relación con Zahariel siempre tendría más que ver con la rivalidad que con la hermandad.
Era la naturaleza de sus vidas.
En el futuro, decidiría su destino.
—Si eso es lo mejor que tienes —se burló Nemiel, bailando fuera del alcance de la estocada de Zahariel—, será mejor que abandones ahora.
Zahariel se adelantó y acercó su espada de entrenamiento al cuerpo, pegando el hombro contra el pecho de su primo.
Nemiel estaba preparado para el ataque, pero la fuerza de Zahariel era mayor y los dos muchachos cayeron al suelo de piedra de la sala de entrenamiento. Nemiel gritó con el impacto, cayó rodando y levantó la espada mientras Zahariel daba una estocada al suelo sobre el que habían caído.
—Ni me he acercado a lo mejor que tengo —replicó Zahariel, jadeando por el esfuerzo—. Sólo estoy jugando contigo.
El combate había sido tranquilo durante casi quince minutos: quince minutos seguidos de entrenamiento hacia adelante y hacia atrás, embestidas y amagos, esquives y bloqueos, rechaces y estocadas. Ambos estaban empapados en sudor. Los músculos les dolían y las extremidades les pesaban. Un círculo de sus compañeros suplicantes los rodeaba, cada uno animaba a su favorito, y el maestro Ramiel observaba el combate con una mezcla de orgullo paternal y exasperación.
—¡Que acabe alguno de los dos, por el amor de Caliban! —exclamó Ramiel—. Aún tenéis que asistir a otras clases. Acabad ya o declararé un empate.
El último comentario le dio a Zahariel nuevas fuerzas y determinación, aunque vio que había tenido el mismo efecto en su primo, que era sin duda lo que el maestro Ramiel pretendía. Ninguno de los dos se conformaría con un empate, sólo la victoria los podía satisfacer.
Vio los músculos de Nemiel preparados para el ataque y procedió a embestir. Su espada dio una estocada contra el estómago de Nemiel. El filo estaba embotado y la punta era roma, pero el arma seguía siendo un pedazo de metal pesado y sólido en las manos de Zahariel, y era capaz de causar gran daño a su oponente. El arma de Nemiel bajó y se fue al lateral, pero el ataque de Zahariel no había sido hacia la espada. Con la espada de Nemiel a un lado, cargó y le asestó un golpe en la sien a su primo. No dio bien el puñetazo, pero tuvo el efecto que Zahariel buscaba.
Nemiel gritó, dejó caer la espada y se echó las manos a la cara.
Era la oportunidad que Zahariel necesitaba.
Remató el combate hincando la rodilla en el estómago de Nemiel, doblegándolo y haciéndole impactar contra el suelo, exhausto y con un zumbido en la cabeza.
Zahariel se apartó de su primo y miró al maestro Ramiel, que asintió.
—Ganador, Zahariel —sentenció.
Soltó un resuello estremecedor y dejó caer la espada al suelo con un sonido metálico. Miró hacia donde Nemiel se recuperaba del dolor. Ramiel se dio media vuelta y caminó con resolución hacia la salida en forma de arco, conduciendo a sus alumnos a la siguiente y agotadora clase.
Zahariel tendió la mano a Nemiel.
—¿Estás bien? —le dijo.
Su primo seguía con las manos contra la sien y mantenía los labios apretados mientras intentaba disimular cuánto le dolía la cabeza. Durante un breve segundo, Zahariel lamentó el dolor que le había causado a Nemiel, pero se esforzó en reprimirse. Era su obligación ganar el combate, por lo que dar menos de sus posibilidades habría sido contrario a las enseñanzas de la Orden.
Habían pasado dos años desde su iniciación en la Orden y el noveno aniversario de su nacimiento había sido hacía menos de un mes. No es que hubiera una razón especial para destacar el día, pero los caballeros instructores de la Orden eran muy concretos para marcar el paso del tiempo y mantener el censo de edades y méritos de sus miembros. Nemiel había cumplido nueve años unos cuantos días antes que él y, aunque se asemejaban en características y edad, sus temperamentos no podrían haber sido más diferentes. Zahariel se dio cuenta de que Nemiel ya había olvidado el resultado del combate, ya que había aprendido cómo había sido derrotado.
—Estoy bien, primo —le aseguró Nemiel—. No ha sido para tanto. He visto lo que has hecho, pero no se volverá a repetir.
Eso era cierto, pensaba Zahariel. Cada vez que luchaba contra su primo empleando un método que ya había usado antes, salía derrotado categóricamente. Se podía derrotar a Nemiel, pero no podía hacerse dos veces de la misma forma.
—Intenta no decepcionarte —dijo Zahariel—. Puedo haberte ganado, pero no ha sido una victoria bonita.
—¿A quién le importa la belleza? —repuso Nemiel—. Has ganado, ¿no?
La mano de Zahariel seguía tendida hacia su primo, que finalmente la aceptó y tiró de ella para incorporarse. Se sacudió la ropa y dijo:
—Ah, no te preocupes por mí, sólo estoy dolido por haber vuelto a perder y además ante Ramiel. Supongo que debería pensar en todas las veces que te he vencido, ¿eh?
—Tienes razón —dijo Zahariel—. Creo que hay algo en la naturaleza humana que a veces hace que nos concentremos demasiado en las desilusiones. Deberíamos recordar lo afortunados que somos.
—¿Afortunados? ¿De qué estás hablando? —preguntó Nemiel, mientras seguía a los demás alumnos de las salas de entrenamiento—. Acabas de golpearme en la cabeza y vivimos en un mundo infestado de monstruos asesinos. ¿Qué tenemos de afortunados?
Zahariel miró a Nemiel, temiendo que se estuviese burlando de él.
—Piénsalo; de todas las eras de la historia de Caliban, hemos sido lo bastante afortunados para nacer en el mismo período que hombres como el León y Luther. Formaremos parte de la campaña contra las grandes bestias.
—Ah, bueno, eso sí que podría considerarse suerte, irse a los bosques y enfrentarse a una horda de monstruos que podrían tragarnos enteros o hacernos pedazos con un golpe de sus garras.
Ahora Zahariel sabía que le estaba tomando el pelo, porque siempre se podría contar con Nemiel para alardear de lo aterradora que sería la criatura que habría cazado cuando por fin le permitiesen organizar una batida, aventurarse en el bosque y poner a prueba su entereza contra una de las grandes bestias.
En vez de echarse atrás ante la burla de Nemiel, continuó:
—Henos aquí, suplicantes de la Orden, y un día seremos caballeros. —Zahariel señaló a su alrededor: las altas paredes de piedra, los estantes con armas, la espiral del suelo y el mosaico gigante de la pared que representaba el símbolo de la Orden, la espada apuntando hacia abajo—. Mira a tu alrededor; entrenamos para convertirnos en caballeros y erradicar la amenaza de las bestias de nuestro mundo. El momento en que la última bestia sea abatida quedará escrito en los anales de la Orden y de Caliban, que serán conservados durante miles de años. La historia es reveladora y, si somos afortunados, estaremos allí cuando ocurra.
—Cierto, primo —dijo Nemiel—. El pueblo dirá que vivimos en tiempos interesantes, ¿eh?
—¿Tiempos interesantes?
—Fue algo que dijo una vez el maestro Ramiel, ¿recuerdas? Cuando estábamos fuera, en la oscuridad, rogando que nos admitieran en la Orden como novicios.
—Lo recuerdo —dijo Zahariel, aunque lo cierto era que poco recordaba de la noche que habían pasado en la oscuridad, lejos de las puertas de seguridad de la fortaleza monasterio de la Orden, a merced del terror de las grandes bestias y de la noche.
—Me dijo que era una frase de la antigua Terra —continuó Nemiel—. Cuando las personas vivían períodos de cambio, la clase de días en que se escribe la historia, se referían a ellos como «tiempos interesantes». Hasta tenían una expresión: «Que vivas tiempos interesantes». Eso era lo que solían decir.
—«Que vivas tiempos interesantes» —repitió Zahariel—. Me gusta. Quiero decir, la expresión. En cierto modo, suena bien. Sé que los caballeros no deberían creer en tales cosas, pero suena casi como una plegaria.
—Una plegaria, sí, pero no de las buenas. «Que vivas tiempos interesantes» era algo que se decía a los peores enemigos. Se suponía que era una maldición.
—¿Una maldición? No lo entiendo.
—Supongo que anhelaban una vida tranquila. No querían vivir en tiempos de sangre y agitación. No querían cambios. Eran felices. Todos querían vivir mucho tiempo y morir en su cama. Supongo que creían que su vida era perfecta. Lo último que pretendían era que la historia lo revolucionase todo.
—Es difícil de imaginar —dijo Zahariel, cogiendo la espada que había dejado caer y volviendo al estante de las armas—. Imagina a alguien que estuviera tan satisfecho con su vida que no quisiera cambiarla. Quizá la diferencia es que nos hemos criado en Caliban. Aquí la vida es tan dura que todos estamos acostumbrados a la sangre y la agitación.
—Quizá las cosas fuesen diferentes en Terra —sugirió Nemiel.
—Quizá, pero puede que la vida en Caliban se base en la lucha porque nosotros lo damos por sentado. En comparación, Terra debe de ser un paraíso.
—Si es que existe —replicó Nemiel—. Hay quien dice que sólo es un mito creado por nuestros antepasados. En Caliban fue donde nació nuestra cultura y en Caliban ha de morir. No hay naves espaciales ni hermanos perdidos en otros planetas. Todo es falso. Una mentira creada para reconfortarnos en los malos tiempos, pero una mentira a fin de cuentas.
—¿Eso es lo que crees? —preguntó Zahariel—. ¿Crees que Terra es una mentira?
—Sí, quizá… No lo sé —contestó Nemiel, al tiempo que se encogía de hombros—. Podemos mirar las estrellas del cielo, pero es difícil creer que alguien viva en ellas. Al igual que resulta difícil creer en un mundo tan perfecto que nadie quisiera cambiarlo. Tienes razón, primo, nuestra vida es lucha. Es lo único que podemos esperar de las cosas, al menos en Caliban.
La voz atronadora del maestro Ramiel desde el arco de la puerta al final de la cámara evitó que continuasen la charla.
—¡Vosotros dos, moveos! —gritó su tutor—. Esta noche los dos haréis un turno extra en las torres centinela. ¿No sabéis que el hermano Amadis está esperando?
Ambos muchachos compartieron una mirada de emoción, pero fue Nemiel quien recuperó primero el habla.
—¿El hermano Amadis ha vuelto?
—Sí —asintió Ramiel—. Lo normal sería que os enviase a la cocina por vuestra tardanza, pero repercutiría en vuestros compañeros si no le escuchaseis hablar.
Zahariel corrió tras Nemiel cuando éste salió por la puerta con la emoción llenando su joven cuerpo de vigor e impaciencia.
El hermano Amadis, el Héroe de Maponis… Su héroe.
La Cámara del Círculo de Aldurukh hacía honor a su nombre, pensó Zahariel mientras él y Nemiel se colaban por la entrada arqueada. Las antorchas colgantes parpadeaban y emanaban un fragante aroma a humo perfumado hacia la enorme cámara. La sala ya estaba casi llena de cientos de novicios, caballeros y suplicantes que se apelotonaban en los bancos de piedra que salían formando hileras del elevado pedestal de mármol del centro de la cámara.
Enormes pilares salían de los puntos cardinales de la cámara y se curvaban hacia adentro formando los enormes arcos góticos del gran techo de la cúpula, un techo verde y dorado del que colgaba una enorme lámpara circular llena de puntos de luz parpadeantes.
Las paredes de la cámara estaban compuestas casi en su totalidad por altísimas vidrieras, cada una de las cuales narraba las hazañas de alguno de los caballeros de la Orden. Muchos de estos gloriosos paneles representaban las proezas del León y de Luther, pero otras muchas eran anteriores a su incorporación a la Orden y algunas de ellas representaban a un guerrero conocido como Héroe de Maponis: el hermano Amadis.
Era uno de los caballeros más veteranos de la Orden y seguía participando en la empresa del León para liberar los bosques de Caliban. El hermano Amadis era famoso en todo el mundo por ser un guerrero gallardo y heroico: no sólo un caballero de la Orden, sino un caballero de Caliban. Sus hazañas eran cuentos épicos de heroísmo y nobleza, aventuras que todo niño de Caliban crecía escuchando de boca de sus padres.
Amadis había abatido personalmente a la Gran Bestia de Kulkos y había liderado en combate a los caballeros contra las ofensivas de los Caballeros Sangrientos de las Criptas de Endriago. Antes de la llegada de El’Jonson, muchos habían asumido que el hermano Amadis acabaría siendo el Gran Maestre de la Orden.
Sin embargo, no había sido el caso. Aunque todos creían que el cargo correspondería a El’Jonson por el éxito de la caza de las bestias, Amadis no guardaba ningún rencor al León y simplemente había vuelto a los grandes bosques para abatir monstruos y llevar el honor de la Orden a todas partes.
El gran número de jóvenes que se había presentado a las enormes puertas de Aldurukh tenía mucho que ver tanto por su renombre como por la presencia del León.
—Parece que todo el que es alguien está aquí —dijo Nemiel, mientras se hacía un sitio entre los rezagados en la fila más alta de la Cámara del Círculo.
Apartaron a codazos a los novicios recién aceptados y a los suplicantes que no habían servido tanto como ellos. Se oían quejas según pasaban, pero nadie se atrevía a discutir con alguien que llevaba más tiempo en la Orden. Era una regla tácita, todo el mundo entendía la jerarquía que operaba dentro de la Orden y su estructura no podía romperse bajo ningún concepto. Al fin encontraron un sitio apropiado, un poco más adelante que los suplicantes inferiores y detrás o al lado de aquellos con un rango y talla similares. Aunque el centro de la Cámara del Círculo estaba a cierta distancia, la vista desde las filas superiores era insuperable en lo que se refería al panorama. El centro estaba vacío y en medio habían colocado una única silla semejante a un trono.
—Parece que hemos llegado a tiempo —apuntó Zahariel, y Nemiel asintió.
Del techo de la cámara colgaban estandartes y Zahariel sintió que algo maravillosamente familiar lo envolvía mientras los miraba y leía la historia de la Orden en las representaciones pictóricas del honor, el valor y la batalla. Las banderas ceremoniales bordadas en oro, verde y azul estaban cruzadas y los estandartes de guerra con los bordes rojos superaban en número a las ceremoniales por un margen bastante amplio. De todo el techo colgaban banderas, tantas que parecía que se hubiese tendido una gran manta y luego se hubiese cortado en trozos cuadrados.
A orden de alguien se hizo el silencio entre los novicios, los suplicantes y los caballeros congregados y Zahariel oyó el crujir de la madera de la puerta de entrada, el andar metálico de un hombre con armadura y el violento golpeteo de los pasos del metal sobre el mármol. Forzó la vista para ver mejor y por fin vio al hombre que le había hecho querer ser caballero. Un hombre marchaba hacia el centro de la cámara con la armadura de metal bruñido de la Orden.
Zahariel intentó no sentirse defraudado ante el guerrero que tenía ante él, pero donde había esperado hallar un imponente héroe de leyenda semejante al León, vio que el hermano Amadis era sólo un hombre. Sabía que no debería haber esperado más, pero ver que el guerrero que había habitado sus sueños épicos desde que tenía memoria era un hombre de carne y hueso, que no le sobrepasaba en altura como algún gigante todopoderoso y legendario era, en cierto modo, menos de lo que había esperado.
Aun así, conforme trataba de aceptar que su héroe era, a fin de cuentas, sólo un hombre, vio que había en él algo indefinible. Había algo en la forma en que Amadis caminaba hacia el centro de la cámara, como si fuese suya, henchido de confianza como si la llevase por capa, como si entendiese que aquella reunión era sólo por él, que era su derecho y su retribución.
A pesar de que podría haberse percibido como una arrogancia monstruosa, Zahariel veía una expresión irónica en las facciones de Amadis, como si esperase tal reunión pero le pareciese algo absurdo semejante exaltación.
Cuando más miraba Zahariel a la figura que estaba en el centro de la cámara, más veía la cómoda confianza, la claridad de propósito y el valor contenido en todos sus movimientos. Amadis asía firmemente la empuñadura de su espada al caminar, como un guerrero de pies a cabeza, y Zahariel sintió cómo crecía su admiración por el heroico caballero a cada segundo que pasaba.
Rodeado de caballeros de semejante talla y valor, considerando un honor tan sólo estar en la misma sala que ellos, Zahariel había dado por hecho que tales guerreros no conocían el miedo, pero mirando el hermoso y ajado rostro del hermano Amadis, se dio cuenta de que esa idea era absurda.
Cuando era un niño, en los bosques de Caliban, ciertamente había sentido miedo muy a menudo, pero había dado por hecho que cuando se convirtiese en caballero esa emoción se le haría extrañamente desconocida. El hermano Amadis se había enfrentado a enemigos terribles y había triunfado a pesar del miedo. Conocer el miedo, el auténtico miedo, y lograr una gran victoria a pesar de él, parecía un logro más noble que un triunfo en el que el miedo está ausente.
El hermano Amadis miró alrededor y asintió con callada satisfacción, aparentemente complacido con la calidad de los hombres y muchachos que lo rodeaban.
—Si estáis esperando un discurso largo e inspirador, mucho me temo que no tengo ninguno.
La voz de Amadis se proyectaba fácilmente hasta las zonas más alejadas de la Cámara del Círculo, y Zahariel sintió que la emoción del entusiasmo lo atravesaba con cada palabra. Sólo las voces de Luther y el León tenían tal poder de resonancia.
—Soy un hombre sencillo —continuó Amadis—, guerrero y caballero. No doy discursos y no sé dar espectáculo, pero el León me ha pedido que venga hoy a hablaros, aunque no soy buen orador, eso seguro. He vuelto a Aldurukh y trabajaré con los caballeros instructores durante un tiempo, así que espero veros a todos en las próximas semanas y meses, antes de que vuelva a los bosques.
Zahariel notó que se le aceleraba el pulso con la idea de aprender de un guerrero como Amadis, y sintió que el desenfreno y una euforia incontrolable lo embargaban.
—Como ya he dicho, no soy amigo de teatralidades, pero comprendo su valor, para vosotros y para mí —sentenció Amadis—. Verme aquí os llevará a convertiros en los mejores caballeros que podréis ser, porque os ofrezco algo a lo que aspirar, una razón para ser mejores. Mirar vuestras caras me recuerda de dónde vengo, lo que solía ser. Se cuentan muchas historias sobre mí y algunas hasta son ciertas…
Una risa respetuosa recorrió la cámara, mientras Amadis seguía hablando.
—Por lo visto, la mayoría son ciertas, pero no se trata de eso. El hecho es que cuando un hombre escucha las mismas cosas sobre sí mismo lo bastante a menudo, empieza a creerlas. Decidle a un niño a menudo que no vale nada y que es despreciable y empezará a creer que tan vil sentimiento es cierto. Decidle a un hombre que es un héroe, un gigante entre los hombres y empezará a creerlo también, viéndose superior a los demás. Si se colma a un hombre de alabanzas y honores, empezará a creer que le corresponden y que todos los demás han de inclinarse a su voluntad. Veros a todos aquí es un gran recordatorio de que yo no soy tal hombre. Una vez fui aspirante a novicio, pasando en pie la fría noche ante las puertas de este monasterio. También caminé sobre la espiral bajo la vara de mis caballeros instructores y participé en la batida de una bestia para demostrar mi valía a la Orden. Vosotros sois lo que fui y yo estoy donde cualquiera de vosotros puede estar.
El discurso de Amadis parecía estar dirigido a Zahariel y sabía que recordaría aquel momento mientras viviese. Recordaría aquellas palabras y viviría por ellas. Las palabras de este heroico caballero tenían una fuerza que iba más allá. Parecían estar dirigidas directamente a todos los caballeros congregados en la cámara. Mirando a su alrededor, Zahariel comprendió que todos los caballeros, novicios y suplicantes sentían que cada una de aquellas palabras era para él y sólo para él.
Un aplauso atronador y vítores espontáneos estallaron en la Cámara del Círculo. Los caballeros y los suplicantes se pusieron en pie. Semejantes demostraciones eran casi inauditas tras los muros de Aldurukh, y Zahariel se dejó llevar por el contagioso entusiasmo de sus hermanos.
Miró a Nemiel y vio que su primo había sido arrastrado de forma similar por la ola de orgullo.
Tal era el poder, la fuerza y la convicción de sus palabras y su discurso, que Zahariel se juró, allí y entonces, que se convertiría en el mejor caballero que la Orden hubiera conocido, el guerrero más heroico en salir de misión por la Puerta de la Conmemoración para luchar contra los enemigos de Caliban.
A pesar del orgullo desmedido inherente a esos votos, juró silenciosamente que nunca perdería de vista lo que significaba ser un caballero, la humildad que debía acompañar a toda gran hazaña, y la callada satisfacción de saber que hacer lo correcto es una razón más que suficiente para hacerlo.
Finalmente, los aplausos se apagaron cuando Amadis alzó los brazos e hizo parar las palmas y los vítores.
—¡Basta, hermanos, basta! —exclamó con una sonrisa en la cara—. Esto no es para lo que he venido. A pesar de mis palabras, creo sí he dado un pequeño discurso, pero espero que no haya sido demasiado aburrido, ¿eh?