Capítulo sexto

Grande enigma es el que el unicornio, aunque en mucho espantadizo y temeroso de las gentes, si encuentra tal doncella que todavía no haya tenido trato carnal con varón alguno, se le arrima, osado y sin ningún temor, dobla la testa y sobre el regazo de ella la asienta. Dícese que en tiempos pasados y remotos, había doncellas que de aquello un verdadero proceder hicieron. Quedábanse largos años sin casamiento y practicando la castidad, para servir a los cazadores como reclamo de unicornios. Pronto, sin embargo, se supo que el unicornio se allega sólo a las mozas jóvenes, que a las viejas las tiene por nada. Siendo bestia sabia, el unicornio entiende sin falta que el perdurar en exceso en estado virginal es cosa sospechosa y contraria a la naturaleza.

Physiologus

La despertó el calor. Le hizo volver en sí el bochorno que quemaba la piel como el hierro del verdugo.

No podía mover la cabeza, algo la retenía. Se retorció y gritó de dolor al sentir cómo se despegaba y estallaba la piel de la sien. Abrió los ojos. La piedra sobre la que apoyaba la cabeza estaba parduzca a causa de la sangre coagulada y seca. Se tocó la sien, percibió bajo los dedos una costra dura y reventada. La cicatriz había estado pegada a la piedra, se había arrancado de ella con el movimiento de la cabeza y ahora fluía la sangre y el plasma. Ciri tosió, carraspeó, escupió arena junto con una densa y pegajosa saliva. Se incorporó sobre los codos, luego se sentó, miró a su alrededor.

Por todos lados la rodeaba una llanura pedregosa, de un rojo grisáceo, cortada por barrancos y fallas, con grupos de piedras amontonados aquí o allí y con enormes rocas de extrañas formas. Sobre la llanura, muy alto, colgaba un sol ardiente, enorme, dorado, que volvía amarillo el cielo al completo y alteraba la visión con su brillo cegador y la vibración que provocaba en el aire.

¿Dónde estoy?

Tocó con precaución su sien herida y tumefacta. Dolía. Dolía mucho. Debo de haber pegado unos buenos botes, pensó, debo de haberme dado unos buenos revolcones por la tierra. De pronto se dio cuenta de su ropa, rasgada y rota, y descubrió nuevos focos de dolor: en los riñones, en la espalda, en los brazos, en los muslos. Durante la caída, arena y piedrecillas se le habían metido por todos lados: en los cabellos, en las orejas, en la boca, también en los ojos, que picaban y lloraban. Le ardían los dedos y los codos, que tenía raspados hasta el mismo hueso.

Poco a poco enderezó los pies y volvió a gemir, porque la rodilla izquierda le respondía al movimiento con un dolor sordo y penetrante. Se la masajeó a través del cuero de los pantalones, que no estaba roto, pero no percibió hinchazón. Cuando respiraba sentía unos ominosos pinchazos en el costado, y el intento de doblar el torso hizo que casi gritara, atravesada por un fuerte espasmo que le surgió de la parte baja de la espalda. Pero no me he quebrado nada, pensó. Creo que no me he roto nada. Si me hubiera roto un hueso, dolería más. Estoy entera, solamente un poco apaleada. Me voy a poder levantar. Y me levantaré.

Poco a poco, con parcos movimientos, tomó posición, se dobló desmañadamente para intentar proteger la rodilla herida. Luego se puso a cuatro patas, gimiendo, jadeando y quejándose. Por fin, después de un tiempo que le pareció una eternidad, se levantó. Pero sólo para caer derrumbada de inmediato sobre la piedra, porque un vahído que le oscureció los ojos la hizo caer. Sintiendo una violenta ola de náuseas, se tumbó sobre un costado. Las rocas ardientes quemaban como carbón al rojo.

—No me levantaré… —sollozó—. No puedo… Me quemaré con este sol…

En la cabeza le latía un dolor sordo, terrible, imparable. Cada movimiento hacía que el dolor creciera, así que Ciri dejó de moverse. Protegió la cabeza con los brazos, pero el calor se hizo pronto inaguantable. Comprendió que iba a tener que escapar de él. Dominando la resistencia inmovilizadora de su cuerpo doliente, entrecerrando los ojos a causa del penetrante dolor de las sienes, se arrastró a cuatro patas en dirección a una enorme roca, tallada por el viento en una forma extraña de hongo, cuyo deforme sombrero daba a la base un pedacito de sombra. Se encogió, hecha un ovillo, tosiendo y sonándose la nariz.

Estuvo largo rato allí, hasta que el sol que vagabundeaba por el cielo la alcanzó de nuevo con un fuego que bajaba directamente desde arriba. Se desplazó al otro lado de la roca sólo para darse cuenta de que no servía de nada. El sol estaba en el cenit, el hongo de piedra prácticamente no daba ya sombra. Apretó la mano contra las sienes, que le estallaban de dolor.

La despertó un temblor que le atravesaba todo el cuerpo. La bola de fuego había perdido su brillo cegador. Ahora, ya más baja, colgando sobre las rocas quebradas y con aspecto de dientes, era de color anaranjado. El bochorno había cedido un tanto.

Ciri se sentó con esfuerzo, miró alrededor. El dolor de cabeza se había reducido, ya no la cegaba. Se masajeó la cabeza y advirtió que el calor había quemado y secado la herida de la sien, convirtiéndola en una costra dura y escurridiza. Sin embargo, seguía doliéndole todo el cuerpo, le parecía que no le quedaba ni un solo lugar sano. Tosió, mordió la arena que tenía en los dientes, intentó escupir. Sin resultado. Se apoyó con la espalda en la roca con forma de hongo, todavía caliente por el sol. Por fin había dejado de abrasar. Ahora, cuando el sol se dirige hacia el ocaso, se puede aguantar ya, y dentro de poco

Dentro de poco será de noche.

Le dio un escalofrío. ¿Dónde estoy, por todos los diablos? ¿Cómo voy a salir de aquí? ¿Y por dónde? ¿Adónde tengo que ir? ¿Y no será mejor quedarme en el sitio y esperar a que me encuentren? Porque me van a buscar. Geralt. Yennefer. Porque no me van a dejar sola

De nuevo intentó escupir y de nuevo no pudo. Y entonces lo comprendió.

Sed.

Se acordaba. Ya entonces, durante la fuga, la había atormentado la sed. Junto al arzón de la silla del caballo moro en el que se había montado para huir de la Torre de la Gaviota, había una cantimplora de madera, se acordaba perfectamente. Pero entonces no pudo ni desatarla, ni llevársela a los labios, no tenía tiempo. Y ahora no había cantimplora. No había nada. Nada excepto piedras requemadas, excepto la tirantez que una herida en la sien le provocaba en la piel, excepto el dolor de cuerpo y la sequedad en la garganta, que no podía aliviar ni siquiera tragando saliva.

No puedo quedarme aquí. Tengo que andar, encontrar agua. Si no encuentro agua, me moriré.

Intentó levantarse, apoyando las manos sobre el hongo de piedra. Se levantó. Dio un paso. Y con un gañido se derrumbó y quedó a cuatro patas, se tensó en un seco espasmo de vómito. La traspasó un vahído y una contracción tan fuertes que de nuevo se vio obligada a tenderse en el suelo.

Estoy sin fuerzas. Y sola. Otra vez. Todos me han traicionado, me han abandonado, me han dejado sola. Como entonces

Ciri sintió cómo en la garganta se le hacía un nudo invisible, cómo se le contraían hasta dolerle los músculos de las mandíbulas, cómo le comenzaban a temblar los labios rajados. No hay nada más asqueroso que la visión de una hechicera llorando, recordó las palabras de Yennefer. Pero… pero nadie me ve aquí… Nadie

Hecha un ovillo bajo el hongo de piedra, Ciri sollozó, se sumió en un seco y terrible llanto. Sin lágrimas.

Cuando alzó los párpados hinchados, que se resistían a moverse, se dio cuenta de que el calor había cedido todavía más, y el cielo, no hacía mucho amarillo, tomaba su natural color cobalto, incluso, extrañamente, salpicado de finas tiras de blancas nubes. El escudo del sol había enrojecido, iba bajando más, pero todavía derramaba sobre el desierto sus olas de calor pulsante. ¿O puede que el calor surgiera de las piedras recalentadas?

Se sentó, constatando que el dolor en el cráneo y en el cuerpo golpeado había cesado de molestar. Que en aquel momento no era nada en comparación con el absorbente sufrimiento que iba creciendo en su estómago y con el terrible escozor que la obligaba a toser de su garganta reseca.

No hay que rendirse, pensó. No puedo rendirme. Como en Kaer Morhen, hay que levantarse, hay que vencer, combatir, ahogar dentro de uno el dolor y la debilidad. Hay que levantarse y andar. Ahora, por lo menos, conozco la dirección. Allí donde está el sol, es el oeste. Tengo que andar, tengo que encontrar agua y algo de comer. Tengo que hacerlo. De lo contrario me moriré. Esto es un desierto. Volé hasta un desierto. Aquello en lo que entré en la Torre de la Gaviota era un portal mágico, una herramienta hechiceril con la que se puede trasladar uno a largas distancias

El Portal de Tor Lara era un portal extraño. Cuando llegó al último piso, no había nada allí, ni siquiera ventana, sólo unas puertas desnudas y cubiertas de hongos. Y al otro lado de la puerta ardía un óvalo regular lleno de un resplandor opalescente. Dudó, pero el portal la atraía, la ataba, incluso le rogaba. Y no había otra salida, sólo aquel óvalo brillante. Cerró los ojos y entró en su interior.

Y luego hubo una claridad cegadora y un torbellino rabioso, una explosión que quitaba el aliento y quebraba las costillas. Recordaba un vuelo entre silencio, frío y vacío, luego de nuevo un relámpago y el aullido del aire. En lo alto había azul celeste, abajo una grisura borrosa…

La arrojó en vuelo, del mismo modo que el águila pescadora deja caer en el aire un pez demasiado pesado para ella. Cuando golpeó contra la piedra, perdió el sentido. No sabía durante cuánto tiempo.

Había leído en el santuario acerca de los portales, recordó mientras se quitaba la arena de los cabellos. En los libros había menciones a telepuertos deformados o caóticos, que conducían a no se sabe dónde y arrojaban no se sabía a qué lugar. Seguramente el portal de la Torre de la Gaviota era uno de ellos. Me arrojó al confín del mundo. Nadie sabe adónde. Nadie me va a buscar aquí ni me va a encontrar. Si me quedo aquí, me moriré.

Se levantó. Movilizando todas sus fuerzas, apoyándose en las rocas, dio un primer paso. Luego un segundo. Luego un tercero.

Aquellos primeros pasos le hicieron darse cuenta de que las hebillas de su bota derecha estaban rotas y la caña que caía constantemente le impedía andar. Se sentó, esta vez por voluntad propia, sin ser obligada, repasó su vestimenta y haberes. Al concentrarse en esta actividad, olvidaba su cansancio y dolor.

La primera cosa que descubrió fue su estilete. Lo había olvidado, la vaina se había deslizado hacia atrás. En el cinturón, junto al estilete, como siempre, había un pequeño saquete. Un regalo de Yennefer. Contenía todo lo que «una dama siempre debe llevar consigo». Ciri desató el nudo. Por desgracia, el equipamiento estándar de una dama no reflejaba la situación en la que se encontraba en aquel momento. El saquete contenía un peinecito de carey, un cuchillito-lima de uñas universal, un tampón de tela de lino envuelto y empaquetado y un tarrito de jade lleno de crema para las manos.

Ciri, de inmediato, comenzó a echar crema sobre su cara y sus labios abrasados, y también de inmediato lamió ávida el ungüento de sus labios. No se lo pensó mucho, lamió todo el tarrito, deleitándose con la grasa y el pedacito de tranquilizadora humedad. La manzanilla, el ámbar y el alcanfor que habían sido usados para aromatizar la crema tenían un sabor asqueroso, pero actuaron como estimulantes.

Ató la caña de la bota rota con una tira que arrancó de la manga, se levantó, dio unos cuantos pisotones para probar. Desenvolvió el tampón, hizo de él una amplia banda que protegía la vapuleada sien y la frente quemada por el sol.

Se levantó, arregló su cinturón, se llevó el estilete más cerca de su cadera derecha, lo tomó de la vaina automáticamente y comprobó la hoja con el pulgar. Estaba afilado. Lo sabía.

Tengo un arma, pensó. Soy una bruja. No, no voy a morir aquí. En lo que respecta al hambre, aguantaré, en el santuario de Melitele a veces había que ayunar hasta dos días. Y agua… Tengo que encontrar agua. Voy a andar hasta que la encuentre. Este maldito desierto tiene que acabarse en algún lugar. Si se tratara de un desierto muy grande lo sabría, lo hubiera advertido en los mapas que vi junto con Jarre. Jarre… Qué es lo que estará haciendo

Me voy, decidió. Voy al oeste, veo por dónde se esconde el sol, es la única dirección segura. Al fin y al cabo, yo nunca me pierdo, siempre sé por dónde hay que ir. Si hace falta, andaré toda la noche. Soy una bruja. En cuanto me vuelvan las fuerzas, correré como en la Senda. Entonces llegaré pronto al confín de este desierto. Aguantaré. Debo aguantar… Ja, seguro que Geralt ha estado más de una vez en desiertos como éste, quién sabe si no ha estado en otros incluso peores

Me voy.

El paisaje no varió durante la primera hora de marcha. A su alrededor no había nada todo el tiempo, sólo piedras de color rojo grisáceo, afiladas, que se entremetían bajo las piernas, obligando a tener precaución. Escasos arbustos, secos y espinosos, extendían hacía ella sus vástagos retorcidos desde las grietas. Cuando encontró el primer arbusto, Ciri se detuvo pensando que le sería posible hallar hojas o ramas jóvenes que podría chupar y masticar. Pero el arbusto no tenía nada más que espinas que herían los dedos. No servía ni siquiera para sacar de él un bastón. El segundo y el tercer arbusto que cruzó eran exactamente iguales, los siguientes los despreció, pasó junto a ellos sin detenerse.

Anocheció muy deprisa. El sol se puso sobre el horizonte dentado y roto, el cielo brilló rojizo y purpúreo. Junto con el ocaso llegó el frío. Al principio ella lo saludó con alegría, el frío aliviaba la piel quemada. Sin embargo, muy pronto hizo todavía más frío, y a Ciri le comenzaron a castañetear los dientes. Apretó el paso, contando con que una marcha rápida la calentaría, pero el esfuerzo despertó de nuevo el dolor del costado y de la rodilla. Comenzó a cojear. Para colmo de males el sol se escondió por completo tras el horizonte y al instante reinó la oscuridad. Había luna nueva y las estrellas con las que se cubrió el cielo no ayudaban. Al poco, Ciri dejó de ver el camino que tenía por delante. Unas cuantas veces tropezó, se raspó dolorosamente la piel de las muñecas. Dos veces acertó con el pie en sendas grietas entre las rocas, sólo se libró de torcerse o romperse un pie gracias a su bien entrenado giro brujeril contra las caídas. Comprendió que no serviría de nada. La marcha en la oscuridad era imposible.

Se sentó sobre un plano bloque de basalto, sintiendo una desesperación paralizante. No tenía ni idea de si mantenía la dirección, hacía tiempo ya que no sabía el lugar por el que el sol había desaparecido en el horizonte, había perdido de vista completamente el resplandor por el que se había guiado la primera hora después del ocaso. Alrededor ya sólo había una tiniebla aterciopelada e impenetrable. Y un frío penetrante. Un frío que paralizaba, que mordía las articulaciones, que obligaba a encogerse y a meter la cabeza entre unos brazos que dolían a causa de la incómoda posición. Ciri comenzó a echar de menos el sol, aunque sabía que junto con su regreso se derramaría sobre las rocas un calor que no iba a poder resistir. En el que no iba a poder continuar la marcha. De nuevo sintió cómo le atenazaba la garganta un deseo de llorar, cómo la cubría una ola de desesperación y desesperanza. Pero esta vez la desesperación y la falta de esperanza se transformaron en rabia.

—¡No voy a llorar! —gritó a las tinieblas—. ¡Soy una bruja! ¡Soy una…!

Hechicera.

Ciri levantó el brazo, se apretó la mano contra la sien. La Fuerza está en todos lados. Está en el agua, en el aire, en la tierra

Se levantó con rapidez, extendió la mano, con lentitud, dio unos pocos pasos inseguros, buscando febrilmente una fuente. Tuvo suerte. Casi de inmediato percibió en los oídos un rumor familiar, una pulsación, percibió la energía que latía en una vena de agua escondida en las profundidades de la tierra. Extrajo la Fuerza mientras aspiraba con precaución y contenidamente, sabía que estaba débil y en ese estado una brusca desoxigenación del cerebro podía privarla al instante de consciencia y hacer vano todo el intento. La energía la llenó poco a poco, le produjo una familiar euforia pasajera. Los pulmones comenzaron a funcionar con más fuerza y rapidez. Ciri controló su respiración acelerada, una oxigenación demasiado intensa también podía tener fatales consecuencias.

Lo consiguió.

Primero el cansancio, pensó, luego aquel dolor paralizante en los brazos y muslos. Luego el frío. Tengo que elevar la temperatura del cuerpo

Poco a poco recordó los gestos y los hechizos. Algunos los realizó y pronunció excesivamente deprisa: de pronto la asaltaron calambres y temblores, violentos espasmos y vahídos, que la doblaron sobre las rodillas. Se sentó en la lancha de basalto, relajó las temblorosas manos, controló su desgarrada y arrítmica respiración.

Repitió las fórmulas, obligándose a mantener la calma y la precisión, a concentrar y unificar por completo su voluntad. Y esta vez los resultados fueron inmediatos. Un calor envolvente le acarició los muslos y el cuello. Se levantó sintiendo cómo desaparecía el cansancio y cómo los músculos doloridos se distendían.

—¡Soy una hechicera! —gritó triunfante, alzando la mano muy alto—. ¡Ven, Luz inmortal! ¡Te convoco! ¡Aen’drean va, eveigh Aine!

Una cálida bola de luz de no mucho tamaño revoloteó desde su mano como una mariposa, arrojando sobre las piedras un dinámico mosaico de sombras, Moviendo la mano con lentitud, estabilizó la bola, la colocó de tal forma que colgaba por delante de ella. Aquélla no fue una buena idea: la luz la cegó. Intentó colocar la bola por detrás de la espalda, pero también aquello producía un mal efecto: su propia sombra se atravesaba sobre el camino, empeorando la visión. Ciri, poco a poco, movió la esfera lucífera hacia un lado, la colgó un poco por encima de su brazo derecho. Aunque la bola por supuesto no le llegaba a los talones a una verdadera y mágica Aine, la muchacha estaba extraordinariamente orgullosa de su hazaña.

—¡Ja! —dijo, ensoberbecida—. ¡Una pena que Yennefer no pueda ver esto!

Continuó la marcha, viva y enérgica, dando pasos rápidos y seguros, eligiendo el camino en el titilante e inseguro claroscuro arrojado por la bola. Según iba, intentaba recordar otros hechizos, pero ninguno le parecía adecuado ni útil, le daban un poquito de miedo, no quería usarlos sin verdadera necesidad. Por desgracia, no conocía ninguno que fuera capaz de crear agua o comida. Sabía que existían, pero no sabía hacerlos.

A la luz de la esfera mágica, el desierto, que parecía muerto hasta entonces, cobró vida. De bajo los pies de Ciri huían desmañados escarabajos brillantes y arañas peludas. Un pequeño escorpión amarillo y rojo, retorciendo sobre sí su cola segmentada, se cruzó raudo en su camino, desapareció por una fisura entre las rocas. Una lagartija verde y de larga cola se perdió en la oscuridad, haciendo crepitar la arena. Desaparecieron a su paso unos roedores semejantes a grandes ratones, que saltaban ágilmente y muy alto con sus dos patas traseras. Distinguió varias veces en la oscuridad el brillo de unos ojos y una vez escuchó un siseo que le heló la sangre en las venas, proveniente de un pedregal rocoso. Si al principio tenía la intención de cazar algo que se pudiese comer, el siseo le quitó completamente las ganas de deambular por entre las rocas. Comenzó a mirar con más atención a sus pies, y ante sus ojos aparecieron los grabados de los libros que había visto en Kaer Morhen. El escorpión gigante. La escarletia. El vicht. La lamia. El aracnocangrejo. Monstruos que viven en los desiertos. Siguió andando, mirando temerosa a su alrededor y manteniendo alerta los oídos, mientras apretaba en su mano sudorosa la empuñadura del estilete.

Unas cuantas horas después, la bola luminosa se debilitó, el círculo de luz emanado por ella se empequeñeció, se oscureció, se hizo borroso. Ciri, concentrándose con esfuerzo, pronunció de nuevo el hechizo. La bola ardió durante unos segundos con un brillo más claro, pero de inmediato se oscureció y se empequeñeció de nuevo. El esfuerzo venció a Ciri, tropezó, manchas rojas y negras le bailaron ante los ojos. Se sentó pesadamente, haciendo rechinar la gravilla y las piedras sueltas.

La bola se apagó por completo. Ciri no intentó ya ningún hechizo, el agotamiento, el vacío y la falta de energía que sentía dentro de sí predecían el fracaso del intento.

Ante ella, lejos en el horizonte, se iba alzando un resplandor borroso. He equivocado el camino, constató con terror. Le he dado la vuelta a todo… Al principio andaba hacia occidente, y ahora el sol sale directamente hacia mí, lo que quiere decir

Sintió una somnolencia y un cansancio paralizantes, que no espantaba ni siquiera el frío que la hacía estremecerse. No me dormiré, decidió. No debo dormirme… No debo

La despertó un frío penetrante y una claridad que se iba elevando, la hizo volver en sí un dolor de barriga que le retorcía las entrañas, la seca e insidiosa picazón en la garganta. Intentó levantarse. No pudo. Sus doloridos y entumecidos miembros le negaban obediencia. Al agitar las manos alrededor, sintió bajo los dedos una humedad.

—¡Agua…! —gritó roncamente—. ¡Agua!

Temblando terriblemente, se puso a cuatro patas, apoyó los labios contra la plancha de basalto, recogiendo febrilmente con la lengua las gotitas que había sobre la lisa superficie, absorbiendo la humedad de las hendiduras de la roca. En una se había reunido casi media pulgada de rocío. Lo tragó junto con la arena y las piedrecillas, sin atreverse a escupir. Buscó a su alrededor.

Cuidadosamente, para no desperdiciar ni un poquito, recogió con la lengua las gotas brillantes que colgaban de las espinas de un arbusto rechoncho, que, de un modo misterioso, había conseguido crecer entre las rocas. Su estilete yacía en el suelo. No recordaba cuándo lo había sacado de la funda. La hoja estaba turbia a causa del rocío. Escrupulosamente y con mucho cuidado, lamió el frío metal.

Dominando el dolor que entumecía su cuerpo, se movió hacia delante a cuatro patas, persiguiendo la humedad sobre otras piedras. Pero el escudo-dorado del sol, que se alzaba ya por encima del pedregoso horizonte, anegó el desierto con una cegadora claridad dorada que secó las rocas en unos instantes. Ciri recibió con alegría el calor creciente, aunque era consciente del hecho de que en poco tiempo, abrasada sin piedad, echaría de menos el frío de la noche.

Volvió la espalda a la bola deslumbrante. Allí donde ardía, estaba el este. Y ella tenía que ir al oeste. Tenía que ir. El calor crecía, se acrecentaba muy deprisa, pronto fue imposible de aguantar. A mediodía la mortificaba de tal manera que quisiera o no, tuvo que cambiar de dirección para buscar la sombra. Encontró por fin un refugio: una roca grande, parecida a un hongo. Se arrastró debajo de ella.

Y entonces vio un objeto que yacía entre las rocas. Era un botecito de jade de crema para las manos, lamido hasta quedar limpio.

No encontró dentro de sí fuerza suficiente para llorar.

El hambre y la sed superaron a su cansancio y resignación. Tropezándose, emprendió la marcha. El sol quemaba.

Lejos, en el horizonte, detrás de una ondulante cortina de calor, vio algo que sólo podía ser una cordillera montañosa. Una cordillera montañosa muy lejana.

Cuando cayó la noche, extrajo Fuerza con un gigantesco esfuerzo, pero sólo consiguió crear una bola mágica después de varios intentos y esto la agotó tanto que no pudo seguir adelante. Perdió toda la energía, pese a los muchos intentos, no consiguió hacer los hechizos de calentamiento y relajación. La luz hechizada le daba coraje y elevaba el espíritu, pero el frío la aniquiló. El frío penetrante y atenazador la hizo estremecerse hasta el alba. Temblaba, esperando impaciente la salida del sol. Sacó el estilete de su funda, lo colocó con cautela sobre una piedra para que el metal se cubriera de rocío. Estaba monstruosamente cansada pero el hambre y la sed expulsaron el sueño. Aguantó hasta el amanecer. Todavía estaba oscuro cuando comenzó a lamer ávida el rocío de la hoja. Cuando alboreó, se echó de inmediato a cuatro patas para buscar la humedad en ranuras y fisuras.

Escuchó un siseo.

Una gran lagartija coloreada estaba sentada en un bloque rocoso cercano y abría hacia ella unas fauces desdentadas, desplegaba una imponente cresta, se hinchaba y golpeaba la piedra con su cola. Delante de la lagartija se veía una pequeñísima fisura llena de agua.

Al principio, Ciri retrocedió asustada, pero de inmediato la acometió una desesperación y una rabia salvajes. Agitando a su alrededor sus manos temblorosas, agarró un anguloso pedazo de roca.

—¡Ésa es mi agua! —gritó—. ¡Mía!

Lanzó la piedra. Falló. La lagartija saltó sobre sus patas de largas garras y desapareció ágilmente en el laberinto de rocas. Ciri se tiró sobre la piedra, absorbió los restos de agua de la fisura. Y entonces lo vio.

Detrás de la piedra, en un nido redondo, había siete huevos que salían en parte de la arena rojiza. La muchacha no se lo pensó ni un instante. Se acercó al nido de rodillas, agarró uno de los huevos y clavó en él los dientes. La cáscara coriácea estalló y se le quedó en las manos, una masa viscosa le fluyó hasta las mangas. Ciri sorbió el huevo, se chupó los dedos. Tragaba con esfuerzo y no sentía sabor alguno.

Sorbió todos los huevos y se quedó a cuatro patas, pegajosa, sucia, llena de arena, con el gluten colgándole de los dientes, arañando febrilmente la tierra y emitiendo sonidos sollozantes, inhumanos. Se quedó quieta.

(¡Enderézate, princesa! ¡No pongas los codos sobre la mesa! ¡Cuidado, cuando tomas la escudilla, ensucias los encajes de las mangas! ¡Cubre los labios con la servilleta y deja de chasquear la boca! Por los dioses, ¿es que nadie ha enseñado a esta niña cómo ha de comportarse a la mesa? ¡Cirilla!)

Ciri se echó a llorar, apoyando la cabeza sobre las rodillas.

Aguantó hasta el mediodía, luego el calor la pudo y le obligó a descansar. Dormitó mucho tiempo, escondida a la sombra de una falla en la roca. La sombra no refrescaba, pero era mejor que el ardiente sol. La sed y el hambre expulsaron el sueño.

La lejana cordillera montañosa, le parecía, ardía y brillaba a los rayos del sol. En la cumbre de aquellas montañas, pensaba, puede haber nieve, puede haber hielo, puede haber arroyos. Tengo que llegar hasta allí, tengo que llegar rápidamente.

Anduvo casi toda la noche. Decidió guiarse por las estrellas. Todo el cielo estaba lleno de estrellas. Ciri lamentó no haber prestado atención en las lecciones y no haber querido estudiar los atlas del cielo que había en la biblioteca del santuario. Sabía, por supuesto, las constelaciones más importantes: los Siete Cabritillos, el Cántaro, la Serpiente, el Dragón y la Dama del Invierno, pero justamente éstas estaban muy altas en el firmamento y era difícil guiarse por ellas para marchar. Por fin consiguió elegir en el hormiguero titilante una estrella bastante clara, que señalaba, en su opinión, la dirección correcta. No sabía qué estrella era, así que ella misma le dio nombre. La llamó el Ojo.

Andaba. La cordillera montañosa a la que se dirigía no se había acercado ni un poquito, todavía estaba tan lejos como el día anterior. Pero le señalaba el camino.

Según andaba, observaba con atención a su alrededor. Todavía encontró otro nido de lagartija, tenía cuatro huevos. Vio una plantita verde, no más grande que el dedo meñique, la cual, por algún milagro, había conseguido crecer entre las rocas. Descubrió un gran escarabajo marrón. Y una araña de finas patas.

Se lo comió todo.

A mediodía vomitó lo que había comido, luego se desmayó. Cuando volvió en sí, buscó un poco de sombra, se tumbó, hecha un ovillo, apretando con las manos la dolorida barriga.

Continuó la marcha al ocaso. Rígida, como una autómata. Cayó varias veces, se levantó, siguió andando.

Andaba. Tenía que andar.

Tarde. Descanso. Noche. El Ojo muestra el camino. Marcha hasta el completo agotamiento, que llegó mucho antes de la salida del sol. Descanso. Un sueño ligero. Hambre. Frío. Inexistencia de fuentes mágicas, fracaso al crear luz y calor. Sed sólo amortiguada con el rocío lamido al albor de la hoja del estilete y de la piedra.

Cuando salió el sol, se durmió en el calor creciente. La despertó el ardiente bochorno. Se levantó, seguir andando.

Se desmayó al cabo de menos de una hora de marcha. Cuando recuperó el sentido, el sol estaba ya en su cenit, abrasaba. No tenía fuerzas para buscar la sombra. No tenía fuerzas para levantarse. Pero se levantó.

Anduvo. No se rindió. Durante casi todo el día siguiente. Y parte de la noche.

De nuevo pasó durmiendo la hora de mayor bochorno, hecha un ovillo, bajo una roca inclinada clavada en la arena. El sueño fue ligero, la atormentó: soñó con agua, agua que se podía beber. Una cascada grande, blanca, rodeada por la neblina y el arco iris. Un arroyuelo cantarín. Un pequeño manantial en el bosque, oscurecido por los helechos sumergidos en el agua. La fuente de mármol de un palacio, que huele a humedad. Un pozo cubierto de musgo y el cubo que deja caer agua. Gotas que se deslizan de un carámbano de hielo… Agua. Agua fría y vivificante que hace doler los dientes pero que tiene un sabor tan maravilloso e irrepetible…

Se despertó, se incorporó con los dos pies y comenzó a andar en la dirección de la que había venido. Volvía, tropezándose y cayendo. ¡Tenía que volver! ¡Al andar había dejado atrás el agua! ¡No se había detenido, había dejado atrás un arroyo que gorgoteaba entre las piedras! ¡Cómo podía haber sido tan tonta!

Recuperó el dominio de sí misma.

El calor cedía, se acercaba la tarde. El sol señalaba al oeste. Las montañas. El sol no podía, no tenía derecho a estar a sus espaldas. Ciri expulsó los delirios, contuvo el llanto. Se dio la vuelta y siguió andando.

Anduvo toda la noche, pero muy despacio. No llegó lejos. Dormitaba mientras andaba, soñaba con agua. El sol del amanecer la encontró sentada sobre un bloque de piedra, mirando la hoja de su estilete y sus muñecas desnudas.

Porque la sangre es líquida. Se puede beber.

Expulsó los delirios y las pesadillas. Lamió el estilete cubierto de rocío y siguió la marcha.

Se desmayó. Volvió en sí, quemada por el sol y las ardientes piedras.

Ante ella, detrás de la cortina desgarrada por el calor, veía la desgarrada, dentada cordillera montañosa.

Cerca. Bastante más cerca.

Pero ya no tenía fuerzas. Se sentó.

El estilete en sus manos reflejaba el sol, ardía. Estaba afilado. Lo sabía.

¿Para qué te torturas?, le preguntó, serio, el estilete, con la voz tranquila y pedante de la hechicera llamada Tissaia de Vries. ¿Por qué te condenas al sufrimiento? ¡Termina por fin con esto!

No. No me rendiré.

No lo aguantarás. ¿Sabes cómo se muere de sed? En cualquier momento te volverás loca y entonces será ya demasiado tarde. Entonces no sabrás ya cómo terminar.

No. No me rendiré. Aguantaré.

Guardó el estilete en la vaina. Se levanto, tropezó, cayó. Se levantó, tropezó, continuó la marcha.

Por encima, muy alto en el cielo amarillo, vio un buitre.

Cuando volvió a recuperar el sentido no se acordaba de en qué momento había caído. No recordaba cuánto tiempo había estado tendida. Miró hacia arriba. Otros dos buitres se habían unido al que giraba alrededor de ella. No tenía suficiente fuerza como para levantarse.

Comprendió que esto era ya el final. Lo aceptó con tranquilidad. Incluso con alivio.

Algo la tocó.

Algo la tocó, ligero y cauteloso, en el brazo. Después de un largo período de soledad, en que tan sólo la habían rodeado piedras muertas e inmóviles, el contacto provocó que, pese a su agotamiento, se alzara bruscamente, o al menos lo intentara. Lo que la había tocado chilló y retrocedió, haciendo un fuerte ruido de cascos.

Ciri se sentó con esfuerzo, limpiándose con las falanges las legañas que le cubrían el rabillo del ojo.

Me he vuelto loca, pensó.

A unos pocos pasos delante de ella había un caballo. Pestañeó. No era una alucinación. Era un caballo de verdad. Un caballito. Un caballito joven, casi un potrillo.

Recobró el dominio de sí. Se lamió los labios rotos y carraspeó sin darse cuenta. El caballo retrocedió y correteó, haciendo chirriar la gravilla con sus cascos. Se movía de forma muy extraña y su capa era también atípica: ni bayo ni gris. Pero puede que tan sólo pareciera así porque estaba de espaldas al sol.

El caballejo bufó y dio unos cuantos pasos hacía ella. Ahora lo veía mejor. Tanto que además de la capa, que era en verdad atípica, percibía otras extrañas anomalías en su cuerpo: una cabeza pequeña, la extraordinaria esbeltez de su cuello, las oscuras cuartillas, la larga y copiosa cola. El caballo se detuvo y la miró, volviendo la testa de perfil. Ciri lanzó un sordo suspiro.

De la frente abombada del caballejo salía un cuerno de al menos dos cuartas de largo.

Lo más imposible de los imposibles, pensó Ciri, recuperando la consciencia, recogiendo sus pensamientos. ¡Pero si los unicornios ya no existen sobre este mundo, si se han extinguido! ¡Incluso en los libros brujeriles de Kaer Morhen ya no hay unicornios! Sólo leí sobre ellos en el Libro de los mitos, en el santuario… Ajá, y en el Physiologus, que repasé en el banco del señor Giancardi, había una ilustración que presentaba al unicornio… Pero el unicornio del grabado recordaba más a una cabra que a un caballo, tenía las cuartillas peludas y barba de chivo y su cuerno era, creo, de unos dos codos

Le asombró que recordara tan bien acontecimientos que habían tenido lugar hacía cientos de años. Su cabeza giraba de improviso, sus entrañas se retorcían de dolor. Gimió y se hizo un ovillo. El unicornio bufó y dio un paso hacia ella, se detuvo, alzó muy alta la cabeza. Ciri recordó de pronto lo que los libros decían acerca de los unicornios.

—Puedes acercarte sin temor… —dijo con la voz ronca, mientras intentaba sentarse—. Puedes porque yo soy…

El unicornio bufó, retrocedió y se alejó al galope, agitando vivamente la cola. Pero al cabo de un momento se detuvo, meneó la cabeza, arañó la tierra con el casco y relinchó con fuerza.

—¡No es verdad! —gritó Ciri sollozante—. ¡Jarre sólo me dio un beso y eso no cuenta! ¡Vuelve!

El esfuerzo le oscureció la vista, cayó inerte sobre la piedra. Cuando por fin consiguió alzar la cabeza, el unicornio ya estaba otra vez cerca. La miró inquisitivamente, inclinó la cabeza y bufó bajito.

—No tengas miedo… —susurró—. No debes porque… porque yo estoy muriéndome…

El unicornio relinchó, meneó la cabeza. Ciri se desmayó.

Cuando se despertó estaba sola. Dolorida, entumecida, sedienta, hambrienta y sola como la una. El unicornio había sido un espejismo, una ilusión, un sueño. Y había desaparecido como desparece un sueño. Lo entendía, lo aceptaba, y sin embargo sentía tristeza y pena, como si aquel ser hubiera existido de verdad, hubiera estado junto a ella y la hubiera abandonado. Tal y como todos la abandonaban.

Se quiso levantar, pero no pudo. Apoyó el rostro en las piedras. Poco a poco fue echando la mano hacia un costado, tocaba el puño del estilete.

La sangre es líquida. Tengo que beber.

Escuchó un golpeteo de cascos, un relincho.

—Has vuelto… —susurró, levantando la cabeza—. ¿De verdad has vuelto?

El unicornio lanzó un fuerte bufido. Ella vio sus cascos, cerca, junto a ella. Los cascos estaban húmedos. Chorreaban agua.

La esperanza le dio fuerzas, la llenó de euforia. El unicornio le enseñaba el camino. Ciri le siguió, todavía sin tener la seguridad de que no se trataba de un sueño. Cuando, sin embargo, el agotamiento la venció, anduvo a cuatro patas. Luego se arrastró.

El unicornio la condujo entre rocas hasta un pedregal llano, cuyo fondo estaba cubierto de arena. Ciri se arrastró con sus últimas fuerzas. Pero se arrastró. Porque la arena estaba mojada.

El unicornio se detuvo ante una hendidura que se veía en la arena, bufó, arañó con fuerza con el casco, una vez, dos, tres. Ella comprendió. Se arrastró más cerca, le ayudó. Cavaba, se rompía las uñas, arañaba, apartaba la arena. Quizá sollozara al hacerlo, pero no estaba segura. Cuando en el fondo de la hendidura apareció un líquido arcilloso, acercó a él sus labios de inmediato, sorbió el agua turbia junto con arena, tan ávidamente que el líquido desapareció. Ciri, con enorme esfuerzo, se controló, siguió profundizando, ayudándose con el estilete, luego se sentó y esperó. Mordía la arena que tenía en sus dientes y temblaba de impaciencia, pero esperó hasta que la hendidura se llenó de nuevo de agua. Y luego bebió. Largo rato.

La tercera vez permitió que el agua reposara un poco, bebió cuatro tragos sin arena, sólo con légamo. Y entonces se acordó del unicornio.

—Seguro que tú también tienes sed, Caballito —dijo—. Y sin embargo no vas a beber barro. Ningún caballo bebe barro.

El unicornio relinchó.

Ciri profundizó más el agujero, reforzando con piedras sus orillas.

—Espera, Caballito. Que repose un poco…

«Caballito» resopló, pateó, volvió la cabeza.

—No me mires de reojo. Bebe.

El unicornio acercó los morros al agua con mucha precaución.

—Bebe, Caballito. No es un sueño. Es agua de verdad.

Ciri al principio se fue dando largas, no quería irse del pequeño manantial. Inventó una nueva forma de beber que radicaba en apretar sobre los labios un pañuelo mojado en el fondo de la cavidad, lo que le permitía separar en gran medida la arena y el légamo. Pero el unicornio la exhortaba a marchar, le mostraba el camino. Ciri, después de pensárselo bien, obedeció: el animal tenía razón, había que seguir andando, andar, en dirección a las montañas, salir del desierto. Se fue tras el unicornio, mirando a su alrededor y anotando bien en su memoria la situación del manantial. No quería perderse, si tenía que volver allí.

Anduvieron todo el día. El unicornio, al que había llamado Caballito, señalaba el camino. Era un extraño caballo. Mordía y masticaba malas hierbas que no tocaría no ya un caballo sino ni siquiera la más hambrienta de las cabras. Y cuando descubrió una columna de hormigas caminando por entre las piedras, también comenzó a comérselas. Ciri al principio le miró con asombro, luego se unió al banquete. Estaba hambrienta.

Las hormigas estaban terriblemente ácidas, pero puede que gracias a ello evitara el querer vomitar. Aparte de ello, había muchas hormigas y se podían ejercitar un poco las entumecidas mandíbulas. El unicornio se comía los insectos enteros, ella se conformaba con las entrañas, escupiendo los duros fragmentos de coraza quitinosa.

Siguieron andando. El unicornio miró unas manchas de amarillentos cardos y se los comió con gusto. Esta vez Ciri no se unió a él. Pero cuando Caballito encontró en la arena unos huevos de lagartija, ella comió y él se quedó mirando. Siguieron andando. Ciri vio otras manchas de cardos, se los señaló a Caballito. Algún tiempo después, Caballito le llamó la atención sobre un gran escorpión negro con una cola de al menos una cuarta y media de largo. Ciri aplastó con el pie la guarrería aquélla. Viendo que no se dignaba a comer el escorpión, el unicornio se lo comió él mismo, y poco después le señaló a Ciri otro nido de lagartija.

Se trataba, por lo visto, de una colaboración totalmente provechosa.

Seguían andando.

La cordillera montañosa estaba cada vez más cerca.

Cuando cayó la noche profunda, el unicornio se detuvo. Se durmió de pie. Ciri, que conocía a los caballos, intentó al principio obligarlo a tumbarse: podía intentar dormir sobre él y aprovecharse de su calor. No sirvió de nada. Caballito la miró de reojo y se alejó, manteniendo constante la distancia. No se comportaba en absoluto de la forma clásica descrita en los libros de ciencia. Se notaba que no tenía la más mínima intención de colocar la cabeza en su regazo. Ciri estaba llena de duda. No excluía que los libros mintieran en lo referente a los unicornios y las vírgenes, pero también había otra posibilidad. El unicornio era a todas luces un potrillo de unicornio, puede que, como bestia joven, no tuviera ni puñetera idea de lo que era una virgen. Desechó la posibilidad de que Caballito fuera capaz de percibir y de tomar en serio aquellos extraños sueños que ella había soñado alguna vez. ¿Quién podía tomar en serio los sueños?

El unicornio la decepcionó un poco. Llevaban andando dos días y dos noches, y no había encontrado agua, aunque la había buscado. Unas cuantas veces se había detenido, meneó la cabeza, agitó el cuerno, luego trotó, atravesó las grutas rocosas, arañó con las pezuñas en la arena. Encontró hormigas, encontró huevos y larvas de hormiga. Encontró nidos de lagartija. Encontró una serpiente de colores a la que pisoteó hábilmente. Pero no encontró agua.

Ciri se dio cuenta de que el unicornio daba rodeos, no mantenía una línea recta en su marcha. Tuvo la fundada sospecha de que el ser no vivía en el desierto. De que simplemente se había perdido.

Lo mismo que ella.

Las hormigas, que comenzaron a encontrar en abundancia, contenían una humedad ácida, pero Ciri comenzó a pensar cada vez más seriamente en regresar al manantial. Si seguían adelante y no encontraban agua, podía resultar que no tuvieran fuerzas para volver. El calor seguía siendo terrible, la marcha les agotaba.

Tenía ya intenciones de comenzar a explicarle esto a Caballito, cuando, de pronto, éste dio un agudo relincho, agitó la cola y galopó hacia abajo, entre rocas puntiagudas. Ciri le siguió deprisa, mientras comía hormigas.

Un espacio muy grande entre rocas estaba cubierto de una capa de arena y en su centro se veía claramente una hendidura.

—¡Ja! —se alegró Ciri—. Eres un caballito muy listo, Caballito. Otra vez has encontrado un manantial. ¡Allá abajo tiene que haber agua!

El unicornio bufó agudamente, trotó alrededor de la hendidura. Ciri se acercó. La hendidura era grande, tenía como mínimo veinte pies de diámetro. Era un círculo preciso y regular, recordaba un cráter tan perfecto como si alguien hubiera apretado contra la arena un huevo gigantesco. Ciri comprendió de pronto que una forma tan regular no podía haberse producido por sí misma. Pero era ya demasiado tarde.

Algo se movió en el fondo del cráter y una violenta tormenta de arena y gravilla golpeó el rostro de Ciri. Retrocedió, cayó y se dio cuenta de que iba hacia abajo. La fuente de gravilla que le había golpeado no sólo le acertaba a ella sino que acertaba también a los bordes del cráter, y el borde se deshacía en olas que se derramaban hacia el fondo. Gritó, agitó los brazos como un nadador, intentando sin éxito encontrar asiento para sus pies, inmediatamente se dio cuenta de que los movimientos bruscos solamente empeoraban la situación, puesto que aceleraban el que la arena se viniera abajo. Se puso de espaldas, clavó los tacones y separó mucho los brazos. La arena del fondo se movía y ondulaba, vio que surgían de allí unas pinzas de color bronce, de más de media braza, terminadas en ganchos. Gritó de nuevo, esta vez significativamente más fuerte.

La tormenta de gravilla dejó de pronto de dirigirse hacia ella, golpeó al lado contrario del cráter. El unicornio estaba apoyado sólo en las patas traseras, relinchando como un demonio, el borde de la hendidura se hundía bajo sus pies. Intentó escapar de la arena pegajosa, pero fue en vano: se hundió en ella todavía más y cada vez se deslizó más en dirección al fondo. Las horribles pinzas chasquearon bruscamente. El unicornio relinchó desesperado, agitándose, golpeando impotente con los cascos delanteros la arena que se desmoronaba. Tenía las patas traseras aprisionadas por completo. Cuando llegó al mismo fondo del cráter, le atraparon las tenazas horribles del monstruo escondido en la arena.

Al escuchar un salvaje chillido de dolor, Ciri gritó rabiosa y se lanzó hacia abajo, al tiempo que sacaba el estilete de su vaina. Cuando se encontraba en el fondo comprendió que había cometido un error. El monstruo estaba profundamente oculto, la hoja del estilete no le alcanzaría a través de la capa de arena. Para colmo de males, el unicornio, sujeto por las monstruosas pinzas que le arrastraban hacia la trampa de arena, se volvía loco del dolor, chillaba, golpeaba a ciegas con sus patas delanteras, lo que amenazaba con romperle a ella un hueso.

Los bailes y las artes brujeriles no servían allí de nada. Pero existía un hechizo bastante simple. Ciri conjuró la Fuerza y lanzó un golpe telekinético.

Una nube de arena se disparó hacia arriba, descubriendo al escondido monstruo que tenía aferrado el muslo del unicornio. Ciri gritó de horror. Jamás había visto en su vida algo tan repugnante, en ninguna ilustración, en ningún libro de los brujos. No era capaz siquiera de imaginarse algo tan espantoso.

El monstruo era de un color gris sucio, romo y rechoncho como una chinche harta de sangre, unas ralas cerdas cubrían los estrechos segmentos de su cuerpo con forma de barril. Daba la sensación de que no tenía patas en absoluto, pero a cambio sus pinzas eran casi tan grandes como él mismo.

El ser, al quitarle su cubierta de arena, soltó de inmediato al unicornio y comenzó a enterrarse con rápidos y bruscos movimientos de su rechoncho cuerpo. Lo hizo con extraordinaria habilidad y el unicornio, que intentaba escapar del cráter, todavía le ayudó al empujar hacia abajo olas de arena. A Ciri le sobrecogió una loca ansia de venganza. Se echó sobre la ya apenas visible monstruosidad y le clavó el estilete en el lomo segmentado. Atacó por detrás, manteniéndose prudentemente lejos de las chasqueantes tenazas que el monstruo, como se vio, era capaz de lanzar bastante lejos hacia atrás. Clavó de nuevo y el ser se enterró a una velocidad increíble. Pero no se escondió en la arena para huir. Lo hizo para atacar. Para ocultarse del todo no le quedaban más que dos convulsiones. Una vez escondido, lanzó una ola de gravilla que enterró a Ciri hasta el muslo. Ella se agitó y se echó hacia atrás, pero no había adonde huir: aquello seguía siendo un cráter de arenas movedizas, cada movimiento arrastraba hacia el fondo. Y la arena del fondo se agitó en una ola dirigida hacia ella, de la ola surgieron unas pinzas chasqueantes terminadas en afilados ganchos.

La salvó Caballito. Lanzándose hacia el fondo del cráter, golpeó con fuerza con sus cascos en una zona de arena que estaba abombada, lo que delataba el escondrijo del monstruo. Bajo sus salvajes patadas se descubrió el lomo oscuro. El unicornio bajó la testa y clavó su cuerno en el espantajo, seguro, en el lugar en el que la cabeza armada de pinzas se unía con el torso rechoncho. Viendo que las tenazas del monstruo pegado a tierra arañaban impotentes la arena, Ciri saltó con ímpetu y clavó el estilete en el cuerpo convulsionado. Lo sacó con fuerza, volvió a golpear. Y otra vez. El unicornio sacó el cuerno y, con fuerza, puso las patas delanteras sobre el cuerpo con forma de barril.

El monstruo pisoteado ya no intentó enterrarse más. No se movía en absoluto. La arena a su alrededor se humedeció con un fluido verdoso.

No sin esfuerzo, salieron del cráter. Se alejaron unos cuantos pasos y Ciri cayó impotente sobre la arena, respirando pesadamente y estremeciéndose a causa de las olas de adrenalina que le atacaban las sienes y la laringe. El unicornio anduvo a su alrededor. Pisaba desmañadamente, de la herida en el muslo le brotaba la sangre, fluía por la pata sobre la cuartilla, dejando una huella roja a cada paso. Ciri se puso a cuatro patas y vomitó violentamente. Al cabo de un rato se levantó, tropezó, se acercó al unicornio, pero Caballito no se dejó tocar. Se alejó correteando, después de lo cual se tiró sobre la arena y se revolcó. Luego limpió el cuerno, clavándolo unas cuantas veces en la arena.

Ciri también limpió y secó la hoja de su estilete, mirando intranquila de vez en cuando en dirección al cercano cráter. El unicornio se levantó, relinchó, se acercó a ella al paso.

—Me gustaría ver tu herida, Caballito.

Caballito relinchó y agitó su testa cornuda.

—Si no, es que no. Si puedes andar, vámonos. Mejor que no nos quedemos aquí.

No mucho después apareció en su camino otro amplio alfaque repleto de cráteres abigarradamente excavados en la arena, los cuales alcanzaban hasta los límites de las rocas que lo rodeaban. Ciri lo miró con aprensión: algunos de los cráteres eran por lo menos dos veces más grandes que aquél en el que no hacía mucho habían estado luchando por sus vidas.

No se atrevieron a cruzar el alfaque esquivando los cráteres. Ciri estaba convencida de que los cráteres eran trampas para víctimas incautas y que los monstruos de grandes pinzas escondidos en ellos solamente eran amenazadores para las víctimas que caían dentro de los cráteres. Guardando la prudencia y manteniéndose lejos de los agujeros podía cruzarse el terreno arenoso de través, sin temer que alguno de los monstruos pudiera salir del cráter y comenzar a perseguirlos. Estaba segura de que no había riesgo, pero prefería no tener que comprobarlo. El unicornio, a todas luces, era de la misma opinión: bufaba, resoplaba y correteaba, alejándola del alfaque. Alargaron el camino, evitando con un largo arco el territorio peligroso, manteniéndose sobre el terreno rocoso y firme, en el que ninguna de las bestias sería capaz de enterrarse.

Mientras andaban, Ciri no quitaba la vista de los cráteres. Algunas veces vio cómo las trampas mortales disparaban hacia arriba un chorro de arena: los monstruos profundizaban y renovaban sus madrigueras. Algunos cráteres estaban tan cerca unos de los otros que la gravilla lanzada por un monstruo caía en otros agujeros, alarmando a los seres escondidos en el fondo y entonces comenzaba una terrible cañonada, durante algunos minutos la arena silbaba y llovía alrededor como si fuera granizo.

Ciri reflexionó acerca de qué sería lo que los monstruos de arena podían cazar en aquel muerto desierto sin agua. La respuesta llegó sola: de uno de los agujeros más cercanos voló en un amplio arco un oscuro objeto que cayó no muy lejos, con un chasquido. Al cabo de un rato de vacilación, Ciri corrió desde las rocas a la arena. Lo que había volado del cráter era el cadáver de un roedor que recordaba al conejo. Por lo menos por su piel. El cadáver estaba encogido, duro y seco como esparto, ligero y vacío como vejiga. No tenía ni una gota de sangre. A Ciri la recorrió un escalofrío. Ahora sabía ya qué era lo que cazaban los espantajos y de lo que se alimentaban.

El unicornio dio un relincho de advertencia. Ciri levantó la cabeza. En los alrededores más cercanos no había cráter alguno, la arena era regular y lisa. Pero de pronto, ante sus ojos, aquella arena regular y limpia se abultó y el bulto comenzó pronto a moverse en su dirección. Soltó el seco cuerpecillo y de un salto se subió a las rocas.

La decisión de evitar el alfaque había sido acertada.

Siguieron andando, evitando incluso el más pequeño campo de arena, pisando únicamente en suelo sólido.

El unicornio andaba despacio, tropezaba. De su muslo herido seguía brotando la sangre. Pero seguía sin permitirle acercarse y examinar la herida.

El alfaque encogió bastante y comenzó a serpentear. A las arenas finas y movedizas comenzó a suceder una gruesa gravilla y luego cantos rodados. Ya hacía mucho que no veían cráteres, así que decidieron andar por la senda señalada por el banco de arena. Ciri, aunque de nuevo torturada por la sed y el hambre, comenzó a moverse más deprisa. Había esperanza. El alfaque pedregoso no era un alfaque. Era el lecho de un río que corría en dirección a las montañas. En el río no había agua, pero el río conducía hasta las fuentes, demasiado débiles y demasiado poco productivas como para llenar de agua el lecho pero seguramente suficientes para beber.

Anduvo con rapidez, pero luego tuvo que ir más despacio. Porque el unicornio iba más despacio. Trotaba con visible esfuerzo, tropezaba, se le enredaban las patas, ponía los cascos de lado. Cuando llegó la noche, se tumbó. No se levantó cuando ella se le acercó. La permitió que examinara la herida.

Había dos heridas, a ambos lados de un muslo hinchado y ardiente. Ambas heridas estaban inflamadas, ambas seguían sangrando, junto con la sangre de las dos fluía un pus pegajosa y maloliente.

El monstruo era venenoso.

Al día siguiente estaba todavía peor. El unicornio apenas podía andar. Por la tarde se tumbó sobre unas rocas y no quiso levantarse. Cuando Ciri se arrodilló ante él, señaló con el cuerno y un bufido su muslo herido, relinchó. En aquel relincho había dolor.

El pus fluía ahora con más fuerza, el hedor era repugnante. Ciri sacó el estilete. El unicornio lanzó un agudo balido, intentó levantarse, cayó con las ancas sobre la piedra.

—No sé qué tengo que hacer… —sollozó Ciri, mirando la hoja—. De verdad que no lo sé… Seguro que hay que cortar la herida, extraer el pus y el veneno… ¡Pero yo no sé! ¡Puedo causarte todavía un perjuicio mayor!

El unicornio intentó levantar la testa, relinchó. Ciri se sentó en las piedras, sujetando la cabeza con las manos.

—No me han enseñado a curar —dijo con amargura—. Me enseñaron a matar diciendo que de esa forma podría salvar vidas. Era una gran mentira, Caballito. Me mintieron.

Cayó la noche, enseguida oscureció. El unicornio estaba tumbado, Ciri pensaba febrilmente. Recolectó cardos y hierbas de las que crecían en abundancia a las orillas del río seco, pero Caballito no quiso comerlas. Colocó la cabeza sobre unas piedras, no intentó ya levantarla. Sólo pestañeaba. En su morro apareció espuma.

—No puedo ayudarte, Caballito —dijo con la voz ahogada—. No tengo nada…

Excepto la magia.

Soy una hechicera.

Se levantó, extendió la mano. Y nada. Necesitaba mucha energía mágica y no había ni gota. No se esperaba esto, estaba sorprendida.

¡Pues si las venas acuáticas están por todas partes!

Dio unos pasos en una dirección, luego unos más en otra. Comenzó a andar en círculo. Retrocedió.

Nada.

—¡Maldito desierto! —gritó, apretando los puños—. ¡No hay nada en ti! ¡Ni agua, ni magia! ¡Y decían que la magia está por todas partes! ¡Eso también era una mentira! ¡Todos me han mentido, todos!

El unicornio relinchó.

La magia está en todas partes. Está en el agua, en la tierra, en el aire

Y en el fuego.

Ciri se dio con el puño en la frente, de pura rabia. No le había venido antes a la cabeza, quizás porque allí, entre las piedras desnudas no había siquiera qué quemar. Y ahora tenía a mano cardos secos y hierbajos, y para crear una pequeñísima chispa bastaría la poquita energía que todavía sentía dentro de sí…

Recogió más palitos, los puso en un montón, lo cubrió de cardos secos. Alzó la mano con precaución.

—¡Aenye!

El montoncito se aclaró, surgieron llamas, brillaron, alcanzaron las hojas, las devoraron, se dispararon hacia arriba. Ciri añadió hierbas.

¿Y ahora qué?, pensó, mirando las vivas llamas. ¿Extraer? ¿Cómo? Yennefer me prohibió tocar la energía del fuego… ¡pero no tengo elección! ¡Ni tiempo! ¡Tengo que actuar! Los palitos y las hojas se quemarán pronto… El fuego se apagará… El fuego… Qué hermoso es, y que cálido

No supo cuándo y cómo sucedió. Estaba contemplando las llamas y de pronto sintió un latido en las sienes. Se agarró los pechos, tenía la sensación de que le estallaban las costillas. Un dolor le resonaba en el bajo vientre, en el perineo y en los pezones, un dolor que se transformó momentáneamente en un deleite aterrador. Se levantó. No, no se levantó, echó a volar.

La Fuerza la llenó como si fuera plomo derretido. Las estrellas en el firmamento bailaban como si estuvieran reflejadas en la superficie de un estanque. El Ojo, ardiendo en el oeste, se rompió en una explosión de claridad. Tomó aquella claridad, y junto con ella, la Fuerza.

—¡Hael, Aenye!

El unicornio relinchó salvajemente e intentó levantarse, apoyándose en las patas delanteras. El brazo de Ciri se alzó por sí mismo, la mano se dispuso por sí misma en un gesto mágico, los labios por sí mismos gritaron el encantamiento. De los dedos surgió una claridad resplandeciente y ondulante. Las llamas de la hoguera bramaban.

Las ondas de luz que surgían de su mano tocaron el muslo herido del unicornio, se concentraron, desaparecieron.

—¡Quiero que sanes! ¡Lo quiero! ¡Vess'hael, Aenye!

La Fuerza explotó en su interior, la llenó de una euforia salvaje. El fuego se disparó hacia arriba, a su alrededor se hizo más claro. El unicornio levantó la cabeza, relinchó, luego, de pronto, se levantó muy deprisa, dio unos cuantos pasos, extendió el cuello, se tocó el muslo con el morro, roncó y bufo, como con incredulidad. Lanzó un relincho alto y penetrante, coceó, meneó el rabo y se alejó del fuego al galope.

—¡Te he curado! —gritó Ciri con orgullo—. ¡Te he curado! ¡Soy una hechicera! ¡Conseguí sacar Fuerza del fuego! ¡Y tengo esa Fuerza! ¡Lo puedo todo!

Se dio la vuelta. La hoguera bramaba, arrojaba chispas a su alrededor.

—¡Ya no tenemos que buscar un manantial! ¡Ya no tendremos que beber barro removido! ¡Ahora tengo Fuerza! ¡Siento la Fuerza que hay en el fuego! ¡Haré que llueva en este maldito desierto! ¡Que el agua brote de las rocas! ¡Que crezcan aquí flores! ¡Hierba! ¡Berzas! ¡Yo puedo todo ahora! ¡Todo!

Alzó las manos abruptamente, gritando hechizos y aullando invocaciones. No las entendía, no recordaba cuándo las había aprendido o si siquiera lo había hecho. Esto no tenía importancia. Sentía la Fuerza, sentía el poder, ardía con el fuego. Era fuego. Temblaba a causa de la potencia que la atravesaba.

El cielo nocturno fue atravesado de pronto por cintas de relámpagos, entre las rocas y los cardos aulló el viento. El unicornio relinchó penetrantemente y se encabritó. El fuego estalló hacia arriba, explotó. Los palitos y los tallos recogidos se habían consumido hacía ya tiempo, ahora ardía la misma roca. Pero Ciri no prestaba atención a esto. Sentía la Fuerza. Sólo veía el fuego. Sólo escuchaba el fuego.

Lo puedes todo, susurraban las llamas, posees nuestra fuerza, lo puedes todo. El mundo está a tus pies. Eres grande. Eres poderosa.

Entre las llamas, una figura. Una mujer joven y alta, de cabellos largos y lisos, negros como ala de cuervo. La mujer se ríe, salvaje, cruel, el fuego estalla a su alrededor.

¡Eres poderosa! ¡Aquéllos que te hicieron daño no sabían con quién se las tenían! ¡Véngate! ¡Hazles pagar! ¡Hazles pagar a todos ellos! ¡Que tiemblen de miedo a tus pies, que les castañeteen los dientes, que no se atrevan a mirar hacia arriba, a tu rostro! ¡Que mendiguen piedad! ¡Pero tú no has de conocer la piedad! ¡Hazles pagar! ¡Hazles pagar a todos y por todo! ¡Venganza!

A la espalda de la morena, fuego y humo, en el humo filas de cadalsos, filas de palos, horcas y tablados, montañas de cadáveres. Éstos eran los cadáveres de los nilfgaardianos, de aquéllos que conquistaron y aniquilaron Cintra, los que asesinaron al rey Eist y a su abuela Calanthe, aquéllos que mataban a la gente en las calles de la ciudad. En una horca se balancea el caballero de la armadura negra, la soga chirría, alrededor del ahorcado se arremolinan los cuervos que intentan sacarle los ojos a través de las ranuras de su yelmo alado. Más horcas, que alcanzan hasta el horizonte, en ellas cuelgan unos Scoia’tael, aquéllos que mataron a Paulie Dahlberg en Kaedwen y aquéllos que la persiguieron en la isla de Thanedd. En un alto palo se convulsiona el hechicero Vilgefortz, su hermoso y falsamente noble rostro está arrugado y lívido del tormento, la aguda y ensangrentada punta del palo le sale por la clavícula… Otros hechiceros de Thanedd están arrodillados en el suelo, tienen las manos atadas a la espalda y los palos afilados ya les esperan…

Postes rodeados de ramas de olmo se extienden hasta el horizonte que brilla, manchado con tiras de humo. En el poste más cercano, atada con cadenas, está Triss Merigold… Más allá Margarita Laux-Antille… Madre Nenneke… Jarre… Fabio Sachs…

No. No. No.

¡Sí!, grita la morena, ¡muerte a todos, hazles pagar, ódialos a todos! ¡Todos te dañaron o quisieron dañarte! ¡Puede que alguna vez quieran hacerte daño! ¡Ódialos, porque ha llegado por fin el tiempo del odio! ¡Odio, venganza y muerte! ¡Muerte a todo el mundo! ¡Muerte, holocausto y sangre!

Sangre en tus manos, sangre en tus ropas

¡Te traicionaron! ¡Te engañaron! ¡Te hicieron daño! ¡Ahora tienes poder, véngate!

Los labios de Yennefer están rajados y rotos, la sangre brota de ellos, en sus manos y pies hay cadenas, pesados grillos clavados a las húmedas y sucias paredes de una cárcel. La multitud reunida alrededor del cadalso grita, el poeta Jaskier apoya la cabeza en el tronco, brilla la afilada hoja del hacha del verdugo. Las rameras agrupadas bajo el cadalso despliegan sus pañuelos para recoger en ellas la sangre… El aullido de la multitud lo ahoga un golpe que hace temblar todo el tablado…

¡Te traicionaron! ¡Te mintieron y engañaron! ¡Todos! ¡Eras una marioneta para ellos, eras un muñequito en un palo! ¡Te utilizaron! ¡Te condenaron al hambre, al sol ardiente, a la sed, a las humillaciones, a la soledad! ¡Ha llegado el tiempo del odio y la venganza! ¡Tienes poder! ¡Eres poderosa! ¡Que todo el mundo tiemble ante ti! ¡Que todo el mundo tiemble ante la Antigua Sangre!

Traen a los brujos al cadalso: Vesemir, Eskel, Coén, Lambert. Y Geralt… Geralt se tambalea, está cubierto de sangre…

—¡No!

Alrededor de ella, fuego, al otro lado de la pared de llamas, unas salvajes relinchadas, los unicornios se encabritan, agitan las cabezas, golpean con los cascos. Sus melenas son como deshilachados estandartes de guerra, sus cuernos, largos y afilados como espadas. Los unicornios son grandes, grandes como caballos de nobles, mucho más grandes que su Caballito. ¿De dónde han venido? ¿De dónde han venido tantos? Las llamas crepitantes se disparan hacia el cielo. La mujer morena alza los brazos, en sus manos hay sangre. Sus cabellos los dispersa el calor.

¡Arde, arde, Falka!

—¡Fuera! ¡Vete! ¡No te quiero! ¡No quiero tu poder!

¡Arde, Falka!

—¡No lo quiero!

¡Quieres! ¡Lo deseas! ¡El deseo y el ansia arden en ti como el fuego, el deleite te seduce! ¡Éste es el poder, ésta es la fuerza, ésta es la potencia! ¡El más deleitoso de los deleites del mundo!

Relámpago. Trueno. Viento. El golpeteo de los cascos y los relinchos enloquecidos de los unicornios alrededor del fuego.

—¡No quiero ese poder! ¡No quiero! ¡Lo rechazo!

No supo si fue el fuego el que se apagó o sus ojos los que se oscurecieron. Cayó mientras sentía en el rostro las primeras gotas de lluvia.

Hay que quitarle la existencia al Ser. No se puede permitir que exista. El Ser es peligroso. Confirmación.

Negación. El Ser no convocó la Fuerza para sí. Lo hizo para salvar a Ihuarraquax. El Ser compadece. Gracias al Ser Ihuarraquax está de nuevo entre nosotros.

Pero el Ser tiene Fuerza. Si quisiera utilizarla

No va a poder utilizarla. Nunca. La rechazó. Rechazó la fuerza completamente. La Fuerza se fue. Es muy extraño

Nunca entendemos a los Seres.

¡Y no hay que entenderlos! Quitémosle la existencia al Ser. Antes de que sea demasiado tarde. Confirmación.

Negación. Vámonos de aquí. Dejemos al Ser. Dejémoslo a su destino.

No supo cuánto tiempo yació entre las rocas, atravesada por los escalofríos, con la vista fija en el cielo que cambiaba de colores. Estaba alternativamente oscuro y claro, frío y caluroso, y ella yacía, impotente, seca y vacía como aquel pellejo, aquel cadáver de roedor, seco y escupido por el cráter.

No pensaba en nada. Estaba sola, estaba vacía. No tenía ya nada y no sentía nada dentro de sí. No había sed, hambre, cansancio, miedo. Había muerto todo, incluso la voluntad de sobrevivir. Sólo quedaba un vacío grande, frío, terrible. Percibía aquel vacío con todo su ser, con cada célula de su organismo.

Sentía sangre en la parte interior de su muslo. La era indiferente. Estaba vacía. Había perdido todo.

El cielo cambiaba de colores. No se movía. ¿Acaso tenía algún sentido moverse en el vacío?

No se movió cuando a su alrededor golpearon cascos de caballos, tintinearon las herraduras. No reaccionó a los sonoros gritos y a los llamamientos, a las voces alzadas, ni a los bufidos de los caballos. No se movió cuando la agarraron manos fuertes y duras. La alzaron del suelo, colgaba impotente. No reaccionó a los tirones ni a los meneos, a las preguntas violentas y a gritos. No los entendía ni quería entender.

Estaba vacía e indiferente. Aceptó con indiferencia el agua que le salpicó el rostro. Cuando le pusieron la cantimplora a los labios no se atosigó. Bebió. Indiferente.

Luego también continuó indiferente. La subieron a un arzón. Tenía el perineo sensibilizado y le dolía. Temblaba, así que la envolvieron en una gualdrapa. Estaba flácida y sin fuerzas, se caía de la silla, así que la ataron con un cinturón al jinete que iba sentado detrás de ella. El jinete apestaba a sudor y orina. A ella le resultaba indiferente.

Alrededor había caballos. Muchos caballos. Ciri los contemplaba con indiferencia. Estaba vacía, había perdido todo. Nada tenía ya sentido.

Nada.

Ni siquiera el que el caballero que comandaba a los jinetes llevara un yelmo con las alas de un ave de rapiña.