Capítulo quinto

Evertsen, Peter, n. 1220, confidente del emperador Emhyr Deithwen y uno de los verdaderos creadores del poderío del Imperio. Alguacil mayor del ejército en tiempos de las Guerras Norteñas (véase) desde el año 1290, gran tesorero de la corona. Elevado a la dignidad de coadjuctor del Imperio al final de gobierno de Emhyr. Durante el gobierno del emperador Morvran Voohis, falsamente acusado de malversación, condenado, encarcelado, f. 1301 en el castillo de Winneburg. Rehabilitado postmortem por el emperador Jan Cálveit en el año 1328.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo V

Temblad, puesto que viene el Destructor de Naciones. Hollará vuestra tierra y con la soga la dividirá. Las ciudades vuestras serán destruidas y privadas de quienes las habitan. El murciélago, el buho y el cuervo habitarán vuestras casas, la sierpe en ellas hará su nido.

Aen Ithlinnespeath

El jefe del destacamento detuvo el caballo, se quitó el yelmo, repasó con sus dedos unos cabellos ralos y anegados en sudor.

—Final del viaje —repitió, mirando el rostro interrogante del trovador.

—¿Eh? ¿Cómo es eso? —se asombró Jaskier—. ¿Por qué?

—No vamos más allá. ¿Véislo? El riachuelo que rebrilla allá abajo, ése es el Cintillas. Hasta el Cintillas habíamos pues de escoltaros. Lo que quiere decir que es hora ya de despedirse.

El resto del destacamento se había detenido detrás de ellos, pero ninguno de los soldados se había bajado del caballo. Todos miraban intranquilos a los lados. Jaskier se protegió los ojos con la mano, se puso de pie en los estribos.

—¿Y dónde ves tú ese río?

—Dije que allá abajo. Bajad el barranco, en un suspiro estáis allí.

—Acompañadme por lo menos hasta la orilla —protestó Jaskier—. Enseñadme el vado…

—Mas ya está todo enseñado. Desde mayo nada de nada, más que chicharrera, y la agua baja, así que el Cintillas va corto de flujo. Con el caballo se vadea por cualquier lado…

—Enseñé a vuestro comandante una carta del rey —dijo el trovador, y se sentó—. El comandante leyó la carta y yo mismo escuché cómo os ordenaba conducirme hasta el mismo Brokilón. ¿Y vosotros me queréis dejar aquí, en esta espesura? ¿Qué pasará si me extravío?

—No sus extraviaréis —bufó sombrío otro soldado que se había acercado a ellos pero que hasta entonces había guardado silencio—. No sus dará tiempo a extraviaros. Antes sus hallará la saeta de una rariesposa.

—Cuidado que sois cagaos —se burló Jaskier—. Cuidado que teméis a esas dríadas. Pero si Brokilón empieza al otro lado del Cintillas. El Cintillas es la frontera. ¡Todavía no la hemos cruzado!

—Su frontera —le aclaró el jefe, mirando alrededor— alcanza hasta donde sus saetas. Una saeta disparada de la orilla aquella puede volar airosa hasta la linde del bosque y aún habrá suficiente ímpetu como para atravesar una cota de malla. ¿Vos os emperráis en ir allá?, el negocio es vuestro, vuestro es el pellejo. Pero yo le tengo gusto a la vida. Yo no voy más allá. ¡Antes preferiría meter mis morros en un nido de avispones!

—Ya os he explicado —Jaskier se retiró el sombrerito hacia la parte de atrás de la cabeza y se enderezó en la silla— que voy a Brokilón con una misión. Soy, por así decirlo, embajador. No tengo miedo de las dríadas. Pero os pido que me escoltéis hasta la orilla del río. ¿Qué será de mí si me asaltan algunos bandoleros entre esas matas?

El otro, el sombrío, sonrió forzadamente.

—¿Bandoleros? ¿Aquí? ¿De día? Señor, de día no encontrareis aquí ni un alma. A lo último las rariesposas tiran del arco contra todo el que apaezca por la vera del Cintillas, y más de una vez consiguen meterse bien dentro de nuestro lado. No, no temáis a los bandoleros.

—Cierto es —confirmó el jefe—. Un tonto del copón habría de ser el tal bandolero para andurrear de día por el Cintillas. Y nosotros no somos tontos. Idos vos solo, sin arma ni coraza, y, perdonad, pero pinta de guerrero no tenéis, se ve a millas. Lo que puede que os dé suerte. Pero si las rariesposas nos atisban a caballo y armados, ni el sol se vería de las flechas que iban a volar.

—Ja, pues vaya un consejo. —Jaskier palmeó al caballo bajo el cuello, miró hacia abajo, hacia el sotobosque—. Iré entonces solo. Adiós, soldados. Gracias por la escolta.

—No sus apresuréis así. —El soldado sombrío miró al cielo—. Presto vendrá la tarde. Irsus cuando la bruma suba de la corriente. Porque, sabéis…

—¿Qué?

—En la niebla las saetas son menos certeras. Si el destino sus es propicio, o sea, la rariesposa. Pero ellas, señor, raramente yerran…

—Os he dicho…

—Claro, como decir, dijisteis, me acuerdo. Que con no sé qué risión vais a ellas. Mas yo sus digo otra cosa: que con risión ni procesión, a ellas les importa un apio. Os meten una saeta y tan panchas.

—¿Os habéis empeñado en asustarme? —habló de nuevo el poeta— ¿Por quién me tomáis, por un plumífero de la corte? Yo, señores soldados, he visto más campos de batalla que todos vosotros juntos. Y también sé más de las dríadas que vosotros. Aunque no sea más que el que nunca disparan sin avisar.

—Antaño fue así, razón tenéis —dijo en voz baja el jefe del destacamento—. Antaño avisaban. Tiraban una saeta a un tronco o al camino, queriendo decir, aquí, donde está la flecha, está la frontera, ni un paso más. Si el paisano tornaba con rapidez, podía escaparse salvo. Pero hogaño es distinto. Mandan las flechas de tal manera que desde el principio planean ya matar.

—¿Por qué esa saña?

—Bueno —murmuró el soldado—, veréis, os digo. Cuando los reyes firmaron acuerdo con Nilfgaard, se liaron furibundos con las bandas de elfos. A lo visto les zurraron fuerte por todos lados porque no hay noche que los sobrevivientes no se cuelen por Brugge hacia Brokilón buscando refugio. Y cuando los nuestros persiguen a los elfos, ocurren a veces altercados con las rariesposas que les iban de refuerzo desde el otro lado del Cintillas. Y pasa que a nuestro ejército se le iba un tanto la mano en la persecución… ¿Entendéis?

—Entiendo. —Jaskier miró con atención al soldado, meneó la cabeza—. Al perseguir a los Scoia’tael cruzasteis el Cintillas. Matasteis a algunas dríadas. Y ahora las dríadas toman la revancha de la misma forma. La guerra.

—Así es, señor, de los labios me lo habéis quitado. La guerra. Siempre fue ésta lucha a muerte, nunca a vida, pero ahora está muy mal. Grande es el odio entre ellas y nosotros. Otra vez os lo digo: si no tenéis apremio, no vayáis allende.

Jaskier tragó saliva.

—El hecho es —se alzó en la silla, adoptando con gran esfuerzo una mueca de aire marcial y una postura airosa— que tengo apremio. Y voy. Ahora. Tarde o no tarde, niebla o no niebla, hay que acudir cuando llama el deber.

Los años de práctica habían hecho lo suyo. La voz del trovador tañía hermosa y amenazadora, austera y fría, sonaba a hierro y hombría. Los soldados le miraron con una admiración no fingida.

—Antes de que partáis —el jefe extrajo de las alforjas una plana cantimplora de madera— meteos para el gargajo algo de orujo, señor cantor. Metéoslo…

—Y más leve sus será el morir —añadió sombrío el otro, el poco hablador.

El poeta echó un trago de la cantimplora.

—El cobarde —afirmó con dignidad en cuanto hubo dejado de toser y recuperó el aliento— muere cien veces. El hombre valiente muere sólo una vez. Pero la Señora Fortuna al atrevido ayuda, al cobarde siempre desprecio tiene.

Los soldados le miraron todavía con mayor admiración. No sabían y no podían saber que Jaskier estaba citando unas palabras de una epopeya heroica. Y para colmo, escrita por otra persona.

—Siendo así —el poeta sacó una tintineante bolsita de cuero de su seno—, se os agradece la escolta prestada. Antes de que volváis al fuerte, antes de que de nuevo os acojan los férreos brazos del servicio, pasad por la taberna y bebed a mi salud.

—Gracias, señor. —El jefe enrojeció un tanto—. Liberal sois, y a cambio nosotros… Perdonad que os dejemos solo, pero…

—No es nada. Adiós.

El bardo se colocó con arrogancia el sombrerillo sobre la oreja izquierda, espoleó al caballo con los tacones y bajó por el barranco, silbando la melodía "La boda de Bullerlyn", famosa y extremadamente impúdica canción caballeresca.

—Y dijo en el fuerte el corneta —escuchó todavía las palabras del sombrío— que éste era un gorrón, cobarde y gelipollas. Y resulta que es caballero esforzado y osado, aunque rimador.

—Ciertamente, razón tienes —respondió el jefe—. Miedoso no es, no puede decirse. Ni los párpados le temblaban, fíjeme. Y hasta silba, ¿lo oyes? Ja, ja… ¿Atendiste a lo que dijo? Que embarajador es. No temas, que no nombran embarajador a cualquiera. Hay que tener la testa bien puesta para llegar a ser embarajador…

Jaskier cabalgó más deprisa para alejarse lo más rápidamente posible. No quería echar abajo la reputación que acababa de crearse. Y sabía que para silbar más no le bastaba ya la humedad de los labios que se le estaban secando por el espanto.

El barranco era sombrío y húmedo, el barro mojado y la alfombra que lo cubría de hojas caídas amortiguaba el golpeteo de los cascos del castrado bayomoro al que el poeta había bautizado con el nombre de Pegaso. Pegaso avanzaba despacio, con la cabeza caída. Era uno de esos pocos caballos a los que siempre todo les da igual.

El bosque se acabó, pero del lecho del río, señalado por un cinturón de alisos, le separaba a Jaskier todavía una amplia pradera cubierta de juncos. El poeta detuvo el caballo. Miró atentamente a los lados, pero no distinguió nada. Aguzó el oído, pero no escuchó más que el croar de las ranas.

—Bueno, caballito —carraspeó—. Sólo se muere una vez. Adelante.

Pegaso alzó algo la testa y levantó interrogante las por lo común caídas orejas.

—Has oído bien. Adelante.

El castrado se movió con renuencia, bajo sus cascos se oía el chapoteo del pantano. Las ranas escapaban con largos saltos bajo los pies del caballo. Algunos pasos por delante de ellos, un pato se elevó con estruendo y graznidos, provocando que el corazón del trovador dejara de trabajar durante un momento, después de lo cual comenzó a trabajar con mucha rapidez e intensidad. Pegaso no se inmutó en absoluto por el pato.

—Cabalgaba el héroe… —murmuraba Jaskier, mientras se limpiaba el cuello anegado en sudor frío con un trapo que había sacado de su pecho—. Impávido cabalgaba por el monte, sin prestar atención a los anfibios saltantes ni a los dragones voladores… Cabalgaba y cabalgaba… Hasta que llegó a una inmensurable extensión de agua…

Pegaso bufó y se detuvo. Estaban junto al río entre juncos y cañas que alcanzaban hasta por encima de las espuelas. Jaskier se limpió los párpados, se ató el pañuelo al cuello. Durante mucho tiempo, hasta que le lloraron los ojos, estuvo mirando los profundos alisares al otro lado del río. No vio nada ni a nadie. La superficie del agua estaba arrugada por algas que se movían al albur de la corriente, junto a ellas revoloteaban unos alciones de color turquesa y naranja. El ambiente tremolaba a causa de los enjambres de insectos. Los peces tragaban efémeras, dejando en el agua unos grandes círculos.

Por todos lados, hasta donde alcanzaba la vista, se veían las construcciones de los castores, montones de ramas cortadas y troncos derribados y roídos, bañados por la perezosa corriente. Pero cuántos castores hay aquí, pensó el poeta, una increíble riqueza. Y no es de extrañar. Nadie molesta aquí a estos malditos roeárboles. Aquí no llegan los bandoleros, ni los cazadores ni los apicultores, ni siquiera los siempre presentes tramperos ponen aquí sus cepos. Los que lo probaron recibieron una flecha en la garganta, los cangrejos los devoraron entre el légamo ribereño. Y yo, idiota, me meto aquí por mi propia voluntad, aquí, en el Cintillas, junto al río del que se eleva el hedor de los cadáveres, un hedor que no es capaz de matar ni siquiera el olor de los ácoros y la hierbabuena

Respiró profundamente.

Pegaso entró poco a poco en el agua con las patas delanteras, bajó el morro hacia la superficie, bebió largo rato, luego volvió la cabeza y miró a Jaskier. El agua le chorreaba por el morro y los ollares. El poeta meneó la cabeza, aspiró de nuevo, se limpió las narices con fuerte ruido.

—Miró el héroe la agitada vorágine —declamó en voz baja, intentando no castañetear los dientes—. Miró y cabalgó hacia adelante puesto que su corazón no conocía el temor.

Pegaso bajó la cabeza y las orejas.

—No conocía el temor, digo.

Pegaso agitó la testa, haciendo tintinear los anillos de las riendas y del bocado. Jaskier lo espoleó dándole con los talones en los costados. El castrado se introdujo en el agua con dramática resignación.

El Cintillas era llano, pero bastante atosigado por la vegetación. Antes de que llegaran al centro de la corriente, iban arrastrándose ya largas trenzas de plantas por detrás de las patas de Pegaso. El caballo avanzaba despacio y con esfuerzo. Antes de dar cada paso intentaba sacudir las algas que le estorbaban.

Los juncares y alisares de la orilla derecha ya no estaban lejos. Tan cerca estaban, que Jaskier sentía cómo el estómago se le iba bajando, muy abajo, hasta la silla. Era consciente de que en el centro del río, aprisionado entre la vegetación, constituía un objetivo magnífico e imposible de fallar. Con los ojos de su imaginación veía ya los arcos que se doblaban, las cuerdas tensándose y las afiladas puntas de la flecha dirigida hacia él.

Apretó los costados del caballo con las pantorrillas, pero a Pegaso esto le importaba un pito. En vez de apresurarse, se detuvo y levantó la cola. Manzanitas de estiércol chapotearon en el agua. Jaskier blasfemó durante largo rato.

—El héroe —murmuró, entornando los ojos— no pudo atravesar los rápidos atronadores. Murió de muerte heroica, cosido por innumerables saetas. Lo cubrió para siglos una arcilla azul, le estrecharon en sus brazos las algas, verdes como el jade. Desapareció sin dejar huella alguna, quedó tan sólo la mierda de su caballo, llevada por la corriente hasta el lejano mar…

Pegaso, que a todas luces se sentía más ligero, se movió hacia la orilla a paso vivo y sin vacilar, y junto a la ribera, libre de algas, se permitió incluso retozar, a resultas de lo cual resultaron minuciosamente mojadas las botas y el pantalón de Jaskier. El poeta ni siquiera se dio cuenta: la visión de las flechas dirigidas a su tripa no le había dejado ni un momento y la aprensión se arrastraba por la espalda y el cuello como si fuera una sanguijuela grande, fría y viscosa. Porque detrás de los alisos, a menos de cien pasos detrás del jugoso cinturón verde de las hierbas ribereñas, surgía del brezal la pared perpendicular, negra y amenazadora del bosque.

Brokilón.

En la orilla, a algunos pasos del lecho del río, blanqueaba sus huesos un esqueleto de caballo. Las ortigas y las cañas crecían a través de la jaula de las costillas. También yacían allí unos cuantos huesos más pequeños, que no parecían de caballo. Jaskier tembló y volvió la vista.

El presuroso castrado salió de las pantanosas orillas con chasquidos y chapoteos, el légamo apestaba terriblemente. Las ranas dejaron de cantar. Se hizo un profundo silencio. Jaskier cerró los ojos. Ya no declamaba, no improvisaba. La inspiración y la fantasía habían volado hacia una lejanía desconocida. Sólo quedaba un miedo frío, repugnante, un sentimiento muy fuerte pero completamente privado de impulsos creadores.

Pegaso meneó sus caídas orejas y arrastró las patas impasible hacia el Bosque de las Dríadas. Llamado por muchos el Bosque de la Muerte.

He cruzado la frontera, pensó el poeta. Ahora se decidirá todo. Mientras estaba al otro lado del río y en el agua, podían permitirse ser magnánimas. Pero ahora ya no. Ahora soy un intruso. Como aquel otro… Puede que de mí tampoco quede más que el esqueleto… Una advertencia para los siguientes… Si las dríadas están aquí… Si me observan

Recordó los torneos de arqueros que había visto, los concursos de ferias y las demostraciones de tiradores, los escudos de paja y los maniquíes, atravesados y acribillados por las flechas. ¿Qué es lo que siente alguien al que le alcanza una flecha? ¿Un golpe? ¿Dolor? ¿O quizá… nada?

No había dríadas en los alrededores o no habían decidido todavía qué hacer con el solitario jinete, porque el poeta se acercaba al bosque pasmado de miedo pero vivo, entero y sano. La entrada a los árboles estaba protegida por una pradera llena de arbustos y erizada de raíces y ramas arrancadas por el viento, pero Jaskier no tenía ni la más mínima intención de cabalgar hasta el mismo borde ni mucho menos introducirse en lo profundo del bosque. Podía obligarse a sí mismo a arriesgarse, pero no al suicidio.

Desmontó muy lentamente, ató las riendas a unas raíces que se alzaban hacia arriba. Por lo general no hacía esto, Pegaso no solía alejarse de su propietario. Jaskier, sin embargo, no estaba seguro de cómo iba a reaccionar el caballo al silbido y el zumbido de las flechas. Hasta entonces ni él ni Pegaso se habían expuesto a tales sonidos.

Descolgó el laúd del arzón de la silla. Era un instrumento único, de primera calidad, de mástil esbelto. El regalo de un elfo, pensó, acariciando la madera labrada. Puede suceder que vuelva al Antiguo Pueblo… A menos que las dríadas lo dejen junto a mi cadáver

No muy lejos yacía un viejo árbol derribado por el viento. El poeta se sentó en el tronco, apoyó el laúd en la rodilla, se pasó la lengua por los labios, se secó el sudor de las manos en los pantalones.

El sol se acercaba al ocaso. La bruma comenzaba a alzarse desde el Cintillas, cubría la pradera con un manto gris blanquecino. Hacía más frío. Los graznidos de las grullas se atenuaron y desaparecieron, quedó tan sólo el croar de las ranas.

Jaskier tocó las cuerdas. Una vez, luego otra, luego una tercera vez. Giró las clavijas, afinó el instrumento y comenzó a tocar. Y al cabo de un momento, a cantar.

Yviss, m’evelienn vente cáelm en tell

Elaine Ettariel

Aep cor me lode deith ess’viell

Yn blath que me darienn

Aen minne vain tegen a me

Yn toin av muireánn que dis eveigh e aep Mea…

El sol desapareció detrás del bosque. Al pie de los enormes árboles de Brokilón se hizo de inmediato la oscuridad.

L’eassan Lamm feainne renn, ess’ell,

Elaine Ettariel,

Aep cor…

No la oyó. Sintió su presencia.

—N’te mire daetre. Sh’aente vort.

—No dispares —susurró, obedeciendo y no mirando hacia atrás—. N’aen aespar a me… Vengo en paz…

—N’ess a tearth. Sh’aente.

Obedeció, aunque los dedos le tiritaban y le resbalaban sobre las cuerdas, y aunque la voz surgía con esfuerzo de la laringe. Pero en la voz de la dríada no había odio y él, joder, era un profesional.

L’eassan Lamm feainne renn, ess’ell,

Elaine Ettariel,

Aep cor aen tedd teviel e gwen

Yn blath que me darienn

Ess yn e evellien a me

Que shaent te cáelm a’vean minne me striscea…

Esta vez se permitió echar un vistazo con el rabillo del ojo por encima del hombro. Aquello que estaba en cuclillas junto al tronco, muy cerca, recordaba a un arbusto envuelto en musgo. Pero no era un arbusto. Los arbustos no acostumbran a tener grandes ojos brillantes.

Pegaso rebufó bajito, y Jaskier supo que detrás de él, en las tinieblas, alguien le acariciaba el morro a su caballo.

—Sh’aente vort —le pidió de nuevo la dríada agachada a su espalda. Su voz recordaba el sonido de las hojas golpeadas por la lluvia.

—Yo… —comenzó—. Yo soy amigo del brujo Geralt… Sé que Geralt… Que Gwynbleidd está entre vosotras en Brokilón. Vengo…

—N’te dice’en. Sh’aente, va.

—Sh’aent —le pidió con dulzura otra dríada a su espalda, casi a coro con una tercera. E incluso con una cuarta. No estaba seguro.

—Yea, sh’aente, táedh —dijo con una plateada voz de muchacha aquello que hacía un momento le había parecido al poeta un pequeño abedul que crecía a pocos pasos de él—. Esslaine… Táedh… Tú canta… Más sobre Ettariel… ¿Vale?

Obedeció.

Amarte a ti es el fin de mi existencia,

Mi hermosa Ettariel

Permite que guarde de recuerdos tu tesoro

Y de flores hechiceras,

Promesa de amor a ti y señal,

Regada de gotas de rosa como lágrimas…

Esta vez escuchó los pasos.

—Jaskier.

—¡Geralt!

—Sí, soy yo. Ya puedes dejar de hacer ruido.

—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste que estaba en Brokilón?

—Me lo dijo Triss Merigold… Joder… —Jaskier tropezó de nuevo y se hubiera caído pero la dríada que iba junto a él le sujetó hábilmente con una fuerza sorprendente, dado el no excesivo tamaño de su figura.

—Gar’ean, táedh —le advirtió con voz de plata—. Va cáelm.

—Gracias. Esto está muy oscuro… ¿Geralt? ¿Dónde estás?

—Aquí. No te quedes atrás.

Jaskier aceleró el paso, tropezó de nuevo y casi cayó sobre el brujo, que se detuvo en la oscuridad delante de él. Las dríadas los pasaron sin hacer ruido.

—Vaya una oscuridad del diablo… ¿Todavía queda mucho?

—No mucho. Ya casi estamos en el campamento. ¿Quién, además de Triss, sabe que estoy aquí escondido? ¿Se lo has dicho a alguien?

—Al rey Venzlav se lo tuve que decir. Necesitaba un salvoconducto para el viaje a través de Brugge. Los tiempos están ahora que da pena hablar… Tuve que conseguir también su conformidad para entrar a Brokilón. Pero al fin y al cabo Venzlav te conoce y te aprecia… Me nombró, imagínate, enviado. Estoy seguro de que guardará el secreto, se lo pedí. No te enfades, Geralt…

El brujo se acercó más. Jaskier no veía los rasgos de su cara, sólo veía los blancos cabellos y las blancas cerdas, visibles incluso en la oscuridad, de una barba de muchos días.

—No me enfado —sintió la mano en el hombro y le pareció que la voz, que hasta entonces había sido fría, se le había cambiado un tanto—. Me alegro de que hayas venido, hijo de puta.

—Hace frío aquí. —Jaskier se estremeció, haciendo crujir las ramas sobre las que estaban sentados—. Podríamos encender…

—Ni lo pienses —murmuró el brujo—. ¿Te has olvidado de dónde estás?

—Hasta ese punto ellas… —El trovador miró a su alrededor, asustado—. Nada de fuego, ¿verdad?

—Los árboles odian el fuego. Ellas también.

—Su perra madre. ¿Vamos a estar sentados en el frío? ¿Y en esta jodida oscuridad? Si extiendo la mano no veo ni mis propios dedos…

—Pues entonces no la extiendas.

Jaskier suspiró, se incorporó, se limpió los codos. Escuchó cómo el brujo, que estaba sentado a su lado, rompía finos palitos con los dedos.

En la oscuridad brilló de pronto una lucecilla verdosa, al principio borrosa y poco clara, pero que se aclaró con rapidez. Después del primero resplandecieron otros, en muchos lugares, moviéndose y bailando como luciérnagas o fuegos fatuos en el pantano. El bosque revivió de pronto con los brillos en la oscuridad, Jaskier comenzó a ver las siluetas de las dríadas que les rodeaban. Una se acercó, dejó algo delante de ellos que parecía como un montón de plantas roídas. Él extendió con precaución el brazo, acercó la mano. Las brasas verdes estaban completamente frías.

—¿Qué es esto, Geralt?

—Astillas y un tipo de musgo. Sólo crece aquí, en Brokilón. Y sólo ellas saben cómo preparar todo esto junto para que luzca. Gracias, Fauve.

La dríada no respondió, pero tampoco se fue. Se puso en cuclillas al lado. Su frente estaba ceñida por un festón, sus largos cabellos le caían sobre los hombros. A aquella luz, los cabellos tenían un aspecto verdoso y puede que de verdad lo fueran. Jaskier sabía que los cabellos de las dríadas tenían los tonos más extraordinarios.

—Táedh —dijo con voz melodiosa, alzando hacia el trovador unos ojos que brillaban en un rostro pequeño que estaba cruzado oblicuamente por dos bandas paralelas de oscura pintura de camuflaje—. ¿Ess’ve vort shaente aen Ettariel? ¿Shaente a’vean vort?

—No… Puede que luego —respondió cortésmente, intentando elegir las palabras de la Antigua Lengua. La dríada suspiró, se inclinó y acarició con delicadeza el mástil del laúd que yacía al lado, se incorporó como un muelle. Jaskier observó cómo se adentraba en el bosque, hacia otra persona que se vislumbraba vagamente en las titubeantes tinieblas producidas por el brillo impreciso de las linternillas verdes.

—Espero no haberla ofendido —dijo en voz baja—. Ellas hablan en su propio dialecto, no conozco las formas de cortesía…

—Comprueba si tienes un cuchillo en la panza. —En la voz del brujo no había ni mofa ni humor—. Las dríadas reaccionan ante las ofensas clavando un cuchillo en la panza. No temas, Jaskier. Resulta que están dispuestas a perdonarte mucho más que unos errores lingüísticos. El concierto que les diste al pie del bosque les ha gustado, a todas luces. Ahora eres ard táedh, el gran bardo. Están esperando a la siguiente parte de "La flor de Ettariel". ¿Sabes cómo sigue? Porque ésta no es una balada tuya.

—La traducción es mía. He enriquecido un tanto la música élfica, ¿no te has dado cuenta?

—No.

—Me lo imaginaba. Por suerte, las dríadas saben más de arte. No sé dónde he leído que son increíblemente musicales. Por eso tracé mi inteligente plan por el que, dicho sea de paso, todavía no me has alabado.

—Te alabo —dijo el brujo al cabo de un instante de silencio—. Fue de verdad inteligente. Y la suerte te acompañó, como de costumbre. Sus arcos aciertan a doscientos pasos. Por lo general no esperan a que alguien cruce a su lado del río y comience a cantar. Son muy sensibles a los olores desagradables. Y si la corriente del Cintillas arrastra el cadáver, no les apestará el bosque.

—Ah, qué más da. —El poeta carraspeó, tragó saliva—. Lo más importante es que tuve éxito y que te he encontrado. Geralt, ¿cómo…?

—¿Tienes navaja?

—¿Qué? Claro que tengo.

—Me la dejas por la mañana. Esta barba me va a volver loco.

—Y las dríadas no tenían… Hum… Claro, es verdad, a ellas las navajas les son inútiles. Te la dejaré, por supuesto. ¿Geralt?

—¿Qué?

—No traigo conmigo nada para jalar. ¿Puede ard táedh, el gran bardo, tener esperanza de cenar aprovechando la hospitalidad de las dríadas?

—Ellas no cenan. Nunca. Y las guardianas de las fronteras de Brokilón ni siquiera desayunan. Tendrás que aguantarte hasta el mediodía. Yo ya me he acostumbrado.

—Pero cuando lleguemos a su capital, a ese famoso Duen Canell oculto en el corazón de bosque…

—No vamos a llegar nunca allí, Jaskier.

—¿Cómo es eso? Pensaba que… Pero si a ti… Pero si te han concedido asilo. Si a ti… te toleran…

—Has usado la palabra adecuada.

Guardaron silencio largo rato.

—Guerra —dijo por fin el poeta—. Guerra, odio y desprecio. Por todos lados. En todos los corazones.

—Poetizas.

—Pero es así.

—Exactamente así. Venga, di con lo que vienes. Cuenta qué es lo que ha pasado con el mundo en el tiempo en que me han estado curando aquí.

—Primero —Jaskier carraspeó bajito— cuéntame tú qué es lo que de verdad sucedió en el Garstang.

—¿Triss no te lo ha contado?

—Me lo contó. Pero me gustaría conocer tu versión.

—Si conoces la versión de Triss, conoces una versión más completa y seguramente más veraz. Cuéntame qué es lo que pasó después, cuando ya estaba en Brokilón.

—Geralt —Jaskier susurró—. Yo de verdad que no sé lo que pasó con Yennefer ni con Ciri… Nadie lo sabe. Triss tampoco…

El brujo se movió con brusquedad, las ramas crujieron.

—¿Te he preguntado yo por Ciri o Yennefer? —dijo con la voz cambiada—. Háblame de la guerra.

—¿No sabes nada? ¿No han llegado noticias hasta aquí?

—Han llegado. Pero quiero escucharlo de tus labios. Habla, por favor.

—Los nilfgaardianos —comenzó el bardo al cabo de un instante de silencio— atacaron Lyria y Aedirn. Sin declarar la guerra. El motivo fue no sé qué ataque de los ejércitos de Demawend a un fuerte de la frontera de Dol Angra, perpetrado durante el congreso de los brujos en Thanedd. Algunos dicen que fue una provocación. Que se trataba de nilfgaardianos vestidos como soldados de Demawend. Cómo fue en realidad, creo que no lo sabremos nunca. En cualquier caso, la respuesta de Nilfgaard fue rapidísima y masiva: un potente ejército cruzó la frontera, un ejército que debía de haber estado concentrado en Dol Angra desde hacía semanas, si no meses. Spalla y Scala, las dos fortalezas fronterizas de Lyria, fueron conquistadas sobre la marcha, en apenas tres días. Rivia estaba preparada para un sitio de muchos meses y capituló a los dos días bajo la presión de los gremios y los mercaderes a los que se prometió que si la ciudad abría las puertas y pagaba un rescate, no sería saqueada…

—¿Mantuvieron la promesa?

—Sí.

—Curioso. —La voz del brujo cambió de nuevo de tono—. ¿Mantener promesas en los tiempos que corren? No digo que antes ni siquiera se pensaba en ofrecer tales promesas porque nadie las esperaba. Los artesanos y los mercaderes no abrían las puertas de las fortalezas sino que las defendían, cada gremio su propia torre o baluarte.

—El dinero no tiene patria, Geralt. A los mercaderes les da igual bajo qué gobierno hagan dinero. Y a los palatinos de Nilfgaard les da igual de quién vayan a sacar los impuestos. Un mercader muerto no hace dinero y no paga impuestos.

—Sigue hablando.

—Después de la capitulación de Rivia el ejército de Nilfgaard siguió hacia el norte a una velocidad increíble, casi sin encontrar resistencia. Los ejércitos de Demawend y Meve retrocedieron sin poder formar un frente para una batalla decisiva. Los nilfgaardianos llegaron hasta Aldersberg. Para no permitir el asedio de la fortaleza, Demawend y Meve se decidieron a presentar batalla. La posición de sus ejércitos no era la mejor… Su perra madre, si hubiera más luz te dibujaría…

—No dibujes. Y resume. ¿Quién ganó?

—¿Habéis oído, señores? —Uno de los registradores, jadeante y sudoroso, se acercó al grupo que rodeaba la mesa—. ¡Ha venido un mensajero desde el campo! ¡Vencimos! ¡La batalla ha sido ganada! ¡Victoria! ¡Nuestro es el día! ¡Le dimos al enemigo, le dimos en la cabeza!

—Más bajo —se enfadó Evertsen—. Me estalla la cabeza con esos gritos vuestros. Sí, lo he oído, lo he oído. Hemos vencido al enemigo. Nuestro es el día, nuestro es el campo y la victoria también es nuestra. Vaya una sensación.

Los alguaciles y registradores se callaron, miraron a su superior con asombro.

—¿No os alegráis, señor alguacil mayor?

—Me alegro. Pero sé hacerlo en silencio.

Los registradores callaron, mirándose los unos a los otros.

Críos, pensó Evertsen. Chavalillos crecidos. Al fin y al cabo, no es de asombrarse que ellos lo hagan, pero, por favor, allá, en la colina, incluso Menno Coehoorn y Elan Trahe, buf, incluso el general Braibant, de grises barbas, gritan, saltan de alegría y se congratulan dándose palmetadas en las espaldas. ¡Victoria! ¡Nuestro es el día! ¿Y de quién tenía que ser? Los reinos de Aedirn y Lyria no pudieron movilizar en conjunto a más de tres mil caballeros y diez mil soldados de infantería, de los cuales un quinto, ya en los primeros días de la invasión, resultó bloqueado y aislado en fuertes y fortalezas. Parte del resto del ejército tuvo que retroceder para defender las alas, amenazadas por los asaltos de largo alcance de la caballería ligera y los ataques de sabotaje de los destacamentos de Scoia’tael. Los restantes cinco o seis mil —de éstos no más de mil doscientos caballeros— presentaron batalla en los campos de Aldersberg. Coehoorn lanzó contra ellos un ejército de trece mil hombres, entre los que había diez estandartes acorazados, la flor de los caballeros de Nilfgaard.

Y ahora se alegra, chilla, se golpea con la maza de mariscal en el muslo y pide cerveza a gritos

¡Victoria! Vaya una sensación.

Con un brusco movimiento recogió y juntó en un montón los mapas y notas que anegaban la mesa, levantó la cabeza, miró a su alrededor.

—Poned la oreja —dijo burlón a los registradores—. Voy a dar órdenes.

Sus subordinados se congelaron en actitud de espera.

—Cada uno de vosotros —comenzó— escuchó ayer el discurso que lanzó el señor mariscal de campo Coehoorn a los coraceros y oficiales. Así que llamo la atención a vuesas mercedes de que lo que el mariscal les dijo a los soldados a vosotros no os concierne. Vosotros tenéis otras tareas y órdenes que cumplir. Mis órdenes.

Evertsen calló, se limpió la frente.

"Guerra a los castillos, paz a las chozas", había dicho el día anterior el caudillo Coehoorn. "Conocéis esta ley", añadió en seguida, "os la enseñaron en la academia militar. Esta ley era obligatoria hasta hoy, desde mañana habéis de olvidarla. Desde mañana estáis obligados por otra ley, que va a convertirse ahora en la consigna de la guerra que estamos llevando a cabo. Esta consigna y mis órdenes son así: guerra a todo lo que vive. Guerra a todo lo que arde con el fuego. Tenéis que dejar detrás de vosotros tierra quemada. Desde mañana llevaremos la guerra más allá de la línea detrás de la que retrocederemos cuando firmemos un tratado. Nosotros retrocederemos pero allí, detrás de esa línea sólo ha de quedar tierra quemada. ¡Los reinos de Rivia y Aedirn tienen que quedar envueltos en cenizas! ¡Recordad Sodden! ¡Hoy ha llegado la hora de la venganza!"

Evertsen carraspeó con fuerza.

—Antes de que los soldados dejen tras de sí la tierra quemada —dijo a los mudos registradores— vuestra tarea será sacar de esta tierra y de este país todo lo que se pueda, todo lo que puede acrecentar la riqueza de nuestra patria. Tú, Audegast, te ocuparás de cargar y transportar todas las cosechas que ya estén recogidas y guardadas en los almacenes. Todo lo que está en los campos y que no destruyan los gallardos caballeros de Coehoorn, hay que recogerlo también.

—Tengo poca gente, señor alguacil…

—Habrá esclavos de sobra. Obligadlos a trabajar. Marder y tú… He olvidado como te llamas.

—Helvet. Evan Helvet, señor alguacil.

—Ocupaos del ganado. Agrupadlo en rebaños, conducidlo a los puntos destinados para cuarentena. Cuidado con la glosopeda y otras enfermedades. Matad los animales enfermos o sospechosos de estarlo, quemad los cuerpos. El resto llevadlo al sur por la senda decidida.

—A la orden.

Ahora la tarea especial, pensó Evertsen, mirando a sus subordinados. ¿A quién encargársela? Todos son unos críos, todavía en pañales, todavía han visto poco, no tienen experiencia de nada… Ah, me faltan aquellos viejos y versados alguaciles… Guerra, guerra, siempre guerra… Los soldados mueren muchos, y a menudo, pero los alguaciles, si se toma en cuenta la proporción, no mucho menos. Pero entre los soldados no ves el daño porque siempre vienen nuevos porque todos quieren ser soldados. Pero, ¿quién quiere ser alguacil o registrador? ¿Quién, cuando le pregunten los hijos a la vuelta qué es lo que hizo en la guerra, quiere contar cómo midió las fanegas de grano, cómo contó pieles malolientes y pesó cera, cómo condujo a través de caminos llenos de baches y cubiertos con mierda de buey un convoy de carros cargados con el botín, cómo azuzó un rebaño bramante y berreante, tragando polvo, suciedad y moscas…?

Tareas especiales. La metalurgia de Gulet, con sus grandes hornos. Las fresadoras, la fundición de calamina y la gran forja de hierro de Eysenlaan, quinientos quintales de producción anual. La azofarería y las manufacturas de lana de Aldersberg. Los molinos de malta, las destilerías, tejedurías y tintorerías de Vengerberg

Desmontar y transportar. Así había ordenado el emperador Emhyr, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos. En dos palabras. Desmontar y transportar, Evertsen.

Una orden es una orden. Ha de ser cumplida.

Queda lo más importante. Las minas de metales y sus productos. Monedas. Joyas. Obras de arte. Pero de esto me ocuparé yo mismo. Personalmente.

Junto a las negras columnas de humo que se veían en el horizonte se alzaron otras más. Y más. El ejército ponía en práctica las órdenes de Coehoorn. El reino de Aedirn se convertía en un país de incendios.

Por el camino, chirriando y levantando una niebla de polvo, iba una larga columna de máquinas de asedio. Hacia Aldersberg, que todavía se defendía. Y hacia Vengerberg, capital del rey Demawend.

Peter Evertsen miró y contó. Calculó. Repasó. Peter Evertsen era el gran alguacil del Imperio, en caso de guerra, primer alguacil del ejército. Cumplía esta función desde hacía quince años. Cifras y cálculos, ésa era toda su vida.

Una catapulta cuesta quinientos florines, una trebusetta doscientos, un fundíbulo como mínimo ciento cincuenta, la más sencilla balista ochenta. Los que sirven las máquinas, bien entrenados, cobran nueve florines y medio de sueldo. La columna que va hacia Vengerberg, incluyendo los caballos, los bueyes y los utensilios más pequeños, vale por lo menos trescientos ases. De un as, dicho de otro modo, un marco de metal puro que pese media libra, se sacan sesenta florines. El producto anual de una mina grande son cinco o seis mil ases…

La columna de sitio adelantó a la caballería ligera. Por las señales en los pendones Evertsen reconoció a los coraceros tácticos del principado de Winneburg, una de las columnas trasladadas desde Cintra. , pensó, éstos tienen de qué alegrarse. La batalla ganada, el ejército de Aedirn a la desbandada. No se lanzará a los destacamentos de reserva a una lucha pesada con un ejército regular. Perseguirán a los que están en retirada, suprimirán los grupos dispersos y faltos de mandos, matarán, robarán y quemarán. Están contentos porque se les promete una guerra agradable y alegre. Una guerra que no causa problemas. Y que no mata.

Evertsen calculaba.

La caballería táctica aúna diez destacamentos de coraceros normales y cuenta con dos mil caballos. Aunque los winneburgianos no participarán ya en ninguna batalla de importancia, en los enfrentamientos caerán no menos que un sexto de ellos. Luego vendrán los campamentos y vivaques, la comida podrida, la suciedad, las chinches, los mosquitos, el agua pasada. Y sucederá lo de siempre, lo que es inevitable: tifus, disentería y malaria, que matarán a no menos de un cuarto. A esto hay que añadir a ojo de buen cubero los accidentes imprevistos, por lo general un quinto del total. A casa volverán ochocientos. No más. Y seguramente menos.

Por el camino pasaba el siguiente destacamento de coraceros, detrás de la caballería apareció un cuerpo de infantería. Marchaban arqueros vestidos con amarillas aljubas y cascos redondos, ballesteros con capelinas planas, hacheros y piqueros. Detrás de ellos venían los escuderos, veteranos de Vicovaro y Etolia, acorazados como cangrejos, más allá una confusión multicolor: lansquenetes a sueldo procedentes de Metinna, mercenarios de Thurn, Maecht, Geso y Ebbing…

Pese al bochorno, los destacamentos marchaban con gallardía, el polvo que levantaban las botas de los soldados se arremolinaba sobre el camino. Tronaban los tambores, tremolaban los estandartes, se agitaban y brillaban las moharras de las picas, las jabalinas, las alabardas y las lanzas. La soldadesca iba ligera y alegre. Así marchaba un ejército vencedor. Un ejército invencible. ¡Adelante, muchachos, adelante, a la lucha! ¡A Vengerberg! ¡A acabar con el enemigo, a vengarse por Sodden! ¡Cumplir el alegre servicio, llenar las alforjas de botín y a casa, a casa!

Evertsen miraba. Y calculaba.

—Vengerberg cayó al cabo de una semana de asedio —terminó Jaskier—. Te asombrará, pero allí los gremios defendieron valientemente hasta el final las torres y las zonas de muralla asignadas. Así que masacraron a toda la guarnición y a todos los habitantes de la ciudad, como unas seis mil personas. Al correrse la noticia de esto, comenzó un enorme éxodo. Los pelotones deshechos y la población civil comenzaron a huir a Temeria y Redania. La multitud de refugiados siguió el valle del Pontar y los desfiladeros de Mahakam. Pero no todos pudieron escapar. Las avanzadillas a caballo de los nilfgaardianos los persiguieron, les cortaron el camino de huida… ¿Sabes de qué se trataba?

—No lo sé. No sé mucho de… No sé mucho de guerra, Jaskier.

—De los prisioneros. De los esclavos. Querían llevar al cautiverio al mayor número de gente posible. Es la mano de obra más barata para los nilfgaardianos. Por eso persiguieron con tanta saña a los refugiados. Fue una enorme caza de seres humanos, Geralt. Una caza fácil. Porque el ejército había huido y nadie defendía a los refugiados.

—¿Nadie?

—Casi nadie.

—No lo conseguiremos… —dijo Villis con la voz ronca, al tiempo que miraba a su alrededor—. No vamos a conseguir escapar… Su perra madre, la frontera está ya tan cerca… Tan cerca…

Rayla se puso de pie en los estribos, miró al camino que se retorcía por entre las colinas cubiertas de monte. El camino, hasta donde alcanzaba la vista, estaba salpicado de haberes desechados, cadáveres de caballos, carros y carretas arrojados a los lados. Detrás de ellos, al otro lado del bosque, columnas negras de humo hendían los cielos. Cada vez se oían más cerca los bramidos, los ruidos crecientes de una lucha.

—Están acabando con la protección de la retaguardia —dijo con sequedad la mercenaria—. Ahora es nuestro turno.

Villis palideció, uno de los soldados que les estaba escuchando aspiró haciendo mucho ruido. Rayla tiró de las riendas, dio la vuelta al semental que respiraba roncamente y que alzaba la cabeza con esfuerzo.

—Y de todas formas no vamos a escapar —dijo, tranquila—. Los caballos se van a caer dentro de nada. Antes de que alcancemos el desfiladero nos alcanzarán y nos degollarán.

—Arrojemos todo y metámonos en el bosque —dijo Villis, sin mirarla—. De uno en uno, cada uno a su suerte. Puede que consigamos… sobrevivir.

Rayla no respondió, con la mirada y un movimiento de cabeza señaló al desfiladero, a la senda, a la última fila de la larga columna de refugiados que se dirigía hacia la frontera. Villis comprendió. Lanzó una atroz blasfemia, saltó de la silla, se tambaleó, se apoyó en la espada.

—¡Bajad de los caballos! —gritó a los soldados con la voz ronca—. ¡Cerrad el camino con lo que haya a mano! ¿Qué miráis? ¡Una vez te pare tu madre y una vez se diña! ¡Somos soldados! ¡Somos la retaguardia! Tenemos que detener la persecución, retardar…

Guardó silencio.

—Si retardamos la persecución, esas gentes conseguirán cruzar a Temeria, al otro lado de las montañas —terminó Rayla, bajando también del caballo—. Allí hay mujeres y niños. ¿Por qué desencajáis los ojos? Es nuestro negocio. Para esto nos pagan, ¿lo habéis olvidado?

Los soldados se miraron unos a otros. Por un momento Rayla pensó que al final se escaparían, que empujarían a los sudorosos y reventados caballos a un último, imposible esfuerzo, que echarían a correr detrás de la columna de refugiados, hacia el desfiladero de la salvación. Se equivocaba. Los había juzgado mal.

Volcaron un carro sobre el camino. Construyeron una barricada a toda prisa. Provisional. Baja. Absolutamente insuficiente.

No esperaron mucho rato. En el barranco entraron dos caballos, resoplando, tropezando, salpicando espuma. Sólo uno llevaba jinete.

—¡Blaise!

—Preparaos… —El mercenario se tiró desde la silla a los brazos de los soldados—. Preparaos, su puta madre… Están justo detrás de mí…

El caballo bufó, bailoteó unos pasos hacia un lado, cayó sobre las ancas, rodó pesadamente sobre un costado, coceó, extendió el cuello, lanzó un agudo relincho.

—Rayla… —dijo Blaise con voz ronca, volviendo la vista—. Dadme… Dadme algo. He perdido la espada…

La mujer soldado miró al humo de los incendios que se elevaba hacia el cielo, señaló con un movimiento de la cabeza un hacha apoyado sobre un carro volcado. Blaise agarró el arma, vaciló. La pierna izquierda le chorreaba sangre.

—¿Qué hay de los otros, Blaise?

—Los han exterminado —jadeó el mercenario—. A todos. Todo el destacamento… Rayla, no son nilfgaardianos… Son Ardillas… Son los elfos los que nos han alcanzado. Los Scoia’tael van en vanguardia, por delante de los nilfgaardianos.

Uno de los soldados gimió desgarradoramente, otro se sentó pesadamente en el suelo, cubriéndose el rostro con las manos. Villis maldijo, tirando de las correas de su semicoraza.

—¡A sus puestos! —gritó Rayla—. ¡Detrás de la barricada! ¡No nos cogerán vivos! ¡Os lo prometo!

Villis escupió, luego de lo cual se arrancó de la hombrera la insignia tricolor, negra, dorada y roja, de los servicios especiales del rey Demawend, la arrojó entre los arbustos. Rayla, mientras acariciaba y limpiaba su propia señal, sonrió torvamente.

—No sé si eso te ayudará Villis. No lo sé.

—Lo prometiste, Rayla.

—Lo prometí. Y mantendré mi promesa. ¡A vuestros puestos, muchachos! ¡Ballestas y arcos en grupo!

No tuvieron que esperar mucho.

Cuando rechazaron la primera ola, sólo quedaron seis de ellos. La lucha fue corta, pero cruenta. Los soldados movilizados de Vengerberg lucharon como diablos, su fiereza no se quedaba atrás de la de los mercenarios. Ninguno de ellos quería caer vivo en manos de los Scoia’tael. Preferían morir luchando. Y murieron acribillados por las flechas, murieron de pinchazos de lanzas y de golpes de espadas. Blaise murió tendido, cosido a puñaladas por dos elfos que se lanzaron sobre él después de subirse a la barrera. Ninguno de los elfos se levantó. Blaise también tenía un puñal.

Los Scoia’tael no les dejaron descansar. Un segundo comando se lanzó sobre ellos. Villis, atravesado por tercera vez por una lanza, cayó.

—¡Rayla! —gritó, apenas audible—. ¡Lo prometiste!

La mercenaria, arrojando el cuerpo de otro elfo, se volvió rápida.

—Adiós, Villis —apoyó la punta de la espada por debajo del esternón del yacente y apretó con fuerza—. ¡Hasta la vista en el infierno!

Al cabo de un momento estaba sola. Los Scoia’tael la rodeaban por todos lados. La mujer soldado, regada de sangre de los pies a la cabeza, alzó la espada, giró, agitó sus negras trenzas. Estaba de pie entre cadáveres, horrible, sangrienta como un demonio. Los elfos retrocedieron.

—¡Venid! —grito con voz salvaje—. ¿A qué esperáis? ¡No me cogeréis viva! ¡Soy Rayla la Negra!

—Gláeddyv vort, beanna —dijo sereno un hermoso elfo rubio, de rostro de querubín y grandes ojos de niño de color aciano. Se separó de los Scoia’tael que la rodeaban, que seguían vacilando. Su caballo blanco como la nieve resopló, agitó con ímpetu la cabeza hacia abajo y hacia arriba, removió con una pezuña la arena bañada en sangre del camino.

—Gláeddyv vort, beanna —repitió el jinete—. Tira la espada, mujer.

La mercenaria adoptó una sonrisa macabra, se limpió la cara con las vueltas de sus mangas, extendiendo el sudor mezclado con polvo y sangre.

—¡Demasiado me costó mi espada para tirarla ahora, elfos! —gritó—. ¡Para quitármela, vais a tener que romperme los dedos! ¡Soy Rayla la Negra! ¡Venga, venid!

No tuvo que esperar mucho.

—¿No llegaron refuerzos a Aedirn? —preguntó el brujo después de un largo rato—. Al parecer existían pactos. Acuerdos de ayuda mutua… Tratados…

—Redania —Jaskier carraspeó— está sumida en el caos desde la muerte de Vizimir. ¿Sabes que el rey Vizimir fue asesinado?

—Lo sé.

—La reina Hedwig asumió el gobierno, pero los desórdenes se han adueñado del país. Y el terror. La persecución a los Scoia’tael y a los espías nilfgaardianos. Dijkstra recorrió como un loco todo el país, los cadalsos se anegaron en sangre. Dijkstra todavía no puede andar. Lo llevan en palanquín.

—Me lo imagino. ¿Te ha perseguido?

—No. Podía, pero no lo ha hecho. Ah, no importa. En cualquier caso, una Redania sumida en el caos no estaba en situación de organizar un ejército capaz de apoyar a Aedirn.

—¿Y Temeria? ¿Por qué el rey Foltest de Temeria no ayudó a Demawend?

—En cuanto comenzó el ataque a Dol Angra —dijo Jaskier en voz baja—, Emhyr var Emreis mandó un embajador a Wyzima.

—Diablos —gruñó Bronibor, mirando la puerta cerrada—. ¿Sobre qué estarán debatiendo tanto rato? ¿Por qué Foltest se ha rebajado a negociar, por qué le ha concedido audiencia a ese perro nilfgaardiano? ¡Habría que haberlo decapitado y haber mandado su cabeza a Emhyr! ¡En un saco!

—Por los dioses, voievoda. —El sacerdote Willemer se atragantó—. ¡Pero si es un embajador! ¡La persona de un embajador es sagrada e inviolable! No se debe…

—¿No se debe? ¡Os diré lo que no se debe! ¡No se debe estar inactivo y contemplar cómo un agresor destruye un país con el que estamos aliados! ¡Lyria ya ha caído, y Aedirn está cayendo! ¡Demawend solo no puede detener a Nilfgaard! ¡Hay que mandar a Aedirn un cuerpo expedicionario, hay que aligerar a Demawend atacando la orilla izquierda del Yaruga! ¡Allí hay pocos soldados, la mayoría de los coraceros fueron enviados a Dol Angra! ¡Y nosotros, aquí, celebramos consejo! ¡En vez de luchar, charlamos! ¡Y encima, damos hospitalidad a un embajador nilfgaardiano!

—Callad, voievoda. —El conde Hereward de Ellander amonestó al viejo soldado con una fría mirada—. Así es la política. Hay que saber mirar algo más lejos de la punta de la lanza o de la testa del caballo. Hay que escuchar al embajador. El emperador Emhyr no nos lo ha enviado sin alguna razón.

—Por supuesto que no sin razón —gritó Bronibor—. Emhyr está aniquilando Aedirn en este mismo momento y sabe que si entramos en guerra, y con nosotros Redania y Kaedwen, lo venceremos, lo expulsaremos de Dol Angra a Ebbing. ¡Sabe que si atacamos Cintra, le golpeamos en blando, le obligamos a luchar en dos frentes! ¡De eso es de lo que tiene miedo! Así que intenta asustarnos para que no intervengamos. ¡Con esta tarea y no otra ha venido aquí el embajador nilfgaardiano!

—Así que es necesario escuchar al embajador —repitió el conde—. Y tomar una decisión acorde con los intereses de nuestro reino. Demawend provocó irracionalmente a Nilfgaard y ahora está pagando las consecuencias. Y a mí no me corre prisa en absoluto el morir por Vengerberg. Lo que está pasando en Aedirn no es asunto nuestro.

—¿No es asunto nuestro? ¿Qué es lo que vos pedís, por mil diablos? ¿Consideráis que no es asunto nuestro el que los nilfgaardianos estén en Aedirn y Lyria, a la orilla derecha del Yaruga, el que sólo Mahakam nos separe de ellos? Hay que tener poco seso…

—Basta de disputas —avisó Willemer—. Ni una palabra más. Viene el rey.

Las puertas de la sala se abrieron. Los miembros del consejo real se levantaron, haciendo crujir las sillas. Muchas de las sillas estaban vacías. Los atamanes de la corona y la mayor parte de los mandos estaban junto con sus destacamentos en el valle del Pontar, en Mahakam y junto al Yaruga. También estaban vacías las sillas que solían ocupar los hechiceros. Los hechiceros… , pensó el sacerdote Willemer, las sillas de los hechiceros aquí, en el palacio real de Wyzima, se mantendrán vacías mucho tiempo. Quién sabe si no para siempre.

El rey Foltest cruzó rápido la sala, se detuvo ante el trono pero no se sentó, sólo se inclinó, apoyó el puño sobre la mesa. Estaba muy pálido.

—Vengerberg está bajo sitio —dijo en voz baja el rey de Temeria— y será ocupado en cualquier momento. Nilfgaard avanza irresistible hacia el norte. Los destacamentos sitiados aún luchan, pero eso no cambiará ya nada. Aedirn está perdido. El rey Demawend ha huido a Redania. No se conoce la suerte que ha corrido la reina Meve.

El Consejo guardaba silencio.

—Los nilfgaardianos alcanzarán nuestra frontera oriental, es decir, la entrada al valle del Pontar, en unos pocos días —continuó Foltest, todavía en voz muy baja—. Hagge, la última fortaleza de Aedirn, no se mantendrá mucho tiempo, y Hagge ya es nuestra frontera oriental. Y en nuestra frontera del sur… ha sucedido una cosa muy mala. El rey Ervyll de Verden ha rendido juramento de vasallaje al emperador Emhyr. Cedió y abrió las puertas de las fronteras de la desembocadura del Yaruga. En Nastrog, Rozrog y Bodrog, que se suponía que tenían que proteger nuestros flancos, hay ya guarniciones nilfgaardianas.

El consejo guardaba silencio.

—Gracias a ello —siguió Foltest—, Ervyll ha conservado el título real pero su soberano es Emhyr. Formalmente, Verden es todavía un reino, pero en la práctica es ya una provincia de Nilfgaard. ¿Comprendéis lo que esto significa? La situación ha dado la vuelta. Las fortalezas verdenianas y la desembocadura del Yaruga están en manos nilfgaardianas. No puedo acometer el paso del río. Y no puedo debilitar el ejército que está allí formando el cuerpo que tenía que adentrarse en Aedirn y apoyar a los soldados de Demawend. No puedo hacerlo. Pesa sobre mí la responsabilidad por mi país y por mis súbditos.

El consejo guardaba silencio.

—El emperador Emhyr var Emreis, césar de Nilfgaard —retomó el rey la palabra— me ha ofrecido una propuesta… un acuerdo. Lo he aceptado. Ahora os expondré en qué consiste este acuerdo. Y vosotros, cuando me escuchéis, comprended… Reconoced que… Decid que…

El consejo guardaba silencio.

—Decid… —concluyó Foltest—. Decid que os traigo la paz para nuestros tiempos.

—De modo que Foltest metió el rabo entre las piernas —murmuró el brujo, mientras partía con los dedos otro palito—. Llegó a un acuerdo con Nilfgaard. Dejó a Aedirn a merced del destino…

—Sí —confirmó el poeta—. Mandó sin embargo el ejército al valle del Pontar, tomó y ocupó la fortaleza de Hagge. Y los nilfgaardianos no entraron en los desfiladeros de Mahakam y no cruzaron el Yaruga por Sodden, ni atacaron Brugge, a la que, después de la capitulación y vasallaje de Ervyll, tienen en una tenaza. Éste fue sin duda el precio por la neutralidad de Temeria.

—Ciri tenía razón —susurró el brujo—. La neutralidad… La neutralidad por lo general se convierte en vileza.

—¿Qué?

—Nada. ¿Y qué hay de Kaedwen, Jaskier? ¿Por qué Henselt de Kaedwen no ayudó a Demawend y a Meve? Tenían un pacto, les unía una alianza. E incluso si Henselt, siguiendo a Foltest, se mea en las firmas y los sellos de los documentos y le importa poco la palabra de rey, no creo que sea tonto. ¿Acaso no entiende que después de la caída de Aedirn y el acuerdo con Temeria, le llega a él la vez, que es el siguiente en la lista de Nilfgaard? Kaedwen debiera apoyar a Demawend por puro sentido común. No hay ya en el mundo fidelidad, ni verdad, pero al menos seguirá existiendo el sentido común. ¿Qué dices, Jaskier? ¿Hay todavía sentido común en el mundo? ¿Si ya sólo queda en él odio e hideputez?

Jaskier volvió la cabeza. Las linternillas verdes estaban cerca, les rodeaban en un ceñido anillo. No se había dado cuenta de ello, ahora comprendía. Todas las dríadas habían estado escuchando su narración.

—Callas —dijo Geralt—. Y eso quiere decir que Ciri tenía razón. Que Codringher tenía razón. Todos tenían razón. Sólo yo no tenía razón, brujo ingenuo, anacrónico y tonto.

El centurión Digod, conocido por el apodo de Mediaolla, apartó la lona de la tienda y entró, jadeando pesadamente y gruñendo con furia. Los decuriones se levantaron en el acto, adoptando posturas y gestos militares. Zyvik echó hábilmente una piel de carnero sobre el barrilete de vodka que estaba entre dos sillas, antes de que el centurión acertara a acostumbrarse a la semioscuridad. No se trataba de que Digod fuera precisamente un apasionado contrario de que se bebiera en el servicio o en el campamento, sino que más bien era por salvar el barrilete. El apodo del centurión no había salido de la nada: el rumor afirmaba que en condiciones adecuadas era capaz con gallardía y en un tiempo record de trasegar media olla de aguardiente. El vaso cuartelero, que tenía una capacidad de un cuartillo, el centurión era capaz de apalancárselo como si fuera de medio cuartillo, de un solo trago, y raramente, al hacerlo, se mojaba los labios.

—Bueno, ¿y qué, señor centurión? —preguntó Bode, decurión de los ballesteros—. ¿Qué es lo que han acordado los nobles comandantes? ¿Qué órdenes? ¿Cruzamos la frontera? ¡Hablad!

—Agora —jadeó Mediaolla—. Vaya una calorina, qué diablos… Agora os lo soltaré todo. Pero primero dadme algo de beber, porque tengo el gaznate más seco que un esparto. Y no me digáis que no tenéis, porque apesta a orujo hasta a una versta de la tienda. Y sé de dónde. De bajo aquel pellejo.

Zyvik, murmurando blasfemias, sacó el barrilete. Los decuriones formaron un apretado grupo, tintinearon las escudillas y los vasos de cinc.

—Aaaaj. —El decurión se limpió los mostachos y los ojos—. Uuuuj, vaya una guarrería. Echa otra vez, Zyvik.

—Presto, hablad de una vez —se impacientó Bode—. ¿Qué órdenes? ¿Nos echamos contra los nilfgaardianos o seguimos plantaos acá en la frontera como el muerto en el entierro?

—¿Ganas tenéis de jarana? —Mediaolla carraspeó con fuerza, escupió, se sentó pesadamente en el taburete—. ¿Tanta prisa os corre cruzar la frontera, a Aedirn? Os reconcome, ¿eh? Os sale el lobo de adentro, nada, os relucen los colmillos.

—Sí —dijo frío el pequeño Stahler, pasando de un pie al otro. Ambos, como viejo soldado de caballería que era, los tenía doblados como arcos—. Sí, señor centurión. La quinta noche ya que dormimos con las botas puestas, dispuestos. Eso, y que queremos saber qué va a pasar. O bien jarana, o bien de vuelta al fuerte.

—Vamos al otro lado de la frontera —anunció Mediaolla—. Mañana a la amanecida. Cinco unidades de coraceros, los Grises por delante. Y agora prestad oído que voy a decir lo que a nosotros, centuriones y coraceros, nos mandan el voievoda y el noble señor margrave Mansfeld de Ard Carraigh, el cual derecho mismo de hablar con el rey viene. Poned las orejas porque no voy a hablar dos veces. Y éstas son órdenes poco corrientes.

En la tienda se hizo el silencio.

—Los nilfgaardianos cruzaron por Dol Angra —dijo el centurión—. Aplastaron Lyria, en cuatro días llegaron a Aldersberg, allá en encarnizada lucha hicieron polvo el ejército de Demawend. De paso, apenas tras seis días de sitio, tomaron con traiciones Vengerberg. Agora a paso vivo van hacia el norte, empujan el ejército de Aedirn hacía el valle del Pontar y hacia Dol Blathanna. Vienen hacia nosotros, hacia Kaedwen. Así que las órdenes para los Coraceros Grises son éstas: cruzar la frontera e ir raudos hacia el sur, derechos al Valle de las Flores. En tres días hemos de estar en el río Dyfne. Repito, en tres días, lo que decir quiere que al trote vamos a ir. Ni un paso al otro lado del río Dyfne. Ni un paso, repito. Ni aunque al otro lado aparecieran los nilfgaardianos. Con éstos, cuidado y atentos, no comencéis una trifulca. De ningún modo ¿entendido?, incluso si les diera por intentar cruzar el río, sólo hay que hacerse de ver, mostrarles las enseñas, para que sepan que somos nosotros, el ejército kaedweno.

En la tienda se hizo aún un mayor silencio, aunque había parecido que no era posible ser más silencioso.

—¿Cómo es eso? —masculló por fin Bode—. ¿No luchar con los nilfgaardianos? Pero, ¿vamos a la guerra o no? ¿Cómo es, señor centurión?

—Tales son órdenes. No vamos a la guerra, sino… —Mediaolla se rascó el cuello—. Sino en ayuda fraterna. Vamos a cruzar la frontera para prestar protección a las gentes del Alto Aedirn… Cuernos, qué es lo que digo… No de Aedirn, sino de la Marca Baja. Así habló el noble margrave Mansfeid. Ciertamente, explicó, Demawend sufrió derrota, se hundió y ahora está tendido a lo largo, porque malgobernó y la política le daba por culo. Así que se acabó, él y todo el Aedirn ése. Nuestro rey le emprestó muchos reales a Demawend, puesto que le ayudaba, y no es cosa de dejar echarse a perder tales riquezas, hora es de recuperar esos dineros y hasta con réditos. No podemos tampoco permitir que nuestros paisanos y hermanos de la Marca Baja caigan en la servidumbre de Nilfgaard. Tenemos que, cómo se dice, liberarlos. Puesto que éstas son tierras nuestras de antaño, la Marca Baja, hubo un tiempo en que estas tierras estaban bajo el cetro de Kaedwen y agora bajo este cetro vuelven. Hasta el río Dyfne. Éste es el acuerdo que nuestro magnánimo rey Henselt ha firmado con Emhyr de Nilfgaard. Pero pacto o no pacto, los Coraceros Grises habrán de estar junto al río. ¿Habéis entendido?

Nadie respondió. Mediaolla frunció el ceño, agitó los brazos.

—Ah, qué os joda un can, una mierda habéis entendido, lo veo. Pero no os mortifiquéis, yo tampoco lo hago. Porque para entendimientos ya están su majestad el rey, los condes, los voievodas y los señores de alta cuna. ¡Nosotros somos soldados! Nosotros, a obedecer órdenes: llegarnos al río Dyfne en tres días, quedarnos allí como un muro. Y eso es todo. Sírveme, Zyvik.

—Señor centurión… —tartamudeó Zyvik—. ¿Y qué pasará…? ¿Qué pasará si el ejército de Aedirn ofrece resistencia? ¿Si cortan las trochas? Pues, al fin y al cabo, iremos armados por su país. ¿Qué, entonces?

—Y si nuestros paisanos y hermanos —Stahler alzó la voz en tono venenoso—, ésos a los que al paecer hemos de liberar… ¿y si comenzaran a tirar de arco y flecha, a apedrearnos? ¿Qué?

—Tenemos que estar en tres días cabe el Dyfne —dijo Mediaolla con énfasis—. Y no después. Si hubiera quien quisiera retardarnos o detenernos, claro está que no es amigo. Y a los que no son amigos con la espada hay que sajarlos. ¡Pero cuidado y atentos! ¡Cumplid las órdenes! ¡No queméis ni aldeas ni alquerías, no les quitéis sus bienes a las gentes, no hurtéis, no forcéis a las mujeres! Guardadlo bien en la memoria, soldados, porque quien quiebre esta orden acabará en el potro. El voievoda lo repitió cien veces: ¡joder que no vamos como atacantes, sino con ayuda fraterna! ¿De qué coño te ríes, Stahler? ¡Es una orden, su puta madre! ¡Y ahora idos a vuestros decenares, ponerme a todos en pie, los caballos y los pertrechos han de brillar como la luna llena! A media tarde tienen que estar todas las unidades dispuestas para revista, el propio voievoda pasará revista de los Coraceros. Si hubiera de avergonzarme por alguno de los decenares, el decurión se acordará de mí, vaya si se acordará. ¡A cumplir las órdenes!

El último en salir de la tienda fue Zyvik. Entrecerrando los ojos a causa del sol, observó el tumulto que reinaba en el campamento. Los decuriones se apresuraban a acudir a sus destacamentos, los centuriones corrían y blasfemaban, la nobleza, los cornetas y los pajes estorbaban a cada paso.

La caballería acorazada de Ban Ard trotaba por el campo, levantando tempestades de polvo. El bochorno era insoportable.

Zyvik avivó el paso. Cruzó junto a cuatro escaldos de Ard Carraigh que habían llegado el día anterior, sentados a la sombra que daba la ricamente adornada tienda del margrave. Los escaldos estaban componiendo en aquel momento una balada sobre las victoriosas operaciones militares, sobre el genio del rey, sobre el buen juicio del caudillaje y la hombría de la soldadesca. Como de costumbre, lo hacían antes de la operación, para no perder tiempo.

—Nos recibieron nuestros hermanos, con el pan y la sal lo hicieron… —cantó para probar uno de los escaldos—. A sus libertadores y salvadores, recibieron con el pan y la sal… ¡Eh, Hrafnir, dime alguna rima que no sea vulgar para «sal»!

El otro escaldo le dijo la rima. Zyvik no escuchó cuál.

El decenar, acampado entre los sauces junto al estanque, se levantó al verle.

—¡Prepararse! —gritó Zyvik, quedándose lo suficientemente lejos para que su aliento no influyese en la moral de sus subordinados—. ¡Antes de que el sol se alce cuatro dedos, todos a pasar revista! ¡Todo tiene que brillar como el sol, justamente, las armas, los pertrechos, los arneses, los propios caballos! ¡Habrá revista, si me tengo que avergonzar de alguno ante el centurión, le arranco los pies al que sea! ¡Vivo!

—Vamos a la guerra —se imaginó el palafrenero Carraca, metiéndose a toda prisa las faldas de la camisa en los pantalones—. ¿Vamos a la guerra, señor decurión?

—¿Y qué te pensabas? ¿Que al baile, a la feria? Vamos a cruzar la frontera. Mañana al albor marcharán todos los Coraceros Grises. El centurión no dijo en qué orden, pero al fin y al cabo nuestro decenar siempre va por delante. ¡Venga, brío, mover los culos! Alto, volver. Lo diré ya, pues a lo seguro luego no quedará tiempo. Ésta no va a ser una guerra como de costumbre, muchachos. No sé que gelipollez moderna se han inventado los magnates. No sé que libración o algo así. No vamos a pelear con el enemigo, sino a esas, cómo se digan, nuestras tierras de antaño, con como lo nombren, ayuda fraterna. Así que atentos a lo que digo: a las gentes de Aedim ni tocarlas, no robéis…

—¿Cómo es eso? —Carraca abrió la boca—. ¿Cómo es eso, no robar? ¿Y entonces de qué vamos a dar de comer a los caballos, señor decurión?

—Robar paja para los caballos, bueno, pero sólo eso. No rajéis a la gente, no les queméis las chozas, no destrocéis las labranzas… ¡Cierra la boca, Carraca! ¡Al fin y al cabo no somos bandoleros, esto es un ejército, la madre que os parió! ¡Obedecer las órdenes, porque si no, al potro! Lo dije, no matéis, no prendáis fuego, a las mujeres…

Zyvik se detuvo, reflexionó.

—A las mujeres —terminó, al cabo— forzarlas por lo bajini, de modo que nadie lo vea.

—En el puente sobre el río Dyfne —concluyó Jaskier— se estrecharon las manos. El margrave Mansfeld de Ard Carraigh y Menno Coehoorn, caudillo mayor de los ejércitos nilfgaardianos de Dol Angra. Se estrecharon las manos sobre el ensangrentado y agonizante reino de Aedirn, sellando su reparto del botín como bandidos. El gesto más repugnante que ha conocido la historia.

Geralt guardaba silencio.

—Y ya que hablamos de repugnancias —dijo al cabo de un rato con la voz inesperadamente tranquila—, ¿qué ha pasado con los hechiceros, Jaskier? Me refiero a los del Capítulo y el Consejo.

—Ninguno se quedó con Demawend —comenzó el poeta un poco después—. Y Foltest expulsó de Temeria a todos los que le habían servido. Filippa está en Tretogor, ayuda a la reina Hedwig a controlar el caos que todavía reina en Redania. Con ella están Triss y otros tres, no me acuerdo de sus nombres. En Kaedwen hay algunos. Muchos huyeron a Kovir y a Hengfors. Eligieron la neutralidad, porque Esterad Thyssen y Niedamir, como sabes, eran neutrales y siguen siéndolo.

—Lo sé. ¿Y Vilgefortz? ¿Y los que estaban con él?

—Vilgefortz ha desaparecido. Se esperaba que fuera a Aedirn, una vez conquistado, como vicario de Emhyr… Pero ha desaparecido sin dejar huella. Ni él ni sus compinches. Excepto…

—Habla, Jaskier.

—Excepto una hechicera que se ha convertido en reina.

Filavandrel aep Fidhail esperaba en silencio la respuesta. La reina también guardaba silencio, embebida en mirar por la ventana. La ventana daba al jardín que todavía no hacía mucho había sido el orgullo y la gloria del anterior señor de Dol Blathanna, el vicario del tirano de Vengerberg. En su huida ante los Elfos Libres, que iban a la vanguardia de los ejércitos del emperador Emhyr, el vicario, un humano, tuvo tiempo de sacar del antiquísimo palacio élfico la mayoría de las cosas valiosas, incluso una parte de los muebles. Pero los jardines no se los podía llevar. Los destruyó.

—No, Filavandrel —dijo por fin la reina—. Todavía es pronto para eso, demasiado pronto. No pienses en extender nuestras fronteras porque ni siquiera estamos todavía seguros de su discurrir. Henselt de Kaedwen no piensa respetar el acuerdo y evacuar la orilla del Dyfne. Los espías informan que ni siquiera ha dejado del todo de lado la idea de una agresión. Puede atacarnos en cualquier momento.

—Así que no hemos alcanzado nada.

La reina extendió lentamente la mano. Una mariposa que había entrado volando por la ventana se posó sobre sus mangas de encaje, abría y cerraba sus alitas terminadas en punta.

—Hemos alcanzado más de lo podíamos esperarnos —dijo la reina, bajito, para no espantar a la mariposa—. Después de cien años hemos recuperado por fin nuestro Valle de las Flores…

—No lo llamaría así ahora —sonrió triste Filavandrel—. Ahora, después del paso de los ejércitos es más bien el Valle de las Cenizas.

—Tenemos otra vez nuestro propio país —terminó la reina, mientras miraba la mariposa—. De nuevo somos el Pueblo, y no unos expatriados. Y las cenizas serán fecundas. En la primavera el Valle florecerá de nuevo.

—Esto es poco, Margarita. Demasiado poco. Hemos bajado el tono. No hace mucho alardeábamos de que íbamos a echar a los humanos al mar del que vinieron. Y ahora empequeñecemos nuestras fronteras y ambiciones a Dol Blathanna.

—Emhyr Deithwen nos ha dado Dol Blathanna como presente. ¿Qué esperas de mí, Filavandrel? ¿Tengo que exigir más? No olvides que incluso cuando se aceptan regalos hay que saber guardar la medida. Sobre todo si se trata de un regalo de Emhyr, porque Emhyr no da nada gratis. Tenemos que retener la tierra que nos ha dado. Y las fuerzas de que disponemos apenas bastan para retener Dol Blathanna.

—Retiremos los comandos de Temeria, Redania y Kaedwen —propuso el elfo albino—. Retiremos todos los Scoia’tael que combaten con los humanos. Ahora eres la reina, Enid, obedecerán tus órdenes. Ahora que tenemos nuestro propio pedazo de tierra, su lucha no tiene sentido. Su obligación es volver aquí y defender el Valle de las Flores. Que luchen como un pueblo libre en defensa de sus propias fronteras. ¡Ahora están muriendo como ladrones por los bosques!

La elfa bajó la cabeza.

—Emhyr no da su consentimiento a esto —susurró—. Los comandos han de seguir luchando.

—¿Por qué? ¿Con qué fin? —Filavandrel aep Fidhail se enderezó bruscamente.

—Te diré más. No somos libres de apoyarlos ni de ayudarlos. Ésa fue la condición de Foltest y Henselt. Temeria y Kaedwen respetarán nuestro dominio de Dol Blathanna sólo en caso de que condenemos oficialmente la lucha de los Ardillas y nos distanciemos de ellos.

—Esos niños están muriendo, Margarita. Mueren cada día, mueren en una lucha desigual. Después de los acuerdos secretos con Emhyr, los humanos se están lanzando sobre los comandos y los están aniquilando. ¡Son nuestros hijos, nuestro futuro! ¡Nuestra sangre! ¿Y tú me anuncias que tenemos que distanciarnos de ellos? ¿Que’ss aen me dicette, Enid? ¿Vorsaeke’llan Aen vaine?

La mariposa echó a volar, agitó las alas, se dirigió hacia la ventana, giró, movida por las corrientes de aire bochornoso. Francesca Findabair, llamada Enid an Gleanna, antes hechicera, ahora reina Aen Seidhe, de los Elfos Libres, alzó la cabeza. En sus hermosos ojos azules brillaban las lágrimas.

—Los comandos —repitió sorda— tienen que seguir luchando. Tienen que desorganizar los reinos humanos, dificultar los preparativos bélicos. Ésas fueron las órdenes de Emhyr y yo no puedo oponerme a Emhyr. Perdóname, Filavandrel.

Filavandrel aep Fidhail la miró, ejecutó una profunda reverencia.

—Te perdono, Enid. Pero no sé si ellos te perdonarán.

—¿Y ni un hechicero volvió a pensarse el asunto? ¿Incluso entonces cuando Nilfgaard asesinaba y quemaba en Aedirn, ninguno de ellos abandonó a Vilgefortz y se unió a Filippa?

—Ninguno.

Geralt guardó silencio largo rato.

—No me lo creo —dijo por fin, en voz extremadamente baja—. No me creo que ninguno se alejara de Vilgefortz cuando las causas verdaderas y las consecuencias de su traición salieron a la luz. Soy, como es de todos sabido, un brujo ingenuo, irracional y anacrónico. Pero todavía no soy capaz de creer que no se le despertara la conciencia a ninguno de los hechiceros.

Tissaia de Vries puso su trabajada y adornada firma bajo la última frase de la carta. Después de pensarlo largo tiempo, añadió al lado un ideograma que simbolizaba su verdadero nombre. Un nombre que nadie conocía. Un nombre que nadie usaba desde hacía mucho tiempo. Desde el momento en que se había convertido en hechicera.

Alondra.

Dejó la pluma. Con mucho cuidado, igualada, exactamente de través con respecto al pliego de pergamino escrito. Durante largo rato se mantuvo sentada e inmóvil, mirando la esfera roja del sol poniente. Luego se levantó. Se acercó a la ventana. Estuvo mirando durante algún tiempo los tejados de las casas. Casas en las que precisamente entonces se estaban yendo a dormir personas normales, personas cansadas a consecuencia de las vidas y fatigas propias de personas normales, llenas de esa inquietud sobre el destino y el mañana que es propia de personas normales. La hechicera miró la carta que yacía sobre la mesa. Una carta dirigida a las personas normales. El que la mayoría de las personas normales no supieran leer no tenía importancia.

Se puso frente al espejo. Se ordenó los cabellos. Se ordenó el vestido. Arrancó de su manga de bullón una inexistente mota de polvo. Igualó el collar sobre su escote.

Los candeleros bajo el espejo no estaban derechos. La sirvienta debía de haberlos movido y cambiado de sitio cuando estaba limpiando. La sirvienta. Una mujer normal. Un ser humano normal con los ojos llenos de miedo por lo que estaba pasando. Una persona normal perdida en los tiempos de odio. Una persona normal que buscaba esperanza y confianza en el mañana en su casa, en la casa de la hechicera…

Una persona normal, a cuya confianza ella había fallado.

Desde la calle le alcanzó un ruido de pasos, el taconeo de pesadas botas militares. Tissaia de Vries ni siquiera pestañeó, no volvió la cabeza hacia la ventana. Le era indiferente a quién pertenecían aquellos pasos. ¿Soldados reales? ¿El corregidor con una orden de arresto para la traidora? ¿Asesinos a sueldo? ¿Esbirros de Vilgefortz? No le importaba.

Los pasos se perdieron en la lejanía.

Los candeleros bajo el espejo no estaban derechos. La hechicera los igualó, corrigió la posición de las servilletas de modo que su punta cayera exactamente en el centro y fuera simétrica con las bases cuadrangulares de las velas. Se quitó de la muñeca la pulsera de oro y la colocó derechita sobre la servilleta planchada. Miró con ojo crítico pero no halló ni el más mínimo error. Todo estaba derecho, ordenado. Tal y como debía estar.

Abrió el cajón de la cómoda, sacó de ella un corto cuchillo con mango de hueso.

Tenía el rostro altivo e inmóvil. Muerto.

En la casa reinaba el silencio. Un silencio tan profundo que hasta se podía escuchar cómo caían sobre la mesa los pétalos de un tulipán marchito.

El sol, rojo como la sangre, se escondía poco a poco detrás de los tejados de las casas.

Tissaia de Vries se sentó en un sillón junto a la mesa, apagó las velas de un soplido, ordenó otra vez la pluma que cruzaba a través de la carta y se cortó las venas de las muñecas de los dos brazos.

El cansancio de una jornada de viaje y las sensaciones se hicieron notar. Jaskier se despertó y se dio cuenta de que se debía de haber dormido mientras narraba, que se había echado a roncar a mitad de palabra. Se movió y casi se vino abajo del montón de ramas: Geralt no estaba tendido junto a él y no hacía ya de contrapeso del camastro.

—En qué… —Tosió, se sentó—. ¿En qué me había quedado? Ajá, en las hechiceras… ¿Geralt? ¿Dónde estás?

—Aquí —dijo el brujo, apenas visible en la oscuridad—. Continúa, por favor. Precisamente ibas a hablarme de Yennefer.

—Escucha. —El poeta sabía perfectamente que no tenía la más mínima intención ni siquiera de mencionar a dicha persona—. Yo de verdad…

—No mientas. Te conozco.

—Si tan bien me conoces —el trovador se puso nervioso—, entonces, ¿por qué me exiges que hable? Si me conoces como si me hubieras parido, debieras saber por qué me callo, por qué no repito los rumores que he escuchado. ¡Debieras también imaginarte cómo son esos rumores y por qué quiero ahorrártelos!

—¿Que suecc’s? —Una de las dríadas que dormían junto a ellos se levantó, despertada por sus voces.

—Perdona —dijo bajito el brujo—. A ti también.

Las linternillas verdes de Brokilón se habían apagado, sólo unas cuantas titilaban todavía un poco.

—Geralt —rompió Jaskier el silencio—. Siempre afirmaste que estabas a un lado, que todo te daba igual… Puede que ella lo creyera. Creía en ello cuando, junto con Vilgefortz, comenzó este juego…

—Basta —dijo Geralt—. Ni una palabra más. Cuando escucho la palabra «juego» me dan ganas de matar a alguien. Ah, dame esa navaja. Quiero afeitarme por fin.

—¿Ahora? Todavía está oscuro…

—Para mí nunca está oscuro. Soy una rareza.

Cuando el brujo le arrancó de la mano el saquito con los avíos de afeitar y se alejó en dirección a la corriente, Jaskier se dio cuenta de que se le había pasado el sueño por completo. El cielo clareaba ya anunciando el alba. Se levantó, anduvo hacia el bosque, evitando con cuidado a las dríadas, que estaban dormidas y apretadas las unas contra las otras.

—¿Perteneces a aquéllos que contribuyeron a esto?

Se dio la vuelta violentamente. La dríada apoyada sobre un pino tenía los cabellos de color de plata, se veía incluso a la media luz del amanecer.

—Una imagen terrible —dijo, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho—. Alguien que lo ha perdido todo. Sabes, cantor, esto es curioso. Hubo un tiempo en que pensaba que no se puede perder todo, que siempre queda algo. Siempre. Incluso en tiempos de odio, en los que la ingenuidad consigue vengarse en las formas más crueles, no se puede perder todo. Y él… Él perdió algunas arrobas de sangre, la capacidad de andar eficientemente, el domino parcial de la mano izquierda, su espada de brujo, la mujer amada, la hija recuperada de forma prodigiosa, la fe… En fin, pensé, pero algo, algo al menos debe de haberle quedado. Me equivoqué. Él ya no tiene nada. Ni siquiera navaja de afeitar.

Jaskier callaba. La dríada no se movía.

—Pregunté si contribuíste a esto —siguió al cabo—. Pero veo que pregunto sin necesidad. Está claro que contribuíste. Está claro que eres su amigo. Y si uno tiene amigos y sin embargo pierde todo, está claro que los amigos tienen parte de culpa. Por lo que hicieron, en relación a lo que no hicieron. Porque no supieron lo que había que hacer.

—¿Y yo que podía…? —susurró—. ¿Y yo qué podía hacer?

—No sé —respondió la dríada.

—No le dije todo…

—Lo sé.

—No soy culpable de nada.

—Lo eres.

—¡No! No soy…

Se levantó, haciendo crujir las ramas del camastro. Geralt estaba sentado al lado, masajeándose el rostro. Olía a jabón.

—¿No eres? —preguntó con voz gélida—. Interesante, lo que puedas haber soñado. ¿Que eres una rana? Tranquilízate. No lo eres. ¿Qué eres un címbalo? Ah, en ese caso puede ser un sueño profético.

Jaskier miró a su alrededor. Estaban completamente solos en el campo.

—¿Dónde está ella… dónde están ellas?

—En el límite del bosque. Prepárate, te ha llegado el momento.

—Geralt, hace un instante yo estaba hablando con una dríada. Hablaba la común sin acento y me dijo…

—Ninguna de este grupo habla la común sin acento. Has soñado, Jaskier. Esto es Brokilón. Aquí puede soñar cualquiera.

En el límite del bosque estaba esperándolos una dríada solitaria. Jaskier la reconoció al instante. Era aquélla de los cabellos verdosos que les había traído la luz por la noche y quiso moverlo a cantar más. La dríada alzó la mano, ordenándoles detenerse. En la otra mano tenía un arco con una flecha en la cuerda. El brujo puso la mano en el hombro del trovador y apretó con fuerza.

—¿Pasa algo? —susurró Jaskier.

—Sí. Guarda silencio y no te muevas.

Una densa niebla que anegaba el valle del Cintillas amortiguaba las voces y los sonidos, pero no hasta el punto de que Jaskier no pudiera escuchar el chapoteo del agua y los relinchos de los caballos. Unos jinetes estaban cruzando el río.

—Elfos —se imaginó—. ¿Scoia’tael? ¿Huyen a Brokilón? Todo un comando…

—No —murmuró Geralt, con la vista fija en la niebla. El poeta sabía que la vista y el oído del brujo eran extraordinariamente penetrantes y sensibles, pero no era capaz de adivinar si estaba valorando los acontecimientos con la vista o con el oído—. No es un comando. Es lo que ha quedado de un comando. Cinco o seis caballos, tres de reserva. Quédate aquí, Jaskier. Voy allí.

—Gar’ean —dijo como advertencia la dríada de cabellos verdosos al tiempo que alzaba el arco—. ¡N’te va, Gwynbleidd! ¡Ki’rin!

—Thaess aep, Fauve —repuso el brujo con voz inesperadamente fuerte—. M’aespar que va’en, ¿ell’ea? Venga, dispara. Si no, cállate y no intentes asustarme, porque a mí ya no se me puede asustar con nada. Tengo que hablar con Milva Barring y lo haré, tanto si te gusta como si no. Quédate, Jaskier.

La dríada bajó la cabeza. El arco también.

De la neblina surgieron nueve caballos y Jaskier vio que, efectivamente, sólo seis llevaban jinete. Entrevió la silueta de las dríadas que surgían de los matorrales y se acercaban a su encuentro. Advirtió que era necesario ayudar a tres de los jinetes a bajarse de las monturas y que era necesario sujetarlos para que fueran capaces de ir en dirección a los árboles salvadores de Brokilón. Otras dríadas atravesaron la pradera barrida por el viento y la pendiente como si fueran espíritus, se perdieron en la niebla del Cintillas. Desde la orilla le llegó el sonido de gritos, relinchos de caballos, chapoteos de agua. Al poeta le pareció también escuchar el silbido de las flechas. Pero no estaba seguro.

—Los han perseguido… —murmuró. Fauve se dio la vuelta, apretando el arco con la mano.

—Tú canta tal canción, táedh —gritó—. N’te shaent a’minne, no sobre Ettariel. Amantes no. No es tiempo. Ahora tiempo de matar, sí. ¡Tal canción, sí!

—Yo —masculló él— no soy culpable de lo que está pasando…

La dríada se calló durante un instante, mirando a un lado.

—Yo tampoco —dijo, y se introdujo en la espesura con rapidez.

El brujo volvió antes de que pasara una hora. Llevaba dos caballos ensillados: Pegaso y una yegua baya. El telliz de la yegua tenía manchas de sangre.

—Es un caballo de los elfos, ¿verdad? ¿De ésos que cruzaron el río?

—Sí —respondió Geralt. Tenía el rostro y la voz transformados y ajenos—. Es una yegua de los elfos. Por el momento, sin embargo, me sirve a mí. Y cuando tenga ocasión la cambiaré por un caballo que sepa llevar a un herido y que cuando el herido caiga, se quede junto a él. A esta yegua por lo visto nadie se lo ha enseñado.

—¿Nos vamos de aquí?

—Tú te vas. —El brujo le echó al poeta las riendas de Pegaso—. Adiós, Jaskier. Las dríadas te conducirán dos millas río arriba para que no caigas en manos de la soldadesca de Brugge, que seguro que todavía anda dando vueltas en aquella orilla.

—¿Y tú? ¿Te quedas aquí?

—No. No me quedo.

—Te has enterado de algo. Por los Ardillas. Te has enterado de algo acerca de Ciri, ¿verdad?

—Adiós, Jaskier.

—Geralt… Escúchame…

—¿Qué es lo que tengo que escuchar? —gritó el brujo y tartamudeó de pronto—. Es que yo a ella… Es que no puedo dejarla a merced del destino. Está completamente sola… Ella no puede estar sola, Jaskier. No lo entiendes. Nadie lo entiende, pero yo lo sé. Si ella está sola le pasará lo mismo que… Lo mismo que me sucedió a mí… No lo entiendes…

—Lo entiendo. Y por eso voy contigo.

—Te has vuelto loco. ¿Sabes acaso adonde me dirijo?

—Lo sé. Geralt, yo… Yo no te he dicho todo. Soy… Me siento culpable. No hice nada, no sabía qué había que hacer… pero ahora lo sé. Quiero ir contigo. Quiero acompañarte. No te conté… acerca de Ciri, de los rumores que corren. Encontré a unos amigos de Kovir que a su vez habían escuchado los informes de los embajadores que volvían de Nilfgaard… Imagino que estos rumores pueden haberles llegado incluso a los Ardillas. Que ya sabes todo gracias a esos elfos que han cruzado el Cintillas. Pero permite que… que yo… que yo te lo cuente…

El brujo guardó silencio largo rato, con los brazos caídos, impotentes.

—Súbete a la silla —dijo por fin, con la voz cambiada—. Me lo contarás por el camino.

Aquella mañana en el palacio de Loc Grim, la residencia de verano del emperador, reinaba una agitación inusual. Tanto más inusual cuanto que toda agitación, movimiento y animación eran completamente ajenas a las costumbres de la nobleza nilfgaardiana, y el mostrar inquietud o excitación se consideraba una muestra de falta de madurez. Los magnates nilfgaardianos trataban este comportamiento con tanta censura y desprecio, que hasta la juventud inmadura se avergonzaba de demostrar inquietud o excitación, aunque pocos eran los que esperaban de ellos un comportamiento decoroso.

Aquella mañana en Loc Grim no había, sin embargo, jóvenes. Los jóvenes no tenían nada que hacer en Loc Grim. La gigantesca sala del trono del palacio la llenaban serios y severos aristócratas, caballeros y cortesanos, todos vestidos igual, en el ceremonioso negro palaciego, roto tan sólo por el cuello y las mangas de color blanco. A los hombres les acompañaban unas pocas damas, también serias y severas, a las que la costumbre les permitía alegrar el negro del vestido con algo de severa bisutería. Todos fingían ser dignos, serios y severos. Y sin embargo estaban extraordinariamente agitados.

—Dicen que es fea. Delgada y fea.

—Pero parece ser que es de sangre real.

—¿De cama ilegítima?

—Nada de eso. Legítima.

—¿Subirá pues al trono?

—Si el emperador así lo quiere…

—Truenos, mirad a Ardal aep Dahy y al príncipe de Wett… Vaya unos morros que ponen… Ni que hubieran bebido vinagre…

—Más bajo, conde… ¿Te extrañas de sus morros? Si los rumores se confirman, Emhyr va a abofetear a las viejas familias. Las humillará…

—¡Los rumores no se confirmarán! ¡El césar no se casará con esa expósita! No puede hacer eso…

—Emhyr puede hacer todo. Prestad atención a vuestras palabras, barón. Fijaos en lo que decís. Ya hubo quienes afirmaron que Emhyr no podía aquello ni lo otro. Terminaron en el cadalso.

—Dicen que ya ha firmado el decreto de capitulaciones para ella. Trescientos ases de renta, ¿os imagináis?

—Y el título de princesa. ¿Alguno de vosotros la ha visto ya?

—Nada más llegar la dieron al cuidado de la condesa Liddertal y rodearon la casa de guardias.

—Se la confiaron a la condesa para que ésta metiera en la mocosa alguna idea de lo que son las buenas maneras. Dicen que esa vuestra princesa se comporta como una moza de aldea…

—¿Y qué tiene eso de raro? Proviene del norte, de la bárbara Cintra…

—Lo que hace menos verosímil los rumores acerca del matrimonio de Emhyr. No, no, eso es absolutamente imposible. El césar tomará como esposa a la hija menor de Wett. Tal y como estaba planeado. ¡No se casará con esa usurpadora!

—Ya es hora de que por fin se case con alguien. En atención a la dinastía… Ya es hora de que por fin tengamos un pequeño infante…

—¡Que se case, pero no con esa vagabunda!

—Más bajo, sin exaltarse. Os prometo, nobles señores, que no se llegará a ese enlace. ¿A qué fin tendría que obedecer tal matrimonio?

—Es la política, conde. Estamos llevando a cabo una guerra. Esa unión tendría importancia política y estratégica… La dinastía de la que procede la princesa tiene título legal y derechos de vasallaje confirmados sobre las tierras del Bajo Yarra. Si se convirtiera en la consorte del césar… Ja, ésa sería una solución perfecta. Mirad allí, a los enviados del rey Esterad, cómo hablan en susurros…

—¿Apoyáis entonces ese extraño parentesco, noble príncipe? Es posible que hasta se lo hayáis aconsejado a Emhyr, ¿no?

—Lo que apoye o no es cosa mía, margrave. Y no os aconsejaría cuestionar las decisiones del emperador.

—¿Lo que quiere decir que ya ha tomado una decisión?

—No creo.

—Entonces estáis en un error, si no lo creéis.

—¿Qué es lo que queréis decir con eso, señor?

—Emhyr ha hecho marcharse de la corte a la condesa Broinne. Le ordenó que regresara con su marido.

—¿Ha roto con Dervla Tryffin Broinne? ¡No puede ser! Dervla era su favorita desde hacía tres años…

—Repito, la hizo marcharse de la corte.

—Es cierto. Dicen que Dervla la Rubia montó un terrible escándalo. Cuatro guardias tuvieron que meterla en la carroza por la fuerza…

—Su marido se enfadará.

—Lo dudo.

—¡Por el Gran Sol! ¿Emhyr ha roto con Dervla? ¿Ha roto con ella por esa expósita? ¿Por esa salvaje del norte?

—Más bajo… Más bajo, demonios…

—¿Quién apoya esto? ¿Qué partido lo apoya?

—Más bajo, he pedido. Nos están mirando…

—Esa rapaz… Quiero decir, princesa… Al parecer es fea… Cuando el césar la vea…

—¿Queréis decirme que todavía no la ha visto?

—No ha tenido tiempo. Ha llegado de Darn Ruach hace una hora.

—A Emhyr nunca le han gustado las feas. Aine Dermott… Clara aep Gwydolyn Gor… Y Dervla Tryffin Broinne es una verdadera belleza…

—Puede que esa expósita mejore con el tiempo…

—¿Cuando se la lave? Al parecer las princesas del norte se lavan raramente…

—Cuidad vuestras palabras. Habláis, pudiera ser, de la consorte del césar…

—Todavía es una niña. No tiene más de catorce años.

—Repito, se trataría de una unión política… Puramente formal…

—Si hubiera sido así, Dervla la Rubia se hubiera quedado en la corte. La expósita de Cintra se sentaría política y formalmente en el trono junto a Emhyr… Pero por las tardes, Emhyr le daría para entretenerse la tiara y las joyas de la corona y él se iría al dormitorio de Dervla… Al menos hasta el momento en que la mocosa alcanzara la edad en que se da a luz sin peligro.

—Humm… Sí… Algo hay en ello. ¿Cómo se llama esa… princesa?

—Therella o algo así.

—Qué dices, no es verdad. Se llama… Zirilla. Sí, creo que Zirilla.

—Un nombre bárbaro.

—Más bajo, por los dioses…

—Y más seriedad. ¡Os estáis comportando como críos!

—¡Cuidad vuestras palabras! ¡Cuidad para que nadie las considere un insulto!

—¡Si queréis una satisfacción sabéis dónde encontrarme, margrave!

—¡Más bajo! ¡Tranquilidad! El césar…

El heraldo no tuvo que hacer demasiados esfuerzos. Bastó con un golpe del bastón sobre el pavimento para que las cabezas decoradas con negras gorras de los aristócratas y caballeros se inclinaran como espigas golpeadas por el viento. En la sala del trono reinaba tal silencio que la voz del heraldo tampoco tuvo que elevarse especialmente.

—¡Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd!

El Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos entró en la sala. Atravesó junto a las filas de nobles con su acostumbrado paso vivo, agitando enérgicamente la mano derecha. Su negro traje no se diferenciaba del traje de los cortesanos, excepción hecha de la falta de cuello. Los cabellos oscuros del emperador, como siempre sin peinar, los sujetaba una fina y relativamente hermosa diadema de oro, en su cuello brillaba el toisón imperial.

Emhyr se sentó en el trono elevado bastante desmañadamente, apoyó el codo en el brazo del trono y la barbilla en la mano. No echó un pie por encima del otro brazo del sillón, lo que quería decir que todavía se mantenía el ceremonial. Ninguna de las cabezas inclinadas se alzó siquiera una pulgada.

El césar carraspeó fuerte, sin cambiar su posición. Los cortesanos espiraron y se enderezaron. El heraldo golpeó de nuevo con el bastón en el pavimento.

—¡Cirilla Fiona Elen Riannon, reina de Cintra, princesa de Brugge y duquesa de Sodden, heredera de Inis Ard Skellig y de Inis An Skellig, señora de Attre y Abb Yarra!

Todos los ojos se volvieron hacia la puerta, en la que se encontraba, alta y gallarda, Stella Congreve, condesa de Liddertal. Al lado de la condesa caminaba la poseedora de todos aquellos imponentes títulos mencionados hacía un momento. Delgada, rubia, extraordinariamente pálida, ligeramente encorvada, con un largo vestido azul celeste. Se veía con claridad que se sentía mal vistiendo aquel traje.

Emhyr Deithwen se incorporó en el trono y los cortesanos se doblaron de inmediato en una reverencia. Stella Congreve empujó imperceptiblemente a la muchacha rubia, ambas desfilaron a lo largo de las filas de aristócratas sumidos en reverencia, representantes de las primeras familias de Nilfgaard. La muchacha se acercó en forma rígida e insegura. Se va a tropezar, pensó la condesa.

Cirilla Fiona Elen Riannon se tropezó.

Feúcha y delgada, pensó la condesa según se iban acercando al trono. Desmañada y para colmo poco espabilada. Pero haré de ella una belleza. Haré de ella una reina, Emhyr, tal y como ordenaste.

El Fuego Blanco de Nilfgaard la observó desde lo alto de su trono. Como de costumbre, tenía los ojos ligeramente entrecerrados, en los labios le bailaba la sombra de una sonrisa burlona.

La reina de Cintra se tropezó por segunda vez. El césar apoyó el codo sobre el brazo del trono, se tocó las mejillas con la mano. Sonrió. Stella Congreve estaba ya tan cerca como para reconocer aquella sonrisa. Se quedó helada de espanto. Algo no está bien, pensó con aprensión, algo no está bien. Rodarán cabezas. Por el Gran Sol, rodarán cabezas

Recuperó la consciencia, hizo una reverencia, obligando también a doblarse a la muchacha.

Emhyr var Emreis no se levantó del trono. Pero inclinó ligeramente la cabeza. Los cortesanos contuvieron el aliento.

—Reina —declamó Emhyr. La muchacha se encogió. El césar no la miraba. Miraba a la nobleza congregada en la sala.

—Reina —repitió—. Soy feliz de poder recibirte en mi palacio y en mi país. Te aseguro con mi palabra de emperador que cercano está el día en que todos los títulos que te pertenecen regresarán a ti junto con las tierras que son tu herencia legal, que te pertenecen irrenunciablemente ante la ley. Los usurpadores que gobiernan tales posesiones me declararon la guerra a mí. Me atacaron diciendo que defienden tus derechos y razones justas. Que todo el mundo se entere de que a mí, y no a ellos, tornas tus ojos a pedir socorro. Que todo el mundo sepa que tú, en mi país, disfrutas del homenaje y el tratamiento real que corresponde a tu señorío, mientras que entre mis enemigos no eras más que una exiliada. Que todo el mundo sepa que en mi país estás segura, mientras que mis enemigos no sólo te negaban la corona sino que intentaban atentar contra tu vida.

La mirada del emperador de Nilfgaard se detuvo sobre los embajadores de Esterad Thyssen, señor de Kovir y sobre el embajador de Niedamir, rey de la Liga de Hengfors.

—Que todo el mundo conozca la verdad, y en esto se incluyan los reyes que no sabían de qué lado estaba la razón y la justicia. Y que todo el mundo sepa de la ayuda que te será dada. Tus enemigos y los míos serán derrotados. En Cintra, en Sodden y Brugge, en Attre, en las islas de Skellige y en la desembocadura del Yarra reinará de nuevo la paz y tú te sentarás en el trono para alegría de tus compatriotas y de todas las personas amantes de la justicia.

La muchacha del vestido azul bajó la cabeza un poco más.

—Mientras esto sucede —siguió Emhyr—, serás tratada en mi país con el respeto que te mereces por parte mía y de todos mis súbditos. Y como en tu reino todavía arden los fuegos de la guerra, en prueba de respeto, admiración y amistad por parte de Nilfgaard te concedo el título de princesa de Rowan y Ymlac, señora del castillo de Darn Rowan, adonde acudirás ahora para esperar la venida de tiempos más tranquilos y felices.

Stella Congreve se controló, no permitió que su rostro albergase ni siquiera una huella de asombro. No la mantiene junto a él, pensó, la envía a Darn Rowan, al fin del mundo, allí donde él nunca va. Está claro que no tiene intenciones de cortejar a esa muchacha ni piensa en una boda rápida. Está claro que ni siquiera quiere verla a menudo. Entonces, ¿por qué se libró de Dervla? ¿Qué es lo que pasa aquí?

Se sacudió, agarró rauda a la princesa de la mano. La audiencia había terminado. Cuando salieron de la sala, el emperador no las miró. Los cortesanos hicieron una reverencia.

Cuando se fueron, Emhyr var Emreis echó un pie por encima del brazo del trono.

—Ceallach —dijo—. Ven a mí.

El senescal se detuvo a la distancia ceremonial prescrita, se dobló en una reverencia.

—Más cerca —dijo Emhyr—. Acércate más, Ceallach. Hablaré muy bajo. Y lo que te diga sólo está destinado a tus oídos.

—Vuestra majestad…

—¿Qué más hay previsto para hoy?

—La aceptación de las cartas credenciales y la concesión del exequatur formal al embajador del rey Esterad de Kovir —recitó deprisa el senescal—. El nombramiento de vicarios, prefectos y palatinos en las nuevas provincias y palatinados. La concesión del título de conde y de infantado a…

—Al embajador le concederemos el exequatur y le recibiremos en audiencia privada. El resto de los asuntos para mañana.

—Sí, vuestra majestad.

—Informa al vizconde de Aidon y a Skellen que inmediatamente después de la audiencia al embajador tienen que presentarse en la biblioteca. En secreto. Tú también habrás de venir. Y me traerás a ese vuestro famoso mago, ese profeta… ¿Cómo se llama?

—Xarthisius, vuestra alteza. Vive en una torre al otro lado de la ciudad…

—No me interesa dónde vive. Manda por él a alguien, tienen que traerle a mi habitación. En silencio, sin ruidos, en secreto.

—Vuestra alteza… ¿Acaso es razonable que este astrólogo…?

—He dado una orden, Ceallach.

—Sí, señor.

Antes de que pasaran tres horas, todos los convocados se encontraron en la biblioteca imperial. La convocatoria no había asombrado a Vattier de Rideaux, vizconde de Eiddon. Vattier era jefe del servicio secreto militar.

Emhyr llamaba a Vattier muy a menudo, al fin y al cabo estaban en guerra. La convocatoria tampoco había asombrado a Stefan Skellen, llamado Antillo, que cumplía las funciones de comisario especialista en servicios y tareas especiales. A Antillo nunca le sorprendía nada.

La tercera persona, sin embargo, se hallaba sorprendida sin medida de haber sido convocada. Cuanto más que fue a él a quien el emperador se dirigió primero.

—Maestro Xarthisius.

—Vuestra majestad imperial…

—Tengo que fijar el lugar donde está cierta persona. Una persona que se ha perdido o está siendo ocultada. Puede que prisionera. Los hechiceros a los que ya se lo había encargado han fracasado. ¿Lo comprendes?

—¿A qué distancia se encuentra… se puede encontrar la persona a buscar?

—Si lo supiera no necesitaría de tus hechicerías.

—Os pido perdón, vuestra alteza imperial… —El astrólogo tartamudeó—. El caso es que una distancia muy grande dificulta la astromancia, prácticamente excluye… Ejem, ejem… Y si esta persona se encuentra bajo protección mágica… Puedo intentarlo, pero…

—Más rápido, maestro.

—Necesito tiempo… E ingredientes para el hechizo… Si la conjunción de las estrellas es favorable, entonces… Ejem, ejem… Vuestra alteza imperial, lo que pedís no es cosa fácil… Necesito tiempo…

Un poco más y Emhyr lo mandará clavar en un palo, pensó Antillo. Si el hechicero no para de farfullar

—Maestro Xarthisius —le interrumpió el césar de modo inesperadamente cortés, incluso amable—. Tendrás a tu disposición todo lo que precises. También tiempo. Dentro de límites razonables.

—Haré todo lo que esté en mi mano —afirmó el astrólogo—. Pero en largas distancias la astromancia solamente permite una localización aproximada… Muy aproximada, con mucha tolerancia… Con muchísima tolerancia. De verdad, no sé si seré capaz…

—Serás capaz, maestro —dijo el césar y sus oscuros ojos brillaron ominosamente—. Tengo infinita fe en tus capacidades. Y en lo que se refiere a la tolerancia, cuanto más pequeña sea la tuya, mayor será la mía.

Xarthisius se encogió.

—Tengo que saber la fecha exacta de nacimiento de dicha persona —balbuceó—. En la medida de lo posible, con la hora… Sería también de ayuda algún objeto que haya pertenecido a dicha persona…

—Cabellos —dijo Emhyr en voz baja—. ¿Sirven los cabellos?

—¡Ooooh! —El astrólogo se alegró—. ¡Cabellos! Eso lo simplificará significativamente… Ah, si pudiera tener también los excrementos o la orina…

Los ojos de Emhyr empequeñecieron peligrosamente y el mago se encogió y se dobló en una profunda reverencia.

—Pido perdón humildemente a vuestra majestad imperial… —gimió—. Pido perdón… Entiendo… Sí, los cabellos serán suficiente… Por completo… ¿Cuándo podré disponer de ellos?

—Hoy mismo te serán entregados junto con la fecha y la hora de nacimiento. Maestro, no te detendré más. Vuelve a tu torre y comienza a investigar las constelaciones.

—Que el Gran Sol guarde a vuestra majestad…

—Bien, bien. Puedes irte.

Ahora nosotros, pensó Antillo. A ver qué es lo que nos espera.

—Todo el que suelte alguna palabra de lo que se va a hablar aquí a partir de ahora —dijo muy despacio el emperador— será descuartizado. ¡Vattier!

—A la orden, vuestra alteza.

—¿De qué forma llegó hasta aquí esa… princesa? ¿Quién se encargó de ello?

—Desde la fortaleza de Nastrog —el jefe de los servicios secretos arrugó la frente— la trajeron en un convoy los guardias de su alteza dirigidos por…

—¡No pregunto eso, diablos! ¿Cómo apareció esa muchacha en Nastrog, en Verden? ¿Quién la llevó hasta la fortaleza? ¿Quién es allí ahora el comandante? ¿Acaso de él procedía la noticia? ¿Godyvrón, o algo así?

—Godyvrón Pitcairn —dijo rápido Vattier de Rideaux—. Estaba, por supuesto, informado de la misión de Rience y del conde Cahir aep Ceallach. Tres días después de los hechos de la isla de Thanedd aparecieron en Nastrog dos personas. Más exactamente: un humano y un elfo mestizo. Ellos fueron quienes, diciendo que actuaban por orden de Rience y del conde Cahir, entregaron la princesa a Godyvrón.

—Ajá. —El césar sonrió y Antillo sintió un escalofrío en la espalda—. Vilgefortz prometió que atraparía a Cirilla en Thanedd. Rience me garantizó lo mismo. Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach recibió ordenes muy claras acerca de ello. Y resulta que a Nastrog, en la boca del río Yarra, tres días después de la historia de la isla, a Cirilla la conducen no Vilgefortz, ni Rience, ni Cahir, sino un humano y un medioelfo. Godyvrón, por supuesto, no pensó en arrestar a ambos.

—No. ¿Hay que castigarle por ello, vuestra alteza?

—No.

Antillo tragó saliva. Emhyr guardaba silencio, tocábase la frente, un gigantesco brillante en su anillo relucía como una estrella. Al cabo, el emperador alzó la cabeza.

—Vattier.

—¿Vuestra alteza?

—Pon en marcha a todos tus subordinados. Ordénales capturar a Rience y al conde Cahir. Imagino que ambos están todavía en los terrenos aún no ocupados por nuestro ejército. Utiliza con este fin a los Scoia’tael o a los elfos de la reina Enid. Ambos arrestados hay que llevarlos a Dam Ruach y someterlos a tortura.

—¿Qué hemos de preguntar, vuestra alteza? —Vattier de Rideaux entrecerró los ojos, fingiendo que no veía la palidez que cubría el rostro del senescal Ceallach.

—Nada. Luego, cuando se ablanden un poco, yo mismo les preguntaré. ¡Skellen!

—A la orden.

—En cuanto a ese carcamal de Xarthisius… Si ese barbullón copromante acierta a establecer lo que le ordené establecer… Entonces organizarás la búsqueda de determinada persona en el terreno por él señalado. Recibirás una descripción. No excluyo que el astrólogo señale un territorio sobre el que gobernemos, entonces pondrás en marcha a todos los que respondan por ese territorio. Todo el aparato civil y militar. Éste es un asunto de la mayor prioridad. ¿Has comprendido?

—Sí. Puedo…

—No, no puedes. Siéntate y escucha, Antillo. Lo más probable es que Xarthisius no establezca nada. La persona que le ordené buscar se encontrará seguramente en territorio extranjero y bajo protección mágica. Apuesto mi cabeza a que la persona buscada se encuentra en el mismo lugar que nuestro amigo enigmáticamente desaparecido, el hechicero Vilgefortz de Roggeveen. Por eso también, Skellen, formarás y prepararás un destacamento especial que conducirás personalmente. Elegirás a tus hombres entre los mejores. Tienen que estar dispuestos a todo… y no ser supersticiosos. Es decir, sin miedo a la magia.

Antillo elevó las cejas.

—Tu destacamento —terminó Emhyr— tendrá como tarea atacar y conquistar el escondrijo, todavía desconocido para mí pero con toda seguridad bien escondido y mejor defendido, de Vilgefortz, nuestro antiguo amigo y aliado.

—Entendido —dijo, impasible, Antillo—, imagino que a la persona buscada, a la que con toda seguridad encontraré, no debe caérsele ni un pelo de la cabeza.

—Bien imaginas.

—¿Y a Vilgefortz?

—A él si se le puede caer. —El emperador sonrió cruelmente—. A él, incluso, se le deben caer para siempre. Junto con la cabeza. Esto también afecta a otros hechiceros que halles en su escondrijo. Sin excepciones.

—Entendido. ¿Quién se encargará de encontrar el escondrijo de Vilgefortz?

—Tú, Antillo.

Stefan Skellen y Vattier de Rideaux intercambiaron miradas. Emhyr se repantigó en el sillón.

—¿Está todo claro? Entonces… ¿De qué se trata, Ceallach?

—Vuestra alteza —gimió el senescal, al que hasta entonces nadie había prestado atención—. Ruego merced…

—No hay merced para los traidores. No hay piedad para los que se opongan a mi voluntad.

—Cahir… Mi hijo…

—Tu hijo… —Emhyr entrecerró los ojos—. No sé todavía cuál fue la culpa de tu hijo. Quisiera creer que su culpa radica en la estupidez y la incapacidad, no en la traición. Si así fuera, será decapitado y no muerto en la rueda.

—¡Vuestra alteza! Cahir no es un traidor… Cahir no pudo…

—Basta, Ceallach, ni una palabra más. Los culpables serán castigados. Intentaron engañarme y no se lo perdonaré. Vattier, Skellen, acudid dentro de una hora a recibir las órdenes firmadas, las instrucciones y los poderes, después de lo cual os pondréis a ejecutar inmediatamente la tarea. Y todavía algo más: no creo que deba añadir que la muchacha que no hace mucho visteis en la sala del trono tiene que seguir siendo para todos Cirilla, reina de Cintra y princesa de Rowan. Para todos. Ordeno que tratéis esto como secreto de estado y asunto de la mayor importancia.

Todos miraron al césar con asombro. Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd sonrió levemente.

—¿Es que no habéis entendido? En lugar de la verdadera Cirilla de Cintra me han enviado a no sé qué patosa. Seguro que se hicieron ilusiones estos traidores de que no la reconocería. Pero yo soy capaz de reconocer a la verdadera Ciri. La reconocería en el fin del mundo y en las tinieblas del infierno.