Y yo te tomo a ti, para tenerte y guardarte, en la buena fortuna y en la mala, para lo mejor y para lo peor, en los días y en las noches, en la salud y en la enfermedad, puesto que con el corazón todo te amo y juro que te amaré eternamente mientras la muerte no nos separe.
Antigua fórmula de casamiento
No sabemos mucho del amor. Con el amor es como con la pera. La pera es dulce y tiene forma. Intentad definir la forma de la pera.
Jaskier, Medio siglo de poesía
Geralt tenía razones para sospechar —y sospechaba— que los banquetes de los hechiceros se diferenciaban de las comilonas y fiestas de los mortales comunes y corrientes. No se esperaba sin embargo que las diferencias fueran tan grandes y tan fundamentales.
La propuesta de acompañar a Yennefer al banquete que precedía al congreso fue una sorpresa para él, pero no le sumió en la confusión. No era, al fin y al cabo, la primera propuesta de este tipo. Ya antes, cuando vivían juntos y estaban bien entre ellos, Yennefer quería participar en congresos y reuniones en su compañía. Por entonces él lo rechazaba obstinadamente. Estaba convencido de que los hechiceros iban a tratarle en el mejor de los casos como a una rareza y una sensación, en el peor como a un intruso y un paria. Yennefer se burlaba de sus aprensiones, pero no insistía. Como en otras situaciones sabía insistir de tal modo que hasta la casa temblaba y llovían cristales, Geralt se afirmó en su convicción de que la decisión era justificada.
Pero esta vez la aceptó. Sin pensarlo. Se lo propuso después de una conversación larga, sincera y llena de emoción. Después de la conversación, la cual los acercó de nuevo y escondió en la sombra y el olvido antiguos conflictos, se deshizo el hielo del resentimiento, el orgullo y la obstinación. Después de la conversación en el dique de Hirundum, Geralt hubiera aceptado absolutamente cualquier propuesta de Yennefer. No hubiera rechazado ni aunque le hubiera propuesto una visita común al infierno con el objetivo de beber una taza de alquitrán en compañía de unos demonios ígneos.
Y también estaba Ciri, sin la que no hubiera habido aquella conversación ni aquel encuentro. Ciri, por la que, según Codringher, se interesaba un hechicero. Geralt contaba con que su presencia en el congreso provocaría al hechicero y le obligaría a actuar. Pero a Yennefer no le dijo nada de esto.
Desde Hirundum cabalgaron directamente a Thanedd, él, ella, Ciri y Jaskier. Al principio se alojaron en el gigantesco complejo del palacio de Loxia, que ocupaba la ladera suroriental de la montaña. El palacio estaba ya lleno de invitados al congreso y de sus acompañantes, pero enseguida se encontró alojamiento para Yennefer. Pasaron en Loxia todo un día. Geralt ocupó el día en conversar con Ciri, Jaskier en andar de acá para allá recogiendo y transportando rumores, la hechicera en probarse y elegir trajes. Y cuando llegó la tarde, el brujo y Yennefer se unieron a un colorido cortejo que se dirigía a Aretusa, el palacio donde iba a tener lugar el banquete. Y ahora, en Aretusa, Geralt se extrañaba y se sorprendía, aunque se había prometido a sí mismo que no se iba a extrañar de nada y que no se iba a dejar sorprender por nada.
La gigantesca sala central del palacio estaba construida en forma de la letra T. El lado más largo tenía ventanas, estrechas e increíblemente altas, que casi alcanzaban la bóveda sostenida por columnas. La bóveda también era alta. Tan alta que era difícil reconocer los detalles de los frescos que la cubrían, especialmente el género de los despelotados que constituían el motivo pictórico más repetido. En las ventanas había vitrales que debían de costar una verdadera fortuna, pero pese a ello en la sala se percibía con toda claridad que circulaba una corriente de aire. Geralt se asombró de que las velas no se apagaran, pero tras una observación más detenida dejó de asombrarse. Los candelabros eran mágicos, y puede que incluso ilusorios. En cualquier caso, daban un montón de luz, incomparablemente más que las velas.
Cuando entraron, en el interior ya se estaban divirtiendo más de un centenar de personas. La sala, por lo que juzgó el brujo, podía contener por lo menos tres veces más, incluso si en el centro, como era costumbre, se hubieran instalado mesas conformando una herradura. Pero no había la tradicional herradura. Daba la impresión de que se iba a celebrar el banquete de pie, vagando continuamente a lo largo de las paredes adornadas con tapices, guirnaldas y gallardetes que ondulaban con la corriente. Bajo los tapices y guirnaldas habían puesto una fila de largas mesas. En las mesas se amontonaba la comida más refinada en unos servicios todavía más refinados, entre refinadas composiciones de flores y refinadas esculturas de hielo. Contemplándolo detenidamente, Geralt constató que había más, mucho más refinamiento que comida.
—No hay mesas —afirmó el hecho con voz triste, acariciándose el caftán negro, corto, galoneado en plata y ceñido por un cinturón que Yennefer le había hecho vestir. Aquel caftán, que era el último grito de la moda, se llamaba doblete. El brujo no tenía ni idea de dónde había salido aquel nombre. Y no tenía tampoco interés en averiguarlo.
Yennefer no reaccionó. Geralt no esperaba reacción, bien sabía que la hechicera no solía contestar a tal tipo de afirmaciones. Pero no se resignó. Siguió quejándose. Simplemente tenía ganas de quejarse.
—No hay música. Corre un aire del carajo. No hay donde sentarse. ¿Vamos a beber y a comer de pie?
La hechicera le obsequió con una lánguida mirada de sus ojos violeta.
—Pues sí —dijo, inesperadamente tranquila—. Vamos a comer de pie. También has de saber que el detenerse largo tiempo ante una mesa con comida se considera falto de tacto.
—Intentaré hacerlo con tacto —murmuró—. Cuanto más que no hay demasiado ante lo que detenerse, por lo que veo.
—Beber de forma intemperada se considera una gran falta de tacto —Yennefer continuó la lección, ignorando por completo sus murmullos—. Evitar la conversación es considerado como una falta de tacto imperdonable…
—¿Y el que —la interrumpió— aquel delgaducho con pantalones de cretino me esté señalando con el dedo a dos de sus camaradas también está considerado como falta de tacto?
—Sí. Pero pequeña.
—¿Y qué vamos a hacer, Yen?
—Andar por la sala, saludar, hacer cumplidos, conversar… Deja de alisarte el doblete y de colocarte los pelos.
—No me has dejado ponerme mi cinta…
—Tu cinta es muy pretenciosa. Venga, agárrame por el brazo y andemos. Estar de pie cerca de la entrada está considerado como falta de tacto.
Anduvieron por la sala que poco a poco se iba llenando de invitados. Geralt estaba terriblemente hambriento, pero de inmediato se dio cuenta de que Yennefer no bromeaba. Estaba claro que los buenos modales entre los hechiceros realmente obligaban a comer y beber poco y haciendo aspavientos de desgana. Para colmo de males, cada parada junto a la mesa con la comida traía consigo obligaciones sociales. Alguien distinguía a alguien, manifestaba su alegría por la distinción, se acercaba y saludaba, tan efusiva como falsamente. Después del obligatorio fingimiento del beso en la mejilla o el desagradable y delicado apretón de manos, después de las insinceras sonrisas y todavía menos sinceros cumplidos —aunque en cualquier caso no excesivamente mal mentidos—, seguía una conversación corta y aburridamente banal sobre nada.
El brujo miraba con aplicación, buscando rostros conocidos, sobre todo con la esperanza de no ser allí la única persona que no pertenecía a la fraternidad de los hechiceros. Yennefer le había asegurado que no iba a ser el único, pero pese a ello o bien no veía a nadie de fuera de la Hermandad, o bien no sabía reconocerlo.
Los pajes transportaban vino en las bandejas, serpenteando por entre los invitados. Yennefer no bebía nada. El brujo tenía gana pero no podía. El doblete bebía. Por debajo de los sobacos.
Dirigiéndole hábilmente con los brazos, la hechicera le arrancó de la mesa y lo condujo al centro de la sala, al mismo centro del interés general. Resistirse no servía de nada. Simplemente quería lucirse en la forma más común y corriente del mundo.
Geralt sabía lo que podía esperarse, así que soportó con tranquilidad estoica las miradas llenas de malsana curiosidad de las hechiceras y las sonrisas misteriosas de los hechiceros. Aunque Yennefer le había asegurado que las convenciones y el tacto prohibían el uso de la magia en tales fiestas, no creía que los magos consiguieran contenerse, sobre todo porque Yennefer le había expuesto ostentosamente a la vista de todos.
Y tenía razón en no creerlo.
Unas cuantas veces percibió el temblor de su medallón y el golpeteo de impulsos hechiceriles. Algunos, y mejor dicho, algunas, intentaban con descaro leer sus pensamientos. Estaba preparado para ello, sabía de qué se trataba, sabía cómo responder. Miró a Yennefer, que iba a su lado, a la blanquinegradiamantina Yennefer, de cabellos de ala de cuervo y ojos violeta, y los hechiceros que le sondeaban se desconcertaron, se perdieron, se esfumó visiblemente su serenidad y aplomo, para gozo y satisfacción de Geralt. Sí, les respondió con el pensamiento, sí, no os equivocáis. Sólo ella, ella, a mi lado, aquí y ahora, y sólo esto cuenta. Aquí y ahora. Y quién fuera antes, dónde estuviera antes y con quién estuviera antes no tiene ninguna, ni la más pequeña importancia. Ahora está conmigo, aquí, entre vosotros. Conmigo y con nadie más. Esto es precisamente lo que pienso, cuando pienso todo el tiempo en ella, cuando pienso sin pausa en ella, cuando siento el olor de su perfume y el calor de su cuerpo. Y a vosotros que se os atragante la envidia.
La hechicera le apretó con fuerza el antebrazo, se estrechó ligera contra su costado.
—Gracias —murmuró, dirigiéndole de vuelta a las mesas—. Pero sin exagerada ostentación, por favor.
—¿Es que vosotros, hechiceros, siempre tomáis la sinceridad por ostentación? ¿Por eso no creéis en la sinceridad incluso cuando la leéis en pensamientos ajenos?
—Sí. Por eso.
—¿Y sin embargo me das las gracias?
—Porque a ti te creo. —Apretó su brazo todavía con más fuerza, echó mano a un plato—. Échame un poco de salmón, brujo. Y cangrejos.
—Éstos son cangrejos de Poviss. Seguro que los cogieron hace lo menos un mes, y está haciendo mucho calor. ¿No tienes miedo…?
—Estos cangrejos —le interrumpió— todavía hoy por la mañana andaban por el fondo del mar. La teleportación es un descubrimiento maravilloso.
—Seguro —convino él—. Merecería la pena generalizarlo, ¿no crees?
—Trabajamos en ello. Echa, echa, estoy hambrienta.
—Te quiero, Yen.
—Te he pedido que sin ostentación… —Se detuvo, alzó la cabeza, retiró de la mejilla unos rizos negros, abrió sus ojos violeta—. ¡Geralt! ¡Me lo has confesado por vez primera!
—No es posible. Te burlas de mí.
—No, no me burlo. En otro tiempo sólo lo pensabas, hoy lo has dicho.
—¿Hay tanta diferencia?
—Enorme.
—Yen…
—No hables con la boca llena. Yo también te quiero. ¿No te lo había dicho? ¡Por los dioses, te vas a ahogar! Levanta las manos, te daré en la espalda. Respira hondo.
—Yen…
—Respira, respira, enseguida se pasa.
—¡Yen!
—Sí. Sinceridad por sinceridad.
—¿Te sientes bien?
—Estaba esperando. —Exprimió el limón sobre el salmón—. No es menester reaccionar a las confesiones hechas con el pensamiento. Estaba esperando las palabras, pude responder, respondí. Me siento maravillosamente.
—¿Qué ha pasado?
—Te lo diré luego. Come. Este salmón es exquisito, bendita sea la Fuerza, de verdad exquisito.
—¿Puedo besarte? ¿Ahora, aquí, delante de todos?
—No.
—¡Yennefer! —Una hechicera morena que pasaba a su lado liberó su brazo por debajo del codo del hombre que la acompañaba, se acercó a ellos—. ¿Así que al final has venido? ¡Oh, es maravilloso! ¡No te veía desde hacía siglos!
—¡Sabrina! —Yennefer se alegró tan sinceramente que, con la excepción de Geralt, cualquiera se hubiera dejado engañar—. ¡Querida! ¡Me alegro tanto!
Las hechiceras se abrazaron con precaución y se besaron la una a la otra el aire que había junto a sus orejas y sus pendientes de ónice y brillantes. Los pendientes de ambas hechiceras, que recordaban un racimo de uvas en miniatura, eran idénticos. Pero por el aire se extendió de inmediato un olor a rabiosa enemistad.
—Geralt, deja que te presente a mi amiga de la escuela, Sabrina Glevissig de Ard Carraigh.
El brujo hizo una reverencia, besó la mano que se le tendía. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que todas las hechiceras esperaban que al saludarlas se les besara la mano, gesto que las igualaba por lo menos con las princesas. Sabrina Glevissig alzó la cabeza, sus pendientes se agitaron y tintinearon. Despacito, pero ostentosamente y con descaro.
—Tenía grandes deseos de conocerte, Geralt —dijo con una sonrisa. Como todas las hechiceras, no usaba de los «dones», ni «vuesas mercedes» ni otras formas obligatorias entre los nobles—. Me alegro, me alegro mucho. Por fin has dejado de escondérnoslo, Yenna. Si he de ser sincera, me extraña mucho que hayas dudado tanto. No hay absolutamente nada de lo que avergonzarse.
—Yo también lo pienso —respondió Yennefer con viveza, entrecerrando ligeramente los ojos y quitando con ostentación unos cabellos de uno de sus pendientes—. Una bonita blusa, Sabrina. Hasta arrebatadora. ¿Verdad, Geralt?
El brujo asintió con la cabeza, trago saliva. La blusa de Sabrina Glevissig, confeccionada con gasa negra, mostraba absolutamente todo lo que había para mostrar, y había bastante. La falda de color carmín, ceñida con un cinturón de plata con una gran hebilla en forma de rosa, estaba abierta a un lado como correspondía a la moda más actual. Sin embargo, la moda mandaba llevar la falda abierta hasta la mitad del muslo y Sabrina la llevaba abierta hasta la mitad de la cadera. Una cadera muy bonita.
—¿Qué nuevas hay en Kaedwen? —preguntó Yennefer, fingiendo que no veía lo que Geralt estaba mirando—. ¿Sigue tu rey Henselt perdiendo fuerza y medios en perseguir a los Ardillas por los bosques? ¿Sigue pensando en una expedición de castigo contra los elfos de Dol Blathanna?
—Dejemos en paz a la política. —Sabrina sonrió. Una nariz un pelín demasiado larga y unos ojos rapaces la acercaban a la clásica imagen de la hechicera—. Mañana, en el congreso, nos saldrá la política hasta por las orejas. Y nos hartaremos de oír… moralidades. Sobre la necesidad de la coexistencia pacífica… Sobre la amistad… Sobre la necesidad de adoptar una posición solidaria con respecto a los planes e intenciones de nuestros reyes… ¿Qué más escucharemos, Yennefer? ¿Qué más nos están preparando para mañana el Capítulo y Vilgefortz?
—Dejemos la política en paz.
Sabrina Glevissig dejó escapar una risa argentina mientras los pendientes repetían su delicado tintineo.
—Tienes razón. Esperemos a mañana. Mañana se aclarará todo. Ah, esta política, estas deliberaciones interminables… Qué fatalmente se reflejan en el cutis. Por suerte tengo una crema maravillosa, créeme, querida, las arrugas desaparecen como hielo al sol… ¿Quieres la receta?
—Gracias, querida, pero no la necesito. De verdad.
—Ah, lo sé. En la escuela siempre te envidiaba tu cutis. Dioses, ¿cuántos años hace?
Yennefer fingió hacer una reverencia a alguno de los que pasaban al lado. Sabrina, por su parte, le lanzó una sonrisa al brujo e hizo resaltar con deleite lo que no ocultaba la gasa negra. Geralt tragó saliva de nuevo, intentando no mirar demasiado descaradamente a sus rosados pezones, completamente visibles bajo la tela transparente. Miró con expresión asustada a Yennefer. La hechicera sonrió, pero él la conocía demasiado bien. Estaba rabiosa.
—Oh, perdona —dijo de pronto—. Veo allí a Filippa, tengo que hablar forzosamente con ella. Ven, Geralt. Adiós, Sabrina.
—Adiós, Yenna. —Sabrina Glevissig miró al brujo a los ojos—. Otra vez te felicito por tu… buen gusto.
—Gracias. —La voz de Yennefer era sospechosamente gélida—. Gracias, querida.
Filippa Eilhart iba en compañía de Dijkstra. Geralt, que había tenido alguna vez contacto superficial con el espía redano, debería de haberse alegrado: al fin y al cabo se trataba de alguien conocido que, como él, no pertenecía a la fraternidad. Pero no se alegraba.
—Me alegro de verte, Yenna. —Filippa besó el aire junto a los pendientes de Yennefer—. Hola, Geralt. Ambos conocéis al conde Dijkstra, ¿verdad?
—Quién no le conoce. —Yennefer inclinó la cabeza y tendió la mano a Dijkstra, quien la besó con reverencia—. Estoy contenta de veros de nuevo, conde.
—Mía es la alegría —le aseguró el jefe de los servicios secretos del rey Vizimir— de verte de nuevo, Yennefer. Sobre todo en una compañía tan agradable. Don Geralt, mi más profunda consideración…
Geralt, controlándose para no asegurar que su consideración era aún más profunda, apretó la mano que se le tendía. O mejor dicho, intentó hacerlo, puesto que sus medidas sobrepasaban la norma y hacían el apretón prácticamente imposible.
El gigantesco espía estaba vestido con un doblete de color beis claro, abierto de modo bastante informal. Se veía que se sentía bien con él.
—Me he dado cuenta —dijo Filippa— de que estabas hablando con Sabrina.
—Sí —bufó Yennefer—. ¿Has visto lo que lleva puesto? Hay que tener poco gusto y poca vergüenza para… Ella es mayor que yo, joder, me lleva… Bueno, no importa. ¡Y si todavía tuviera algo que enseñar! ¡Simia asquerosa!
—¿Ha intentado sonsacaros algo? Todos saben que espía para Henselt de Kaedwen.
—¿De verdad? —Yennefer fingió sorpresa, lo que fue recibido, con razón, como una broma mordaz.
—¿Y vos, señor conde, lo pasáis bien en nuestra fiesta? —preguntó Yennefer cuando Filippa y Dijkstra dejaron de reírse.
—Extraordinariamente bien. —El espía del rey Vizimir hizo una reverencia palaciega.
—Si consideramos —sonrió Filippa— que el conde está aquí por cuestiones de trabajo, tal consideración resulta un cumplido inaudito para nosotros. Y como todo cumplido de esta clase, poco sincero. No hace ni un minuto que me confesaba que preferiría algo más agradable y familiar, una escasa iluminación, el hedor de las antorchas y la carne requemada en la parrilla. Le falta también la tan tradicional mesa cubierta de salsas y cerveza contra la que podría golpear la jarra al ritmo de obscenas canciones de borracho y bajo la que podría meterse con donaire cuando llegara el alba para dormir entre los galgos que roen los huesos. Y a mis argumentos que señalaban la superioridad de nuestras formas de festejar ha hecho, imaginaos, oídos sordos.
—¿De verdad? —El brujo lanzó una mirada benévola al espía—. ¿Y cuáles eran esos argumentos, si puede saberse?
Esta vez fue su pregunta la que fue tratada como una aguda broma porque ambas hechiceras se rieron al mismo tiempo.
—Ah, hombres —dijo Filippa—. No entendéis nada. ¿Es que sentadas a la mesa, entre la semioscuridad y el humo, se puede impresionar a nadie con la figura y el vestido?
Geralt, no pudiendo hallar palabras, hizo solamente una reverencia. Yennefer le apretó el brazo con delicadeza.
—Ah —dijo—. Veo allí a Triss Merigold. Tengo que intercambiar con ella una palabras… Perdonad que os abandonemos. Por el momento, Filippa. Con toda seguridad encontraremos todavía hoy posibilidad de conversar. ¿No es cierto, conde?
—Indudablemente. —Dijkstra sonrió e hizo una profunda reverencia—. A tu servicio, Yennefer. A la primera indicación.
Se acercaron a Triss, que brillaba en varios tonos de azul y verde claro. Al verlos, Triss interrumpió su conversación con dos hechiceros, sonrió con alegría, abrazó a Yennefer, se repitió el festival de besos en el aire junto a las orejas. Geralt tomó la mano que se le ofrecía, pero se decidió a obrar contra el ceremonial: abrazó a la hechicera de cabello castaño y la besó en la mejilla, blanda y musgosa como un melocotón. Triss se ruborizó ligeramente.
Los hechiceros se presentaron. Uno era Drithelm de Pont Vanis, el otro su hermano Detmold. Ambos estaban al servicio del rey Esterad de Kovir. Ambos resultaron ser poco habladores, ambos se escabulleron a la primera ocasión.
—Habéis estado hablando con Filippa y Dijkstra de Tretogor —afirmó Triss al tiempo que jugueteaba con un corazoncito que llevaba colgado al cuello, hecho de lapislázuli y engastado en plata y brillantes—. Por supuesto, sabéis quién es Dijkstra.
—Lo sabemos —dijo Yennefer—. ¿Estuvo hablando contigo? ¿Intentó sonsacarte?
—Lo intentó. —La hechicera sonrió significativamente y soltó una carcajada—. Con bastante precaución. Pero Filippa le estorbó cuanto pudo. Y yo que pensaba que tenían una buena relación.
—Tienen una inmejorable relación —advirtió seria Yennefer—. Cuidado, Triss. No le sueltes ni palabra de… Sabes de quién.
—Lo sé. Tendré cuidado. Y de paso… —Triss bajó la voz—. ¿Qué tal le va? ¿Voy a poder verla?
—Si te decides por fin a impartir clases prácticas en Aretusa —sonrió Yennefer—, la podrás ver muy a menudo.
—Ah. —Triss abrió mucho los ojos—. Entiendo. Entonces Ciri…
—Más bajo, Triss. Hablaremos de ello luego. Mañana. Después del congreso.
—¿Mañana? —Triss sonrió de un modo extraño. Yennefer arrugó el ceño pero, antes de que pudiera preguntar, reinó una pequeña agitación en la sala.
—Ya están aquí —carraspeó Triss—. Por fin han venido.
—Sí —confirmó Yennefer, levantando la vista de los ojos de su amiga—. Ya están aquí. Geralt, por fin hay ocasión de que conozcas a los miembros del Capítulo y del Consejo Supremo. Si se presta la ocasión te los presentaré, pero no te perjudicará el que sepas antes quién es quién.
Los hechiceros reunidos en la sala se dividieron, inclinándose con respeto ante las personas que entraban en la sala. El primero era un hombre no precisamente joven pero robusto, vestido con un traje de lana extraordinariamente modesto. A su lado iba una mujer alta de rasgos duros y cabellos oscuros y finamente peinados.
—Ése es Gerhart de Aelle, conocido como Hen Gedymdeith, el más anciano de los hechiceros vivos —le informó Yennefer a media voz—. La mujer que camina a su lado es Tissaia de Vries. No es más que un poco más joven que Hen, pero no le incomoda usar elixires.
Detrás de la pareja entró una atractiva mujer de largos cabellos de un oscuro color dorado, ataviada con un vestido de color reseda, adornado con encajes.
—Francesca Findabair, llamada Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin. No desencajes los ojos, brujo. Se la considera generalmente como la mujer más bella del mundo.
—¿Es miembro del Capítulo? —susurró éste con asombro—. Tiene un aspecto muy joven. ¿También obra de los elixires mágicos?
—No en su caso. Francesca es elfa de pura sangre. Fíjate en el hombre que la acompaña. Es Vilgefortz de Roggeveen. Él sí que es joven de verdad. Pero con un talento increíble.
La definición de «joven», como sabía Geralt, incluía entre los hechiceros hasta la edad de cien años. Vilgefortz tenía el aspecto de tener treinta y cinco. Era alto y bien construido, vestía un corto jubón del tipo que solían llevar los caballeros, pero, por supuesto, sin un escudo bordado. Era también diabólicamente guapo. El hecho saltaba a los ojos incluso aunque a su lado se deslizaba ligera Francesca Findabair de enormes ojos de corzo y belleza que cortaba el aliento.
—Ese hombre bajito que va junto a Vilgefortz es Artaud Terranova —aclaró Triss Merigold—. Este quinteto forma el Capítulo…
—¿Y esta muchacha de rostro extraño que va detrás de Vilgefortz?
—Es su asistenta, Lydia van Bredevoort —dijo Yennefer con voz fría—. Una persona sin importancia, pero mirarle a la cara es una gran falta de tacto. Mejor que prestes atención a esos tres que van por detrás, son los miembros del Consejo. Fercart de Cidaris, Radcliffe de Oxenfurt y Carduin de Lan Exeter.
—¿Esto es todo el Consejo? ¿El grupo al completo? Pensaba que eran más.
—El Capítulo cuenta con cinco personas, en el Consejo hay otros cinco. Filippa Eilhart también está en el Consejo.
—Siguen sin cuadrarme las cuentas. —Agitó la cabeza y Triss se rio.
—¿No se lo has dicho? ¿De verdad no sabes nada, Geralt?
—¿De qué?
—Pues de que Yennefer también es miembro del Consejo. Desde la batalla de Sodden. ¿No te has vanagloriado ante él, querida mía?
—No, querida mía. —La hechicera miró a su amiga directamente a los ojos—. En primer lugar no me gusta vanagloriarme. En segundo, no ha habido tiempo para ello. Hace mucho que no veía a Geralt, tenemos muchas cosas atrasadas. Se ha acumulado una larga lista. Vamos a resolver estos asuntos siguiendo esta lista.
—Es evidente —dijo, insegura, Triss—. Hum… Después de tanto tiempo… Comprendo. Hay de qué conversar…
—Las conversaciones —sonrió Yennefer ambiguamente, lanzando otra lánguida mirada al brujo— están al final de la lista. En el mismo final, Triss.
La hechicera de cabellos castaños se turbó visiblemente, enrojeció un poquito.
—Comprendo —repitió, jugueteando confundida con su corazón de lapislázuli.
—Me alegro mucho de que comprendas. Geralt, tráenos vino. No, no de ese paje. De aquel otro, más lejos.
Obedeció, percibiendo sin lugar a dudas el tono de mandato en su voz. Tomó las copas de la bandeja que llevaba el paje y observó con discreción a las hechiceras. Yennefer hablaba deprisa y en voz baja, Triss escuchaba con la cabeza agachada. Cuando volvió, Triss ya no estaba. Yennefer no mostró interés alguno en el vino que le había traído, así que dejó las dos copas sobre la mesa.
—¿No has exagerado un poco? —preguntó con voz fría.
Los ojos de Yennefer ardieron en tonos violeta.
—No intentes tomarme por idiota. ¿Piensas que no sé lo vuestro?
—Si se trata de eso…
—Precisamente de eso —le cortó—. No hagas gestos tontos y ahórrate los comentarios. Conozco a Triss desde mucho antes que a ti, nos gustamos, nos entendemos estupendamente y siempre nos entenderemos, con independencia de algunos… incidentes. Y ahora me pareció que tenía algunas dudas. Así que se las resolví y eso es todo. No volvamos a ello.
No tenía intención alguna. Yennefer se retiró un rizo de la mejilla.
—Te voy dejar por un momento, tengo que hablar con Tissaia y Francesca. Come algo más, porque te suenan las tripas. Y ten cuidado. Seguro que unas cuantas personas te abordarán. No dejes que se te coman y no me hagas polvo la reputación.
—Descuida.
—¿Geralt?
—Dime.
—No hace mucho que expresaste tu deseo de besarme, aquí, delante de todos. ¿Sigues queriendo?
—Sigo.
—Intenta no deshacerme el maquillaje.
Miró a los reunidos por el rabillo del ojo. Observaban el beso, pero sin impertinencia. Filippa Eilhart, que estaba de pie no lejos de un grupo de jóvenes hechiceros, le guiñó un ojo y fingió aplaudir.
Yennefer separó sus labios de los labios de él, inspiró hondo.
—Algo tan pequeño y lo que alegra —murmuró—. Venga, me voy. Volveré enseguida. Y luego, después del banquete… Hum…
—¿Qué?
—No comas nada con ajo, por favor.
Cuando se alejó, el brujo abandonó las convenciones, se desató el doblete, bebió ambas copas e intentó ponerse en serio con la comida. No le fue posible.
—Geralt.
—Señor conde.
—No me des títulos. —Dijkstra frunció el ceño—. No soy conde. Vizimir me ordenó presentarme así, para no herir a los cortesanos y magos éstos con mi genealogía de plebeyo. Bueno, ¿y ti cómo te va lo de impresionar con el vestido y la figura? ¿Y el fingir que lo pasas bien?
—No tengo que fingir. No estoy aquí por trabajo.
—Interesante. —El espía se sonrió—. Pero esto confirma la opinión general conforme a la que eres irrepetible y único en tu género. Porque todos los demás están aquí por trabajo.
—Justo lo que me temía. —Geralt también consideró necesario sonreír—. Me imaginé que iba a ser el único en mi género. Es decir, que no estoy en mi sitio.
El espía revisó los cuencos que había cerca, sacó de uno la gran vaina de una planta desconocida para Geralt y se la tragó.
—De paso —dijo— te agradezco lo de los hermanos Michelet. Mucha gente en Redania respiró con alivio cuando te cargaste a los cuatro en el puerto de Oxenfurt. Me reí un montón cuando llamaron para la investigación a un médico de la universidad que, al ver las heridas, dijo que alguien había usado una guadaña puesta de canto.
Geralt no hizo ningún comentario. Dijkstra se metió en la boca otra vaina.
—Una pena —siguió, mientras masticaba— que después de acogotarlos no acudieras al burgomaestre. Había una recompensa, vivos o muertos. Y no era chica.
—Demasiados problemas para la declaración de hacienda. —El brujo también se decidió a probar las vainas verdes que, sin embargo, sabían a apio enjabonado—. Aparte de ello, tuve entonces que irme apresuradamente porque… Pero creo que te estoy aburriendo, Dijkstra, pues si tú lo sabes todo…
—Pero qué va —sonrió el espía—. No sé todo. ¿Cómo iba a saberlo?
—Por el informe de Filippa Eilhart, para no ir más lejos.
—Informes, cuentos, rumores. Yo tengo que escucharlos, ésa es mi profesión. Pero mi profesión me obliga también a pasarlo todo por un colador de agujeros muy pequeños. Últimamente, imagínate, me llegaron rumores de que alguien se había cargado al famoso Catedrático y a dos de sus camaradas. Sucedió junto a la posada de Anchor. El que lo hizo también tenía demasiada prisa como para recoger la recompensa.
Geralt se encogió de hombros.
—Rumores. Pásalo por un colador de agujeros muy pequeños y veremos lo que queda.
—No tengo que hacerlo. Sé lo que quedará. A menudo este algo suele ser un intento consciente de desinformación. Ajá, y si ya estamos con lo de la desinformación. ¿Qué tal le va a la pequeña Cirilla, pobre muchacha malita, tan dada a la difteria? ¿Está sana?
—Desiste, Dijkstra —respondió frío el brujo, mirando directamente al espía a los ojos—. Sé que estás aquí por cuestiones de trabajo, pero no caigas en ser excesivamente aplicado.
El espía se carcajeó. Dos hechiceras que pasaban a su lado les miraron asombradas. E interesadas.
—El rey Vizimir —dijo Dijkstra cuando terminó de reír— me paga un premio extra por cada enigma resuelto. La aplicación me asegura una existencia digna. Te reirás, pero yo tengo mujer e hijos.
—No veo en ello nada divertido. Trabaja pues para el bienestar de tu mujer y de tus hijos, pero no a mi costa, si es posible. En esta sala, me da la sensación, no faltan secretos ni enigmas.
—Antes al contrario. Toda Aretusa es un enorme enigma. Seguramente lo habrás advertido. Hay algo en el aire, Geralt. Para aclarar añadiré que no se trata de los candelabros.
—No entiendo.
—Lo creo. Porque yo tampoco lo entiendo. Y me gustaría mucho entenderlo. ¿A ti no te gustaría? Ah, perdona. Pues si seguro que tú ya lo sabes todo. De los informes de la hermosa Yennefer de Vengerberg, para no ir más lejos. Has de saber, solamente, que hubo momentos en los que a mí también me fue dado enterarme de esto o de lo otro de labios de la bella Yennefer. Ah, ¿dónde están las nieves de antaño?
—De verdad que no sé de qué hablas, Dijkstra. ¿No podrías expresar tus pensamientos con más precisión? Inténtalo. Con la condición de que no se trate de una cuestión de trabajo. Disculpa, pero no tengo intenciones de trabajar para tu premio extra.
—¿Piensas que estoy intentando algo indigno contigo? —El espía frunció el ceño—. ¿Sacarte información con artimañas? Me insultas, Geralt. A mí simplemente me interesa saber si observas en esta sala ciertas peculiaridades que a mí me saltan a la vista.
—¿Y qué es lo que te salta a la vista?
—¿No te asombra la completa ausencia de cabezas coronadas que, sin hacer esfuerzo alguno, se puede ver en este congreso?
—No me asombra nada. —Geralt por fin consiguió ensartar una aceituna escabechada en el palillo—. Seguramente los reyes prefieren los banquetes tradicionales, sentados a una mesa debajo de la cual se puedan esconder graciosamente al alba. Además…
—Además, ¿qué? —Dijkstra se metió en la boca cuatro aceitunas que había tomado de la pátera sin ceremonias, con los dedos.
—Además —el brujo miró a los grupitos que caminaban por la sala—, los reyes no tenían ganas de cansarse. En su lugar, han enviado a un ejército de espías. Los de la Hermandad y los de fuera de ella. Seguro que para que espiaran lo que hay en el aire.
Dijkstra escupió los huesos de las aceitunas sobre la mesa, tomó de una bandejita de plata un largo tenedor y comenzó a rebuscar en una profunda ensaladera de cristal.
—Y Vilgefortz —dijo, sin interrumpir su rebusco— ha cuidado bien de que no faltara aquí espía alguno. Tiene a todos los espías reales en el bote. Dime, brujo, ¿para qué quiere Vilgefortz a todos los espías reales en un bote?
—Ni idea. Y no me interesa mucho. Ya te he dicho que estoy aquí como persona privada. Estoy, por así decirlo, fuera del bote.
El espía del rey Vizimir extrajo de la ensaladera un pequeño pulpo y lo contempló con asco.
—Ellos se comen esto —meneó la cabeza con fingida compasión, después de lo cual se volvió hacia Geralt.
—Escúchame atentamente, brujo —dijo en voz baja—. Tus convicciones acerca de la privacidad, esa seguridad tuya de que nada te concierne y nada puede concernirte… Me revienta esto, y hace que piense en el azar. ¿Tienes alguna inclinación al azar?
—Habla más claro, por favor.
—Te propongo una apuesta. —Dijkstra alzó el tenedor con el cefalópodo que había trinchado—. Afirmo que como mucho de aquí a una hora Vilgefortz te pedirá que le concedas una larga entrevista. Afirmo que durante esta entrevista, te demostrará que no eres una persona privada y que estás en su bote. Si me equivoco, me comeré esta mierda delante de tus ojos, con tentáculos y todo. ¿Aceptas la apuesta?
—¿Qué voy a tener que comerme, si pierdo?
—Nada. —Dijkstra echó una rápida mirada a su alrededor—. Si pierdes, me contarás el contenido de tu conversación con Vilgefortz.
El brujo guardó silencio durante un instante, contemplando sereno al espía.
—Adiós, conde —dijo por fin—. Gracias por la charla. Ha sido muy instructiva.
Dijkstra se enojó un poco.
—¿En ser…?
—En serio —le interrumpió Geralt—. Adiós.
El espía se encogió de hombros, arrojó el pulpo junto con el tenedor al interior de la ensaladera, se dio la vuelta y se fue. Geralt no le miró. Se aproximó despacio hacia otra mesa, llevado por el deseo de acercarse a unas enormes gambas blancas y rosas que estaban apiladas en una bandeja de plata entre hojas de lechuga y cuartos de limón. Tenía ganas de comerlas, pero como sentía todavía ciertas miradas curiosas sobre su persona, quería engullir los crustáceos con distinción, guardando las formas. Se acercó ostentosamente despacio, mientras, moderado y con dignidad, recolectaba aperitivos de otros cuencos.
Junto a la mesa vecina estaba Sabrina Glevissig, absorta en una conversación con una hechicera de cabello rojo ceniza a la que Geralt no conocía. La pelirroja llevaba una falda blanca y una blusilla de seda también blanca. La blusilla, como la de Sabrina, también era completamente transparente, pero tenía algunas aplicaciones y bordados estratégicamente dispuestos. Las aplicaciones, como advirtió Geralt, poseían una interesante propiedad: se cerraban y se abrían alternativamente.
Las hechiceras conversaban al tiempo que engullían lonchas de langosta con mayonesa. Hablaban en voz baja, en la Vieja Lengua. Aunque no miraban en su dirección, era evidente que estaban hablando de él. Aguzó, indiscreto, su sensible oído de brujo, fingiendo que no le interesaban más que las gambas.
—¿… con Yennefer? —se aseguraba la pelirroja, mientras retorcía un collar de perlas que llevaba enrollado al cuello de modo que parecía un collar de perro—. ¿Lo dices en serio, Sabrina?
—Absolutamente —respondió Sabrina Glevissig—. No te lo creerás, pero esto dura ya algunos años. Que él aguante con ese reptil asqueroso es en verdad extraño.
—¿Por qué extrañarse? Le habrá lanzado un hechizo, lo tendrá encantado. ¡No lo habré hecho veces yo misma!
—Pero éste es un brujo. No se les puede hechizar. Al menos no para tanto tiempo.
—Así que se trata de amor —suspiró la pelirroja—. Y el amor es ciego.
—Él es ciego. —Sabrina frunció el ceño—. ¿Te creerás, Marti, que ella se ha atrevido a presentármelo como amiga del colegio? Bloede pest, ella me lleva por lo menos… bueno, no importa. Ya te digo, con respecto al brujo es celosa de la leche. La pequeña Merigold no hizo más que sonreírle y ésta arpía le gritó sin reparar en palabras y la echó. En este momento… Mira. Está allí, habla con Francesca, pero no quita ojo del brujo.
—Tiene miedo —se rio la pelirroja— de que se lo limpiemos, siquiera por esta noche. ¿Qué dices a eso, Sabrina? ¿Lo intentamos? El muchacho es atractivo, no como estos alfeñiques nuestros, tan creídos, con sus complejos y pretensiones…
—Habla más bajo, Marti —susurró Sabrina—. No le mires y no enseñes los dientes. Yennefer nos observa. Y con estilo. ¿Quieres seducirlo? Eso es de mal gusto.
—Humm, tienes razón —reconoció Marti después de pensárselo—. ¿Y si de pronto se acercara él mismo y nos lo propusiera?
—Entonces —Sabrina Glevissig echó al brujo una mirada de ave de rapiña con sus ojos negros— me lo trincaba sin pensarlo, aunque fuera sobre una piedra.
—Y yo —se rio Marti— hasta sobre un erizo.
El brujo, absorto en la contemplación del mantel, escondió un gesto idiota tras una gamba y una hoja de lechuga, extraordinariamente contento del hecho de que la mutación de sus vasos sanguíneos le impidiera ruborizarse.
—¿El brujo Geralt?
Se tragó la gamba, se dio la vuelta. Un hechicero de rasgos conocidos sonreía un poquito, mientras se acariciaba las solapas bordadas de su doblete violeta.
—Dorregaray de Volé. Nos conocemos ya. Fue cuando…
—Lo recuerdo. Perdona que no te reconociera al principio. Estoy contento…
El hechicero sonrió algo más al tiempo que arrancaba dos copas de la bandeja que portaba un paje.
—Te observo desde hace un rato —dijo, dándole una de las copas a Geralt—. Les has dicho a todos los que Yennefer te ha presentado que estás contento. ¿Hipocresía o falta de espíritu crítico?
—Cortesía.
—¿Hacia ellos? —Dorregaray señaló a los invitados con un amplio gesto—. Créeme, no merece la pena hacer esfuerzos. Son una pandilla de orgullosos, envidiosos y mentirosos, no valoran tu cortesía, sino que la toman como sarcasmo. Con ellos, brujo, hay que actuar de su misma forma, obsesiva, arrogante, con descortesía, y entonces por lo menos les impondrás. ¿Te tomas un vinillo conmigo?
—¿Ese aguachirri que sirven aquí? —Geralt adoptó una simpática sonrisa—. Con el mayor asco. Pero si a ti te gusta… me obligaré a mí mismo.
Sabrina y Marti que, desde su mesa, aguzaban los oídos, resoplaron sonoramente. Dorregaray las midió con una mirada de desprecio, se dio la vuelta, chocó su copa con el vaso del brujo, sonriéndose, pero esta vez con sinceridad.
—Un punto para ti —reconoció con fluidez—. Aprendes rápido. Que me cuelguen, ¿dónde has conseguido tanta agudeza, brujo? ¿En los caminos por los que vagabundeas a la búsqueda de seres en extinción? A tu salud. Puede que te rías, pero eres uno de los pocos en esta sala a quien me apetece proponerle tal brindis.
—¿De verdad? —Geralt bebió el vino, lo retuvo en la boca, deleitándose con su sabor—. ¿Pese al hecho de que trabajo descuartizando seres en extinción?
—No me tomes la palabra. —El hechicero le dio una amistosa palmada en el hombro—. El banquete apenas acaba de comenzar. Seguramente se cuelen algunas personas más, así que administra con moderación tus respuestas envenenadas. En lo que respecta a tu profesión… Tú, Geralt, al menos, tienes tanta dignidad como para no llevar tus trofeos colgando. Pero mira a tu alrededor. Venga, sin miedo, a la mierda las convenciones, a ellos les gusta que se les mire.
El brujo obedeció y clavó la mirada en el busto de Sabrina Glevissig.
—Mira. —Dorregaray lo agarró de la manga y señaló a una hechicera que pasaba al lado, envuelta en tules—. Calzado de piel de acantosauro. ¿Te has fijado?
Asintió con la cabeza, insincero, puesto que no veía más que aquello que no ocultaba la blusilla de tul transparente.
—Oh, mira, una cobra de las rocas. —El hechicero reconoció sin fallos otro par de los zapatos que desfilaba por la sala. La moda, que había acortado las faldas hasta un palmo por encima de los tobillos, le facilitaba la tarea—. Y allí… una iguana blanca. Una salamandra. Una viverna. Un caimán gafudo. Un basilisco… Todos estos reptiles están amenazados de extinción. Que me cuelguen si es que no se puede llevar calzado de piel de ternero o de cerdo.
—Tú como siempre, hablando de pieles, ¿no, Dorregaray? —les dijo Filippa Eilhart, deteniéndose junto a ellos—. ¿De tenerías y zapateros? Qué tema más trivial y desagradable.
—A unos no les gusta una cosa, a otros otra. —El hechicero adoptó un gesto de desprecio—. Tienes unos bonitos adornos en tu vestido, Filippa. Si no me equivoco, se trata de armiño diamantino. Muy elegante. Supongo que sabrás que a esta especie, a causa de su hermoso pelaje, la exterminaron completamente hace veinte años.
—Treinta —le corrigió Filippa, metiéndose en la boca una a una todas las gambas que Geralt no había alcanzado a comerse, hasta la última—. Lo sé, lo sé, la especie seguramente no se habría extinguido si le hubiera ordenado a la modista coser en el vestido manojos de estopa. Lo estuve considerando. Pero el color de la estopa no congeniaba con él.
—Vamos al otro lado de la mesa —propuso ligero el brujo—. He visto allí una escudilla llena de caviar negro. Y dado que los esturiones de cabeza de pala también se han extinguido casi por completo, hay que darse prisa.
—¿Caviar en tu compañía? He soñado con ello. —Filippa agitó las pestañas, le pasó la mano bajo el brazo, tenía un excitante perfume a canela y nardo—. Vamos sin dudarlo. ¿Nos harás compañía, Dorregaray? ¿No? Bueno, entonces adiós, que te vaya bien.
El hechicero soltó un bufido y se dio la vuelta. Según se iba, Sabrina Glivissig y su amiga pelirroja le dirigieron una mirada más venenosa que la picadura de una de aquellas cobras de las rocas amenazadas de extinción.
—Dorregaray —murmuró Filippa, apretándose contra el costado de Geralt sin vergüenza alguna— espía para el rey Ethain de Cidaris. Ten cuidado. Esos sus reptiles y pieles no son más que un prólogo que precede a sus preguntas. Y Sabrina Glevissig tenía bien puesto el oído…
—… porque espía para Henselt de Kaedwen —terminó—. Lo sé, ya lo has dicho. Y esa pelirroja, su amiga…
—No es pelirroja sino teñida. ¿Es que no tienes ojos? Es Marti Sodergren.
—¿Para quién espía?
—¿Marti? —Filippa sonrió, brillaron sus dientes por debajo de unos labios muy pintados de carmín—. Para nadie. A Marti no le interesa la política.
—Enojoso. Pensé que todos aquí espiaban.
—Muchos. —La hechicera entrecerró los ojos—. Pero no todos. No Marti Sodergren. Marti es sanadora. Y ninfómana. ¡Ah, qué me parta un rayo, mira! ¡Se han machacado todo el caviar! ¡Hasta el último huevillo! ¡Han limpiado la pátera! ¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora —Geralt sonrió con aire inocente— me aclararás que hay algo en el aire. Dirás que tengo que desistir de mi neutralidad y efectuar una elección. Me propondrás una apuesta. No me atrevo ni siquiera a soñar qué pueda ser lo que gane yo con la apuesta. Pero sé lo que voy a tener que hacer en caso de que pierda.
Filippa Eilhart guardó silencio durante largo rato, sin alzar la vista.
—Podría habérmelo imaginado —dijo en voz baja—. Dijkstra no se pudo contener. Te hizo una propuesta. Y le advertí de que odias a los espías.
—No odio a los espías. Odio el espionaje. Y odio el odio. No me propongas ninguna apuesta, Filippa. Por supuesto que yo también siento que hay algo aquí en el aire. Y que cuelgue lo que quiera. A mi no me concierne ni me importa.
—Ya me dijiste esto una vez. En Oxenfurt.
—Me alegro de que no te hayas olvidado. ¿De las circunstancias, espero, también te acordarás?
—Con precisión. No te delaté entonces a quién servía ese Rience o como se llamara. Le permití huir. Ah, cuidado que te enfadaste entonces conmigo…
—Por decirlo con delicadeza.
—Ha llegado el momento de que me rehabilite. Mañana te daré al tal Rience. No me interrumpas, no pongas esa cara. Esto no es una apuesta al estilo de Dijkstra. Es una promesa y yo siempre mantengo mis promesas. No, no hagas preguntas. Espérate a mañana. Ahora nos vamos a concentrar en el caviar y en charlas banales.
—No hay caviar.
—Un momento.
Lanzó una mirada furtiva a su alrededor, movió una mano y murmuró un hechizo. La vajilla de plata, con la forma de una pez retorcido en un salto, se llenó de inmediato de huevas del esturión pico de pala, especie amenazada de extinción. El brujo sonrió.
—¿Alimentan las ilusiones?
—No. Pero se le puede hacer graciosas cosquillas al gusto más snob. Pruébalo.
—Humm… Cierto… Da la sensación de ser más rico que el verdadero…
—Y no engorda —dijo la hechicera con orgullo, rociando de zumo de limón otra cucharilla bien llena de caviar—. ¿Puedo pedirte otra copa de vino blanco?
—Por supuesto. ¿Filippa?
—Dime.
—Al parecer las conveniencias prohíben lanzar aquí un hechizo. ¿No hubiera sido más seguro en vez de la ilusión del caviar crear la ilusión del propio sabor? ¿Sólo la sensación? Seguro que podrías…
—Por supuesto que podría. —Filippa Eilhart le miró a través del cristal de la copa—. La construcción de tal hechizo es más sencilla que el mecanismo de un chupete. Pero teniendo sólo la sensación del sabor, hubiéramos perdido el placer que produce la actividad. El proceso que acompaña los gestos rituales, los movimientos… El proceso de la conversación que lo acompaña, el contacto de los ojos… Te puedo hacer una comparación graciosa, ¿quieres?
—Te escucho, y me alegro por adelantado.
—También sabría crear la sensación de un orgasmo.
Antes de que el brujo recuperara el habla, se acercó a ellos una hechicera no muy alta, delgada, de largos y lisos cabellos del color de la paja. La reconoció al instante: era la de las zapatillas de piel de acantosauro y blusilla de tul verde que no cubría ni siquiera tan pequeño detalle como un pequeño lunar en el pecho izquierdo.
—Lo siento —dijo—, pero tengo que interrumpir vuestro flirteo. Filippa, Radcliffe y Detmold te piden que habléis unos minutos. Urgentemente.
—En fin, si es así, iré. Adiós, Geralt. ¡Flirtearemos luego!
—¡Ajá! —La rubia le evaluaba con la mirada—. Geralt. ¿El brujo por el que Yennefer se ha vuelto loca? Te he estado observando y preguntándome quién podrías ser. ¡Me he martirizado pensándolo!
—Conozco ese tipo de martirio —respondió él, sonriendo cortésmente—. Justo en este momento lo estoy sufriendo.
—Disculpa la metedura de pata. Soy Keira Metz. ¡Oh, caviar!
—Ten cuidado, es una ilusión.
—¡Oh, diablos, tienes razón! —La hechicera soltó la cucharilla como si fuera el rabo de un escorpión negro—. ¿Quién ha sido tan descarado? ¿Tú? ¿Sabes crear una ilusión de cuarto grado? ¿Tú?
—Yo —mintió, sin dejar de sonreír—. Soy maestro de la magia, finjo ser un brujo para mantener el incógnito. ¿Acaso piensas que Yennefer se interesaría por un brujo común y corriente?
Keira Metz le miró directamente a los ojos, torció los labios. En el cuello llevaba un medallón en forma de cruz ankh de plata, con circonias engastadas.
—¿Un poco de vino? —propuso Geralt, para deshacer el incómodo silencio. Albergaba el temor de que su broma no había sido bien recibida.
—No, gracias… colega maestro —dijo, gélida, Keira—. No bebo. No puedo. Planeo quedarme embarazada esta noche.
—¿Con quién? —preguntó, acercándose, la pelirroja de bote amiga de Sabrina Glevissig. Estaba vestida con la blusilla transparente de seda, adornada con aplicaciones imaginativamente dispuestas.
Keira se volvió y la midió con la vista desde los zapatos de iguana blanca hasta la diadema de perlas.
—¿Y a ti qué te importa?
—Nada. Curiosidad profesional. ¿No me presentas a tu acompañante, el famoso Geralt de Rivia?
—De mala gana. Pero sé que no me voy a librar de ti. Geralt, ésta es Marti Sodergren, sanadora. Su especialidad son los afrodisíacos.
—¿Acaso tenemos que hablar de negocios? Oh, me habéis dejado algo de caviar. Que amable por vuestra parte.
—Cuidado —dijeron a coro la hechicera y el brujo—. Es una ilusión.
—¡Es verdad! —Marti Sodergren se inclinó, arrugó la nariz, después de lo cual tomó en la mano la copa y contempló las huellas de carmín en ella—. Por supuesto, Filippa Eilhart. Quién si no se atrevería a tamaña desvergüenza. Culebra asquerosa. ¿Sabíais que ella espía para Vizimir de Redania?
—¿Y es ninfómana? —se arriesgó el brujo.
Marta y Keira bufaron al mismo tiempo.
—¿Así que con eso contabas mientras le hacías la rosca e intentabas flirtear? —preguntó la sanadora—. Si es así, has de saber que alguien te ha gastado una broma pesada. Desde hace algún tiempo Filippa ya no gusta de los hombres.
—¿O puede que tú seas una mujer? —Keira Metz hizo un mohín con sus labios brillantes—. ¿No será que tan sólo finges ser un hombre, colega maestro de magia? ¿Para guardar el incógnito? Sabes, Marti, me confesó hace un momento que le gusta fingir.
—Le gusta y sabe —sonrió Marti maliciosamente—. ¿Verdad, Geralt? No hace tanto que vi cómo fingías que tienes mal oído y no conoces la Vieja Lengua.
—Él tiene muchos defectos —dijo Yennefer con voz fría, acercándose y tomando al brujo posesivamente por el brazo—. Él casi no tiene más que defectos. Perdéis el tiempo, muchachas.
—Eso parece —concedió Marti Sodergren, todavía sonriendo con malicia—. Así que os deseamos que os divirtáis. Ven, Keira, vamos a beber algo… sin alcohol. Igual yo también me decido a algo esta noche.
—Uff —resopló Geralt cuando se fueron—. En el momento justo, Yen. Gracias.
—¿Me lo agradeces? Seguro que es mentira. En esta sala hay exactamente once mujeres alardeando de tetas por debajo de blusas transparentes. Te dejo durante media hora y te pillo hablando con dos de ellas…
Yennefer se interrumpió, miró la bandeja en forma de pez.
—… y comiendo ilusiones —anadió—. Oh, Geralt, Geralt. Ven. Es el momento de presentarte a algunas personas que merece la pena conocer.
—¿Una de esas personas es Vilgefortz?
—Curioso —la hechicera entrecerró los ojos— que preguntes justo por él. Sí, Vilgefortz desea conocerte y hablar contigo. Te advierto, la conversación puede parecer banal y despreocupada, pero que eso no te confunda. Vilgefortz es un jugador hábil y de increíble inteligencia. No sé qué es lo que quiere de ti, pero mantente alerta.
—Me mantendré alerta —suspiró—. Pero no creo que tu hábil jugador esté en posición de sorprenderme. No después de lo que he pasado aquí. Se han echado sobre mí espías, me han asaltado reptiles y armiños en peligro de extinción. Me han alimentado con caviar inexistente. Ninfómanas que no gustan de los hombres han puesto en duda mi masculinidad, me amenazaron con violarme sobre un erizo, me asustaron con un embarazo, buf, incluso con un orgasmo y además uno al que no acompañan los movimientos rituales. Brrr…
—¿Has bebido?
—Un poquillo de vino blanco de Cidaris. Pero seguramente había en él afrodisíaco… ¿Yen? ¿Después de hablar con Vilgefortz podemos volver a Loxia?
—No vamos a volver a Loxia.
—¿Cómo?
—Quiero pasar esta noche en Aretusa. Contigo. ¿Un afrodisíaco, dices? ¿En el vino? Interesante…
—Ay, madre, ay —suspiró Yennefer, estirándose y poniendo su muslo junto al muslo del brujo—. Ay, ay, ay. Hacía tanto que no hacía el amor… Hacía muchísimo.
Geralt introdujo sus dedos entre los rizos de ella, no hizo ningún comentario. En primer lugar porque la afirmación podía ser una provocación, tenía miedo del anzuelo oculto en el cebo. En segundo lugar, tampoco quería borrar con palabras el sabor de su placer, que todavía reposaba en los labios.
—Hacía mucho no había hecho el amor con un hombre que me hubiera declarado su amor y al que yo le hubiera declarado mi amor —murmuró poco después, cuando ya estaba claro que el brujo no iba a reaccionar a la pulla—. Había olvidado cómo puede llegar a ser. Ay, ay.
Se apretó todavía con más fuerza, extendiendo los brazos y agarrando con las dos manos los picos de la almohada, y sus pechos, bañados por la luz de la luna, tomaron entonces una forma que le provocó al brujo temblores en la parte inferior de su espalda. La abrazó, ambos yacieron inmóviles, apagándose, enfriándose.
Al otro lado de la ventana de la habitación chirriaban las cigarras, también se podían escuchar lejanas y tenues voces y risas, la prueba de que el banquete continuaba pese a la hora tan tardía.
—¿Geralt?
—¿Sí, Yen?
—Cuéntame.
—¿Te refieres a la conversación con Vilgefortz? ¿Ahora? Te lo contaré por la mañana.
—Ahora, por favor.
Geralt miró el secreter que estaba en un rincón de la habitación. Sobre él había libros, álbumes y otros objetos que la adepta evacuada temporalmente a Loxia no se había llevado consigo. Solícitamente apoyada sobre un libro, estaba sentada una redondeada muñequita de trapo vestida con un vestidito de volantes que estaba desgastado de tanto apretón. No se llevó la muñeca, pensó Geralt, para no dar pie a las burlas de sus compañeras en Loxia, en el dormitorio común. No se llevó su muñequita. Y ahora, seguro, no puede dormir sin ella.
La muñeca le miraba con los botones de sus ojos. Geralt entornó la vista.
Cuando Yennefer le presentó al Capítulo, observó cuidadosamente a la élite de los hechiceros. Hen Gedymdeith sólo le dedicó una mirada corta y cansada: se veía que el banquete había conseguido ya aburrir y agotar al viejo. Artaud Terranova se inclinó con una mueca ambigua, pasando sus ojos de él a Yennefer, pero se puso serio de inmediato bajo la mirada de los otros. Los ojos azules de Francesca Findabair eran impenetrables y duros como el cristal. Cuando se la presentaron, la Margarita de Dolin sonrió. La sonrisa, aunque extraordinariamente hermosa, llenó de terror al brujo. Tissaia de Vries, que estaba al parecer absorta en ordenar incansablemente sus puños y su bisutería, sonrió durante la presentación de una forma mucho menos hermosa pero bastante más sincera. Y fue Tissaia quien de inmediato comenzó a conversar con él, comentando uno de sus caballerescos hechos de brujo, el cual, para ser sinceros, no recordaba y sospechaba que se lo había sacado de la manga.
Y entonces, Vilgefortz se unió a la conversación. Vilgefortz de Roggeveen, hechicero de imponente figura, de nobles y hermosos rasgos, de voz sincera y digna. Geralt sabía que de personas con aquel aspecto podía esperarse cualquier cosa.
Hablaron poco, sintiendo sobre sí las miradas de los otros, llenas de desasosiego. Yennefer miraba al brujo. Una joven hechicera de amables ojos, que intentaba sin descanso cubrir su rostro detrás de un abanico, miraba a Vilgefortz. Intercambiaron algunas frases convencionales, después de lo cual Vilgefortz le propuso continuar la conversación en un grupo más pequeño. A Geralt le pareció que Tissaia de Vries era la única persona a la que esta propuesta le asombró.
—¿Te has dormido, Geralt? —El murmullo de Yennefer le arrancó de sus pensamientos—. Ibas a contarme vuestra conversación.
La muñequita le miraba con sus ojos de botón desde el secreter. Desvió la mirada.
—Apenas salimos a la galería —comenzó al cabo—, esa muchacha de rostro extraño…
—Lydia van Bredevoort. La asistenta de Vilgefortz.
—Sí, es verdad, ya me lo dijiste. La persona sin importancia. Así que cuando salimos a la galería, la tal persona sin importancia se detuvo, le miró y le preguntó algo. Telepáticamente.
—No fue una falta de tacto. Lydia no puede usar la voz.
—Me lo imaginé. Porque Vilgefortz no le respondió con telepatía. Respondió…
—Sí, Lydia, es una buena idea —respondió Vilgefortz—. Daremos un paseo por la Galería de la Gloria. Vas a tener ocasión de echar un vistazo a la historia de la magia, Geralt de Rivia. No dudo de que conozcas la historia de la magia, pero vas a tener ocasión de conocer su historia visual. Si eres entendido en pintura, no te asustes. La mayor parte de los cuadros son producto del entusiasmo de alguna estudiante de Aretusa. Lydia, sé buena e ilumina algo las tinieblas que reinan aquí.
Lydia van Bredevoort movió la mano en el aire e inmediatamente hubo más claridad en el corredor.
El primer cuadro mostraba un velero antiquísimo, sacudido por un remolino entre los escollos que surgían de las olas. En la proa del barco había un hombre vestido con una túnica blanca, con la cabeza rodeada por una aureola luminosa.
—El primer desembarco —se imaginó el brujo.
—Por supuesto —confirmó Vilgefortz—. El Barco de los Exiliados. Jan Bekker somete su voluntad a la Fuerza. Calma las olas, probando que la magia no tiene por qué ser malvada o destructiva, sino que puede salvar vidas.
—¿Este acontecimiento de verdad tuvo lugar?
—Lo dudo —sonrió el hechicero—. Lo más posible es que, durante el primer viaje y desembarco, Bekker echara los hígados por la borda como los demás. No fue capaz de controlar la Fuerza hasta después del desembarco, que si tuvo un feliz desenlace fue por pura suerte. Avancemos. Aquí ves de nuevo a Jan Bekker obligando al agua a brotar de la roca en el lugar de fundación del primer asentamiento. Y aquí, mira, rodeado por los colonos arrodillados, Bekker expulsa las nubes y detiene la tempestad para proteger la cosecha.
—¿Y esto? ¿Qué acontecimiento muestra esta imagen?
—El Reconocimiento de los Elegidos. Bekker y Giambattista someten a un test mágico a los hijos de los nuevos colonos para descubrir la Fuente. Los niños seleccionados serán separados de sus padres y llevados a Mirthe, la primera sede de los magos. Estás contemplando un momento histórico. Como ves, todos los niños están asustados, sólo esa resuelta morenilla con una sonrisa de completa confianza tiende su mano a Giambattista. Ésta es la que luego sería famosa como Agnes de Glanville, primera mujer que llegó a ser hechicera. La mujer de detrás es su madre. Está un poco triste.
—¿Y esta escena de grupo?
—La Unión Novigrada. Bekker, Giambattista y Monck firman un pacto con gobernantes, sacerdotes y druidas. Algo así como un pacto de no agresión y de separación de la magia y el estado. Terriblemente kitsch. Vayamos más adelante. Aquí vemos a Geoffrey Monck encaminándose a lo alto del Pontar, entonces todavía llamado Aevon y Pont ar Gwennelen, Río de los Puentes de Alabastro. Monck navegó hasta Loc Muinne, para convencer a los elfos de que aceptaran un grupo de niños, Fuentes, para que estudiaran con los magos élficos. Puede que te interese saber que entre aquellos niños había un muchacho llamado luego Gerhart de Aelle. Lo has conocido hace un momento. Ahora ese muchacho se llama Hen Gedymdeith.
—Aquí —el brujo miró al hechicero— está pidiendo a gritos algo de pintura de batallas. Pues al fin y al cabo pocos años después de que Monck coronase con éxito su misión, el ejército del mariscal Raupenneck de Tretogor perpetró una matanza en Loc Muinne y Est Haemlet, matando a todos los elfos sin importar su edad ni sexo. Y comenzó una guerra que se acabó con la masacre de Shaerrawedd.
—Tu imponente conocimiento de la historia —sonrió de nuevo Vilgefortz— te permitirá también saber que en aquella guerra no tomó parte ninguno de los hechiceros de importancia. Por eso el tema no movió a ninguna adepta a realizar una pintura adecuada. Sigamos.
—Sigamos. Aquí, en este lienzo, ¿cual es este acontecimiento? Ah, ya lo sé. Es Raffard el Blanco, que pone de acuerdo a los reyes enemistados y pone punto final a la Guerra de los Seis Años. Y aquí tenemos a Raffard rechazando la corona. Un gesto hermoso y noble.
—¿Piensas? —Vilgefortz agitó la cabeza—. En fin, en cualquier caso fue un gesto que sentó un precedente. Raffard tomó el puesto de primer consejero y de hecho gobernó él, puesto que el rey era un idiota.
—La Galería de la Gloria… —murmuró el brujo, acercándose a la siguiente pintura—. ¿Y qué tenemos aquí?
—El histórico momento de la formación del primer Capítulo y de la promulgación de la Regla. De izquierda a derecha son: Herbert Stammelford, Aurora Henson, Ivo Richert, Agnes de Glanville, Geoffrey Monck y Radmir de Tor Carnedd. Aquí, si tengo que ser sincero, también está pidiendo a gritos una batalla. Puesto que poco después, en una guerra brutal, se exterminó a aquéllos que no quisieron reconocer al Capítulo ni someterse a la Regla. Entre ellos a Raffard el Blanco. Pero sobre esto guardan silencio los tratados históricos, a fin de no perjudicar su hermosa leyenda.
—Y aquí… Hum… Sí, creo que esto lo pintó una adepta. Y muy joven, además…
—Sin duda. Se trata de una alegoría. Lo llamaría alegoría de la feminidad triunfante. Aire, Agua, Tierra y Fuego. Y cuatro famosas hechiceras, maestras en el dominio de las fuerzas de estos elementos. Agnes de Glanville, Aurora Henson, Nina Fioravanti y Klara Larissa de Winter. Mira al siguiente, un lienzo bastante bien conseguido. Aquí ves a Klara Larissa ejecutando la apertura de la academia para muchachas. Precisamente en el edificio en el que nos encontramos. Y estos retratos son famosas licenciadas de Aretusa. He aquí la larga historia de la feminidad triunfante y de la progresiva feminización de la profesión. Yanna de Murivel, Nora Wagner, su hermana Augusta, Jade Glevissig, Leticia Charbonneau, Iiona Laux-Antille, Carla Demetia Crest, Violenta Suárez, April Wenhaver… Y la única viva: Tissaia de Vries…
Siguieron avanzando. El terciopelo del vestido de Lydia van Bredevoort susurraba aterciopeladamente y en aquel susurro había un secreto amenazador.
—¿Y esto? —Geralt se detuvo—. ¿Qué es esta escena tan terrible?
—El martirio del mago Radmir, despellejado vivo durante la rebelión de Falka. Al fondo está ardiendo el castillo de Mirthe, el cual Falka ordenó convertir en cenizas.
—Por lo que poco después la convirtieron en cenizas a la propia Falka. En una hoguera.
—Eso es un hecho de todos conocido, los niños temerios y redanos todavía se siguen divirtiendo en quemar a Falka en la noche de Saovine. Volvamos, para que puedas mirar la otra parte de la galería… Veo que quieres preguntar algo. Te escucho.
—Me extraña la cronología. Sé, por supuesto, cómo funcionan los elixires de juventud, pero la aparición conjunta en los lienzos de personas vivas y otras que murieron hace tiempo…
—En otras palabras, que te extraña que en el banquete hayas conocido a Hen Gedymdeith y Tissaia de Vries, pero no estaban entre nosotros Bekker, Agnes de Glanville, Stammelford ni Nina Fioravanti.
—No. Sé que no sois inmortales…
—¿Qué es la muerte? —le interrumpió Vilgefortz—. ¿Según tú?
—El final.
—¿El final de qué?
—De la existencia. Por lo que veo, hemos comenzado a filosofar.
—La naturaleza no conoce el concepto de filosofía, Geralt de Rivia. Suele definirse la filosofía como un intento lastimoso y ridículo de comprender la naturaleza, acometido por el ser humano. Por filosofía se entienden también los resultados de tales intentos. Es como si un rábano indagara acerca de las causas y resultados de su existencia, aceptando como resultado de sus reflexiones el eterno y secreto Conflicto entre el Bulbo y las Hojas, y considerara la lluvia como la Fuerza Creadora Insondable. Nosotros, los hechiceros, no perdemos el tiempo en descifrar lo que sea la Naturaleza. Nosotros sabemos lo que es porque nosotros mismos somos Naturaleza. ¿Me entiendes?
—Lo intento, pero habla despacio, por favor. No olvides que estás conversando con un rábano.
—¿Has reflexionado alguna vez sobre lo que sucedió cuando Bekker obligó al agua a que surgiera de la roca? Es muy sencillo: Bekker dominó la Fuerza. Obligó a obedecer al elemento. Sometió a la Naturaleza, la gobernó… ¿Cuales son tus relaciones con las mujeres, Geralt?
—¿Cómo?
Lydia van Bredevoort se dio la vuelta con un susurro de terciopelo, y quedó quieta, esperando. Geralt vio que llevaba bajo la axila un cuadro empaquetado. No tenía ni idea de dónde había salido aquel cuadro, un momento antes Lydia no llevaba nada consigo. El amuleto en su cuello temblaba ligeramente.
Vilgefortz sonrió.
—Te he preguntado —le recordó— acerca de tu opinión en lo relativo a la relación entre el hombre y la mujer.
—¿En lo relativo a qué relación de esta relación?
—¿Se puede, en tu opinión, obligar a obedecer a una mujer? Me refiero, por supuesto, a mujeres de verdad, no a simples hembras. ¿A una mujer de verdad se la puede dominar? ¿Poseerla? ¿Lograr que se someta a tu voluntad? ¿Y si es así, en qué forma? Responde.
La muñeca de trapo no apartaba de ellos los botones de sus ojos. Yennefer desvió la mirada.
—¿Le respondiste?
—Le respondí.
La hechicera apoyó la manó izquierda en el codo de él y la derecha en los dedos que le tocaban los pechos.
—¿Y qué le dijiste?
—Ya lo sabes.
—Has comprendido —dijo al cabo Vilgefortz—. Y creo que siempre lo has entendido. Y por eso entenderás también que si muere y desaparece el concepto de voluntad y subordinación, de mandato y obediencia, de señor y sierva, entonces se alcanza la unidad. Comunidad, unión en un solo todo. La fusión mutua. Y si algo así sucede, la muerte deja de contarse. Allí, en la sala de banquetes está presente Jan Bekker, que fue agua surgiendo de las rocas. Decir que Bekker murió es como afirmar que el agua ha muerto. Mira este lienzo.
Lo miró.
—Es extraordinariamente bello —dijo al cabo de un instante. Y de inmediato percibió un ligero temblor de su medallón de brujo.
—Lydia —sonrió Vilgefortz— te agradece el elogio. Y yo te alabo el gusto. El paisaje presenta el encuentro de Cregennan de Lod y Lara Dorren aep Shiadhal, legendarios amantes, separados y destruidos por el tiempo del odio. Él era hechicero, ella elfa, parte de la élite de Aen Saevherne, es decir Los Que Saben. Lo que pudo haber sido el principio de la reconciliación se convirtió en tragedia.
—Conozco esta historia. Siempre la tuve por un cuento. ¿Qué pasó de verdad?
—Eso —el hechicero se puso serio— no lo sabe nadie. Es decir, casi nadie. Lydia, cuelga tu cuadro aquí. Geralt, admira la nueva obra del pincel de Lydia. Es un retrato de Lara Dorren aep Shiadhal hecho sobre la base de una antiquísima miniatura.
—Enhorabuena. —El brujo se inclinó ante Lydia van Bredevoort y la voz ni siquiera le tembló—. Es una verdadera obra maestra.
La voz no le tembló aunque Lara Dorren aep Shiadhal le miraba desde el retrato con los ojos de Ciri.
—¿Qué pasó luego?
—Lydia se quedó en la galería. Nosotros dos salimos a la terraza. Y él se burló a mi costa.
—Por allí, Geralt, si no te importa. Pisa solamente en las baldosas oscuras, por favor.
Abajo el mar bramaba, la isla de Thanedd se erguía entre la blanca espuma de la resaca. Las olas se estrellaban contra los muros de Loxia, que se encontraban exactamente debajo de ellos. Loxia estaba llena de luces, lo mismo que Aretusa. El bloque pétreo del Garstang, que se elevaba sobre ellos, aparecía sin embargo oscuro y muerto.
—Mañana —el hechicero siguió la mirada del brujo— los miembros del Capítulo y del Consejo vestirán sus túnicas tradicionales, sus capas negras que conoces de los antiguos grabados y sus sombreros de cucurucho. Llevaremos también las largas varitas y bastones, cobrando un aspecto parecido a los hechiceros y meigas con los que se asusta a los niños. Es una tradición. En compañía de algunos otros delegados, nos dirigiremos allá arriba, al Garstang. Allí, en una sala especialmente preparada, celebraremos consejo. El resto esperará en Aretusa a que volvamos con nuestras decisiones.
—¿La reunión en Garstang, en un pequeño grupo, también es una tradición?
—La que más. Antigua y dictada por consideraciones prácticas. Sucedía que las reuniones de los hechiceros eran tormentosas y se llegaba a un intercambio de ideas bastante activo. Durante uno de aquellos intercambios, una bola de rayos dañó el peinado y el vestido de Nina Fioravanti. Nina dedicó todo un año de trabajo a rodear las paredes de Garstang con un bloqueo mágico y un aura increíblemente fuerte. Desde entonces los hechizos no funcionan en Garstang y las discusiones discurren con tranquilidad. Sobre todo si no se olvida quitarles los cuchillos a los disputadores.
—Entiendo. Y esta torre solitaria, por encima del Garstang, en la misma punta, ¿qué es? ¿Es algún edificio importante?
—Es Tor Lara, la Torre de la Gaviota. Una ruina. ¿Importante? Seguramente sí.
—¿Seguramente?
El hechicero se apoyó en la balaustrada.
—Según las tradiciones élficas, Tor Lara está conectada por medio de algún tipo de teletransporte con la enigmática Tor Zireael, la Torre de la Golondrina, la cual todavía no ha sido encontrada.
—¿Cómo? ¿Que no habéis conseguido descubrir ese telepuerto? No me lo creo.
—Y haces bien. Descubrimos el portal, pero hubo que bloquearlo. Hubo protestas, todos se lanzaron a hacer experimentos, cada hechicero quería hacerse famoso como explorador de Tor Zireael, la sede mítica de los sabios y magos élficos. El portal está torcido sin remedio y su funcionamiento es un caos. Hubo víctimas, así que se bloqueó. Vamos, Geralt, hace frío. Cuidado. Pisa sólo en las baldosas oscuras.
—¿Por qué sólo en las oscuras?
—Estos edificios están en ruinas. La humedad, la erosión, los fuertes vientos, la sal en el ambiente, todo esto afecta terriblemente a los muros. Arreglarlo costaría mucho, así que utilizamos ilusiones. Prestigio, comprendes.
—No del todo.
El hechicero alzó una mano y la terraza desapareció. Estaban delante de un abismo, sobre un precipicio erizado en el fondo con dientes de roca bañados de espuma. Se hallaban sobre un estrecho cinturón de baldosas oscuras dispuestas como un trapecio entre el pórtico de Aretusa y los pilares que sustentaban la terraza.
Geralt mantuvo con esfuerzo el equilibrio. Si hubiera sido un ser humano, y no un brujo, no hubiera conseguido mantenerlo. Pero incluso él se dejó sorprender. Su violento movimiento no escapó a la atención del hechicero y en el rostro también tuvo que ser visible un cambio. El viento le balanceaba sobre una estrecha pasarela, el abismo le reclamaba maligno con el estrépito de sus olas.
—Temes a la muerte —constató con una sonrisa Vilgefortz—. Y pese a todo la temes.
La muñeca de harapos les miraba con los botones de sus ojos.
—Se burló de ti —murmuró Yennefer, apretándose contra el brujo—. No había peligro, seguro que os había envuelto a los dos con un campo de levitación. No se hubiera arriesgado… ¿Y qué más pasó?
—Fuimos a otra ala de Aretusa. Me condujo a una gran habitación, seguramente era el gabinete de alguna de las profesoras, puede que incluso de la rectora. Nos sentamos a la mesa sobre la que había una clepsidra. La arena estaba cayendo. Sentí el olor del perfume de Lydia, supe que había estado en la habitación antes que nosotros…
—¿Y Vilgefortz?
—Hacía preguntas.
—¿Por qué no te hiciste hechicero, Geralt? ¿Nunca te atrajo el Arte? Sé sincero.
—Lo seré. Sí me atrajo.
—¿Por qué entonces no seguiste la voz de la inclinación?
—Estimé que sería más razonable dejarse llevar por la voz de la razón.
—¿Es decir?
—Años de trabajo en la profesión de brujo me han enseñado a medir las fuerzas para lo que me proponga. Sabes, Vilgefortz, conocí una vez a un enano que, cuando era niño, soñaba con llegar a ser un elfo. ¿Qué piensas, hubiera llegado a serlo si hubiera seguido la voz de la inclinación?
—¿Y esto es una comparación? ¿Un paralelo? Si es así, es completamente erróneo. El enano no podía llegar a ser elfo. Porque no tenía una madre elfa.
Geralt guardó silencio largo rato.
—Bien —dijo por fin—. Me lo podría haber imaginado. Has estado hurgando un poco en mí currículum. ¿Puedes decirme con qué intención?
—¿No será —el hechicero sonrió ligeramente— que sueño con una pintura en la Galería de la Gloria? Nosotros dos, ante una mesa, y en una tablilla de hojalata un letrero: «Vilgefortz de Roggeveen cierra un pacto con Geralt de Rivia».
—Eso sería una alegoría —dijo el brujo—. El título: «El saber triunfa sobre la ignorancia». Preferiría una imagen más realista, que llevara el título: «Vilgefortz le explica a Geralt de qué va esto».
Vilgefortz unió los dedos de ambas manos a la altura de los labios.
—¿No es evidente?
—No.
—¿Ya te has olvidado? La imagen con la que sueño cuelga en la Galería de la Gloria, la contemplan futuras generaciones que saben perfectamente de qué va, qué acontecimientos presentan esas pinturas. En el lienzo, los Vilgefortz y Geralt pintados se ponen de acuerdo y forjan un pacto a resultas del cual Geralt, siguiendo la voz, no de no sé qué ración ni inclinación, sino de una verdadera vocación, entraría por fin en las filas de los magos, poniendo punto a su existencia actual, no demasiado sensata y carente de futuro.
—Y pensar —dijo el brujo después de un largo instante de silencio— que no hace mucho opinaba que ya nada podía sorprenderme. Créeme, Vilgefortz, voy a recordar este banquete y esta comedia de acontecimientos mágicos durante mucho tiempo. En verdad que merece la pena esta imagen: «Geralt parte de la isla de Thanedd muriéndose de risa».
—No lo he entendido. —El hechicero se inclinó algo—. Me he perdido entre las florituras de tu lenguaje, tan densamente entretejido de palabras rebuscadas.
—Las causas de tu incomprensión están claras para mí. Somos demasiado diferentes para entendernos. Tú eres un poderoso mago del Capítulo, que ha alcanzado la unidad con la naturaleza. Yo soy un vagabundo, un brujo, un mutante, que va por los caminos y mata monstruos por dinero…
—Las florituras —le interrumpió el hechicero— han sido sustituidas por banalidades.
—Somos demasiado diferentes. —Geralt no se dejó interrumpir—. Y el nimio hecho de que mi madre fuera, por casualidad, una hechicera, no es capaz de borrar esta diferencia. Pero así, por curiosidad, ¿qué era tu madre?
—No tengo ni idea —dijo, sereno, Vilgefortz.
El brujo se calló de inmediato.
—Los druidas del Círculo de Kovir —siguió al cabo el hechicero— me encontraron en una alcantarilla en Lan Exeter. Me acogieron y me educaron. Para druida, se entiende. ¿Sabes qué es un druida? Es un mutante, un vagabundo, que va por los caminos y se arrodilla ante los robles sagrados.
El brujo callaba.
—Y luego —siguió Vilgefortz— durante ciertos rituales druídicos salieron a la luz mis talentos. Talentos que con toda claridad y sin lugar a duda permitieron definir mis orígenes. Me concibieron, por supuesto casualmente, dos personas de las cuales por lo menos una era un hechicero.
Geralt callaba.
—El que descubrió mis modestos talentos fue, por supuesto, un hechicero al que conocí casualmente —siguió con tranquilidad Vilgefortz—. Y éste me obsequió con una enorme generosidad: me propuso educación y perfeccionamiento y la perspectiva de ingresar en la Hermandad de los Magos.
—Y tú —dijo sordo el brujo— aceptaste la propuesta.
—No. —La voz de Vilgefortz se volvía cada vez más fría y desagradable—. La rechacé de una forma poco cortés, incluso grosera. Descargué contra el vejete toda mi rabia. Quería que se sintiera culpable, él y toda su mágica fraternidad. Culpable, por supuesto, de la alcantarilla de Lan Exeter, culpable de que uno o dos magos canallas, unos cabrones carentes de corazón y de sentimientos humanos, me arrojaran a aquella alcantarilla después de mi nacimiento y no antes. El hechicero, está claro, ni lo entendió ni se molestó por lo que le dije entonces. Encogió los hombros y se fue, tan ensoberbecido él como el común de sus conmilitones, unos hijos de puta insensibles, arrogantes y dignos del mayor odio.
Geralt guardaba silencio.
—De los druidas estaba ya sinceramente harto —siguió Vilgefortz—. Así que abandoné los robles sagrados y me fui a correr mundo. Hice muchas cosas. De algunas me avergüenzo todavía hoy. Por fin me convertí en soldado a sueldo. Mi vida posterior fue, puedes imaginarte, como un estereotipo. Soldado vencedor, soldado perdedor, desertor, saqueador, violador, asesino, al cabo huida al fin del mundo escapando de la horca. Huí al fin del mundo. Y allí, en el fin del mundo, conocí a una mujer. Hechicera.
—Cuidado —susurró el brujo, y los ojos se le estrecharon—. Cuidado, Vilgefortz, que la búsqueda forzada de parecidos no te lleve demasiado lejos.
—Los parecidos ya se han terminado —el hechicero no bajó la mirada—. Puesto que yo no supe manejar los sentimientos que albergaba hacia aquella mujer. Tampoco comprendí sus sentimientos y ella no intentó ayudarme. La abandoné. Porque era promiscua, arrogante, rabiosa, insensible y fría. Porque no se la podía dominar y su dominación era humillante. La abandoné porque sabía que se interesaba por mí sólo porque mi inteligencia, personalidad y la fascinación de mi carácter misterioso borraban el hecho de que no era un hechicero y sólo a los hechiceros acostumbraba a conceder más de una noche. La abandoné porque… Porque era como mi madre. De pronto comprendí que lo que sentía por ella no era amor, sino un sentimiento bastante más complicado, fuerte, pero difícil de clasificar: una mezcla de miedo, rencor, rabia, remordimientos de conciencia y necesidad de expiación, sentimientos de culpa, pérdida y daño, una perversa necesidad de sufrimiento y castigo. Lo que sentía por aquella mujer era odio.
Geralt callaba. Vilgefortz miraba a un lado.
—La abandoné —siguió al cabo—. Y no podía vivir con el vacío que me acometió. Y de pronto comprendí que no era la falta de la mujer lo que producía aquel vacío, sino la falta de lo que sentía entonces. ¿Una paradoja, verdad? No creo que tenga que terminar, te imaginas el resto. Me convertí en hechicero. Por odio. Y sólo entonces comprendí qué idiota había sido. Confundí el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.
—Como has observado con acierto, los paralelos entre nosotros no han sido paralelos del todo —murmuró Geralt—. Pese a las apariencias, tenemos muy poco en común, Vilgefortz. ¿Qué es lo que querías decir al contarme tu historia? ¿Que el camino de la maestría en la hechicería, aunque retorcido y difícil, está abierto para todos? ¿Incluso, perdona los paralelos, para bastardos y niños abandonados, vagabundos o brujos…?
—No —le interrumpió el hechicero—. No era mi intención demostrar que este camino está abierto para todos porque eso es evidente y sabido desde hace tiempo. No precisa tampoco de prueba alguna el hecho de que para algunas personas simplemente no hay otro camino.
—Entonces —sonrió el brujo—, ¿no tengo otra salida? ¿Tengo que firmar contigo el mencionado pacto que habrá de convertirse en tema de pinturas y convertirme en hechicero? ¿Sólo a causa de la genética? Vaya. Conozco un poco la teoría de la herencia. Mi padre, lo he averiguado con poco esfuerzo, fue un vagabundo, ignorante, aventurero y rajabarbas. Puedo tener predomino de genes por parte de espada y no de madre. El hecho de que tampoco se me dé mal el rajar barbas parece probarlo.
—Ciertamente. —El hechicero sonrió burlón—. La clepsidra casi ha dejado caer toda la arena y yo, Vilgefortz de Roggeveen, maestro de magia, miembro del Capítulo, todavía estoy conversando, no sin gusto, con un ignorante y rajabarbas, hijo de un ignorante, rajabarbas y vagabundo. Hablamos de cosas y asuntos que, como es de todos sabidos, son tema común y corriente de debate en las lumbres de los rajabarbas ignorantes. Tales cosas como la genética, por ejemplo. ¿De dónde has sacado tú esa palabra, mi rajabarbas? ¿De la escuela del santuario de Ellander donde enseñan a silabear y escribir veinticuatro runas? ¿Qué es lo que te condujo a leer libros donde puedes encontrar estas y otras palabras parecidas? ¿Dónde cincelaste tu elocuencia y tu retórica? ¿Y por qué lo hiciste? ¿Para conversar con vampiros? Mi vagabundo genético al que le sonríe Tissaia de Vries. Mi brujo rajabarbas que fascina tanto a Filippa Eilhart que hasta le tiemblan las manos. Aquél cuya mención hace que Triss Merigold se llene de rubor. Por no hablar de Yennefer de Vengerberg.
—Y puede que hagas bien en no hablar de ella. Es cierto que en la clepsidra ya queda tan poca arena que casi se pueden contar los granos. No pintes más cuadros, Vilgefortz. Di de qué se trata. Dímelo en palabras sencillas. Imagínate que estamos sentados junto a la lumbre, dos vagabundos, asamos un cochinillo que acabamos de robar e intentamos emborracharnos sin éxito con zumo de abedul. Se hace una pregunta sencilla. Responde. De vagabundo a vagabundo.
—¿Cuál es esa pregunta sencilla?
—¿Qué pacto me propones? ¿Qué acuerdo tenemos que cerrar? ¿Por qué quieres tenerme en tu bote, Vilgefortz? ¿En un caldero en el que, por lo que me parece, comienza a hervir? ¿Qué es lo que hay en el aire aquí, aparte de los candelabros?
—Humm. —El hechicero reflexionó o fingió hacerlo—. La pregunta no es sencilla, pero intentaré responder. Pero no de vagabundo a vagabundo. Responderé… de rajabarbas de alquiler a otro parecido a él.
—Está bien.
—Entonces escucha, camarada rajabarbas. Se está preparando una buena jodienda. Una terrible carnicería a vida o muerte, no se dará perdón. Unos vencerán, a otros se los comerán los cuervos. Te aconsejo, camarada, únete a los que tienen mayores posibilidades. A nosotros. A los otros, abandónalos y échales un buen escupitajo, porque no tienen posibilidad ninguna, para qué coño vas a morir junto con ellos. No, no, camarada, no me pongas esos morros, sé lo que quieres decir. Quieres decir que eres neutral. Que te importan una polla tanto los unos como los otros, que simplemente esperarás la jodienda escondido en las montañas, en Kaer Morhen. Ésa es una mala idea, camarada. Todo lo que amas vendrá con nosotros. Si no te unes a nosotros, lo perderás todo. Y entonces te tragará el vacío, la nada y el odio. Te destruirá el tiempo del odio que sobreviene. Así que sé razonable y ponte del lado correcto cuando haya que elegir. Y habrá que elegir. Puedes creerme.
—Increíble —el brujo adoptó una sonrisa siniestra— hasta qué punto les molesta a todos mi neutralidad. Hasta qué punto ella me convierte en objeto de propuestas de pactos y acuerdos, ofertas de colaboración, de lecciones o de la necesidad de efectuar una elección y ponerme del lado correcto. Terminemos esta conversación, Vilgefortz. Pierdes el tiempo. En este juego soy un interlocutor desigual. No veo posibilidad de que ambos nos encontremos en un mismo cuadro en la Galería de la Gloria. Especialmente en los de batallas.
El hechicero callaba.
—Dispón —siguió Geralt— en tu tablero de ajedrez al rey, la dama, el elefante y la torre, no te preocupes por mí porque yo en este tablero tengo tanta importancia como el polvo que lo cubre. Éste no es mi juego. ¿Afirmas que voy a tener que elegir? Te aseguro que te equivocas. No voy a elegir. Me adaptaré a lo que pase. Me adaptaré a lo que otros elijan. Siempre he hecho esto.
—Eres un fatalista.
—Lo soy. Aunque ésa es otra palabra que no debería conocer. Te repito que no es mi juego.
—¿De verdad? —Vilgefortz se inclinó por encima de la mesa—. En este juego, brujo, sobre el tablero hay ya un caballo negro que está para bien o para mal unido a ti por el lazo de la predestinación. Sabes de quién estoy hablando, ¿verdad? No creo que quieras perderla. Sabes que sólo hay una forma para no perderla.
Los ojos del brujo se empequeñecieron.
—¿Qué es lo que queréis de esa niña?
—Sólo hay una forma de que puedas enterarte de ello.
—Te advierto. No te permitiré que le hagas daño…
—Sólo hay una forma de que puedas lograrlo. Te he propuesto esa forma, Geralt de Rivia. Reflexiona sobre mi propuesta. Tienes toda la noche. Piensa cuando mires al cielo. A las estrellas. Y no las confundas con aquéllas que se reflejan en la superficie de un estanque. La clepsidra se ha agotado.
—Tengo miedo por Ciri, Yen.
—No tienes por qué.
—Pero…
—Confía en mí. —Le abrazó—. Confía en mí, por favor. No te preocupes por Vilgefortz. Es un jugador. Quería pincharte, provocarte. Y en parte lo ha conseguido. Pero eso no importa. Ciri está bajo mi protección, y en Aretusa estará segura, podrá desarrollar sus capacidades y nadie la molestará. Nadie. En cuanto a lo de que llegará a ser bruja, olvídalo. Ella tiene otros talentos. Y está predestinada para otras cosas. Puedes creerme.
—Te creo.
—Ése es un progreso significativo. Y no te preocupes por Vilgefortz. En el día de mañana aclararé muchos asuntos y desharé muchos problemas.
El día de mañana, pensó Geralt. Me oculta algo. Y yo tengo miedo de preguntar. Codringher tenía razón. Me he metido en un lío de la leche. Pero ahora no tengo salida. Tengo que esperar a lo que traiga el día de mañana que al parecer ha de aclarar todo. Tengo que confiar en ella. Sé que algo sucederá. Esperaré. Y me adaptaré a la situación.
Miró al secreter.
—¿Yen?
—Aquí estoy.
—Cuando estudiaste en Aretusa… cuando dormías en cuartos como éste… ¿tenías una muñequita sin la que no podías dormir? ¿Que sentabas por el día en el secreter?
—No. —Yennefer se agitó violentamente—. Yo no tenía ni siquiera muñequita. No me preguntes por aquello, Geralt. Por favor, no me preguntes.
—Aretusa —susurró, mirando alrededor—. Aretusa en la isla de Thanedd. Su casa. Para tantos años… Cuando salga de aquí ya será una mujer madura…
—Déjalo. No pienses en ello ni hables de ello. En vez de eso…
—¿Qué?
—Hazme el amor.
La abrazó. La tocó. La encontró. Yennefer, de una forma increíble, blanda y dura a la vez, dio un fuerte suspiró. Las palabras que dijeron se quebraron, desaparecieron entre suspiros y aspiraciones apresuradas, dejaron de tener significado, se dispersaron. Así que callaron, se concentraron en la búsqueda del otro, en la búsqueda de la verdad. Buscaron larga, cariñosa y muy esmeradamente, temiendo el sacrilegio del apresuramiento, la liviandad y la negligencia. Buscaron con fuerza, intensiva y apasionadamente. Buscaron con cuidado, temiendo el sacrilegio de la falta de delicadeza.
Se encontraron el uno al otro, vencieron al miedo y un instante después encontraron la verdad, que les explotó bajo los párpados, aguda, cegadora en su evidencia, rota en gemidos apretados en la determinación de los labios. Y entonces el tiempo tembló espasmódicamente y se detuvo, todo desapareció y el único sentido que siguió funcionando fue el tacto.
Pasó una eternidad, regresó la realidad, el tiempo tembló por segunda vez y comenzó a moverse, poco a poco, torpe, como un carro grande y cargado. Geralt miró por la ventana. La luna seguía en el cielo aunque lo que había pasado hacía un momento debería haberla arrojado sobre la tierra.
—Ay, ay —dijo Yennefer tras un largo rato, limpiándose las lágrimas de las mejillas con un lento movimiento.
Yacieron inmóviles entre sábanas desordenadas, entre temblores, entre calor que se evaporaba y felicidad que se apagaba, entre el silencio, mientras que alrededor les envolvía una oscuridad difusa, preñada del olor de la noche y de las voces de las cigarras. Geralt sabía que en tales momentos las capacidades telepáticas de la hechicera estaban sensibilizadas y eran muy potentes, así que pensó con intensidad en asuntos y cosas hermosas. En la explosión de claridad del sol naciente. En la niebla que cuelga al albor sobre un lago de la montaña. En cataratas cristalinas por las que saltan salmones, tan brillantes como si fueran de plata fundida. En las cálidas gotas de lluvia golpeando en las hojas de un rosal rebosante de rosas.
Pensó para ella. Yennefer sonrió, al escuchar sus pensamientos. La sonrisa temblaba sobre sus mejillas con la sombra plateada por la luna de sus pestañas.
—¿Una casa? —Yennefer preguntó de pronto—. ¿Qué casa? ¿Tú tienes una casa? ¿Quieres construir una casa? Ah… Perdona. No debiera…
Él callaba. Estaba enfadado consigo mismo. Pensando para ella, sin querer, le había permitido leer los pensamientos que albergaba sobre ella.
—Hermoso sueño. —Yennefer le acarició ligeramente el brazo—. Una casa. Una casa construida con tus propias manos, y en esta casa tú y yo. Tú criarías caballos y ovejas, yo me ocuparía del huerto, pesaría los alimentos y cardaría la lana que llevaríamos al mercado. Por los céntimos que nos dieran por la venta de la lana y de los diversos frutos de la tierra compraríamos todo lo necesario, pongamos por ejemplo, un caldero de cobre y un rastrillo de hierro. Cada cierto tiempo nos visitaría Ciri con su marido y sus tres hijos, a veces se pasaría Triss Merigold para estar con nosotros algunos días. Envejeceríamos con dignidad. Y si me aburriera, por las noches tocarías para mí una gaita hecha con tus propias manos. Tocar la gaita, como es de dominio general, es el mejor remedio para la morriña.
El brujo guardó silencio. La hechicera tosió bajito.
—Perdona —dijo al cabo.
Se incorporó sobre los codos, se inclinó, lo besó. Se movió de pronto, lo abrazó. En silencio.
—Di algo.
—No me gustaría perderte, Yen.
—Pero si me tienes.
—Esta noche tendrá final.
—Todo tiene un final.
No, pensó Geralt. No quiero que sea así. Estoy cansado. Demasiado cansado para aceptar la perspectiva de finales que son principios, tras los que hay que comenzar otra vez de nuevo. Yo quisiera…
—No hables. —Con un rápido movimiento Yennefer le puso un dedo en los labios—. No me digas lo que quisieras ni lo que anhelas. Porque podría ser que no fuera a poder cumplir tus deseos y eso me causaría daño.
—¿Y qué es lo que tú anhelas, Yen? ¿Con qué sueñas?
—Sólo con cosas que se pueden alcanzar.
—¿Y conmigo?
—A ti ya te tengo.
Guardó silencio durante largo rato. Y esperó al momento en que ella interrumpió el silencio.
—¿Geralt?
—¿Mmm?
—Hazme el amor, por favor.
Al principio, saciados de sí, estaban llenos ambos de fantasía e invenciones, de ideas, descubrimientos y deseos de novedad. Como de costumbre, pronto resultó que aquello era a la vez demasiado y demasiado poco. Lo comprendieron al mismo tiempo y se mostraron amor de nuevo.
Cuando Geralt recuperó la consciencia, la luna todavía seguía en su sitio. Las cigarras chirriaban con empeño como si ellas también quisieran combatir el miedo y la intranquilidad a base de locura y pasión. Desde una ventana cercana en el ala izquierda de Aretusa alguien necesitado de sueño gritaba y echaba pestes exigiendo silencio. Desde una ventana al otro lado alguien, al parecer dotado de un alma más artística, aplaudía con entusiasmo y les vitoreaba.
—Oh, Yen… —susurró el brujo con vergüenza.
—Tenía motivos… —Le besó y luego apretó la mejilla contra la almohada—. Tenía motivos para gritar. Así que grité. No se debe reprimir, no es sano ni natural. Abrázame, si puedes.