DOS días más tarde, Patience se encontraba sentada en su salita privada, dedicada a su labor de costura. Los tapetes para el salón estaban casi terminados; iba a alegrarse de ver el último de ellos. Seguía confinada en el diván, con la rodilla vendada y el pie apoyado sobre un cojín. La idea que había sugerido aquella misma mañana, de que seguramente podía arreglárselas perfectamente con la ayuda de un bastón, había hecho fruncir los labios a la señora Henderson, que sacudió la cabeza negativamente y afirmó en tono solemne que lo más juicioso sería guardar cuatro días de descanso absoluto.
¡Cuatro días! Antes de que pudiera expresar lo antipática que le resultaba semejante idea, Vane, en cuyos brazos estaba en aquel momento, respaldó a la señora Henderson sumándose a la misma opinión.
Cuando, tras el desayuno, Vane la llevó hasta la salita y la depositó sobre el diván, le recordó cómo había amenazado con atarla al mismo si la descubría de pie. Y dicha advertencia la pronunció en un tono lo suficientemente intimidatorio como para que ella se quedara recostada y concentrada en los tapetes con aparente conformidad.
Minnie y Timms habían ido a hacerle compañía; Timms estaba entretenida haciendo nudos en un fleco y Minnie observaba y prestaba un dedo cada vez que hacía falta. Todas estaban acostumbradas a pasar horas enfrascadas en actividades silenciosas, nadie veía razón alguna para turbar la paz con la cháchara.
Lo cual supuso una bendición, pues Patience tenía la cabeza totalmente ocupada con otro asunto: meditar sobre lo ocurrido la primera vez que Vane la llevó hasta aquella habitación. Entre ocultar su reacción y la preocupación que sentía por Gerrard y por las acusaciones que se habían lanzado contra él, todavía no había tenido tiempo de analizar a fondo lo sucedido.
Desde entonces, de un modo u otro, casi no pensaba en nada más.
Por supuesto, tendría que haber estado escandalizada, o como mínimo sorprendida. Sin embargo, cada vez que se permitía recordar lo que había pasado notaba que la invadía una dulce sensación de placer que le dejaba un cosquilleo en la piel y un delicioso calor en los senos. Su reacción de «sorpresa» era emocionante, excitante, una reacción que la estimulaba en lugar de repugnarla. Tendría que haberse sentido culpable, y en cambio, la posible culpa que pudiera experimentar quedaba ahogada por una necesidad imperiosa de conocer, de experimentar, y bajo un intenso recuerdo de lo mucho que había disfrutado de aquella experiencia en particular.
Apretó los labios y dio una puntada a la tela. La curiosidad. Esa era su maldición, su condena, la cruz que tenía que llevar a cuestas, y lo sabía. Por desgracia, el hecho de saberlo no mitigaba el impulso. Esta vez, la curiosidad la estaba invitando a bailar con un lobo, una empresa peligrosa. Durante los dos últimos días lo había observado, esperando el ataque que estaba convencida de que llegaría tarde o temprano, pero Vane se había comportado como un corderito, un corderito ridículamente fuerte y de arrogancia imposible, por no decir magistral, pero que lucía una inocencia nueva y sin artificio, como si llevara un halo brillante sobre su bruñida cabellera.
Entrecerró los ojos para fijarse en su labor y reprimió una exclamación de incredulidad. Vane estaba llevando a cabo algún juego secreto. Por desgracia, por culpa de su falta de experiencia, Patience no tenía ni idea de cuál podía ser.
—En realidad —dijo Minnie recostándose en su asiento mientras Timms sacudía el chal en el que estaban trabajando—, este ladrón me tiene preocupada. Es posible que Vane haya espantado al Espectro, pero el ladrón parece ser más duro de pelar.
Patience miró a Timms.
—¿Todavía no has encontrado tu pulsera?
Timms hizo una mueca de disgusto.
—Ada ha puesto patas arriba mi habitación, y también la de Minnie. Masters y las doncellas han removido cielo y tierra. —Suspiró—. Ha desaparecido.
—¿Y dices que era de plata?
Timms asintió.
—Pero yo la consideraba de gran valor. Tenía un grabado en forma de hojas de parra, ya sabes cómo son. —Volvió a suspirar—. Perteneció a mi madre y por eso estoy muy… —bajó la vista y jugueteó con el nudo que acababa de hacer— molesta por haberla perdido.
Patience frunció el ceño con expresión ausente y dio otra puntada. Minnie lanzó un fuerte suspiro.
—Y ahora le ha pasado lo mismo a Agatha.
Patience alzó la vista, y Timms también.
—¿Oh?
—Esta mañana ha venido a verme —dijo con preocupación—. Estaba bastante alterada. Pobre mujer, con todo lo que ha tenido que afrontar, por nada del mundo hubiera deseado que ocurriera esto.
—¿El qué? —quiso saber Patience.
—Lo de sus pendientes. —Minnie movió la cabeza en un gesto negativo, con una expresión de lo más grave—. Eran la última joya que le que daba a la pobre. Unas piedras de granate en forma de lágrima rodeadas por zafiros blancos. Sin duda se los habrás visto puestos.
—¿Cuándo los vio por última vez? —Patience se acordaba muy bien de los pendientes. Aunque eran bastante bonitos, no podían tener excesivo valor.
—Hace dos noches se los puso para cenar —informó Timms.
—En efecto. —Minnie asintió—. Esa fue la última vez que los vio, cuando se los quitó esa noche y los guardó en el joyero de su tocador. Anoche, cuando fue a buscarlos, habían desaparecido.
Patience frunció el entrecejo.
—Ya me pareció que anoche estaba un tanto aturdida.
—Agitada —convino Timms con un grave gesto de cabeza.
—Luego los buscó por todas partes —dijo Minnie—, pero a estas alturas ya está convencida de que se han esfumado.
—Esfumado, no —corrigió Patience—. Los tiene el ladrón. Cuando lo atrapemos a él, los encontraremos.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Vane seguido de Gerrard.
—Buenos días, señoras.
Vane saludó con la cabeza a Minnie y a Timms, y a continuación se volvió sonriente a Patience. Sus ojos burlones se clavaron en los de ella; el gesto de su sonrisa, la expresión que bailaba en el fondo de sus ojos, se transformó.
Patience percibió el calor de su mirada deslizarse lentamente sobre su cuerpo, sus mejillas, su cuello y el nacimiento de los senos que dejaba ver el profundo escote del vestido que llevaba. Sintió un cosquilleo en la piel y se le endurecieron los pezones.
Tuvo que contener una mirada de advertencia.
—¿Ha disfrutado del paseo a caballo?
Empleó un tono inocente y candoroso como el de él; tanto el día anterior como el presente habían sido espléndidos, y aunque ella había permanecido encerrada dentro de casa, metafóricamente atada al diván, Vane y Gerrard se habían divertido montando a caballo y recorriendo la campiña
—De hecho —respondió Vane despacio al tiempo que se acomodó con elegancia en una silla frente al diván—, me he dedicado a recorrer con Gerrard todas las tabernas que hay en las inmediaciones.
Patience levantó la cabeza de golpe y miró horrorizada a Vane.
—Hemos estado comprobando si había estado allí alguno de ellos —explicó Gerrard con entusiasmo—. Tal vez vendiendo cosas extrañas a hojalateros o viajeros.
Patience, de forma disimulada, dirigió a Vane una mirada y sonrió, aunque con demasiada dulzura. Le seguía brillando el halo de la cabeza. Patience respiró hondo y bajó la vista a su labor de costura.
—¿Y? —inquirió Minnie.
—Nada —repuso Vane—. Nadie de Bellamy Hall, ni siquiera los mozos de cuadra, ha visitado recientemente ninguno de los de la localidad. Nadie ha oído susurrar a nadie que vendiese cosas extrañas a hojalateros ni gente así. De manera que seguimos sin tener ni pista del motivo por el cual el ladrón está robando cosas, ni de lo que está haciendo con ellas.
—Ya que hablamos de eso… —Minnie pasó a describir la pérdida de la pulsera de Timms y de los pendientes de la Chadwick.
—Así que —dijo Vane con el semblante contraído— quien quiera que sea, no se ha visto disuadido por el hecho de que persiguiéramos al Espectro.
—Y entonces, ¿qué hacemos ahora? —quiso saber Timms.
—Vamos a necesitar hacer indagaciones en Kettering y Northampton. Es posible que el ladrón tenga allí algún contacto.
En aquel momento el reloj de la repisa de la chimenea dio las doce y media. Minnie se recogió los chales.
—Tengo que ir a ver a la señora Henderson para hablar de los menús.
—Yo voy a dejar esto para más tarde —dijo Timms doblando el chal que estaban haciendo.
Vane se levantó y ofreció su brazo a Minnie, pero ella lo rechazó con un gesto de la mano.
—No, me encuentro bien. Quédate a hacerle compañía a Patience. —Sonrió a su sobrina—. Resulta tan duro… estar atado a un sofá.
Patience contuvo el deseo de reaccionar a aquellas palabras inocentes y sonrió con amabilidad, aceptando el «regalo» de su tía; una vez que esta pasó de largo de camino hacia la puerta, tomó la labor, clavó la vista en ella y aferró con fuerza la aguja.
Gerrard sostuvo la puerta abierta para Minnie y Timms. Ambas salieron; luego miró a Vane y le dedicó una sonrisa contagiosa.
—Duggan mencionó que tenía pensado sacar a hacer ejercicio a sus caballos en estos momentos. Tal vez podría dejarme caer por allí por ver si lo alcanzo.
Patience volvió la cabeza al instante, justo a tiempo para acertar a ver el gesto de despedida de su hermano al salir por la puerta. Cuando esta se cerró tras él, Patience se quedó mirando con incredulidad la hoja de madera.
¿En qué estaban pensando todos? ¿En dejarla a solas con el lobo? Tal vez tuviera veintiséis años, pero era del todo inexperta. Peor todavía: Abrigaba la fuerte convicción de que Vane consideraba su edad, y mucho más su falta de experiencia, como algo más positivo que negativo.
Volvió a fijar la vista en su labor y recordó la anterior pulla de Vane. Sintió que montaba en cólera, lo cual le servía de escudo. Levantó la cabeza para estudiarlo, allí de pie frente al diván, a un paso de distancia, con mirada fría y calculadora.
—Supongo que no tendrá usted la intención de arrastrar a Gerrard a todas las tabernas, o «antros», de Kettering y Northampton.
La mirada de Vane, que, ya estaba clavada en ella, no se inmutó; en cambio, sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, nada digna de confianza.
—Ni tabernas ni posadas, ni siquiera antros. —Su sonrisa se hizo más pronunciada—. En las ciudades necesitaremos visitar a los joyeros, prestamistas… Suelen adelantar dinero a cambio de unos instantes —y después dijo con una mueca—: Mi único problema es que no entiendo para qué puede querer dinero ninguno de los inquilinos de Bellamy Hall. No hay donde jugar o hacer apuestas.
Patience dejó un momento la costura sobre el regazo y frunció el ceño.
—Puede que necesiten dinero para otra cosa.
—No me imagino al general ni a Edgar, y mucho menos a Whitticombe, pagando para mantener a una mujer en la ciudad y un hijo.
Patience negó con la cabeza.
—Henry se quedaría sorprendido de saberlo, es de lo más conservador.
—En efecto. Además, por alguna razón esa idea no parece casar tampoco con Edmond. —Vane hizo una pausa. Patience levantó la mirada y él la interceptó—. Que yo sepa —dijo bajando el tono de voz hasta convertirlo en un ronroneo—, Edmond parece más inclinado a hacer planes que a ponerlos en práctica.
Lo que implicaba aquello era tan obvio que Patience no dudó de haberlo entendido correctamente: Vane había puesto más énfasis en la segunda parte de la frase. Haciendo caso omiso de la presión que le estaba cortando el aliento, dijo alzando una ceja con altivez:
—¿De veras? Yo diría que la planificación siempre ha sido algo muy recomendable. —Haciendo un alarde de valor, agregó—: En cualquier empresa.
Los labios de Vane se curvaron en una sonrisa lenta. En dos pasos se plantó a un costado del diván.
—No me ha entendido: Una buena planificación resulta esencial para el éxito de cualquier campaña. —Capturó la mirada de Patience y tomó la labor que yacía olvidada en su regazo.
Patience parpadeó para desembarazarse de aquella mirada al tiempo que el paño se le escapaba de las manos.
—Entiendo.
Frunció el ceño; pero ¿de qué estaban hablando? Siguió la labor con la mirada conforme Vane se la quitaba de las manos, y se topó con sus ojos.
Él le sonrió, un lobo de la cabeza a los pies, y dejó caer labor, tapete, bastidor y aguja, en el cesto situado junto al diván. Dejándola sin protección.
Patience sintió cómo sus propios ojos se agrandaban. La sonrisa de Vane se acentuó y sus ojos grises adquirieron un brillo peligroso. Lánguidamente alzó una mano y, tras deslizar sus largos dedos bajo la barbilla de ella se la levanto con suavidad. A continuación, con mucha calma, le rozó lentamente los labios con el dedo pulgar.
Los sintió temblar; Patience deseó tener fuerza suficiente para liberarse de la leve presión que Vane ejercía sobre ella, para zafarse de su mirada.
—Lo que he querido decir —explicó el con voz muy profunda— es que hacer planes para no llevarlos a la práctica es una pérdida de tiempo.
Quería decir que ella debería haberse aferrado a su labor de bordar. Demasiado tarde, Patience cayó por fin en la cuenta. Vane había advertido su plan de servirse del bordado a modo de escudo. Con la respiración entrecortada, aguardó a que su temperamento acudiera en su ayuda, a que surgiera como reacción al hecho de que alguien adivinase sin esfuerzo sus intenciones, de que la turbasen con tanta facilidad.
Pero no ocurrió nada. No estalló ningún acceso de furia.
El único pensamiento que bullía en su cabeza al estudiar los ojos grises de Vane era qué iba a hacer él a continuación.
Como lo estaba observando con tanta fijeza, con toda su atención puesta en aquel color gris, captó el cambio sutil, el destello de lo que pareció sospechosamente un gesto de satisfacción, muy breve.
Vane apartó la mano; luego bajó los ojos y desvió el rostro.
—Cuénteme lo que sepa de los Chadwick.
Patience lo miró fijamente… a la espalda, mientras él volvía a su silla.
Para cuando tomó asiento y la miró, ya había logrado recomponer su semblante, aunque tenía una curiosa falta de expresión.
—Bueno —se humedeció los labios—, el señor Chadwick falleció hará unos dos años. Desapareció en el mar.
Con ayuda de las preguntas que le iba haciendo Vane, refirió, con cierta pomposidad, todo lo que sabía de los Chadwick. Al llegar al final de su relato, sonó el gong.
Vane recobró su sonrisa de libertino, se puso de pie y fue hasta ella.
—Hablando de poner en práctica cosas, ¿le gustaría que la llevara en brazos a almorzar?
Patience no quería. Lo miró con ojos entornados y se dijo que habría dado la mitad de su fortuna por evitar la sensación de ser levantada con tanta facilidad en sus brazos y transportada sin esfuerzo. El contacto de aquel hombre resultaba desconcertante, inquietante; la hacía pensar cosas que no debía pensar. Y en cuanto a la sensación de verse impotente en sus brazos, atrapada, a su merced, como un instrumento para que él lo utilizase a su capricho… eso era todavía peor.
Por desgracia, no tenía alternativa. De modo que, fríamente y haciendo acopio de valor para sus adentros, inclinó la cabeza.
—Si tiene la bondad.
Vane sonrió, y procedió.
Al día siguiente —el cuarto y, juró Patience, el último de su encarcelamiento— se encontraba una vez más confinada en el diván de su silenciosa salita. Después del habitual desayuno a una hora temprana, Vane la había llevado de nuevo allí. Él y Gerrard iban a pasar la jornada buscando en Northampton algún rastro de los artículos robados de Bellamy Hall. Hacía un día espléndido, y la idea de dar un largo paseo sentada en el pescante del carruaje de Vane con el viento agitándole el pelo, detrás de aquellos caballos grises de los que tanto había oído hablar, le pareció el paraíso. Se sintió profundamente tentada de pedirles que aplazaran la excursión, sólo un día o así, hasta que la rodilla se le hubiera curado lo bastante para poder pasar unas horas sentada en un carruaje, pero al final prefirió morderse la lengua. Tenían que descubrir lo antes posible quién era el ladrón, y el tiempo, aunque aquel día era bueno, no estaba garantizado.
Minnie y Timms pasaron la mañana haciéndole compañía. Como no podía bajar las escaleras, le subieron el almuerzo en unas bandejas. Después, Minnie se retiró a echar una siesta; Timms la ayudó a ir hasta su habitación, pero no había regresado.
Ya había terminado el tapete para el salón. Mientras examinaba con ociosidad los dibujos, se preguntó qué proyecto debía acometer a continuación. ¿Quizás un delicado mantelito de bandeja para el tocador de Minnie? En aquel momento se oyó un golpe en la puerta que la hizo levantar la vista, sorprendida. Minnie y Timms no solían llamar.
—Adelante.
Se abrió la puerta con timidez, y entonces asomó la cabeza de Henry.
—¿La molesto?
Patience suspiró para sus adentros y le señaló una silla.
—En absoluto. —Al fin y al cabo, estaba aburrida.
Henry esbozó una sonrisa de cachorro que le iluminó el rostro. Tras enderezar los hombros, traspuso el umbral llevando una mano escondida a la espalda de manera más bien evidente. Avanzó hasta el diván y entonces se detuvo y, como si fuera un mago, sacó su regalo; un ramo de rosas tardías y flores de otoño, completado con un poco de follaje verde.
Patience abrió mucho los ojos en un ademán de sorpresa y entusiasmo fingidos. Pero el entusiasmo se desvaneció cuando reparó en los tallos destrozados y los restos de raíces que colgaban del ramo. Henry había arrancado las flores de los arbustos y los arriates, sin preocuparse del daño que pudiera causar.
—Vaya… —Hizo el esfuerzo de poner una sonrisa en sus labios—. Qué encantador. —Tomó el ramo de las manos de Henry—. ¿Por qué no llama a una doncella para que las ponga en un jarrón?
Sonriendo con orgullo, Henry fue hasta el cordón de la campanilla y tiró vigorosamente de él. Acto seguido, juntó las manos a la espalda y se balanceó sobre las puntas de los pies.
—Hoy hace un día maravilloso.
—¿De veras? —Patience procuró que su tono de voz no sonara triste.
Llegó la doncella, y regresó al instante con un jarrón y un par de tijeras de jardinero. Mientras Henry continuaba parloteando acerca del tiempo, Patience se ocupó de las flores cortando los extremos desiguales y eliminando las raíces, y las colocó en el jarrón. Cuando terminó, dejó a un lado las tijeras y volvió hacia Henry la mesilla auxiliar sobre la que había puesto las flores.
—Ya está. —Luego, con un elegante floreo, se recostó en el diván—. Le agradezco mucho su amabilidad.
Henry mostró una sonrisa radiante. Abrió los labios para decir algo y… en aquel instante llamó alguien a la puerta.
Patience se volvió con ademán de sorpresa.
—Adelante.
Tal como medio esperaba, se trataba de Edmond. Le traía el último poema que había compuesto. Sonrió con ingenuidad tanto a Patience como a Henry y dijo:
—Dígame qué le parece.
No era sólo un poema. Al intentar desentrañar lo intrincado del verso, a Patience le pareció más bien un canto.
Henry, cuyo anterior entusiasmo se había transformado en irritación, cambiaba de postura y hacía ruido con los pies. Patience luchó por contener un bostezo. Edmond prosiguió con su perorata, que no parecía tener fin.
Cuando de nuevo se oyeron unos golpes en la puerta, Patience se volvió enseguida, con la esperanza de que fuera el mayordomo o una doncella.
Esta vez era Penwick.
A Patience le rechinaron los dientes. Obligó a sus labios a curvarse y, resignada, le tendió la mano.
—Buenos días, señor. Confío en que se encontrará bien de salud.
—Desde luego, querida. —Penwick describió una profunda reverencia… demasiado profunda, pues a punto estuvo de golpearse la cabeza con el borde del diván. Se echó atrás justo a tiempo y frunció el entrecejo… y entonces desterró aquella expresión para sonreír a Patience mirándola con excesiva fijeza a los ojos—. No encontraba el momento de acudir a informarla de los últimos avances, las cifras de producción que hemos obtenido después de instituir el nuevo sistema de rotación. Sé —añadió sonriéndole con afecto— cuánto le interesa «nuestra pequeña parcela».
—Ah…, sí. —¿Qué otra cosa podía decir? Siempre se había servido de la agricultura para distraer a Penwick, y dado que se había ocupado de llevar la Grange durante tanto tiempo, tenía conocimientos más que pasables sobre el tema—. ¿Quizá…? —Dirigió una mirada esperanzadora a Henry, el cual, con los labios apretados, tenía la mirada fija en Penwick, y no de manera amistosa—. Precisamente me estaba diciendo Henry el buen tiempo que ha hecho últimamente.
Henry, complaciente, siguió aquel hilo de conversación.
—Y continuará siendo bueno en un futuro predecible. Sin ir más lejos, esta mañana he estado hablando con Grisham de…
Por desgracia, y pese a sus considerables esfuerzos, Patience no logró que Henry pasara a hablar del efecto del tiempo sobre los cultivos, ni tampoco consiguió que Penwick, como de costumbre, distrajera a Henry y se distrajera a sí mismo con dichos asuntos.
Para colmo, Edmond continuaba tomando retazos de la conversación de Henry y Penwick y dándoles forma de versos para, acto seguido, por encima de quien estuviera hablando, tratar de atraer a Patience a un debate sobre cómo podrían encajar dichos versos en el desarrollo de su melodrama.
Al cabo de cinco minutos, la conversación degeneró en una batalla a tres por atraer la atención de Patience. A esta le entraron ganas de estrangular al imbécil de criado que había revelado a todo el mundo el lugar de la casa donde se había refugiado ella, hasta entonces secreto.
Cuando hubieron transcurrido diez minutos, ya estaba a punto de estrangular también a Henry, Edmond y Penwick. Henry seguía en sus trece y pontificaba sobre los elementos; Edmond, sin desfallecer, hablaba ahora de incluir dioses mitológicos como comentaristas de las acciones de sus personajes principales; Penwick, que salía perdiendo en favor del coro, hinchó el pecho y preguntó portentosamente:
—¿Dónde está Debbington? Me sorprende que no se encuentre aquí, haciéndole compañía.
—Oh, se ha marchado con Cynster —lo puso al corriente Henry con brusquedad—. Los dos han ido a acompañar a Angela y a mi madre a Northampton.
Al descubrir que Patience tenía la mirada clavada en su rostro, Henry le dedicó una sonrisa.
—Hoy hace un día muy soleado, no es de extrañar que Angela haya reclamado dar un paso en el carruaje de Cynster.
Patience levantó las cejas.
—No me diga.
Había en su tono de voz una nota que consiguió detener toda conversación.
Los tres caballeros, con súbita precaución, se miraron de reojo unos a otros.
—Creo —declaró Patience— que ya he descansado bastante. —Echó a un lado la manta que había extendido sobre su regazo, se acercó al borde del diván y bajó con cuidado la pierna sana y a continuación la lesionada—. Si tiene la bondad de darme su brazo…
Todos acudieron a ayudarla en tropel. Al final, no resultó tan fácil como ella había pensado, pues aún tenía la rodilla sensible y muy rígida, con lo cual quedaba descartado apoyar todo el peso del cuerpo sobre dicha pierna.
Y eso le hacía imposible bajar las escaleras. Edmond y Henry formaron una sillita con los brazos; Patience se sentó y se agarró de sus hombros para no perder el equilibrio. Dándose aires, Penwick tomó la delantera y dirigió la comitiva hablando sin parar. Henry y Edmond no podían hablar: Estaban concentrados en equilibrar el peso de ambos escaleras abajo.
Consiguieron llegar al vestíbulo principal sin incidentes, y depositaron a Patience con cuidado en el suelo. Para entonces, Patience ya se lo estaba pensando mejor… o, más bien, se lo habría estado pensando mejor si no hubiese estado tan preocupada por la noticia de que Vane había llevado a Angela a Northampton.
Que Angela hubiera disfrutado de aquel viaje —que estaría disfrutándolo incluso ahora— era algo sobre lo que ella misma había fantaseado, pero que, en aras de un bien mayor, no se había atrevido a solicitar.
No estaba de muy buen humor.
—La salita de atrás —declaró. Y apoyándose en los brazos de Henry, y Edmond, fue avanzando entre ambos intentando no hacer muecas de dolor. Penwick continuó parloteando, enumerando las cosechas de cultivos que había producido «su pequeña parcela». En sus palabras flotaban sin tapujos sus presunciones de matrimonio. Patience apretó los dientes. Cuando llegaran a la salita indicada, los despediría a todos… y después, con mucho cuidado, se daría un masaje en la rodilla.
A nadie se le ocurriría buscarla en aquella salita.
—Se supone que no debería permanecer de pie.
Aquella afirmación, pronunciada en un tono sin inflexiones, llenó el súbito silencio que dejó la cháchara de Penwick.
Patience levantó la vista, y después tuvo que levantar aún más la barbilla, pues tenía a Vane directamente enfrente de sí. Llevaba puesto su gabán con capa y el viento le había revuelto el pelo. A su espalda, la puerta lateral, abierta, dejaba entrar un haz de luz que penetraba en el oscuro corredor pero que no llegaba a iluminarla a ella. Vane interceptaba esa luz: Una figura muy grande y muy masculina, que parecía todavía más grande debido a las capas del gabán que llevaba sobre los anchos hombros. No podía ver la expresión de su rostro ni de sus ojos, pero tampoco le hacía falta; sabía que su semblante era duro, sus ojos de un gris acerado y los labios delgados.
Despedía irritación en oleadas; en los confines del corredor, constituía una fuerza tangible.
—Ya le advertí —dijo en tono cortante— lo que iba a suceder.
Patience abrió la boca, pero lo único que emitió fue un grito sofocado. Ya no estaba de pie, sino en los brazos de Vane.
—¡Un momento!
—¡Oiga!
—¡Espere!
Aquellas ineficaces exclamaciones se desvanecieron a su espalda. Las rápidas zancadas de Vane la llevaron de vuelta al vestíbulo principal antes de que Penwick, Edmond y Henry pudieran hacer otra cosa que parpadear colectivamente, mudos de sorpresa.
Entonces Patience recuperó el aliento y exclamó furiosa:
—¡Déjeme en el suelo!
Vane la miró muy brevemente a la cara.
—No.
Y continuó escaleras arriba.
Patience aspiró hondo al ver a dos doncellas que bajaban, y les sonrió al pasar.
Luego se encontraron ya en la galería. Los otros habían tardado diez minutos enteros en bajar la escalera; Vane había logrado lo contrario en menos de un minuto.
—Los otros caballeros —lo informó en tono ácido— estaban ayudándome a llegar a la salita de atrás.
—Idiotas.
Los senos de Patience se elevaron.
—¡Es que yo quería estar en la salita de atrás!
—¿Por qué?
¿Que por qué? Pues porque de aquel modo, si él hubiese ido a buscarla después de pasar un agradable día en Northampton con Angela, no habría sabido dónde estaba y a lo mejor se hubiera preocupado.
—Porque —contestó Patience en tono glacial, cruzando los brazos defensivamente sobre el pecho— ya estoy harta de estar en la salita de arriba. —La que él le había acondicionado—. Allí me aburro.
Vane la miró al tiempo que la cambiaba un poco de postura para abrir la puerta.
—¿Se aburre?
Ella lo miró a los ojos y deseó haber utilizado otra palabra. Por lo visto, para un libertino aquella era como un trapo rojo.
—No falta mucho para la cena, tal vez debería llevarme a mi habitación.
La puerta se abrió de par en par y Vane la cruzó. Después la cerró tras de sí con una patada y sonrió.
—Aún falta más de una hora, y usted tiene que cambiarse. Ya la llevaré a su habitación… más tarde.
Sus ojos se habían entornado, brillantes de intención. Su voz se había transformado en su habitual ronroneo peligroso. Patience se preguntó si alguno de los otros tres habría tenido el valor de seguirlos, pero no creía que así fuera; desde que Vane redujo a la nada con tanta frialdad sus insensatas acusaciones contra Gerrard, tanto Edmond como Henry lo trataban con respeto, el respeto que se les tiene a los carnívoros peligrosos. Y Penwick sabía que desagradaba a Vane… intensamente.
Vane fue hasta el diván. Patience lo observó cada vez con mayor recelo.
—¿Qué cree que está haciendo?
—Atarla al diván.
Patience intentó lanzar una exclamación de desdén, intentó no hacer caso de la premonición que le recorrió la espina dorsal.
—No sea tonto, eso no lo dijo como una amenaza seria. —¿No sería más sensato que ella enroscara los brazos a su cuello?
Vane llegó al respaldo del diván y se detuvo.
—Yo nunca amenazo. —Aquellas palabras flotaron hasta ella, que miraba fijamente los cojines—. Sólo hago advertencias.
Y, dicho eso, la tendió sobre el respaldo de hierro forjado y la sujetó con la espalda contra el mismo. Patience se debatió al instante intentando darse la vuelta. Pero una enorme mano apoyada sobre su cintura la mantuvo firmemente en su sitio.
—Y después —continuó Vane en el mismo tono peligroso— tendremos que pensar lo que podemos hacer para… distraerla.
—¿Distraerme? —Patience abandonó su inútil forcejeo.
—Mmm. —La voz de Vane le acarició el oído—. Para aliviar su aburrimiento.
Aquellas palabras llevaban suficiente carga sensual para congelar temporalmente su cerebro, capturarlo y mantenerlo entretenido en fascinantes especulaciones, justo el tiempo suficiente para que Vane tomara un pañuelo de cuello de la pila de ropa para remendar que había en el cesto situado junto a la cama, lo pasara por los agujeros de los adornos del respaldo y lo ciñera con fuerza a la cintura de Patience.
—¿Pero qué…? —Patience miró al tiempo que la mano de Vane desaparecía y el pañuelo se apretaba. Entonces le dijo furiosa—: Esto es ridículo.
Dio un tirón al pañuelo e intentó incorporarse, pero él ya había asegurado el nudo. La seda cedió apenas. Vane dio la vuelta para mirar de frente a Patience.
Ella le lanzó una mirada fulminante, sin hacer caso de la sonrisa que tenía Vane en los labios. Apretó la boca, levantó los brazos y buscó el respaldo del diván. El borde de hierro le llegaba a la mitad de la espalda, y aunque podía pasar los brazos por encima de él, no llegaba muy abajo. No alcanzaba a tocar el nudo, y mucho menos a desatarlo.
Patience miró a Vane con los ojos entornados; él la estaba observando con una tranquila sonrisa de inefable superioridad masculina en aquellos labios demasiado fascinantes. Patience entrecerró los ojos hasta convertir los en dos rendijas.
—Pagará por esto.
La curva de los labios de Vane se acentuó.
—No está cómoda. Procure no moverse durante una hora. —Su mirada se hizo más penetrante—. Le hará bien a su rodilla.
A Patience le rechinaron los dientes.
—¡No soy ninguna niña pequeña a la que hay que disciplinar!
—Por el contrario, a las claras se ve que necesita que alguien ejerza un cierto control sobre usted. Ya ha oído a la señora Henderson: Cuatro días enteros. Y el cuarto día es mañana.
Patience lo miró con expresión estupefacta.
—¿Y quién lo ha nombrado a usted mi guardián?
Lo miró fijamente, le sostuvo la mirada con aire desafiante y aguardó. Vane entornó los ojos y dijo:
—Me siento culpable. Debería haberla enviado de vuelta a la casa nada más encontrarla en las ruinas.
El rostro de Patience quedó privado de toda expresión.
—¿Se arrepiente de no haberme llevado de vuelta a la casa?
Vane frunció el ceño.
—Me siento culpable porque usted me estaba siguiendo cuando se hirió.
Patience soltó una exclamación y cruzó los brazos por debajo de los pechos.
—Usted me ha dicho que esto es culpa mía por no haberme quedado donde me dijo que me quedara. De todas formas, si Gerrard con sus diecisiete años es lo bastante mayor para responsabilizarse de sus actos, ¿por qué ha de ser de otro modo en mi caso?
Vane la miró; Patience estaba segura de haber ganado aquel punto. Pero entonces Vane alzó una ceja con arrogancia.
—Usted es la que tiene la rodilla dislocada y el tobillo torcido.
—Mi tobillo está perfectamente —respondió con altivez—. Y la rodilla sólo está un poco rígida. Si pudiera probar…
—Ya la probará mañana. ¿Quién sabe? —El semblante de Vane se endureció—. A lo mejor necesita uno o dos días más para descansar de las emociones de hoy.
Patience entrecerró los ojos.
—No se atreva —advirtió— a sugerirlo siquiera.
Vane elevó ambas cejas y a continuación se volvió y fue hacia la ventana.
Patience lo observó e intentó buscar la furia que sabía que tenía que sentir, pero simplemente no pudo encontrarla. De modo que contuvo una exclamación de descontento y adoptó una postura más cómoda.
—Y bien, ¿qué es lo que ha descubierto en Northampton?
Vane miró atrás y comenzó a pasear arriba y abajo entre los ventanales.
—Gerrard y yo hemos conocido a un individuo muy útil: el jefe gremial de Northampton, por llamarlo de algún modo.
—¿De qué gremio? —preguntó Patience con el ceño fruncido.
—Del gremio de los prestamistas de dinero, los ladrones y los sinvergüenzas… suponiendo que exista un gremio así. Se mostró intrigado por nuestras indagaciones y lo bastante divertido para sernos de utilidad. Posee numerosos contactos. Al cabo de dos horas consumiendo el mejor coñac francés, a mi costa naturalmente, nos aseguró que últimamente nadie había intentado vender artículos como los que estamos buscando.
—¿Cree que es de fiar?
Vane afirmó con la cabeza.
—No había motivos para pensar que estaba mintiendo. Lo robado, tal como él lo explicó de manera sucinta, no tiene calidad suficiente para atraer su interés personal. También lo conocen como «el hombre con quien contactan».
Patience hizo una mueca de desagrado.
—¿Va a investigar en Kettering?
Vane asintió sin dejar de pasear.
Mientras lo observaba, Patience compuso su expresión más inocente para preguntarle:
—¿Y a qué se dedicaron Angela y la señora Chadwick mientras usted y Gerrard se entrevistaban con ese jefe gremial?
Vane dejó de pasear y la miró… más bien la estudió. Su expresión era inescrutable. Al fin contestó:
—No tengo la menor idea.
Su tono de voz se había alterado, pues ahora había un sutil deje de súbito interés por debajo de tanta suavidad. Patience abrió mucho los ojos:
—¿Quiere decir que Angela no le ha contado hasta el más ínfimo detalle durante el viaje de regreso?
Vane se acercó a ella con pasos largos y lánguidos.
—Ha realizado ambos trayectos en el interior del carruaje. —Apoyó la mano en el borde del diván y sus ojos llamearon con la satisfacción del depredador. Se inclinó para decir—: ¿Patience? ¿Está celosa?
En aquel momento se oyeron unos golpes perentorios en la puerta seguidos inmediatamente del ruido del pestillo al alzarse.
Patience giró velozmente… hasta donde le fue posible. Vane se irguió y, mientras se abría la puerta, llevó las manos rápidamente al respaldo del diván, pero Angela entró en la habitación antes de que pudiera desanudar el pañuelo.
—¡Oh! —Angela se detuvo y abrió los ojos con deleite—. ¡Señor Cynster! ¡Perfecto! Debe usted darnos su opinión acerca de lo que he comprado.
Vane contempló con clara desaprobación la sombrerera que colgaba de los dedos de Angela y efectuó un saludo de pura cortesía con la cabeza. Cuando Angela se encaminó con entusiasmo hacia las sillas que había frente al diván, él aprovechó para inclinarse ligeramente y buscar con los dedos el nudo del pañuelo, oculto a la vista detrás de sus piernas, pero al instante tuvo que incorporarse de nuevo, porque se abrió la puerta otra vez y apareció la señora Chadwick.
Angela se acomodó en una silla y miró a su madre.
—Mira, mamá. El señor Cynster podrá decirnos si las cintas que he comprado son del color adecuado.
Con un tranquilo gesto de asentimiento para Vane y una sonrisa para Patience, la señora Chadwick se acercó a la segunda silla.
—Vamos, Angela, estoy segura de que el señor Cynster tendrá otros compromisos…
—No, ¿qué compromisos puede tener? Aquí no hay nadie más. Además —Angela le ofreció a Vane una sonrisa dulce, verdaderamente ingenua—, así es como pasan el tiempo los caballeros de sociedad, comentando las modas de vestir de las señoras.
El suspiro de alivio que Patience había oído a su espalda se interrumpió de repente. Por espacio de una décima de segundo se sintió dolorosamente tentada de volverse… a ver si la opinión de Angela, que consideraba a Vane un petimetre, le resultaba a este más agradable que la de ella, que claramente lo había tachado de libertino. Pero ambas opiniones eran acertadas en parte; estaba segura de que Vane, cuando hacía comentarios sobre la forma de vestir de las mujeres, los hacía mostrando su absoluta falta de interés por ello.
La señora Chadwick exhaló un suspiro maternal.
—En realidad, querida, eso no es del todo cierto. —Dirigió una mirada contrita a Vane—. No todos los caballeros…
Y acto seguido, de modo edificante para su hija, se embarcó en una detallada explicación de las distinciones que prevalecían entre los varones del mundillo social.
Vane se inclinó hacia delante ostensiblemente, para estirar la manta que tenía Patience sobre las piernas, y le murmuró:
—Ahora es cuando me corresponde retirarme.
La mirada de Patience permaneció clavada en la señora Chadwick al responderle:
—Todavía estoy atada. No puede dejarme así.
Sus ojos se posaron fugazmente en los de Vane. Este titubeó, y acto seguido se puso serio.
—La soltaré a condición de que espere aquí hasta que regrese yo para llevarla a su habitación.
Extendió un brazo y estiró el borde de la manta. Patience miró su perfil con expresión furiosa.
—Todo esto es culpa suya —le reprochó en un cuchicheo—. Si hubiera conseguido llegar a la salita de atrás, ahora estaría a salvo.
Vane se incorporó y la miró a los ojos.
—¿A salvo de qué? Allí también hay un diván.
Con su mirada atrapada por la de él, Patience hizo un gran esfuerzo para no permitir que tomaran forma en su mente los posibles desenlaces de aquella situación. Bloqueó con determinación todo pensamiento de lo que podría haber ocurrido de no haberse presentado Angela. Si hubiese pensado demasiado en ello, probablemente también habría estrangulado a Angela; el número de sus víctimas potenciales se incrementaba a cada poco.
—Sea como sea… —Vane volvió la mirada hacia Angela y la señora Chadwick y se inclinó levemente; Patience notó cómo el pañuelo se aflojaba al desanudarlo él— usted ha dicho que se aburría. —El nudo cedió por fin y Vane se incorporó. Patience levantó la vista… y se topó con sus ojos. Vane sonrió despacio, con demasiada autosuficiencia. Arqueó una ceja con sutil malicia y preguntó—: ¿No es esto lo que suele distraer a las señoras?
Demasiado bien sabía él lo que más distraía a las señoras: lo gritaban sus ojos, la curva sensual de sus labios. Patience entrecerró los ojos y después se cruzó de brazos y se volvió hacia la señora Chadwick.
—Cobarde —le dijo, levantando la voz lo justo para que sólo la oyera él.
—En lo que respecta a colegialas efusivas, reconozco que sí. —Pronunció aquellas palabras con suavidad, y a continuación se apartó del respaldo del diván. Aquel movimiento captó la atención de Angela y de la señora Chadwick. Vane sonrió con toda calma—. Me temo, señoras, que voy a tener que dejarlas. He de ir a comprobar cómo están mis caballos.
Y tras despedirse de la señora Chadwick con una inclinación de cabeza y de Angela con una sonrisa vaga, y dirigiendo por último una mirada ligeramente desafiante a Patience, realizó una elegante reverencia y procedió a la retirada.
La puerta se cerró tras él. La expresión radiante de Angela desapareció y se transformó en un mohín. Patience gimió para sus adentros y juró que obtendría la correspondiente venganza. Mientras tanto… Puso una sonrisa de interés en sus labios y observó los objetos que salían de la sombrerera de Angela.
—¿Eso es una peineta?
Angela parpadeó y se le iluminó el rostro.
—Sí, así es. Bastante barata, pero muy bonita. —Sostuvo en alto una peineta de carey salpicada de «diamantes» de pasta—. ¿No te parece que es exactamente lo que le va a mi cabello?
Patience se resignó a caer en el perjurio. Angela había comprado también cinta de color cereza… varios metros. Patience, en silencio, añadió aquello a la cuenta de Vane y continuó sonriendo amablemente.