AQUELLA misma noche, Patience se hallaba paseando arriba y abajo frente a la chimenea. A su alrededor la casa permanecía silenciosa, pues todos sus ocupantes se habían retirado a descansar. Ella no podía; ni siquiera se había molestado en desvestirse. Le estaba produciendo un gran cansancio perder tantas horas de sueño, pero…
No podía apartar de su mente a Vane Cynster. Acaparaba toda su atención, llenaba sus pensamientos y no dejaba sitio para nada más. Se había olvidado de tomarse la sopa, y más tarde había intentado beber té de una taza vacía.
—Todo es culpa suya —le contó a Myst, sentada cual esfinge en el sillón—. ¿Cómo se supone que voy a comportarme con sensatez, con esas declaraciones que hace?
Había declarado que iban a ser amantes, que era así como quería tenerla.
Patience se detuvo un momento.
—Amantes, dijo, no protector y querida. —Miró ceñuda a Myst—. ¿Hay alguna diferencia?
Myst le devolvió una mirada fija.
Patience hizo una mueca de malestar.
—Probablemente no. —Se encogió de hombros y reanudó su paseo.
Después de todo lo que había dicho y hecho Vane, todos los preceptos que había aprendido en su vida afirmaban categóricamente que debía evitarlo.
Ignorarlo de plano, si era necesario. Sin embargo… Hizo un alto y se quedó contemplando las llamas.
Lo cierto era que se encontraba a salvo. Ella era la última mujer del mundo que lo mandaría todo a freír espárragos por un caballero como Vane Cynster. Tal vez fuera atento en algunos aspectos, tal vez tuviera un atractivo tan poderoso que ella no lograba fijarse en nada más cuando lo tenía enfrente, pero jamás podría olvidar lo que era. Su porte, sus movimientos, sus actitudes, aquel peligroso ronroneo en la voz, todo aquello constituía una tentación constante. Pero no, se encontraba a salvo. Vane no conseguiría seducirla. Su firme antipatía por los caballeros elegantes la protegería de él.
Lo cual significaba que podía, con absoluta impunidad, satisfacer su curiosidad por aquellas extrañas sensaciones que él le causaba, a veces a sabiendas, otras veces al parecer sin darse cuenta. Nunca en su vida había sentido nada igual.
Necesitaba saber lo que significaban. Quería saber si había más.
Con el entrecejo fruncido, continuó paseando arriba y abajo, formulando razonamientos. Su experiencia de la parte física era de lo más limitado, ella misma se había asegurado de ello. Nunca había sentido la menor tentación ni siquiera de besar a un hombre. Ni de permitir que un hombre la besara. Pero el único beso, de asombrosa profundidad y sorprendente duración, que había compartido con Vane le había demostrado, más allá de toda duda, que él era un maestro en dicho terreno. A juzgar por su reputación, no esperaba menos. ¿Quién mejor para aprender de él?
Por qué no sacar partido de la situación y aprender un poco más, siempre dentro de lo posible, por supuesto. Tal vez no supiera dónde estaban los límites de Vane, pero sí sabía dónde estaban los suyos.
Estaba a salvo, sabía lo que quería, y sabía hasta dónde podía llegar.
Con Vane Cynster.
Aquella perspectiva acaparó sus pensamientos durante la mayor parte de la tarde y lo que llevaba de la noche. Le había resultado sumamente difícil apartar los ojos de él, de su figura corpulenta y esbelta, de aquellas manos fuertes y de dedos largos, y de sus labios, cada vez más fascinantes.
Frunció el ceño y continuó andando.
Al llegar a un extremo de su trillada ruta alzó la vista y advirtió que las cortinas seguían descorridas. Fue hasta la ventana y estiró una mano hacia cada cortina para cerrarlas… y en aquel momento vio brillar una luz en la oscuridad.
Se quedó inmóvil en el sitio, mirando fijamente. La luz era bastante nítida, una bola luminosa surcando la niebla que cubría las ruinas. Tras unos cuantos cabeceos, se desplazó.
Patience no esperó a ver más, se apresuró a abrir su armario ropero, sacó una capa y corrió hacia la puerta.
Sus zapatillas de suela blanda no hicieron ningún ruido en los pasillos ni en la alfombra de la escalera. En el vestíbulo principal ardía una única vela, que proyectó su sombra sobre la galería. No se detuvo; bajó volando por el pasillo oscuro en dirección a la puerta lateral.
Estaba cerrada. Luchó con el pestillo y por fin abrió la puerta. Myst salió disparada al exterior. Patience salió también a toda prisa y cerró la puerta. A continuación dio media vuelta y se internó en la densa niebla.
Pero, tras dar cinco impulsivos pasos, se detuvo. Temblando, se ciñó la capa sobre los hombros y se anudó rápidamente los cordones del cuello.
Luego miró atrás; sólo forzando la vista lograba distinguir el muro de la casa, los ojos ciegos de las ventanas de la planta baja y la mancha de color oscuro que era la puerta lateral. Miró en dirección a las ruinas; no había rastro alguno de la luz, pero el Espectro, quien quiera que fuese, no podía haber alcanzado la casa, ni siquiera valiéndose de la luz, antes de que ella hubiera llegado a la puerta.
Con toda probabilidad, el Espectro seguía allí.
Dejó la casa a su espalda y avanzó unos cuantos pasos con cautela. La niebla se hacía por momentos más densa, más fría.
Se ciñó aún más la capa, apretó los dientes y siguió adelante. Trató de imaginarse que caminaba a plena luz del sol, trató de hacerse una idea mental de dónde se encontraba. Entonces surgió de la niebla la primera de las piedras caídas que sembraban el césped, una visión familiar que le infundió confianza.
Respiró un poco más tranquila y continuó avanzando, mirando con cuidado dónde pisaba entre las piedras.
Sobre la hierba, la niebla era más espesa; conforme se acercaba a las ruinas se fue haciendo más tenue, lo suficiente para permitirle distinguir las estructuras más importantes y valorar su posición.
Por entre los arcos derruidos entraban y salían fríos y húmedos jirones de bruma. Un velo de humedad que lo ocultaba todo, luego lo desvelaba, luego lo ocultaba otra vez. En realidad no hacía viento, pero se percibía un rumor que parecía susurrar entre las ruinas, como un distante lamento de tiempos pasados.
Al pisar las losas cubiertas de líquenes del patio exterior, Patience sintió como si algo fantasmal se cerniera sobre ella. A su alrededor pasó flotando un jirón de niebla más espesa; con una mano extendida, palpó un corto tramo de pared, que había pertenecido al edificio dormitorio de los monjes.
El muro terminó bruscamente, y más adelante había un enorme hueco que daba al pasillo enlosado que conducía a los restos del refectorio.
Se introdujo por el hueco; la zapatilla le resbaló sobre un montón de escombros de mampostería. Reprimiendo una exclamación, dio un salto hacia el enlosado del pasillo.
Y entonces colisionó con un hombre.
Abrió la boca para gritar, pero en eso sintió una mano fuerte que le tapaba la boca. Un brazo como de hierro se cerró alrededor de su cintura atrapándola contra un cuerpo alto y duro. Entonces se relajó y sintió que la abandonaba el pánico. Sólo había un cuerpo en diez millas a la redonda como el que la estaba estrujando en aquel momento.
Alzó una mano para retirar la de Vane de su boca. Tomó aire para hablar, abrió los labios…
Y él la besó.
Cuando por fin consintió en terminar, se limitó a separar los labios escasos milímetros y susurrar:
—Silencio… Los sonidos se transmiten muy bien en la niebla.
Patience, tras poner en orden sus ideas, contestó:
—He visto al Espectro, había una luz que se movía.
—Creo que se trata de un farol, pero ahora está escondido o apagado.
Sus labios volvieron a rozar los de ella, y la besaron de nuevo. Ya no estaban fríos. El resto de su cuerpo también desprendía calidez, un oasis de calor en medio de aquella noche helada. Con las manos apoyadas en el pecho de Vane, Patience luchó contra el impulso de acurrucarse un poco más.
Cuando Vane volvió a levantar la cabeza, Patience se obligó a sí misma a preguntar, en un tono que seguía siendo poco más que un susurro:
—¿Cree que volverá?
—¿Quién sabe? Pensaba esperar un rato.
Y continuó acariciando con su aliento los labios de Patience en una caricia tentadora, mucho más satisfactoria.
Patience giró la cabeza.
—Quizá yo también espere un rato.
—Mmm.
Minutos más tarde, mientras hacían una necesaria pausa para respirar, Vane comentó:
—¿Sabe que está aquí su gata?
Patience no sabía si Myst había ido tras ella o no.
—¿Dónde? —Miró en derredor.
—En la piedra de su izquierda. Es probable que ella vea mejor que nosotros, incluso en medio de esta niebla. No deje de vigilarla, seguramente desaparecerá si regresa el Espectro.
¡Que no dejara de vigilarla! Cosa difícil de hacer, mientras él la estuviera besando.
Patience se acurrucó contra el muro caliente de su pecho. Vane acomodó el abrazo; bajó las manos hasta la cintura de Patience, por debajo de la capa, y la estrechó con más firmeza contra él, de manera que quedó atrapada —muy cómodamente— entre él y el viejo muro. La protegía de la piedra con un brazo y un hombro, con el resto de su cuerpo la protegía de la noche. Sus brazos se tensaron, Patience percibió su fuerza a lo largo de su propio cuerpo, la presión de su pecho contra sus senos, el peso de las caderas de él contra el estómago, las sólidas columnas de sus muslos contra sus blandos miembros.
Los labios de Vane encontraron de nuevo los suyos; sus manos se le extendieron por la espalda, amoldándola a él. Patience sintió incrementarse el calor… de ella, de él, entre ambos. No corrían ningún peligro de enfermar por enfriamiento.
En eso, se oyó sisear a Myst.
Vane alzó la cabeza, instantáneamente en actitud de alerta.
A través de las ruinas destelló una luz. La niebla se había vuelto más espesa y resultaba difícil distinguir dónde estaba el farol. La luz rebotaba en las caras lisas de las piedras creando brillos engañosos. Hicieron falta unos instantes para localizar la fuente de luz más fuerte.
Procedía del otro lado del claustro.
—Quédese aquí.
Con aquella orden susurrada, Vane se despegó de Patience y la dejó al abrigo del muro. Al instante siguiente ya había desaparecido, fundido con la niebla igual que un fantasma.
Patience se tragó una exclamación de protesta. Miró a su alrededor… justo a tiempo para ver que Myst se escapaba en pos de Vane.
Dejándola totalmente sola.
Aturdida, se quedó mirando el lugar en el que ambos habían desaparecido. Algo más adelante, continuaba brillando el farol del Espectro.
—¡Ni en broma! —Y con aquella declaración, se apresuró a seguir a Vane.
Lo vio una vez, cruzando el patio interior del claustro. La luz cabeceaba un poco por delante de él, no cerca de la iglesia sino al otro lado del claustro, en dirección a lo que quedaba de otros edificios de la abadía.
Patience apretó el paso y acertó a vislumbrar a Myst cuando esta saltó sobre las piedras de la pared derrumbada del claustro. Intentó recordar qué había más allá de aquella pared.
Un agujero, resultó ser, y se precipitó en él de cabeza.
Reprimió valientemente un chillido instintivo y a punto estuvo de ahogarse al hacerlo. Por suerte, no era de piedra la superficie sobre la que aterrizó, sino una pendiente cubierta de hierba; el impacto hizo salir todo el aire de sus pulmones y la dejó sin aliento.
Unos veinte metros más adelante, Vane oyó su grito contenido. Se detuvo a mirar atrás y escudriñó las piedras cubiertas por la niebla. A su espalda, Myst se detuvo también sobre una piedra, temblorosa y con las orejas enhiestas; después, saltó al suelo y volvió por donde había venido.
Vane maldijo en silencio.
Miró enfrente de él. La luz se había esfumado.
Aspiró profundamente, soltó el aire y luego dio media vuelta y emprendió el regreso.
Encontró a Patience tumbada donde había caído; estaba forcejeando para ponerse de pie.
—Espere.
Vane llegó hasta ella de un salto, se inclinó, le deslizó las manos por debajo de los brazos y la ayudó a incorporarse.
Pero Patience, con un grito sofocado, se derrumbó de nuevo. Vane la sostuvo, la levantó otra vez y la apoyó contra sí.
—¿Qué ocurre?
—Es la rodilla. —Se mordió el labio y añadió débilmente—: Y el tobillo.
Vane soltó una maldición.
—¿La izquierda o la derecha?
—La izquierda.
Vane se colocó a la izquierda y acto seguido tomó a Patience en brazos de forma que la pierna maltrecha quedara sujeta entre los cuerpos de ambos.
—Aguante un poco.
Patience aguantó. Sosteniéndola contra su pecho, Vane ascendió por la breve pendiente y al llegar arriba la dejó al borde del socavón antes de salir él mismo. Después se agachó y volvió a tomar a Patience en brazos.
La llevó al interior del claustro, hasta una piedra que ofrecía un cómodo asiento. La depositó allí con cuidado y le estiró las piernas suavemente.
Patience tenía el corpiño del vestido cubierto de hierba seca y hojas húmedas. Vane las limpió. Patience también se puso a limpiarlas de inmediato, pues no estaba nada segura de lo que estaba limpiando, si la suciedad o las manos de él.
A pesar del agudo dolor de la rodilla y el malestar más difuso del tobillo, el rápido movimiento de los dedos de Vane sobre su corpiño hizo que de repente se le endurecieran las puntas de los pechos.
Fue una sensación que la dejó sin aliento.
Vane cambió de posición y se situó a medias detrás de ella. Al instante siguiente, sintió sus manos recorrerle la espalda, unos dedos fuertes que le palpaban las costillas. Antes de que pudiera recobrar el control, aquellos dedos se deslizaron hacia arriba.
—¿Se puede saber qué está haciendo? —Estaba tan falta de respiración que la voz le salió ronca.
—Buscar costillas rotas o contusionadas.
—Ahí no me duele nada. —Esta vez, la voz le sonó estrangulada; era lo más que pudo conseguir, con los dedos de Vane presionando con fuerza por debajo de sus senos.
Él respondió con un gruñido, pero por lo menos la soltó. Patience inhaló una bocanada de aire, que tanto necesitaba, y se sorprendió al ver que Vane se arrodillaba frente a ella.
Y le levantaba las faldas.
—¡Pero qué…! —Intentó desesperadamente bajar las faldas del vestido.
—¡Deje de hacer aspavientos!
El tono que empleó Vane, cortante y furioso, consiguió precisamente lo que pretendía. Patience sintió el contacto de sus manos en su dolorido tobillo.
Sus dedos buscaron, sondearon con suavidad y después, con mucho cuidado, le movieron el pie a un lado y a otro.
—¿Siente algún dolor agudo?
Patience negó con la cabeza. Vane apretó un poco y comenzó a masajear el pie con delicadeza. Patience cerró los ojos y contuvo un suspiro. El masaje le producía una sensación muy agradable. El calor de las manos de Vane fue haciendo disminuir el dolor; cuando por fin terminó, sentía mucho mejor el tobillo.
Vane deslizó las manos un poco más arriba, siguiendo la forma de la pierna hasta llegar a la rodilla.
Patience mantuvo los ojos cerrados y procuró no pensar en lo finas que eran las medias que llevaba puestas. Por suerte, llevaba las ligas muy arriba, de modo que cuando las manos de Vane se cerraron sobre su rodilla, no tocaron piel desnuda.
Pero bien podrían haberlo hecho.
Porque Patience sintió que todos los nervios de su pierna cobraban vida de pronto, concentrados en el contacto de Vane. Este apretó un poco, y entonces estalló el dolor; Patience hizo un movimiento brusco, pero agradeció la distracción. A partir de ahí Vane fue muy cuidadoso. Dos veces más Patience acusó el dolor cuando él palpó la articulación.
Por fin apartó las manos de la pierna. Patience abrió los ojos y se apresuró a bajarse las faldas. Notaba las mejillas calientes debido al rubor. Por suerte, con aquella escasa luz, dudaba que Vane pudiera apreciarlo.
Vane se incorporó y la miró.
—Tiene la rodilla dislocada y una ligera torcedura de tobillo.
Patience lo miró con recelo.
—¿Es usted un experto?
—Más o menos. —Y sin más, la levantó del suelo.
Patience se agarró de sus hombros.
—Preferiría apoyarme en su brazo. Estoy segura de que puedo arreglármelas.
—¿De verdad? —replicó él, sin darle muchos ánimos. La miró fijamente; con aquella oscuridad, Patience no logró discernir su expresión—. Por suerte, nadie va a pedirle que ponga eso a prueba. —Su tono seguía siendo cortante, de una excesiva precisión. Y el deje de irritación ganó intensidad cuando prosiguió—: ¿Por qué diablos no se ha quedado aquí, donde yo la dejé? Además, ¿no la hizo prometer Minnie que no intentaría perseguir al Espectro en la oscuridad?
Patience hizo caso omiso de la primera pregunta, para la que no tenía una respuesta adecuada. Aunque la respuesta que tenía para la segunda tampoco era mucho mejor.
—Me olvidé de esa promesa… Simplemente, vi al Espectro y vine corriendo. ¿Pero qué hace aquí usted, si tan peligroso es perseguir al Espectro?
—Yo tengo una dispensa especial.
Patience encontró perfectamente justificado soltar una exclamación de desdén.
—¿Dónde está Myst?
—Por delante de nosotros.
Patience miró, pero no vio nada. Obviamente, Vane veía mejor que ella por entre las piedras; no le había fallado el paso al abrirse camino por entre las piedras caídas por el suelo. Con los brazos alrededor de su cuello se alegro mucho para sus adentros de no tener que recorrer cojeando aquel tramo de hierba.
En aquel momento surgió de la niebla la puerta lateral de la casa. Allí estaba Myst, esperando en el pórtico.
Patience aguardó a que Vane la dejara en el suelo, pero en lugar de eso, este se las arregló para abrir la puerta sin dejar de sostenerla en brazos.
Una vez dentro, cerró la puerta de una patada y reclinó los hombros contra ella.
—Eche el pestillo.
Patience hizo lo que él le indicaba, extendiendo los brazos a ambos lados.
Cuando quedó echado, Vane se irguió y continuó andando.
—Ya puede bajarme al suelo —siseó Patience cuando penetraron en el vestíbulo principal.
—La dejaré en su habitación.
A la luz de la vela del vestíbulo, Patience vio lo que no había podido ver antes: Su rostro.
Mantenía una expresión dura como una roca. Severa e inflexible Para su sorpresa, Vane se dirigió a la parte de atrás del vestíbulo y abrió la puerta tapizada de verde ayudándose con el hombro
—¡Masters!
Al momento, el aludido salió de la habitación del mayordomo.
—¿Sí, señor?… ¡Oh, santo cielo!
—En efecto —repuso Vane—. Llame a la señora Henderson y a una de las sirvientas. La señorita Debbington iba paseando entre las ruinas y se ha torcido el tobillo y dislocado la rodilla.
Aquello, naturalmente, acabó con Patience del todo. Tuvo que aguantar los interminables mimos y aspavientos, de Masters, la señora Henderson y Ada, la vieja doncella de Minnie. Vane condujo a la ruidosa comitiva escaleras arriba y, tal como había dicho, dejó a Patience al llegar a su habitación, no antes.
Con sumo cuidado, la depositó en un extremo de la cama y después, con el ceño fruncido, se retiró unos pasos y observó cómo Ada y la señora Henderson se apuraban en preparar un ungüento de mostaza para el tobillo y una cataplasma para la rodilla.
Al parecer satisfecho, Vane se volvió y captó la mirada de Patience. Sus ojos mostraban una expresión dura.
—Por el amor de Dios, procure hacer lo que le digan.
Y, dicho eso, se dirigió hacia la puerta.
Profundamente desconcertada, Patience se quedó mirando el lugar por el que se había ido. No se le ocurrió nada medianamente adecuado que tirarle a la cabeza antes de que desapareciera.
Cuando se cerró la puerta, ella cerró a su vez la boca, y se dejó caer sobre la cama aliviando sus sentimientos con un gemido.
Ada corrió a su lado.
—Todo irá bien, querida —le dijo acariciándole la mano—. Vamos a arreglarlo todo en un momento.
Patience apretó los dientes… y miró furiosa al techo.
A la mañana siguiente vino a despertarla la señora Henderson. Patience, tumbada de espaldas en el centro de la cama, se sorprendió al ver a la maternal ama de llaves; esperaba que acudiera una de las doncellas. La señora Henderson sonrió al tiempo que descorría las cortinas.
—Voy a tener que quitarle esa cataplasma para vendarle la rodilla.
Patience hizo una mueca de dolor. Había abrigado la esperanza de escapar al vendaje.
Lanzó una mirada perezosa a su reloj y dijo sorprendida:
—Sólo son las siete.
—Así es. Dudábamos que pudiera dormir bien, con todas esas incomodidades.
—No he podido darme la vuelta. —Patience hizo un esfuerzo para sentarse en la cama.
—Esta noche se encontrará mejor. A partir de ahora debería bastar con un vendaje.
Con ayuda del ama de llaves, Patience se levantó de la cama. Se sentó pacientemente mientras la señora Henderson le retiraba la cataplasma, observó detenidamente la rodilla y a continuación se la protegió con una venda nueva.
—No puedo andar —protestó Patience en el instante en que la señora Henderson la ayudó a ponerse de pie.
—Claro que no. Si quiere que se le cure esa rodilla, deberá pasarse unos días sin caminar.
Patience cerró los ojos y contuvo un gemido.
La señora Henderson la ayudó a lavarse y vestirse, y después dejó que se apoyara contra la cama.
—¿Le gustaría que le subiera una bandeja, o prefiere bajar a desayunar al comedor?
Ya era bastante malo el hecho de pensar en pasar el día entero encerrada en su habitación; que la obligaran a hacerlo sería tortura. Y si pensaba bajar por las escaleras, mejor sería hacerlo en aquel momento, antes de que hubiera nadie más en las inmediaciones.
—En el comedor —contestó con decisión.
—Muy bien.
Para su asombro, la señora Henderson la abandonó y se dirigió a la puerta, la abrió, asomó la cabeza, dijo algo y después volvió a entrar sosteniendo la puerta abierta.
Y entonces entró Vane.
Patience lo miró de hito en hito.
—Buenos días.
Cruzó la habitación con gesto impávido. Antes de que ella pudiera formular algún pensamiento coherente, y mucho menos buscar las palabras adecuadas para expresarlo, Vane se inclinó y la tomó en brazos.
Patience se tragó la exclamación que iba a proferir. Igual que la noche anterior, con una variación de lo más pertinente: La noche anterior ella llevaba una capa, y los gruesos pliegues amortiguaron el contacto de Vane lo suficiente para que no le resultara perturbador. Pero ahora, ataviada con un vestido de mañana de tela fina, incluso a través de las enaguas notaba cada uno de los dedos de Vane, unos agarrándola por debajo del muslo, los otros sosteniéndola firmemente por la axila, muy cerca del nacimiento del pecho.
Se ladeó al pasar por la puerta con ella en brazos, luego se enderezó y continuó hacia la galería. Patience procuró calmar su respiración y rezó para que su sonrojo no fuera tan evidente como a ella le parecía. Vane la miró a la cara un momento, y luego volvió a mirar al frente y comenzó a bajar las escaleras.
Patience se arriesgó a mirarlo; aún tenía aquella expresión severa, fría y pétrea, igual que la noche anterior. Sus fascinantes labios formaban una línea recta.
Patience entornó los ojos y dijo:
—En realidad, no estoy incapacitada, ¿sabe?
La mirada que le dirigió él era indescifrable. La miró a los ojos por espacio de unos segundos y acto seguido volvió a mirar hacia delante.
—La señora Henderson dice que no debe caminar. Si la pillo en algún momento de pie, la ataré a una cama.
A Patience se le descolgó la mandíbula. Miró fijamente a Vane, pero él, llegando al pie de las escaleras, no la miró a su vez. Se oía el roce de sus botas sobre las baldosas del vestíbulo. Patience respiró hondo, con el propósito de manifestar lo que opinaba de aquella actitud tan despótica, pero tuvo que tragárselo; Vane entró en el comedor del desayuno… y allí estaba Masters, que se apresuró a retirar la silla situada junto a la de Vane y colocarla de forma que quedase frente a la cabecera de la mesa.
Vane depositó en ella a Patience con suavidad. Masters acercó rápidamente una otomana para que apoyase el tobillo lesionado.
—¿Desea usted un cojín, señorita? —inquirió el mayordomo.
¿Qué podía hacer? Patience esbozó una sonrisa agradecida.
—No, gracias, Masters. —Posó su mirada en Vane, que estaba de pie delante—. Ha sido usted de lo más amable.
—En absoluto, señorita. Bien, ¿qué le apetece para desayunar?
Entre los dos, Vane y Masters, la proveyeron de alimentos en cantidad, y después la observaron atentamente mientras comía. Patience tuvo paciencia con aquella versión masculina de mimos y aspavientos lo más estoicamente que pudo. Y aguardó.
Vane tenía los hombros salpicados de pequeñas gotas de humedad. Se le notaba el cabello más oscuro que de costumbre, con alguna que otra gota de agua brillante entre los espesos mechones. Él también desayunó, afanado en dar buena cuenta de un plato repleto de diversas carnes. Patience contuvo una mueca de desdén; resultaba obvio que era un carnívoro.
Al cabo de un rato Masters regresó a la cocina a buscar unos calientaplatos para evitar que se enfriase la comida. Cuando dejaron de oírse sus pisadas, Patience se lanzó:
—Ha salido usted a investigar.
Vane alzó la vista, asintió con la cabeza y tomó su taza de café.
—¿Y bien? —lo instó Patience después de que él bebiese un corto sorbo.
Vane, apretando los labios, estudió su semblante y seguidamente la informó de mala gana:
—Pensé que quizás hubiera alguna que otra huella, una pista que pudiera seguir. —Hizo una mueca de desagrado—. El terreno estaba bastante húmedo, pero las ruinas son todo losas, piedras o hierba espesa. Nada que conserve ninguna impronta.
—Mmm. —Patience frunció el ceño.
En aquel momento regresó Masters. Dejó la bandeja y se acercó a Vane.
—En la cocina lo están esperando Grisham y Duggan, señor.
Vane afirmó con la cabeza y apuró su café. Luego depositó la taza y retiró su silla.
Patience captó su mirada y se la sostuvo. Se aferró a aquel contacto; en el aire quedó flotando una pregunta sin formular. El semblante de Vane se endureció y sus labios se adelgazaron.
Patience le dijo entornando los ojos:
—Si no me lo cuenta, iré yo misma a las ruinas.
Vane también entrecerró los ojos. Miró rápidamente a Masters y después, con un gesto más bien severo, volvió a mirar a Patience.
—Vamos a comprobar si hay señales de que el Espectro viniera de fuera. Huellas de caballo, cualquier cosa que sugiera que no salió de la casa.
Patience asintió con expresión más relajada.
—Ha llovido tanto que deberían encontrar algo.
—Exactamente. —Vane se puso de pie—. Si es que hay algo que encontrar.
Masters salió del comedor, de vuelta a las cocinas. En aquel momento, desde las escaleras llegó una voz campechana:
—Buenos días, Masters. ¿Hay alguien levantado ya?
Era Angela. Se oyó la respuesta en voz baja del mayordomo; Vane bajó la vista y se topó con los ojos muy abiertos de Patience.
—Está claro que esta es la señal para que me vaya.
Patience sonrió sin disimulo.
—Cobarde —susurró cuando él pasaba junto a su silla.
Un momento después Vane estaba al otro lado, inclinado sobre ella, acariciándole un costado del cuello con su aliento. Su fuerza fluía alrededor, la rodeaba por entero.
—A propósito —murmuró empleando su ronroneo más grave—, hablaba en serio cuando dije que estaba dispuesto a atarla a la cama. —Calló un instante y continuó—: Así que, si posee el más mínimo atisbo de instinto de conservación, no se moverá de esta silla.
Unos labios fríos y duros le rozaron la oreja y luego se deslizaron más abajo para acariciar levemente, con un ligerísimo contacto, la sensible piel del cuello. Patience había perdido la batalla, y bajó los ojos con un estremecimiento.
Vane le levantó la barbilla y le rozó la boca con los labios en un beso efímero, dolorosamente incompleto.
—Estaré de vuelta antes de que termine de desayunar.
En el vestíbulo resonaron las pisadas de Angela.
Cuando abrió los ojos, Patience vio que Vane salía a grandes zancadas del comedor. Percibió el alegre saludo de Angela y a continuación la respuesta con voz profunda de Vane, que se perdía conforme iba alejándose. Un segundo más tarde apareció Angela. Con los labios fruncidos.
Sintiéndose infinitamente mayor y más sensata, Patience le sonrió.
—Entra y toma algo de desayuno. Los huevos están especialmente deliciosos.
Paulatinamente fueron llegando los demás comensales. Para consternación de Patience, todos y cada uno de ellos estaban enterados de su caída, por cortesía del sistema de chismorreos de la casa. Por suerte, ni Vane ni ella habían juzgado oportuno informar a nadie del motivo de su excursión nocturna, de modo que nadie sabía cómo se había causado aquellas lesiones.
Todo el mundo estaba apropiadamente impresionado por su «accidente», todos se apresuraron en manifestar su solidaridad.
—Es de lo más desagradable —comentó Edgar con una de sus dóciles sonrisas.
—Yo me torcí la rodilla en cierta ocasión, cuando estuve en la India —dijo el general mirando con curiosidad hacia la cabecera de la mesa—. Me tiró el caballo. Los wallahs nativos me la envolvieron en unas hojas de un olor nauseabundo. Y se me curó en nada de tiempo.
Patience asintió y sorbió su té.
Gerrard, sentado a su lado en la silla que solía utilizar ella, le preguntó con suavidad:
—¿Estás segura de encontrarte bien?
Haciendo caso omiso del dolor de la rodilla, Patience sonrió y le estrujó la mano.
—No soy precisamente una criatura débil. Te prometo que no pienso desmayarme de dolor.
Gerrard sonrió, pero su expresión continuó siendo atenta, preocupada.
Sin abandonar su sonrisa complacida, Patience dejó vagar la mirada hasta que, al otro lado de la mesa, se topó con el ceño fruncido de Henry.
—Sabe —dijo el joven—, no entiendo del todo cómo ha hecho para dislocarse la rodilla. —El tono de voz que empleó convirtió la afirmación en una pregunta.
Patience no dejó de sonreír
—Como no podía dormir, salí a dar un paseo.
—¿Fuera de la casa? —La sorpresa de Edmond pasó poco a poco a transformarse en reflexión—. Bueno, sí, supongo que tenía que dar un paseo fuera, porque pasear dentro de este mausoleo por la noche provocaría pesadillas a cualquiera. —Rápidamente esbozó una sonrisa—. Y es de suponer que a usted no le gustaría tenerlas.
No resultaba fácil sonreír con los dientes apretados; pero Patience consiguió hacerlo, a duras penas.
—Lo cierto es que salí. —Habría sido más juicioso guardar silencio, pero todos estaban pendientes de sus palabras, ávidos de curiosidad como sólo podrían estarlo personas que llevaban una vida tan mediocre y tediosa.
—Pero… —La frente de Edgar se arrugó en un sinnúmero de pliegues—. La niebla… —Miró a Patience—. Lo de anoche era un auténtico puré de guisantes. Miré por la ventana antes de apagar la vela de mi habitación.
—Era bastante densa. —Patience miró a Edmond—. Usted habría apreciado ese ambiente fantasmal.
—Tengo entendido —comentó Whitticombe con timidez— que la trajo a casa el señor Cynster.
Aquella frase, pronunciada en voz queda, quedó flotando sobre la mesa del desayuno, suscitando preguntas en la mente de todos. A eso siguió un súbito silencio, cuajado de sorpresa y cálculos. Patience, cuya sonrisa había desaparecido, se volvió con calma y observó a Whitticombe con expresión distante.
Su cerebro trabajaba a toda velocidad, estudiando posibles alternativas, pero había una sola respuesta que pudiera dar:
—Sí, el señor Cynster me ayudó a regresar a la casa. Fue una suerte que me encontrara. Los dos habíamos visto una luz en las ruinas y habíamos ido a investigar.
—¡El Espectro! —La exclamación provenía de Angela y Edmond, al unísono.
Ambos tenían los ojos brillantes y la cara radiante de emoción.
Patience trató de apaciguar un inminente arrebato de éxtasis.
—Estaba persiguiendo la luz cuando me caí en un agujero.
—Tenía entendido —dijo entonces Henry con acento austero, haciendo que todas las cabezas se volvieran hacia él— que todos habíamos prometido a Minnie que no perseguiríamos al Espectro en la oscuridad.
El tono de voz y la expresión de su cara resultaban bastante sorprendentes, por su intensidad. Patience notó que le subía el rubor a las mejillas.
—Me temo que me olvidé de esa promesa —admitió.
—En el calor del momento, por así decirlo —comentó Edmond inclinado sobre la mesa—. ¿No sintió un escalofrío en la columna vertebral?
Patience abrió la boca, deseosa de aferrarse a la digresión que le ofrecía Edmond, pero se le adelantó Henry.
—¡Me parece, jovencito, que esta tontería tuya ya ha ido demasiado lejos!
Aquellas palabras iban cargadas de ira. Todas las miradas se posaron en Henry, que tenía el semblante contraído y la piel ligeramente moteada. Sus ojos estaban fijos en Gerrard.
Gerrard se puso rígido. Sostuvo la mirada de Henry, y acto seguido dejó su tenedor en el plato.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero —respondió Henry, escupiendo las palabras— a que, dado el dolor y el sufrimiento que has causado a tu hermana, me sorprende que seas un gañán sin sentimientos, capaz de sentarte ahí, a su lado, fingiendo inocencia.
—Oh, vamos —dijo Edmond. Patience estuvo a punto de dejar escapar un suspiro de alivio. Un segundo después se recuperó y miró fijamente a Edmond, que continuaba hablando en un tono que era la esencia misma de la racionalidad—: ¿Cómo iba a saber el chico que Patience iba a incumplir la palabra que le había dado a Minnie? —Se encogió de hombros y les dedicó a Patience y Gerrard una mirada ganadora—. Él no puede tener la culpa de eso.
Con apoyos semejantes… Patience contuvo un gemido y se lanzó al ataque.
—No era Gerrard.
—¿Oh? —Edgar la miró esperanzado—. ¿Así que vio al Espectro?
Patience se mordió el labio.
—No, no lo vi, pero…
—Aunque lo hubiera visto, aun así defendería a su hermano, ¿verdad, querida? —sonó la suave voz de Whitticombe a lo largo de la mesa. Luego dirigió una mirada a Patience de paternalista superioridad—. Una encomiable devoción la suya, querida, pero en este caso, tristemente, me temo que —su mirada se posó súbitamente en Gerrard, endureció el semblante, y sacudió la cabeza en un gesto negativo— se equivoca.
—No he sido yo.
Con la cara pálida, Gerrard hizo aquella afirmación en tono calmo. A su lado, Patience percibió la batalla que sostenía su hermano para controlar su cólera. Le envió un silencioso mensaje de aliento y le dio un suave apretón en el muslo por debajo de la mesa.
De repente, Gerrard se volvió hacia ella.
—Yo no soy el Espectro.
Patience sostuvo con calma su mirada de furia.
—Ya lo sé. —Puso en aquellas breves palabras una total convicción, y advirtió que Gerrard perdía parte de su acaloramiento.
El chico se giró y lanzó una mirada desafiante alrededor de la mesa.
El general soltó un resoplido.
—Conmovedor, pero no hay forma de ocultar la verdad. Es la broma de un mozalbete, eso es el Espectro. Y tú, muchacho, tú eres el único mozalbete que hay por aquí.
Patience sintió el impacto de aquel golpe, directo a lo más profundo de la incipiente personalidad de Gerrard como ser adulto. Su hermano se quedó inmóvil, con una palidez mortal en el rostro y una expresión sombría. Su corazón lloró por él; ansió rodearlo con sus brazos, protegerlo y consolarlo… pero sabía que no podía.
Gerrard, muy despacio, echó atrás su silla y se levantó. Lanzó una mirada fulminante a todos los de la mesa, salvo a Patience.
—Si ninguno de ustedes tiene más insultos que arrojarme… —Hizo una pausa, y después continuó con la voz a punto de quebrársele—: Les deseo buenos días.
Hizo un brusco gesto con la cabeza y seguidamente, tras una breve mirada a su hermana, giró sobre sus talones y salió de la habitación.
Patience hubiera entregado toda su fortuna a cambio de poder ponerse de pie y, con un gesto altivo de desprecio, echar a correr detrás de su hermano.
Pero estaba atrapada, condenada por su lesión a tener que mantener a raya su propia furia y hacer frente a la estupidez de los huéspedes de su tía.
A pesar de lo que le había dicho a Vane, no podía mantenerse en pie, y mucho menos andar cojeando.
Así que, con los labios apretados, recorrió a los presentes con la mirada.
—Gerrard no es el Espectro.
Henry sonrió con un gesto de cansancio.
—Mi querida señorita Debbington, me temo que debe usted enfrentarse a los hechos.
—¿Los hechos? —saltó Patience—. ¿Qué hechos?
Entonces, con grave condescendencia, Henry procedió a explicárselo.
Vane salía de los establos cuando vio a Gerrard, con la mandíbula tensa, que iba hacia él.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó.
Con el semblante pétreo y los ojos ardientes, Gerrard se detuvo frente a él. Tomó aire, sostuvo su mirada por espacio de unos segundos y luego sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—No pregunte.
Y sin más, dejó a Vane a un lado y continuó hacia los establos.
Vane contempló cómo se marchaba. Sus puños cerrados y la rigidez de su espalda resultaban sumamente elocuentes. Titubeó, pero entonces adoptó una expresión más dura, dio media vuelta y se encaminó hacia la casa.
Llegó al comedor del desayuno en un tiempo récord. Una sola mirada bastó para borrar toda expresión de su rostro. Patience estaba sentada donde él la había dejado, pero en lugar del brillo que tenía antes en sus grandes ojos y el leve rubor que teñía sus mejillas, ahora sus ojos avellana estaban entornados, ardientes de indignación, y sus pómulos se veían enrojecidos.
Además de eso, estaba pálida, casi temblando de furia contenida. No lo vio de inmediato, pues el foco de su cólera en aquel momento era Henry Chadwick.
—¡Ah, ahí está, Cynster! Pase y añada su opinión a la nuestra. —El que se había dirigido a él era el general, vuelto en su silla—. Estábamos intentando explicar a la señorita Debbington que ha de entrar en razón. No tiene caso oponerse a la verdad, ¿no comprende? Ese desbocado hermano suyo necesita una mano firme que le sujete la rienda. Una buena azotaina lo hará entrar en vereda y dejarse de esas tonterías del Espectro.
Vane posó la mirada en Patience. Sus ojos, que claramente centelleaban, estaban fijos en el general. Sus senos subían y bajaban con la respiración. Si las miradas pudieran matar, el general habría estado muerto. Y a juzgar por su expresión, también estaba dispuesta a estrangular a Henry y luego a Edmond para mayor seguridad.
Vane avanzó con paso tranquilo. Su movimiento captó la atención de Patience, que alzó la vista y parpadeó. Vane capturó su mirada y no se detuvo hasta que estuvo situado junto a su silla. Entonces le tendió una mano como si fuera una orden. Ella, sin dudarlo, posó los dedos en su palma.
Vane le apretó la mano con fuerza; Patience experimentó un escalofrío y después notó un calor y una fuerza que fluían hacia el interior de su cuerpo.
Su cólera, que casi había alcanzado el punto de fusión, comenzó a disminuir.
Tomó aire nuevamente y volvió a recorrer con la mirada a todos los presentes.
Vane hizo lo mismo, escrutando todos los rostros con su mirada fría y gris.
—Espero —murmuró en un tono lánguido pero claramente audible— que, tras la prueba que sufrió usted anoche, nadie haya sido tan insensible como para trastornar su ánimo. —Aquellas palabras dichas en voz queda, y el frío acero que brillaba en sus ojos, bastaron para que todo el mundo se quedara totalmente inmóvil—. Como es natural —continuó con la misma tranquilidad—, sucesos como los de la noche pasada suelen dar lugar a especulaciones. Pero, por supuesto —les sonrió a todos—, no son más que especulaciones.
—Ah —intervino Edgar para preguntar—: ¿No ha hallado usted ninguna prueba, ninguna pista, respecto de la identidad del Espectro?
La sonrisa de Vane se acentuó apenas.
—Ninguna. De manera que todo lo que se diga sobre la identidad del Espectro es, como he dicho, pura fantasía. —Captó la mirada de Edgar—. Tendrá menos base que una apuesta para el Guineas.
Edgar sonrió brevemente.
—Pero —interrumpió el general—, es racional pensar que alguien tiene que ser.
—Oh, sin duda alguna —convino Vane en su tono más lánguido—, pero achacar la culpa a una persona concreta sin contar con una prueba razonable se me antoja… —Hizo una pausa para mirar al general a los ojos—. Una calumnia innecesaria.
—¡Bah! —El general se hundió en su silla.
—Y, por supuesto —la mirada de Vane se posó esta vez en Henry—, siempre está la idea de lo necio que lo hace parecer a uno mostrar excesivo entusiasmo por afirmaciones que resultan ser erróneas.
Henry frunció el entrecejo y bajó los ojos hacia el mantel.
Vane miró a Patience.
—¿Está ya lista para subir a su habitación?
Patience lo miró y afirmó con la cabeza. Vane se inclinó y la tomó en brazos. Ya acostumbrada a la sensación de que la levantaran en vilo con tanta facilidad, Patience se puso cómoda y rodeó el cuello de Vane con los brazos.
Al instante, los hombres sentados a la mesa se pusieron todos de pie; Patience los observó… y estuvo a punto de sonreír. La expresión de Henry y de Edmond no tenía precio.
Vane dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Edmond y Henry se apresuraron a ir tras él, casi tropezando con las prisas.
—Oh, esto… Permítame que lo ayude —dijo Henry corriendo a sostenerle la puerta, que ya estaba abierta.
—¿Y qué tal si formáramos una silla con los brazos? —sugirió Edmond.
Vane se detuvo un momento cuando Edmond lo interceptó. Patience dejó helado a Edmond con una mirada glacial.
—El señor Cynster es más que capaz de arreglárselas por sí solo. —Dejó que el hielo de su voz calara bien hondo antes de añadir, exactamente en el mismo tono—: Voy a descansar, y no quiero que nadie me moleste. Ni con más especulaciones, ni con más calumnias. Y por encima de todo —esta vez miró a Henry— no quiero que se me moleste con afirmaciones demasiado entusiastas.
Calló un instante, luego sonrió y miró a Vane. Impávido, este alzó una ceja.
—¿Subimos?
Patience afirmó con la cabeza.
—Por supuesto.
Y sin agregar nada más, y sin encontrar más obstáculos, Vane salió del comedor con ella en brazos.