Capítulo 6

A la mañana siguiente, Patience bajó las escaleras con una luminosa, aunque frágil, sonrisa en el rostro. Entró en el comedor del desayuno y saludó con un alegre gesto de cabeza a los caballeros sentados alrededor de la mesa. La sonrisa se le congeló en la cara, sólo por un instante, al ver, oh maravilla de maravillas, a Angela Chadwick charlando muy animada y muy locuaz en el asiento contiguo al de Vane.

Este estaba sentado a la cabecera de la mesa, como de costumbre. Patience permitió que su sonrisa flotara hasta él, pero no lo miró a los ojos. A pesar de la verborrea de Angela, desde el momento en que apareció ella captó la atención de Vane. Se sirvió pescado con arroz y arenques ahumados y, a continuación, con una sonrisa para el mayordomo cuando este le retiró la silla, ocupó su sitio al lado de Gerrard.

Angela se dirigió a ella de inmediato.

—Estaba diciéndole al señor Cynster que sería enormemente divertido organizar un grupo para ir a Northampton. ¡Imagínate todas las tiendas! —Con los ojos brillantes, miró a Patience con expresión fervorosa—. ¿No te parece una idea maravillosa?

Por un momento, Patience se sintió dolorosamente tentada a decir que sí.

Cualquier cosa, hasta un día de compras en compañía de Angela, sería preferible a enfrentarse a lo que tenía que enfrentarse. Y entonces se le ocurrió la idea de enviar a Vane de compras con Angela.

La visión que surgió en su mente, Vane en la tienda de algún sombrerero con los dientes apretados y aguantando las tonterías de Angela, no tenía precio. No pudo evitar mirar hacia la cabecera de la mesa… y entonces aquella impagable imagen se evaporó. A Vane no lo interesaba el guardarropa de Angela. Su mirada gris estaba fija en su rostro, su expresión era impasible pero ceñuda. Entrecerró ligeramente los ojos, como si pudiera ver a través de la fachada de ella.

Patience miró de inmediato a Angela con una sonrisa todavía mayor.

—Opino que está un poco lejos para hacer muchas compras en un solo día. Tal vez deberías pedir a Henry que os acompañara a ti y a tu madre a pasar allí unos días.

Angela se mostró muy sorprendida; se inclinó hacia delante para consultar a Henry, que estaba un poco más apartado.

—Parece que hoy va a hacer buen tiempo. —Gerrard miró a Patience—. Creo que voy a sacar mi caballete y empezar con las escenas que Edmond y yo decidimos ayer.

Patience asintió.

—De hecho —Vane bajó el tono de voz de modo que su grave retumbar se oyera por debajo de la cháchara excitada de Angela—, me gustaría que me enseñaras las zonas que has estado dibujando. —Patience levantó la vista; Vane capturó su mirada—. Siempre y cuando —su tono de voz se endureció— lo apruebe tu hermana.

Patience inclinó la cabeza con gesto indulgente.

—Me parece una excelente idea.

Un ceño fruncido pasó fugazmente por los ojos de Vane. Patience volvió a concentrarse en su plato.

—¿Pero qué podemos hacer hoy? —Angela miró en derredor, esperando una respuesta.

Patience contuvo la respiración, pero Vane guardó silencio.

—Yo voy a dibujar —declaró Gerrard—, y no quiero que me moleste nadie. ¿Por qué no vas a dar un paseo?

—No seas tonto —replicó Angela con desdén—, está todo demasiado mojado para ir a pasear.

Patience hizo para sus adentros un gesto de malestar y se llevó a la boca el último resto de pescado con arroz.

—Muy bien —contestó Gerrard—, pues tendrás que divertirte haciendo lo que hagan las jovencitas.

—Así lo haré —declaró Angela—. Leeré para mamá en la salita de la entrada.

Y dicho eso, se puso de pie. Mientras los caballeros se levantaban, Patience se limpió los labios con la servilleta y aprovechó el momento para salir ella también.

Necesitaba ir a buscar los zapatos de andar más resistentes al agua que tuviese.

Una hora después se encontraba junto a la puerta lateral escrutando la extensión de hierba empapada que había entre ella y las ruinas. Entre ella y las disculpas que tenía que pedir. Soplaba una brisa fresca que olía a lluvia; no parecía que hubiera muchas posibilidades de que la hierba se secara pronto. Hizo una mueca y bajó la vista hacia Myst, que estaba sentada pulcramente a su lado.

—Supongo que esto forma parte de mi penitencia.

Myst miró hacia arriba, enigmática como siempre, y agitó la cola.

Patience salió con paso decidido. En una mano llevaba su sombrilla cerrada; apenas había suficiente sol para justificar la presencia de un parasol, pero en realidad le servía simplemente para tener algo en las manos. Algo con que juguetear, algo con que defenderse… algo que mirar si las cosas se ponían difíciles de veras.

A diez metros de la puerta ya tenía empapado el borde del vestido de color lila. Apretó los dientes y miró a su alrededor en busca de Myst, y entonces se dio cuenta de que no estaba allí. Se giró y vio a la gata, primorosamente sentada en el escalón de piedra de la puerta. Le hizo una mueca.

—Te gusta el buen tiempo, ¿eh? —musitó, y acto seguido reanudó su paseo.

El vestido se le fue mojando cada vez más; poco a poco, el agua empezó a filtrarse por las costuras de sus botas, pero se empeñó en seguir caminando.

Tal vez formara parte de su penitencia andar con los pies mojados, Pero estaba segura de que aquella sería la parte menos dura. Seguro que Vane era la parte peor.

De pronto apartó de sí aquel pensamiento, pues no había motivo para recrearse en él.

Lo que estaba a punto de suceder no iba a resultarle fácil, pero si se permitía pensar demasiado la abandonaría todo el valor.

No lograba imaginar cómo había podido equivocarse de aquella manera. Ya era bastante malo estar equivocada en un punto, pero resultaba incomprensible que se hubiera desviado por completo de la verdad.

Mientras rodeaba la primera de las piedras caídas, fue poniéndose furiosa. No era justo. Vane tenía todo el aspecto de un caballero elegante.

Se movía como un caballero elegante; en muchos aspectos, incluso se comportaba como un caballero elegante. ¿Cómo iba a saber ella que era tan distinto en los aspectos que no tenían que ver con el físico? Se aferró a aquella idea buscando consuelo, por ver si podía infundirle un poco de valor, pero tuvo que descartarla de mala gana. No podía eludir el hecho de que había obrado muy mal. Había juzgado a Vane fijándose solamente en sus ropajes de lobo. Y aunque ciertamente lo era, al parecer era un lobo bueno.

No había más salida que pedirle disculpas. El respeto por sí misma no aceptaría ninguna otra cosa, y seguramente él tampoco.

Cuando llegó a las ruinas propiamente dichas, miró a su alrededor. Le dolían los ojos; la noche anterior había dormido todavía menos que la antepasada.

—¿Dónde estarán? —murmuró. Si terminaba de una vez con aquel asunto y liberaba su mente de aquel fastidioso problema, tal vez pudiera echar una siesta por la tarde.

Pero antes tenía que dar al lobo lo que le correspondía. Había ido hasta allí para pedirle perdón, y deseaba hacerlo deprisa, antes de que le fallara el valor.

—¿De verdad? No lo sabía.

La voz de su hermano la guio hacia el viejo claustro. Con el caballete frente a sí, estaba dibujando los arcos que ocupaban un lateral.

Patience penetró en el patio abierto, buscando… y descubrió a Vane apoyado en las sombras de un arco del claustro medio derruido, a pocos pasos de Gerrard.

Vane ya la había visto.

Gerrard alzó la vista al oír las pisadas de su hermana sobre el enlosado.

—Hola. Vane acaba de decirme que actualmente dibujar está muy de moda en sociedad. Por lo visto, la Royal Academia organiza una exposición todos los años. —Carboncillo en mano, volvió a concentrarse en su boceto.

—Ah.

Con la mirada fija en Vane, Patience deseó poder verle los ojos. La expresión de su cara era indescifrable. Con los hombros apoyados contra el arco de piedra y los brazos cruzados sobre el pecho, la observaba fijamente como un halcón. Un halcón calculador, potencialmente amenazador. O como un lobo que viera acercarse su presa.

Se sacudió mentalmente y fue hasta donde se encontraba su hermano.

—A lo mejor, cuando vayamos a Londres, podemos visitar la Royal Academia.

—Mmm —respondió Gerrard, completamente absorto en su trabajo.

Patience examinó el dibujo.

Vane la estudió a ella. La había visto desde el instante mismo en que apareció, enmarcada por una abertura del viejo muro. Supo que estaba cerca un momento antes de eso, advertido por algún sexto sentido, por un débil aleteo en la atmósfera. Patience atraía sus sentidos igual que un imán. Lo cual, en el momento presente, no le resultaba de ayuda.

Apretó los dientes y luchó por reprimir sus recuerdos de la noche anterior para que no cristalizaran en su cerebro. Cada vez que lo hacían, se prendía su mal genio, lo cual, dado que Patience estaba tan cerca, tan a su alcance, era lo contrario de un comportamiento sensato. Su genio se parecía mucho a una espada: una vez desenvainada, era toda frío acero. Y hacía falta un verdadero esfuerzo para volver a envainarla. Algo que él no había logrado aún.

Si la señorita Patience Debbington era sensata, mantendría las distancias hasta que él lo lograse.

Si él era sensato, haría lo mismo.

Su mirada, que, sin contar en absoluto con su permiso, se había posado en las curvas de la joven, en el movimiento de sus faldas alrededor de las piernas, descendió para inspeccionar los tobillos. Patience llevaba unas botas de media caña de niña… y se veía bien a las claras que tenía el vestido empapado.

Vane frunció el ceño para sus adentros y contempló aquellas faldas mojadas. En efecto, Patience había cambiado de estrategia. Ya en el desayuno le pareció que había cambiado de actitud, pero descartó la idea por parecerle demasiado esperanzadora. No comprendía por qué iba a cambiar de opinión, ya se había convencido a sí mismo de que no había nada que él pudiera decir para refutar las acusaciones de Patience, pues todas ellas contenían algo de verdad y, para ser sincero, él mismo había dado aquella imagen con sus intentos de experta manipulación. Por fin llegó a la conclusión de que sólo existía un modo de corregir aquellas ideas equivocadas: Le demostraría a Patience que no eran ciertas, y no de palabra sino con hechos.

Y entonces podría saborear su confusión y sus disculpas.

Se incorporó para separarse del arco de piedra, y mientras lo hacía se dio cuenta de que, de un modo u otro, dichas disculpas iban a llegar muy pronto; no estaba dispuesto a ponerle más obstáculos en el camino. Así que, lentamente, se acercó a ella.

Patience se percató de su presencia al instante. Volvió la vista hacia él un momento, y después volvió a fijarse en el boceto de Gerrard.

—¿Vas a tardar mucho?

—Horas —contestó Gerrard.

—En fin… —Patience levantó la cabeza y, con gran valentía, miró a Vane directamente a los ojos—. Quisiera saber, señor Cynster, si puedo pedirle que tenga la amabilidad de darme su brazo para regresar a la casa. El terreno está más resbaladizo de lo que pensaba. Algunas de estas piedras resultan bastante traicioneras.

Vane alzó una ceja.

—¿De veras? —Le ofreció su brazo con suavidad—. Conozco una ruta de regreso que cuenta con una serie de ventajas.

Patience le dirigió una mirada suspicaz, pero apoyó la mano sobre su brazo y le permitió que la guiara de vuelta a la vieja iglesia. Gerrard les devolvió las palabras de despedida y se dio por enterado de la admonición de su hermana respecto de que volviese a la casa a tiempo para el almuerzo.

Sin darle tiempo para pensar en nada más que decirle a Gerrard, Vane la condujo al interior de la nave. Por encima de ellos se elevaba el único arco que quedaba en pie. Al cabo de unos minutos quedaron fuera del alcance de la vista y el oído de Gerrard, paseando uno al lado del otro por el largo pasillo central.

—Gracias.

Patience hizo el intento de retirar la mano del brazo de Vane, pero este se la cubrió con la suya. Sintió que los dedos de la joven temblaban ligeramente y luego se quedaban inmóviles, percibió el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo. Patience alzó la cabeza con la barbilla alta y los labios firmes. Vane la miró a los ojos.

—Lleva usted el vestido empapado.

Sus ojos de color avellana centellearon.

—Y los pies también.

—Lo cual sugiere que ha venido hasta aquí traída por un propósito.

Ella miró al frente. Vane observó con interés cómo ensanchaba el pecho tensando el corpiño del vestido.

—Así es. He venido a pedirle perdón.

Lo dijo con dificultad, entre dientes.

—Oh. ¿Y porqué?

De repente Patience se detuvo y, con los ojos entornados, miró a Vane cara a cara.

—Porque creo que le debo una disculpa.

Vane le sonrió directamente a los ojos. No intentó esconder su acero.

—En efecto.

Con los labios apretados, Patience le sostuvo la mirada y seguidamente afirmó con la cabeza.

—Eso pienso yo. —Se irguió, cerró las manos con fuerza sobre el pomo de la sombrilla y alzó la barbilla con determinación—. Le ruego que me perdone.

—¿Por qué, exactamente?

Una larga mirada a aquellos ojos grises le indicó a Patience que no iba a escaparse tan fácilmente. De nuevo entornó los ojos y dijo:

—Por haber lanzado calumnias injustificadas acerca de su personalidad. —Vio que él lo estaba digiriendo, que estaba comparando esta declaración con lo que le había dicho aquella noche. Rápidamente, ella hizo lo mismo—. Y de sus motivos —añadió de mala gana. Luego volvió a ponderar la cuestión. Y frunció el entrecejo—: Al menos, de algunos.

Los labios de Vane se movieron ligeramente.

—Desde luego, sólo algunos. —Su voz había recuperado el tono de ronroneo; Patience sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal—. Sólo para dejarlo claro, deduzco que se retracta absolutamente de todas sus declaraciones injustificadas.

Se estaba burlando de ella; el brillo que había en sus ojos desde luego no era de fiar.

—Sin reservas —dijo Patience, impaciente—. ¡Ya está! ¿Qué más quiere?

—Un beso.

La respuesta fue tan rápida, tan definitiva, que Patience sintió que la cabeza le daba vueltas.

—¿Un beso?

Él se limitó a enarcar una ceja con gesto arrogante, como si aquella sugerencia mereciera poco más que un pestañeo. En sus ojos brillaba una chispa de desafío nada sutil.

Patience frunció el entrecejo y se mordió el labio. Ambos se encontraban en el pasillo central de la iglesia, al aire libre, sin nada en varios metros a la redonda. Totalmente desprotegidos, totalmente a la vista. No era precisamente un lugar que se prestara a actos indecentes.

—Oh, muy bien.

Dicho y hecho, se estiró de puntillas y, apoyando una mano en el hombro de Vane para no perder el equilibrio, le plantó un beso rápido en la mejilla.

Él abrió mucho los ojos y después rompió a reír… a reír más de lo que ella podía soportar.

—Oh, no. —Negó con la cabeza—. No me refiero a esa clase de beso.

Patience no necesitaba preguntar qué clase de beso quería. Se fijó en sus labios, largos, delgados, duros. Fascinantes. Y no iban a volverse menos fascinantes. De hecho, cuanto más tiempo los contemplaba…

Entonces aspiró profundamente, contuvo la respiración, se estiró hacia arriba, cerró los ojos, y le rozó fugazmente los labios con los suyos. Eran tan duros como había imaginado, como si estuvieran esculpidos en mármol. Tras el breve contacto experimentó una explosión de sensaciones: un cosquilleo en los labios que se transformó en un fuerte palpitar.

Con los ojos muy abiertos, volvió a apoyar los talones en el suelo. Y de nuevo clavó la mirada en los labios de Vane. Vio cómo las comisuras se curvaban hacia arriba y oyó su risa grave y burlona.

—Sigue sin ser lo correcto. Venga… deje que se lo enseñe yo.

Alzó las manos para rodearle con ellas el rostro, el mentón, y le abrió los labios al tiempo que hacía descender los suyos. Por voluntad propia, los párpados de Patience se cerraron y entonces sintió el contacto de los labios de Vane. No habría podido contener el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo ni aunque de ello hubiera dependido su vida.

Aturdida, lista para resistir, hizo mentalmente una pausa. Fuerte y segura, la boca de Vane cubrió la suya moviéndose despacio, con languidez, como si paladease su sabor, su textura. No había nada amenazador en aquella caricia sin prisas; de hecho, resultaba seductora, atrayente para sus sentidos, los hacía centrarse en el rozar y deslizar de unos labios fríos que parecían saber de forma instintiva cómo aliviar el calor que iba aumentando en los suyos. Los labios de ella vibraban doloridos; los de él presionaban, acariciaban, como si bebieran aquel calor, como si se lo estuvieran robando.

Patience sintió que sus labios se ablandaban; Vane, a cambio, endureció los suyos.

No, no, no… Algún pequeño rincón de su cerebro intentaba advertirla, pero ella ya hacía mucho que no escuchaba. Esto era nuevo, nunca jamás había experimentado sensaciones iguales, nunca imaginó que existiera un placer tan simple.

La cabeza le daba vueltas, pero no de forma placentera. Los labios de Vane aún eran duros y fríos. No pudo resistirse a la tentación de responder con la misma presión, de ver si los labios de él se ablandaban al contacto con los de ella.

Pero no se ablandaron, sino que se endurecieron todavía más. Al instante siguiente, anotó un calor abrasador que se extendía por su boca. Se quedó inmóvil; entonces volvió a percibir de nuevo aquel calor. Con la punta de la lengua, Vane le fue recorriendo el labio inferior, demorándose en el contacto, preguntando sin palabras.

Patience quería más. Y abrió la boca.

Entonces él deslizó la lengua en su interior, muy despacio, con la seguridad y la arrogancia de siempre, con la certeza de ser bien recibido, seguro de su experiencia.

Vane sujetó las riendas de su deseo con mano de hierro y se negó a dejar salir todos sus demonios. Un profundo, primitivo instinto lo instaba a continuar; la experiencia se lo impedía.

Patience no había entregado nunca su boca a ningún hombre, nunca había compartido sus labios de manera voluntaria. Vane lo sabía con seguridad absoluta, percibía la verdad en su forma de reaccionar sin reservas, lo leía en su falta de maña. Pero la notaba ascender hacia él, notaba cómo respondía a su llamada con pasión, con deseo, dulce como el rocío en una mañana de primavera, virginal como la nieve en una cumbre inaccesible.

Podía tenerla… y hacerla suya. Pero no había necesidad alguna de darse prisa. Patience estaba intacta, no estaba acostumbrada a las exigencias de las manos de un hombre, los labios de un hombre y mucho menos el cuerpo de un hombre. Si procedía con demasiada prisa, ella se volvería asustadiza y se encogería. Y entonces él tendría que hacer un esfuerzo mayor para llevarla hasta su cama.

Con la cabeza ladeada sobre la de Patience, prosiguió con caricias lentas, pausadas. Entre ellos flotaba una pasión lánguida, casi soñolienta. Como si reclamara hasta el último centímetro de la suavidad que ella le ofrecía, Vane inoculó aquella sensación en cada una de sus caricias y dejó que se extendiera por todos los sentidos de Patience.

Se quedaría allí, aletargada, hasta la próxima vez que él la tocase, hasta que él la hiciera resurgir. Y lo haría poco a poco, la iría alimentando y nutriendo hasta que se transformara en la ineludible compulsión que lograría, al final, llevar a Patience hacia él.

Entonces la paladearía lentamente, saborearía su lenta rendición, tanto más dulce por cuanto que el fin no estaba en duda.

En aquel momento llegaron hasta él unas voces distantes; suspiró para sus adentros y, con renuencia, puso fin al beso.

Alzó la cabeza y vio que Patience abría los ojos despacio, luego parpadeaba y lo miraba fijamente. Por espacio de unos instantes, al mirarla a la cara, a los ojos, se sintió desconcertado… y entonces reconoció aquella expresión. Era curiosidad; Patience no estaba impresionada, aturdida ni aturullada como una doncella. Sentía curiosidad.

No pudo evitar esbozar su sonrisa de libertino. Ni tampoco resistirse a la tentación de rozar sus labios con los de ella una última vez.

—¿Qué está haciendo? —susurró Patience cuando Vane inclinó la cabeza hacia ella. Incluso a aquella escasa distancia notaba que estaba sonriendo.

—Se llama «hacer las paces con un beso». —La curva de sus labios se hizo más pronunciada—. Es lo que hacen los amantes cuando se pelean.

Patience sintió como un clavo que se le atornillaba al corazón; pánico, tenía que ser pánico lo que la invadía en aquel momento.

—Nosotros no somos amantes.

—Aún.

Vane le tocó los labios con los suyos en una caricia que la hizo temblar.

—No lo seremos nunca. —Tal vez se sintiera un poco mareada, pero estaba segura de aquello.

Vane calló, pero su sonrisa de seguridad no desapareció.

—No apueste su fortuna en ello. —Y una vez más le rozó la boca con los labios.

A Patience la cabeza le daba vueltas. Para alivio suyo, Vane se irguió y dio un paso atrás, mirando a lo lejos.

—Aquí vienen.

Ella parpadeó.

—¿Quiénes?

Vane la miró para decir:

—Su harén.

—¿Mi qué?

Vane alzó las cejas con un gesto de falsa inocencia.

—¿No es ese el término correcto para denominar a un grupo de esclavos del sexo opuesto?

Patience respiró hondo y después se irguió, le dirigió a Vane una mirada de advertencia y se volvió para acudir al encuentro de Penwick, Henry y Edmond, que venían todos subiendo por el pasillo de la iglesia. Patience dejó escapar un gemido en voz baja.

—Mi querida señorita Debbington. —Penwick tomó la delantera—. He venido hasta aquí con el propósito expreso de preguntarle si le apetecería dar un paseo a caballo.

Patience le ofreció la mano.

—Le agradezco su amabilidad, señor, pero me temo que esta mañana ya he tenido una dosis suficiente de aire fresco. —Se estaba levantando más brisa, y el viento agitaba varios mechones de pelo suelto sobre su frente liberando otros nuevos. Penwick dirigió una mirada suspicaz a la corpulenta presencia que se erguía junto al hombro de la joven. Patience se volvió a medias y advirtió que Vane respondía al breve saludo con la cabeza que le hizo Penwick con otro gesto mucho más autosuficiente—. De hecho —afirmó— estaba a punto de regresar a la casa.

—¡Excelente! —Henry se acercó un poco más—. Me preguntaba adónde se habría ido usted. Pensé que debía de haber salido a dar un paseo. Será un placer acompañarla de vuelta a la casa.

—Yo también voy —terció Edmond con una sonrisa comprensiva—. Venía a ver qué estaba haciendo Gerrard, pero me ha dado congé. De modo que bien puedo regresar ya a casa.

Patience estaba segura de que habría tenido lugar una pelea por ocupar la posición de su derecha, por ser aquel cuyo brazo aceptara ella, excepto porque dicha posición ya estaba ocupada.

—Al parecer, somos un grupo bastante grande —comentó Vane con sorna, y lanzó una mirada rápida a Penwick—. ¿Vamos, Penwick? Podemos volver atravesando los establos.

Patience aspiró profundamente, apoyó una mano en el brazo de Vane… y le propinó un pellizco.

Él la miró alzando las cejas con expresión de inocencia.

—Sólo intentaba ser útil.

Y acto seguido dio media vuelta. Los demás se apresuraron a seguirlos mientras él guiaba a Patience hacia el exterior de la nave.

La ruta que tomó estaba expresamente estudiada para poner a prueba el temperamento de Patience. Más concretamente, para que lo pusieran a prueba los otros. Vane, prudente, guardó silencio y dejó que ellos tomaran la iniciativa.

Patience, con los pies ya helados después de haber permanecido demasiado tiempo de pie sobre el suelo de piedra, descubrió que su reserva de aguante había disminuido de forma peligrosa.

Para cuando llegaron a los establos y ella ofreció la mano a Penwick a modo de despedida, lo más que fue capaz de hacer fue esbozar una sonrisa falsa y pronunciar un cortés adiós.

Penwick le estrujó los dedos y le dijo:

—Si dejara de llover, no me cabe duda de que deseará salir a montar mañana. Vendré a buscarla temprano.

¡Como si él fuese el dueño de sus paseos a caballo! Patience se mordió la lengua para no replicar con un comentario agrio. Retiró la mano, levantó las cejas y a continuación dio media vuelta con aire altivo, negándose a caer en la trampa de hacer un gesto de asentimiento a Penwick que pudiera ser interpretado como aceptación. Una mirada al semblante de Vane, a la expresión de sus ojos, le bastó para confirmar que este había captado claramente la situación.

Afortunadamente, Henry y Edmond, una vez que entraron en la casa, desaparecieron sin presionar más. Patience subió las escaleras acompañada por Vane y con el ceño fruncido. Era casi como si tanto Henry como Edmond creyeran que tenían que protegerla de Vane, y también Penwick, pero una vez dentro de la casa la consideraban a salvo. A salvo incluso de Vane.

Imaginó por qué pensaban eso: Después de todo, aquella era la casa de la madrina de Vane. Hasta los libertinos tenían límites. Pero ya se había dado cuenta de que no podía predecir el libertinaje de Vane… y no estaba en absoluto segura de dónde se encontraban sus límites.

Alcanzaron el final de la galería; frente a ellos se abría el corredor que llevaba a su habitación. Patience se detuvo, apartó la mano del brazo de Vane y se volvió para mirarlo a la cara.

Él, con expresión suave y una leve chispa de diversión en los ojos, le sostuvo la mirada. La escrutó y, acto seguido, alzó una ceja invitándola a preguntar.

—¿Por qué se ha quedado?

Vane permaneció inmóvil; una vez más, Patience sintió que una red se cerraba a su alrededor, sintió la parálisis que le causaba aquel depredador que se cernía sobre ella. Era como si el mundo dejase de dar vueltas, como si se cerrara sobre ellos un escudo impenetrable, de tal modo que no existía nada aparte de ellos dos y lo que fuera que había entre ambos.

Patience buscó en los ojos de Vane, pero no logró leerle el pensamiento, a excepción de que la estaba estudiando, sopesando qué decirle. Entonces Vane levantó una mano. Patience contuvo la respiración al ver que le deslizaba un dedo bajo la barbilla; la sensible piel de aquella zona revivió al percibir el contacto. Vane le alzó el rostro para clavar su mirada en la de ella.

La estudió, estudió sus ojos, su cara, durante unos instantes más.

—Me he quedado para ayudar a Minnie, para ayudar a Gerrard… y para obtener una cosa que deseo.

Pronunció aquellas palabras con claridad, despacio, sin aceptación. Patience leyó la verdad en sus ojos. La fuerza que los animaba golpeó sus sentidos. Era un conquistador mirándola a través de unos fríos ojos grises.

Con una sensación de vértigo, luchó por encontrar fuerzas suficientes para liberar la barbilla de aquel dedo Después, sin aliento, le volvió la espalda y se alejó camino de su habitación.