Capítulo 5

ERA el momento de actuar.

Aquella misma noche, mientras aguardaba en el salón a que reaparecieran los caballeros, a Patience se le hacía cada vez más difícil hacer honor a su nombre[2]. No dejaba de dar vueltas a la cabeza. A su lado, Angela y la señora Chadwick, que ocupaban un diván, hablaban de cuál sería el mejor volante para el nuevo vestido de mañana de Angela. Patience, aunque asentía vagamente, ni siquiera las escuchaba; tenía cosas de más peso en la cabeza.

Un persistente dolor le martilleaba las sienes; no había dormido bien, consumida por las preocupaciones: preocupación por las acusaciones cada vez más afiladas que le dirigían a Gerrard, preocupación por la influencia de Vane Cynster sobre su impresionable hermano.

Y por añadidura, ahora tenía que hacer frente a la distracción ocasionada por su extraña reacción a Vane Cynster, el «caballero elegante». La había afectado desde el principio, y cuando por fin sucumbió al sueño, incluso se introdujo en sus pesadillas.

Entornó los ojos para combatir el dolor que sentía detrás.

—Yo creo que la trenza de color cereza resultaría mucho más arrebatadora. —Angela amenazó con hacer pucheros—. ¿No te parece, Patience?

El vestido del que estaban hablando era de un color amarillo claro.

—Me parece —contestó Patience, haciendo acopio de paciencia—, que es mucho más apropiada la cinta aguamarina que te ha sugerido tu madre.

El mohín de Angela se materializó. La señora Chadwick se apresuró a advertir a su hija de que no era prudente favorecer las arrugas, y al instante el mohín desapareció por arte de magia.

Patience, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón, miró la puerta con el ceño fruncido y volvió a su preocupación: ensayar la advertencia que le iba a hacer a Vane Cynster. Era la primera vez que tenía que advertir a un hombre, y habría preferido no tener que empezar ahora, pero no podía permitir que las cosas continuaran tal como estaban. Aparte de la promesa que le había hecho a su madre, en su lecho de muerte, de que siempre velaría por la seguridad de Gerrard, simplemente no podía soportar que este sufriera de semejante modo, que fuera utilizado como peón para sonsacarle a ella una sonrisa.

Por supuesto, aquello mismo hacían todos hasta cierto punto. Penwick la trataba como a una niña, jugando a representar el papel de protector. Edmond se valía de su vena artística para atraer a Gerrard, para demostrar la afinidad que tenía con él. Henry fingía un interés paternal con una patente falta de auténtica emoción. Sin embargo, Vane iba más allá: hacía cosas. Protegía de forma activa a Gerrard, atraía de forma activa el interés de su hermano, interactuaba de forma activa… todo con la declarada intención de que ella se sintiera agradecida, de ponerla en deuda con él.

Y eso no le gustaba. Todos estaban utilizando a Gerrard, pero el único del que Gerrard corría peligro de recibir algún daño era de Vane. Porque el único al que Gerrard apreciaba, admiraba y potencialmente veneraba era a Vane.

Patience se masajeó la sien derecha con disimulo. Si no terminaban pronto con el oporto, iba a atacarla una tremenda migraña. Probablemente la sufriría de todos modos porque, después de las perturbaciones de la noche pasada, seguidas por las sorpresas del desayuno y rematadas por las revelaciones del paseo a caballo, había pasado la mayor parte de la tarde pensando en Vane. Lo cual bastaba para sumir en un torbellino a la mente más fuerte.

Él la alteraba en tantos aspectos, que había renunciado a intentar desenmarañar sus pensamientos. Estaba segura de que sólo había un modo de tratar con él: de forma directa y con decisión.

Sentía como arenilla en los ojos, a causa de haber pasado demasiado o mirando fijamente a la nada, sin pestañear. Tenía la misma sensación que si llevara varios días sin dormir. Y desde luego no iba a dormir hasta que se hubiera hecho cargo de la situación, hasta que hubiera puesto fin a la relación que se estaba formando entre su hermano y Vane. Era verdad que lo único que había visto y oído entre ellos hasta el momento había sido de lo más inocente, pero nadie, nadie en absoluto, podía llamar inocente a Vane.

Vane no era inocente, pero Gerrard sí.

Lo cual era precisamente lo que la tenía preocupada.

Al menos, creía que era aquello. Hizo una mueca al sentir que el dolor le pasaba de una sien a la otra.

En aquel momento se abrió la puerta, y Patience se irguió en su asiento.

Escrutó el grupo de caballeros mientras iban entrando… Vane el último.

Caminaba con paso lento, lo cual en sí mismo bastaba ya para darle la certeza de que sus tortuosos razonamientos eran acertados. Toda aquella arrogante masculinidad le ponía los nervios de punta.

—¡Señor Cynster! —Sin ruborizarse, Angela le hizo señas para que se acercara.

Patience la hubiera besado.

Vane la oyó y la vio agitar la mano; su mirada se posó brevemente en Patience y acto seguido, con una sonrisa que ella clasificó sin vacilar de nada digna de confianza, echó a andar lentamente en dirección a la joven.

Las tres —la señora Chadwick, Angela y Patience— se levantaron en grupo para recibirlo, pues ninguna deseaba correr el riesgo de dislocarse el cuello.

—Quisiera preguntarle una cosa en particular —dijo Angela antes de que nadie más pudiera hacer el intento de hablar—, si es cierto que el color cereza es actualmente el que está más de moda en los volantes de las jovencitas.

—Ciertamente resulta muy popular —repuso Vane.

—Pero no en un vestido amarillo claro —dijo Patience.

Vane la miró.

—Espero de corazón que no.

—Por supuesto. —Patience se colgó de su brazo—. Si nos disculpan, Angela, señora. —Hizo un gesto con la cabeza a la señora Chadwick—. Tengo que preguntar al señor Cynster algo que no puede esperar.

Y diciendo esto, se llevó a Vane hacia el extremo más alejado del salón y dio gracias a los dioses porque él se lo consintió.

Percibió su mirada, de ligera sorpresa y clara diversión, fija en su rostro.

—Mi querida señorita Debbington. —Patience notó que Vane giraba el brazo para ser él quien la llevara a ella—. Quiera lo que quiera, no tiene más que decirlo.

Patience le dirigió una mirada entornada. El tono ronroneante de su voz le provocó escalofríos a lo largo de la espalda… escalofríos deliciosos

—Me alegra mucho que diga usted eso, porque es precisamente lo que tengo intención de hacer.

Vane levantó las cejas y escudriñó su rostro. Después alzó una mano y le frotó suavemente un dedo entre las cejas.

Patience se quedó quieta, sorprendida, y luego echó la cabeza atrás. —¡Pero qué hace!—. Un intenso calor invadió la zona que él había tocado.

—Estaba frunciendo el ceño… como si tuviera dolor de cabeza.

Patience lo frunció aún más. Habían llegado al extremo del salón; se detuvo y giró en redondo para mirarlo de frente. Y se lanzó al ataque:

—Entiendo que no se va usted mañana.

Vane la miró con detenimiento. Al cabo de un momento, respondió:

—No me imagino marchándome en un futuro cercano. ¿Y usted?

Tenía que estar segura. Lo miró cara a cara.

—¿Por qué se queda?

Vane estudió su rostro, sus ojos… y se preguntó qué era lo que la alteraba tanto. La tensión femenina que la atenazaba vibró también a través de él; la tradujo como «una abeja bajo el sombrero», pero, gracias a su prolongada asociación con mujeres fuertes, su madre y sus tías, y no digamos la nueva duquesa de Diablo, Honoria, había aprendido cuán juicioso era ser prudente.

Como no estaba seguro de la estrategia que estaba empleando Patience, decidió ganar tiempo:

—¿Por qué cree usted? —Levantó una ceja—. Después de todo, ¿qué podría tener interés suficiente para retener aquí a un caballero como yo?

Conocía la respuesta, naturalmente. La noche anterior había tanteado un poco el terreno. Había situaciones en las que la justicia, ciega como era, podía ser engañada con facilidad, y una de ellas era la que ahora los ocupaba.

Había secretos ocultos considerables, de una profundidad inesperada, inexplicable.

Se quedaba para ayudar a Minnie, para defender a Gerrard… y para echar una mano a Patience, preferiblemente sin que se notase. El orgullo era algo que él comprendía muy bien, y era sensible al de ella. A diferencia de los otros caballeros, no veía motivo para sugerir que Patience había fracasado en todos los aspectos con Gerrard. —Según su entender, no había fracasado—. De modo que se podía decir que actuaba como protector suyo, también. Y dicho papel le parecía muy apropiado.

Adornó la pregunta con una sonrisa encantadora; para su sorpresa, eso hizo que Patience se pusiera tensa, se estirara, entrelazara las manos frente a sí y lo traspasara con una mirada de censura.

—En ese caso, me temo que he de insistir en que se abstenga de animar a Gerrard.

Vane se quedó quieto para sus adentros. Pero fijó la mirada en los ojos de Patience, que lo miraban con reproche.

—¿Qué quiere decir con eso, exactamente?

Patience alzó la barbilla.

—Sabe perfectamente lo que quiero decir.

—Explíquemelo.

Sus ojos, como ágatas despejadas, perforaron los de él, y después apretó los labios.

—Preferiría que pasara el menor tiempo posible con Gerrard. Usted demuestra interés por él con el solo propósito de ganar puntos conmigo.

Vane arqueó una ceja.

—Se da usted demasiada importancia, querida.

Patience le sostuvo la mirada.

—¿Se atreve a negarlo?

Vane sintió que se le endurecía el semblante y se le tensaba la mandíbula.

No podía refutar aquella acusación, pues en gran parte era cierta.

—Lo que no comprendo —murmuró, mirando a Patience con los ojos entrecerrados— es por qué mi interacción con su hermano tiene que causarle la menor preocupación. Hubiera creído que estaría usted contenta de que alguien le ampliara los horizontes al muchacho.

—Lo estaría —replicó Patience. La cabeza estaba a punto de explotarle—. Pero usted es la última persona que yo desearía como guía para él.

—¿Y por qué, si puede saberse?

El tono acerado que destilaba la voz grave de Vane era una advertencia. Y Patience lo captó. Estaba internándose en aguas pantanosas pero, habiendo llegado hasta allí, estaba decidida a no retirarse. De modo que apretó los dientes.

—No quiero que haga de guía de Gerrard, ni que le meta ideas en la cabeza, debido a la clase de caballero que es usted.

—¿Y qué clase de caballero soy yo, a sus ojos?

En lugar de ir subiendo, su tono se volvía cada vez más suave, más letal.

Patience contuvo un estremecimiento y le devolvió la mirada con otra igual de afilada.

—En este caso, su reputación es la contraria a la recomendable.

—¿Y cómo sabe usted cuál es mi reputación? Lleva toda la vida enterrada en Derbyshire.

—Su fama le precede —contestó Patience, aguijoneada por el tono paternal de Vane—. No tiene más que entrar en una habitación, y es como si le extendieran una alfombra roja.

El amplio gesto que describió arrancó un gruñido a Vane.

—No sabe de lo que está hablando.

Entonces Patience perdió la calma.

—De lo que estoy hablando es de su afición al vino, las mujeres y los juegos de azar. ¡Y créame, resultan obvios hasta para el más tonto! Bien podría llevar una pancarta delante de usted que dijera —esbozó una en el aire con las manos—: «¡Caballero libertino!».

Vane se movió; de repente lo tuvo más cerca.

—Creo que ya la advertí de que yo no era un caballero.

Mirándolo a la cara, Patience tragó saliva y se preguntó cómo era posible que lo hubiera olvidado. No había nada ni remotamente caballeroso en la presencia que tenía ante sí: Las facciones de Vane mostraban una expresión dura, los ojos eran acero puro. Hasta su austero y elegante atuendo parecía ahora más bien una armadura. Y su voz ya no ronroneaba. En absoluto.

Patience cerró los puños con fuerza y respiró hondo.

—No quiero que Gerrard se vuelva como usted. No quiero que usted lo… —A pesar de sus esfuerzos, su innata prudencia se hizo cargo de la situación y le paralizó la lengua.

Casi temblando por el esfuerzo de contener su genio, Vane se oyó a sí mismo sugerir, en un tono suave y sibilante:

—¿Que lo corrompa?

Patience endureció la expresión. Alzó la barbilla, de modo que los párpados no dejaban ver los ojos.

—No he dicho eso.

—No pelee conmigo, señorita Debbington, porque es probable que termine sufriendo un rasguño. —Vane habló calmosamente, logrando a duras penas articular las palabras—. Vamos a ver si lo he entendido bien. Usted opina que me he quedado en Bellamy Hall exclusivamente para coquetear con usted, que me he hecho amigo de su hermano por la exclusiva razón de avanzar en mis intenciones con usted y que mi personalidad es tal que usted me considera una compañía inadecuada para un menor. ¿Me he olvidado de algo?

Patience, tiesa como un palo, lo miró a los ojos.

—Creo que no.

Vane sintió que se resquebrajaba su control, que se le escapaban las riendas de la mano. Apretó la mandíbula y cerró con fuerza ambos puños.

Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, todos sus nervios se tensaron por el esfuerzo de refrenar su cólera.

Todos los Cynster tenían genio, un genio que normalmente se mostraba perezoso como un gato bien cebado; pero si alguien lo aguijoneaba, se transformaba en el de un depredador. Por un instante se le nubló la vista, pero entonces el animal obedeció a la rienda y se replegó, siseando. Cuando cedió su furia, parpadeó un tanto mareado.

Aspiró profundamente, dio media vuelta y, arrastrando la mirada de Patience, se obligó a recorrer la habitación con los ojos. Lentamente fue soltando el aire.

—Si fuera usted un hombre, querida, no estaría aún de pie.

Hubo una pausa de un instante, y luego Patience dijo:

—Ni siquiera usted golpearía a una dama.

Aquel «ni siquiera» estuvo a punto de hacer estallar su cólera de nuevo. Con la mandíbula tensa, Vane volvió la cabeza despacio, la miró a los ojos… y levantó las cejas. Le hormigueó la mano en el impulso de hacer contacto con el trasero de Patience. Le ardía, claramente. Por espacio de unos segundos estuvo a punto de hacerlo… Los ojos de ella, grandes como platos cuando, paralizada como una presa, leyó la intención que había en la mirada de él, le procuraron escaso consuelo. Pero luego pensó en Minnie y eso lo hizo vencer la compulsión casi abrumadora de hacer comprender de manera desagradable a la señorita Patience Debbington adónde la llevaba su temeridad. Minnie, aún comprensiva como era, seguramente no resultaría estar tan dispuesta a perdonar.

Entornó los ojos y habló muy suavemente:

—Sólo tengo una cosa que decirle, Patience Debbington. Está usted equivocada… en todo lo que ha dicho.

Y acto seguido dio media vuelta y se fue.

Patience lo observó mientras se iba, observó cómo cruzaba en línea recta el salón a grandes zancadas, sin mirar a derecha ni izquierda. En su paso no había nada lánguido, ningún vestigio de su habitual lentitud y elegancia; todos sus movimientos, la rigidez de los hombros, desprendían una fuerza contenida, una furia apenas refrenada. Abrió la puerta y sin ni siquiera saludar con la cabeza a Minnie, salió; la puerta se cerró tras él.

Patience frunció el entrecejo la cabeza le dolía implacablemente. Se sentía vacía y… sí, helada por dentro. Como si acabara de hacer algo malísimo, de cometer una terrible equivocación. Pero no la había cometido, ¿no?

A la mañana siguiente se despertó en medio de un mundo húmedo y gris.

Miró por un ojo la impenetrable oscuridad que reinaba al otro lado de la ventana, y entonces lanzó un gemido y escondió la cabeza bajo las sábanas.

Notó que el colchón se hundía bajo el peso de Myst, que se había subido a la cama. La gata se acomodó contra la curva de su estómago y se puso a ronronear.

Patience enterró aún más la cabeza en la almohada. Estaba claro que era una mañana de la que se podía prescindir perfectamente.

Una hora más tarde sacó brazos y piernas de la comodidad de la cama. Se vistió a toda prisa, temblando de frío, y luego se dirigió de mala gana al piso de abajo. Tenía que comer, la cobardía no era, según su credo, razón suficiente para causar al personal de servicio la inesperada molestia de subirle una bandeja a su habitación.

Tomó nota de la hora al pasar frente al reloj de las escaleras: Casi las diez.

Seguro que todo el mundo había terminado de desayunar y se había marchado; no corría peligro alguno.

Entró en el comedor del desayuno… y descubrió su error. Estaban allí todos los caballeros, en su totalidad. Cuando se levantaron para saludarla, la mayoría hicieron un gesto benévolo con la cabeza, Henry y Edmond incluso esbozaron una sonrisa. Vane, sentado a la cabecera de la mesa, no sonrió en absoluto. Mantuvo su mirada gris fija en ella, con una expresión fría y pensativa. No se le movió ni un solo músculo de la cara.

Gerrard, por supuesto, la recibió con una ancha sonrisa. Patience logró sonreír débilmente y, arrastrando los pies, se acercó al aparador.

Empezó a llenar su plato sin prisas, y a continuación se deslizó en la silla al lado de su hermano, deseando que este fuera un poco más corpulento, lo bastante para ocultarla de la mirada lúgubre de Vane. Por desgracia había terminado ya su café y se encontraba cómodamente reclinado, arrellanado en su asiento. Lo cual la dejaba a ella totalmente a la vista. Se mordió la lengua para combatir el impulso de decirle a su hermano que se sentara derecho; todavía era demasiado retozón para adoptar aquella postura. A diferencia de los caballeros a los que imitaba, que la adoptaban demasiado bien. Patience mantuvo la vista fija en el plato y la mente concentrada en comer. Aparte de la amenazadora presencia sentada a la cabecera de la mesa, no había ninguna otra distracción.

Mientras Masters retiraba los platos, los caballeros pasaron a conversar sobre las posibilidades que se les presentaban aquel día. Henry miró a Patience.

—Quizá, señorita Debbington, si se despeja el cielo, ¿le apetecería ir a dar un breve paseo?

Patience miró rápidamente el cielo que se divisaba por los ventanales.

—Habrá demasiado barro —declaró.

A Edmond le brillaron los ojos.

—¿Y qué tal si jugamos a las charadas?

Patience afinó los labios.

—Tal vez más tarde. —Estaba de un humor de perros; si no tenían cuidado, podría morder a alguno.

—En la biblioteca hay una baraja de naipes —sugirió Edgar.

El general, de forma previsible, lanzó un resoplido.

—Ajedrez —afirmó—. Es un juego de reyes. Eso es lo que voy a hacer yo. ¿Alguien se apunta?

No hubo voluntarios, con lo que el general cedió y se quedó refunfuñando en voz baja.

Gerrard se volvió a Vane.

—¿Qué tal una partida de billar?

Vane alzó una de sus cejas; su mirada permaneció posada en el rostro de Gerrard, sin embargo, observándolo de forma disimulada, Patience sabía que su atención estaba fija en ella. Entonces Vane la miró directamente.

—Una idea excelente —ronroneó, y al momento su voz y su semblante se endurecieron—, pero a lo mejor tu hermana tiene otros planes para ti.

Habló de forma clara, nítida, en un tono claramente cargado de algún otro matiz. Patience apretó los dientes. Estaba eludiendo su mirada, porque Vane estaba volviendo las miradas de todos hacia ella. No contento con eso, no hacía intento alguno de disimular la frialdad existente entre ambos; daba color a sus palabras, a su expresión; se hacía notar mucho en ausencia de su habitual sonrisa cautivadora. Permanecía muy quieto, con la mirada totalmente clavada en Patience. Sus ojos grises mostraban una expresión de frío desafío.

Fue Gerrard, el único del grupo que al parecer era insensible a lo que allí se cocía, el que rompió el silencio, que se hacía más incómodo a cada momento.

—Oh, Patience no quiere tenerme todo el día pegado a sus faldas. —Le hizo un breve gesto de confianza a su hermana y acto seguido se volvió hacia Vane.

La mirada de Vane no se movió de su sitio.

—En cambio, yo opino que eso debe decirlo tu hermana.

Patience depositó su taza de té en el plato y encogió un hombro.

—No veo motivo alguno por el que no podáis jugar al billar. —Hizo el comentario dirigiéndose a Gerrard, ignorando de plano a Vane. Luego retiró su silla y agregó—: Y ahora, si me disculpan, he de ir a ver cómo se encuentra Minnie.

Todos se levantaron al mismo tierno que ella; Patience fue hasta la puerta, consciente de una mirada en particular clavada en su espalda, justo en medio de los omóplatos.

No había nada malo en jugar al billar.

Patience no dejaba de decírselo a sí misma, pero no lo creía. No era el billar lo que la preocupaba, sino la conversación, la natural camaradería que favorecía dicho juego, justo la clase de interacción que no quería que tuviera Gerrard con ningún caballero elegante.

El mero hecho de saber que él y Vane estaban enfrascados en golpear bolas e intercambiar Dios sabe qué comentarios sobre la vida le producía un ataque de nervios.

Lo cual fue la razón por la que, media hora después de haber visto a Gerrard y a Vane encaminarse hacia la sala de billar, se deslizó en el invernadero que había al lado. Aquel jardín de forma irregular tenía una zona que daba a un extremo de la sala de billar. Parapetada tras un grupo de plantas, Patience espió por entre las grandes hojas.

Veía la mitad de la mesa. Gerrard estaba apoyado sobre su taco. Estaban hablando; hizo una pausa y se echó a reír. A Patience le rechinaron los dientes.

Entonces entró Vane en su campo visual. De espaldas a ella, rodeó la mesa estudiando la disposición de las bolas. Se había quitado la chaqueta y, vestido con su chaleco entallado y la camisa de color blanco suave, parecía, si acaso, todavía más grande, más poderoso físicamente que antes.

Se detuvo en una esquina de la mesa. Se inclinó hacia delante y apuntó.

Debajo del ajustado chaleco se agitaron los músculos. Patience se lo quedó mirando y parpadeó.

Tenía la boca seca. Se humedeció los labios y volvió a centrarse. Vane efectuó el golpe, observó la bola y se incorporó lentamente. Después, con una sonrisa de satisfacción, rodeó la mesa y se detuvo al lado de Gerrard. Hizo algún comentario, y el chico sonrió.

Patience se removió en el sitio. Ni siquiera estaba escuchando la conversación, y sin embargo se sentía culpable… culpable de no tener fe en Gerrard. Debía marcharse de allí. Pero su mirada se clavó de nuevo en Vane, absorbiendo sus formas esbeltas, de innegable elegancia, y los pies se le quedaron pegados a las losas del invernadero.

En aquel momento surgió alguien, que paseaba en torno a la mesa. Era Edmond. Miró hacia su espalda y habló con alguien que quedaba fuera de la vista.

Patience aguardó. Con el tiempo, apareció Henry. Patience dejó escapar un suspiro. Acto seguido se volvió y salió del invernadero.

La tarde continuó húmeda y triste. Unas nubes grises que pendían sobre sus cabezas los forzaban a permanecer encerrados en la casa. Tras el almuerzo, Patience se retiró con Minnie y Timms a la salita posterior para coser un poco a la luz de las velas. Gerrard había decidido dibujar unos cuantos escenarios para el drama de Edmond, así que, acompañado por este, subió hasta las antiguas habitaciones de los niños para tener una panorámica de las ruinas sin obstáculos.

Vane había desaparecido, sólo Dios sabía dónde.

Satisfecha al comprobar que Gerrard estaba a salvo, Patience se dedicó a bordar unos verdes prados en un nuevo conjunto de tapetes para el salón.

Minnie daba cabezadas, sentada en un sillón junto al fuego; Timms, cómodamente instalada, se afanaba en el uso de la aguja. El reloj de la repisa de la chimenea iba marcando el lento avance de la tarde.

—Ah —suspiró Minnie al cabo de un rato. Estiró las piernas, se arregló los chales y luego miró el cielo oscuro—. Debo decir que supone un alivio enorme que Vane haya accedido a quedarse.

La mano de Patience se detuvo en el aire. Al cabo de un momento, volvió a bajar la aguja hacia la tela.

—¿Accedido? —preguntó sin levantar la cabeza, dando una puntada con sumo cuidado.

—Mmm… Iba de camino a Wrexford, por eso estaba tan cerca de aquí cuando estalló la tormenta. —Minnie resopló—. Ya me estoy imaginando qué diablura tenía planeada esa pandilla, pero, por supuesto, en cuanto se lo pedí, Vane accedió inmediatamente a quedarse. —Lanzó un suspiro de afecto—. No importan las cosas que digan de los Cynster; siempre son de fiar.

Patience miró su labor con gesto ceñudo.

—¿De fiar?

Timms intercambió una sonrisa con Minnie.

—En algunos aspectos, son notablemente predecibles, siempre se puede confiar en ellos cuando se los necesita. A veces, incluso aunque no se lo pidas.

—Así es —rio Minnie—. Pueden llegar a ser terriblemente protectores. Como es natural, en cuanto le hablé del Espectro y del ladrón, Vane ya no se fue a ninguna parte.

—Él aclarará todos estos sucesos absurdos. —La seguridad de Timms era del todo transparente.

Patience se quedó mirando su creación… y vio un rostro de contornos duros y ojos grises y acusadores. El nudo de angustia que se le había formado en el estómago la noche anterior se hizo más grande. Más pesado.

Le dolía la cabeza. Cerró los ojos y volvió a abrirlos de golpe, pues se le acababa de ocurrir una idea ciertamente horrorosa. No podía ser, no era verdad…, pero aquella temible premonición no se le iba de la cabeza.

—Er… —Tiró con fuerza de la última puntada—. ¿Quiénes son los Cynster, exactamente?

—Es una familia que posee el ducado de St. Ives. —Minnie se puso cómoda—. La sede principal es Somersham Place, en Cambridgeshire, ahí es de donde venía Vane. Diablo es el sexto duque, Vane es su primer primo. Han estado siempre juntos, desde la cuna, pues nacieron con apenas unos meses de diferencia. Pero la familia es bastante grande.

—La señora Chadwick mencionó seis primos —comentó Patience.

—Oh, hay más, pero seguramente se refería a la Quinta de los Cynster.

—¿La Quinta de los Cynster? —Patience levantó la vista. Timms sonrió.

—Es el apodo que emplean los caballeros del mundillo social para referirse a los seis primos mayores. Son todos varones. —Su sonrisa se ensanchó—. En todos los sentidos.

—Así es. —A Minnie le chispearon los ojos—. Los seis juntos son verdaderamente dignos de ver. Tienen fama de provocar desmayos en las mujeres débiles.

Patience volvió a centrarse en su labor y reprimió una ácida réplica. Por lo visto, todos ellos eran caballeros elegantes. El peso que sentía en el estómago se aligeró un poco, y empezó a sentirse mejor.

—La señora Chadwick dijo que… Diablo se había casado recientemente.

—El año pasado —corroboró Minnie—. Su heredero fue bautizado hace unas tres semanas.

Patience miró a Minnie frunciendo el entrecejo.

—¿Es ese su nombre verdadero, Diablo?

Minnie sonrió.

—Se llama Sylvester Sebastian, pero es más conocido, y a mí me parece más apropiado, como Diablo.

El ceño de Patience se hizo más pronunciado.

—¿Y Vane se llama de verdad Vane?

Minnie lanzó una risita maliciosa.

—Se llama Spencer Archibald, y si te atreves a llamárselo a la cara, serás más valiente que nadie dentro del mundillo social. Tan sólo su madre puede seguir llamándolo así con total impunidad. Todo el mundo lo conoce como Vane desde antes de que fuera a Eton. El apodo se lo puso Diablo, porque decía que siempre sabía de qué lado soplaba el viento y qué flotaba en el aire. —Minnie alzó las cejas—. Extraña clarividencia, la de Diablo, porque no cabe duda de que es cierto. Vane es intuitivo por instinto, cuando ya no cabe otra cosa.

Minnie se quedó pensativa; al cabo de dos minutos, Patience sacudió su labor y dijo:

—Supongo que los Cynster, por lo menos los de la Quinta, son… —hizo un ademán vago— en fin, los caballeros normales que hay en la ciudad.

Timms soltó un bufido.

—Sería más exacto decir que son el modelo para los llamados caballeros de la ciudad.

—Todo dentro de los límites aceptables, claro está. —Minnie entrelazó las manos sobre su amplio estómago—. Los Cynster constituyen una de las familias más antiguas de la sociedad. Dudo que alguno de ellos pueda tener mal tono; aunque lo intentaran, no va con su personalidad.

»Puede que monten escándalos, que sean los hedonistas más temerarios de la gente de sociedad, que caminen siempre a un centímetro de pasarse de la raya, pero te puedo garantizar que no la cruzarán nunca. —Rio de nuevo—. Y si alguno de ellos se acercara demasiado, la gente se enteraría de ello por sus madres por sus tías y… por la nueva duquesa.

—Desde luego, Honoria no es precisamente un cero a la izquierda —Timms sonrió.

—Dicen que la única persona capaz de domesticar a un varón Cynster es una mujer Cynster, y con ello se refieren a la esposa de un Cynster. Aunque parezca mentira, ha resultado ser cierto, una generación tras otra. Y si tenemos que juzgar por el caso de Honoria, la Quinta de los Cynster no va a escapar de ese destino.

Patience frunció el ceño. La anterior imagen mental que tenía de Vane, nítida y sólida, era la del típico, si no del arquetipo, «caballero elegante». Aquella imagen comenzaba a volverse borrosa. Un protector en quien se podía confiar, dócil si no totalmente sumiso a las opiniones de las mujeres de su familia… Nada de aquello le recordaba en absoluto a su padre. Ni tampoco a los otros, los oficiales de los regimientos con base en Chesterfield que tanto habían intentado impresionarla, los amigos londinenses de vecinos que, al enterarse de su fortuna, habían ido a visitarla con la idea de engatusarla con sus ensayadas sonrisas. En muchos aspectos, Vane encajaba con aquel retrato a la perfección, sin embargo las actitudes de los Cynster que había expuesto Minnie eran bastante contrarias a sus expectativas.

Con una mueca de malestar, Patience inició otro nuevo tramo de hierba.

—Vane ha dicho algo acerca de que había estado en Cambridgeshire para asistir a un servicio religioso.

—Sí, así es. —Detectando diversión en el tono de Minnie, Patience levantó la vista y vio que su tía intercambiaba una mirada risueña con Timms y después la miraba a ella—. La madre de Vane me lo ha contado en una carta. Al parecer, los cinco miembros solteros de la Quinta de los Cynster quisieron darse aires de superioridad. Llevaron un libro de apuestas sobre cuál iba a ser la fecha de la concepción del heredero de Diablo. Honoria se enteró de ello en el bautizo… y se apresuró a confiscar todas las ganancias obtenidas para construir un nuevo tejado en la iglesia, y decretó que todos debían asistir al servicio religioso dedicado a tal fin. —Minnie agregó con una sonrisa que le arrugó el rostro—: Y asistieron.

Patience parpadeó y apoyó su labor de costura sobre el regazo.

—¿Quieres decir que sólo porque la duquesa dijo que tenían que asistir, asistieron?

Minnie sonrió.

—Si conocieras a Honoria, no te sorprendería tanto.

—Pero… —Con el ceño fruncido, Patience trató de imaginárselo, trató de imaginarse a una mujer ordenando a Vane que hiciera algo que él no deseaba hacer—. Entonces, seguro que el duque no está muy seguro de sí.

Timms soltó un bufido, se atragantó, y luego sucumbió en medio de fuertes carcajadas. A Minnie le ocurrió otro tanto.

Patience contempló cómo las dos se partían de risa y, adoptando una expresión sufrida, aguardó con fingida paciencia.

Por fin, Minnie consiguió abrirse paso entre ahogos y se secó las lágrimas de los ojos.

—Oh, cielos. Es la frase más ridículamente graciosa, ridícula y equivocada, que he oído en toda mi vida.

—Diablo —dijo Timms entre hipos— es el dictador más tremendo y arrogante que hayas podido conocer.

—Si crees que Vane es malo, acuérdate de que es Diablo el que nació para ser duque. —Minnie movió la cabeza en un gesto negativo—. Oh, Dios, el mero hecho de imaginar a Diablo como una persona poco segura… —Y a punto estuvo de tener otro ataque de risa.

—Bueno —dijo Patience, aún ceñuda—, no parece tan dominante si permite que la duquesa mande en sus primos pasando por encima de lo que se considera una prerrogativa del varón.

—Ah, pero Diablo no es ningún tonto, no podría contradecir a Honoria en un asunto así. Y, por supuesto, ahí tuvo mucho que ver la razón por la que los varones Cynster siempre complacen a sus esposas.

—¿Qué razón? —inquirió Patience.

—La familia —contestó Timms—. Estaban todos reunidos para el bautizo.

—Están muy centrados en la familia, los Cynster —dijo Minnie, asintiendo—. Incluso la Quinta, siempre se les dan muy bien los niños. Son completamente dignos de confianza y sumamente fiables. Probablemente les venga de ser una familia tan grande, siempre han sido muy prolíficos. Los mayores están acostumbrados a tener hermanos pequeños de los que cuidar.

En el estómago de Patience comenzó a crecer una sensación de consternación, fría y pesada.

—De hecho —dijo Minnie agitando la papada al tiempo que se arreglaba los chales—, estoy muy contenta de que Vane se quede unos días. Así le dará a Gerrard unos cuantos consejos, justo lo que necesita a fin de prepararse para ir a Londres.

Minnie levantó la vista; Patience la bajó. El nudo helado que tenía en el estómago adquirió proporciones enormes. La atravesó y se le hundió en las entrañas. Revivió en su mente lo que le había dicho a Vane, los insultos apenas velados que le había dirigido en el salón la noche anterior.

Entonces notó que sus entrañas se aferraban con fuerza al nudo de hielo.

Y se sintió realmente enferma.