VANE ayudó a Minnie a subir las escaleras y después la acompañó por los oscuros corredores. Tras la muerte de sir Humphrey, se había trasladado a una gran suite situada en el extremo de un ala del edificio; Timms ocupaba la habitación contigua.
Minnie se detuvo frente a su puerta.
—Ha sido obra del destino que hayas tenido que pasar por aquí precisamente ahora.
«Ya lo sé». Vane reprimió aquellas palabras.
—¿Por qué lo dices? —Abrió la puerta.
—Está sucediendo algo extraño. —Apoyándose pesadamente en su bastón ahora que ya no estaba «en público», Minnie fue hasta el sillón colocado junto a la chimenea. Vane cerró la puerta y la siguió—. No estoy segura del todo de qué se trata —Minnie se acomodó en el sillón y se arregló los chales—, pero sé que no me gusta.
Vane apoyó un hombro contra la repisa de la chimenea.
—Cuéntame.
Minnie arrugó el entrecejo.
—Primero fueron los robos. Cosas sin importancia, joyas pequeñas, cajitas de sales, baratijas, chucherías. Cualquier cosa que fuera pequeña y fácil de llevar, objetos que cupieran en un bolsillo. El rostro de Vane se endureció.
—¿Cuántos robos ha habido?
—No lo sé. No lo sabemos ninguno. Con frecuencia ha habido objetos que llevaban varios días desaparecidos, incluso semanas, antes de que se descubriera que faltaban. Son esa clase de cosas. Cosas que pudieran caer en un parterre de flores.
Vane frunció el ceño.
—Dices que lo primero fueron los robos. ¿Qué vino después?
—Sucesos extraños. —Minnie lanzó un suspiro cargado de exasperación—. Lo llaman «el Espectro».
—¿Un fantasma? —Vane parpadeó—. Aquí no hay fantasmas.
—¿Porque si lo hubiera, tú y Diablo lo habríais encontrado? —rio Minnie—. Seguramente. —Luego se puso seria—. Por eso sé que es obra de una persona viva. Alguien que vive en mi casa.
—No hay sirvientes recién contratados… ¿Hay algún criado nuevo en los jardines?
Minnie negó con la cabeza.
—Todo el mundo lleva años conmigo. Masters está tan desconcertado como yo.
—Mmm. —Vane se irguió. Empezaba a tener sentido la actitud de desagrado hacia Gerrard Debbington—. ¿Y qué hace ese Espectro?
—Para empezar, hace ruidos. —Los ojos de Minnie relampaguearon—. Siempre empieza justo cuando yo acabo de dormirme. —Hizo un gesto hacia las ventanas—. Tengo el sueño ligero y estas habitaciones dan a las ruinas.
—¿Qué clase de ruidos?
—Gemidos y golpes… y roces, como si frotaran piedras una contra otra.
Vane asintió. Diablo y él habían movido suficientes piedras en las ruinas para conservar un vívido recuerdo de aquel sonido.
—Y luego están las luces que surgen entre las ruinas. Ya sabes cómo es esto, incluso en verano tenemos niebla por la noche, que sube desde el río.
—¿Ha intentado alguien capturar a ese Espectro?
Minnie apretó las mandíbulas y movió la cabeza en un gesto negativo.
—Yo me he negado a tolerarlo. Insistí en que todos me dieran su palabra de que no iban a intentar semejante cosa. Ya sabes cómo son las ruinas, lo peligrosas que pueden ser, incluso a plena luz del día. Perseguir una quimera de noche y con niebla es una locura. Para partirse una pierna, o la cabeza… ¡No! No quiero ni oír hablar de ello.
—¿Y todos han cumplido su promesa?
—Que yo sepa. —Minnie hizo una mueca—. Pero ya conoces esta casa, hay numerosas puertas y ventanas por las que podrían entrar o salir. Y sé con seguridad que uno de ellos es el Espectro.
—Lo cual quiere decir que si él está entrando y saliendo sin ser detectado, lo mismo podrían hacer otros. —Vane cruzó los brazos—. Repasa todos los inquilinos de la casa; ¿quién tiene interés por las ruinas?
Minnie se puso a contar con los dedos.
—Whitticombe, naturalmente. ¿Te he dicho lo de sus estudios? —Vane asintió. Minnie prosiguió—: Luego está Edgar, que se ha leído todas las biografías de los abades y las de los primeros Bellamy. Tiene gran interés por eso. Y también debería incluir al general, porque las ruinas llevan años siendo su lugar favorito para pasear. —Avanzó hasta el último dedo—. Y Edmond con su obra de teatro… y Gerrard, por supuesto. Los dos pasan tiempo en las ruinas; Edmond en comunión con su musa y Gerrard haciendo bocetos. —Se miró la mano con el ceño fruncido, pues se había quedado sin dedos—. Y por último, está Patience, pero su interés es simplemente su sempiterna curiosidad. Le gusta mirar por ahí cuando pasea.
A Vane no le costó imaginársela.
—¿Ninguna de las demás mujeres siente por ellas un interés especial, ni tampoco Henry Chadwick? —Minnie negó con la cabeza—. Es un verdadero desfile de personajes, cinco hombres bien distintos.
—Exacto. —Minnie miró fijamente el fuego—. No sé qué me preocupa más, si el Espectro o el ladrón. —Dejó escapar un suspiro y seguidamente levantó la vista para mirar a Vane—. Quería pedirte, querido muchacho, que te quedaras a desentrañar este misterio.
Vane observó el rostro de Minnie y aquellas suaves mejillas que había besado innumerables veces, aquellos ojos brillantes que le habían reprendido, se habían burlado de él y le habían amado. Por un instante, se interpuso la imagen de otro rostro, el de Patience Debbington. La misma estructura ósea, los mismos ojos. El destino, una vez más, lo miraba directamente a la cara.
Pero no podía negarse, no podía marcharse sin más; hasta la última gota de su carácter Cynster se negó a pensar en hacerlo. Los Cynster jamás aceptaban la derrota, aunque a menudo coqueteaban con el peligro. Minnie era familia suya, y había que defenderla hasta la muerte.
Volvió a centrar la mirada en el rostro de Minnie, el suyo una vez más; abrió los labios y…
En aquel momento se oyó un chillido que quebró el silencio y hendió la noche.
Vane se precipitó a abrir la puerta de Minnie antes de que se hubiera desvanecido el primer eco. Otros quejidos menos intensos lo guiaron por el laberinto de la mansión, por los pasillos pobremente iluminados, escaleras arriba y abajo que unían los desniveles. Siguió los gritos hasta el corredor situado en el ala opuesta a la de Minnie, un piso más arriba.
El origen de los chillidos era la señora Chadwick.
Cuando llegó hasta ella estaba casi desmayada, apoyada contra una mesilla auxiliar y con una mano apretada contra su amplio seno.
—¡Un hombre! —Aferró la manga de Vane y señaló el pasillo—. Lleva una capa larga… Lo he visto ahí de pie, justo enfrente de mi puerta.
La puerta en cuestión estaba envuelta en la oscuridad. El pasillo estaba alumbrado tan sólo por una palmatoria que sostenía una única vela y proyectaba una débil claridad sobre la intersección que había a su espalda. Se oyeron unos pasos apresurados golpear sobre el suelo bruñido. Vane puso a la señora Chadwick detrás de él.
—Aguarde aquí.
Y se lanzó valientemente pasillo abajo.
No había nadie acechando en las sombras. Fue hasta el final, donde unas escaleras conducían tanto arriba como abajo. No se oía ruido alguno de pisadas que se alejaran. Vane volvió sobre sus pasos. La casa entera estaba reuniéndose en torno a la señora Chadwick: estaban allí Patience y Gerrard, y también Edgar. Cuando llegó a la puerta de la señora Chadwick, la abrió de par en par y entró en la habitación.
Tampoco había nadie dentro del dormitorio.
Para cuando regresó junto a la señora Chadwick, esta se hallaba bañada por la luz procedente de un candelabro que Patience sostenía en alto, bebiendo agua de un vaso. Había mejorado de color.
—Acababa de volver de la habitación de Angela. —Lanzó una mirada fugaz a Vane; este habría jurado que su rubor se acentuó—. Habíamos estado charlando un poco. —Tomó otro sorbo de agua y después continuó con voz más firme—: Venía hacia mi habitación cuando lo vi. —Señaló hacia el pasillo—. Justo ahí.
—¿De pie frente a la puerta?
La señora Chadwick afirmó con la cabeza.
—Con la mano en el picaporte.
Justo entrando. Teniendo en cuenta el tiempo que había tardado él en atravesar media casa, el ladrón, si de él se trataba, habría tenido tiempo de sobra para desaparecer. Vane frunció el ceño.
—Ha dicho usted algo de una capa.
La señora Chadwick asintió.
—Una capa larga.
O la falda de un vestido de mujer. Vane miró de nuevo el corredor… Aún con la luz añadida proveniente del candelabro, habría sido difícil estar seguro de si una figura era hombre o mujer. Y un ladrón podía ser cualquiera de las dos cosas.
—¡Imagínense! ¡Podríamos ser asesinados en nuestra propia cama!
Todas las cabezas, y de verdad fueron todas, porque se hallaba allí reunida la familia de Minnie en su totalidad, se volvieron en dirección a Angela.
Ella, con los ojos como platos, los miró a su vez.
—¡Tiene que tratarse de un loco!
—¿Por qué?
Vane abrió la boca para formular la pregunta, pero Patience se le había adelantado.
—¿Por qué diablos iba a tomarse alguien la molestia de venir hasta aquí —prosiguió ella—, introducirse en esta casa en particular, acercarse hasta la puerta de tu madre y después esfumarse en cuanto ella lanzara un chillido? Si fuera un loco que intentaba cometer un asesinato, tuvo tiempo de sobra para cometerlo.
Tanto la señora Chadwick como Angela se la quedaron mirando, pasmadas por el despiadado sentido común de la joven.
Vane obligó a sus labios a permanecer quietos.
—No hay necesidad de melodramas, sea quien sea hace mucho que se ha ido. —Aunque posiblemente no anduviera muy lejos.
La misma idea se le había ocurrido a Whitticombe.
—¿Estamos todos aquí? —Miró en derredor, igual que hicieron los demás, y confirmó que todo el mundo se hallaba presente, incluso Masters, que estaba de pie al fondo—. Muy bien —dijo Whitticombe escudriñando todos los rostros—, ¿dónde estaba cada uno de ustedes? ¿Gerrard?
Vane tenía casi la completa certeza de que no era casualidad que el primer nombre que pronunciaba Whitticombe fuera el del chico.
Gerrard se encontraba de pie detrás de Patience.
—Estaba en la sala de billar.
—¿Solo? —La insinuación de Whitticombe era transparente.
Gerrard apretó la mandíbula.
—Sí, solo.
El general lanzó un gruñido.
—¿Y por qué diablos querría alguien estar solo en una sala de billar?
Las mejillas de Gerrard se tiñeron de rubor. El muchacho dirigió una mirada rápida a Vane.
—Estaba practicando un poco.
Aquella mirada rápida fue suficiente para Vane; Gerrard estaba practicando golpes, esperando a que llegara él. La sala de billar era precisamente la clase de lugar que cabía esperar que eligiera un caballero como él para pasar una hora más o menos antes de retirarse. Y en efecto, si las cosas no hubieran tomado el rumbo que habían tomado, él mismo habría acudido a dicha sala.
A Vane no le gustaron las miradas acusadoras que le estaban dirigiendo a Gerrard. Tampoco les gustaron a Patience, Minnie ni Timms. Vane habló antes de que pudieran hacerlo ellas:
—Bien, por tu parte ya has dado una explicación. ¿Qué hay de los demás?
Obligó a cada uno a dar cuenta de dónde había estado por última vez.
Aparte de sí mismo, Minnie, Angela, la señora Chadwick, Patience y Timms, nadie había sido visto por otra persona. Whitticombe había regresado a la biblioteca; Edgar había entrado a recoger un libro y después se había retirado a la salita de atrás. Edmond, ajeno a todo una vez que su musa lo dominaba, tal como parecía haber ocurrido en aquel caso, se había quedado en el salón.
El general, irritado por las espontáneas peroratas de Edmond, se había escabullido de nuevo al comedor. A juzgar por su intenso sonrojo, Vane sospechó que su objetivo era la jarra de coñac. Henry Chadwick se había retirado a su habitación.
Cuando preguntó a Alice Colby por su paradero, esta lo miró furibunda.
—Estaba en mi habitación, un piso por debajo de este.
Vane se limitó a asentir.
—Muy bien. Sugiero que, ahora que el ladrón ha desaparecido, nos retiremos todos.
Frente a aquella fría y desalentadora sugerencia, la mayor parte del grupo, murmurando y refunfuñando, obedeció. Gerrard se rezagó un poco, pero cuando Patience se dio cuenta de ello y le propinó un empujón, miró a Vane con una expresión que pedía disculpas y se marchó. Como era de esperar, Patience, Minnie y Timms se quedaron donde estaban.
Vane observó sus caras, y a continuación suspiró y les indicó con un gesto de la mano que salieran.
—Vamos a la habitación de Minnie.
Tomó del brazo a Minnie, y se alarmó al notar cómo cargaba el peso. Se sintió tentado de tomarla en brazos, pero conocía su orgullo desde antiguo; de modo que ajustó su paso al de ella. Cuando llegaron a sus habitaciones, Timms ya había avivado el fuego y Patience había ahuecado los almohadones del sillón de Minnie. Vane la ayudó a llegar hasta él y Minnie se dejó caer con un suspiro de cansancio.
—No ha sido Gerrard. —La incisiva afirmación provino de Timms—. No puedo soportar el modo en que todos han dirigido sus sospechas hacia él. Lo están convirtiendo en un chivo expiatorio.
Minnie asintió. Patience simplemente miró a Vane a los ojos. Estaba de pie junto al sillón de Minnie, con la cabeza alta y las manos entrelazadas con demasiada fuerza, desafiando a Vane a que acusara a su hermano.
Vane torció los labios en un gesto irónico.
—Me estaba esperando a mí. —Dio unos pasos hacia delante y adoptó la postura de costumbre, con un hombro apoyado contra la repisa de la chimenea—. Lo cual, la última vez que lo comprobé, no era ningún delito.
Timms aspiró con fuerza.
—Exacto. Hasta ahí, resulta obvio.
—Si estamos de acuerdo en eso, sugiero que olvidemos el incidente. No veo la forma de relacionarlo con nadie.
—Masters no ha podido encontrar fallos en las demás coartadas. —Patience alzó la barbilla al ver que Vane volvía la vista hacia ella—. Se lo he preguntado.
Vane la observó unos instantes y después afirmó con la cabeza.
—Así que esta noche no se ha desvelado nada. No queda otra cosa que hacer más que irse a dormir.
Mantuvo la mirada fija en el rostro de Patience; al cabo de un momento, ella inclinó la cabeza.
—Como usted diga. —Se inclinó sobre Minnie—. Si no me necesitas, tía…
Minnie forzó una sonrisa de cansancio.
—No, cariño. —Asió la mano de Patience—. Timms cuidará de mí.
Patience depositó un beso en la mejilla de su tía. Luego, se enderezó e intercambió una mirada cómplice con Timms y acto seguido se dirigió a la puerta.
Vane fue tras ella al instante y la alcanzó cuando se disponía a girar el picaporte. Las posiciones de ambos eran las mismas que por la tarde, cuando él la desconcertó deliberadamente.
Esta vez fue ella la que titubeó antes de levantar el rostro y mirarlo directamente.
—Usted no cree que haya sido Gerrard.
Medio pregunta, medio afirmación. Vane le sostuvo la mirada y después negó con la cabeza.
—Sé que no ha sido Gerrard. Su hermano no sabría mentir para salvarse… y no lo ha intentado.
Brevemente, Patience escrutó sus ojos y después inclinó la cabeza. Vane abrió la puerta, la cerró tras ella y, seguidamente, regresó junto a la chimenea.
—Bien —suspiró Minnie—. ¿Vas a aceptar mi encargo?
Vane la miró y dejó que asomara su sonrisa Cynster.
—Después de este pequeño interludio, ¿cómo iba a negarme?
—En efecto, cómo.
—¡Gracias a Dios! —declaró Timms—. El Señor sabe que estamos necesitados de un poquito de buen juicio.
Vane tomó nota de aquel comentario por si acaso lo necesitaba más adelante, pues sospechaba que Patience Debbington creía tener acaparado el mercado del buen juicio.
—Mañana empezaré a investigar por ahí. Hasta entonces… —Miró a Minnie—. Como digo, lo mejor sería olvidar lo de esta noche.
Minnie sonrió.
—El hecho de saber que te quedas en la casa bastará para tranquilizarme.
—Bien. —Y con un breve gesto de cabeza, Vane se irguió y dio media vuelta.
—Esto… Er… Vane.
El aludido miró atrás, con una ceja en alto, pero no se detuvo en su camino hacia la puerta.
—Ya sé, pero no me pidas que te prometa una cosa que no voy a cumplir.
Minnie frunció el ceño.
—Sólo cuídate. No quisiera tener que vérmelas con tu madre si te rompes una pierna o, peor todavía, la cabeza.
—Pierde cuidado, no tengo intención de romperme ninguna de las dos cosas. —Vane la miró desde el umbral, con un gesto de arrogancia—. Como sin duda sabrás, los Cynster somos invencibles.
Y, tras esbozar una sonrisa de truhán, se fue. Minnie contempló cómo se cerraba la puerta y después, sonriendo de mala gana, se ciñó los chales, que se le resbalaban.
—¿Invencibles? ¡Ja!
Timms acudió en su ayuda.
—Teniendo en cuenta que los siete varones de la actual generación han vuelto de Waterloo, ilesos y con apenas un rasguño, yo diría que se tienen bien ganado el apelativo.
Minnie emitió un ruido claramente obsceno.
—Conozco a Diablo y a Vane desde la cuna, y a los demás casi igual de bien. —Tocó con afecto el brazo de Timms. Con su ayuda, se esforzó por ponerse en pie—. Son hombres mortales, tan temperamentales y valientes como se pueda ser. —Hizo una pausa y se echó a reír—: Puede que no sean invencibles, pero que me aspen si no son algo muy parecido.
—Exactamente. —Timms sonrió—. Así que podemos dejar nuestros problemas sobre los hombros de Vane. Dios sabe que son bien anchos.
Minnie dijo, sonriendo a su vez:
—Muy cierto. En fin, hora de irse a la cama.
Vane se aseguró de bajar temprano a desayunar. Cuando entró en el comedor del desayuno, sólo halló en él a Henry, que se afanaba con un plato de salchichas. Vane intercambió con él un gesto amistoso y se acercó al aparador.
Estaba llenando un plato con lonchas de jamón cuando apareció el mayordomo trayendo otra fuente, que depositó sobre el aparador. Vane lo miró alzando una ceja.
—¿Ha advertido alguna señal de que alguien haya irrumpido en la casa?
—No, señor. —Masters llevaba más de veinte años siendo el mayordomo de Minnie y conocía bien a Vane—. He hecho la ronda muy temprano. El piso de abajo ya había sido protegido antes del… incidente. Después lo volví a comprobar, y no había ninguna puerta ni ventana que estuviera abierta.
Lo cual no era ni más ni menos de lo que esperaba Vane. Asintió con un gesto evasivo y Masters se marchó.
Regresó a la mesa y retiró la silla situada a la cabecera de la misma. Henry, sentado en la contigua, levantó la vista.
—Vaya asunto tan extraño, el de anoche. Todavía se notan sus efectos. No me gusta decirlo, pero de verdad opino que el joven Gerrard fue demasiado lejos con esa tontería del Espectro.
Vane alzó las cejas.
—En realidad…
Se vio interrumpido por un bufido procedente de la puerta; era Whitticombe, que entraba.
—Habría que dar una paliza a ese joven granuja. Asustar así a unas damas. Necesita una mano firme que le sujete las riendas, lleva demasiado tiempo al cuidado de mujeres.
Vane se enfureció para sus adentros; pero por fuera, ni un mínimo gesto turbó su expresión habitual de cortesía. Reprimió el impulso de defender a Patience, y también a Minnie, y en cambio compuso un semblante de aburrimiento sólo levemente molesto.
—¿Por qué está tan seguro de que el de anoche fue Gerrard?
Whitticombe, que estaba junto al aparador, se dio la vuelta, pero se le adelantó el general en responder:
—Es lo más lógico —jadeó, entrando en ese momento—. ¿Quién, si no, podría haber sido?
Una vez más, Vane levantó las cejas.
—Casi cualquiera, por lo que yo pude ver.
—¡Tonterías! —bufó el general apoyando su bastón contra el aparador.
—Aparte de mí mismo, Minnie, Timms, la señorita Debbington, Angela y la señora Chadwick —insistió Vane—, el culpable pudo ser cualquiera de ustedes.
El general se volvió y lo miró furioso por debajo de sus pobladas cejas.
—Ha perdido usted un tornillo armando tanto jaleo con este asunto. ¿Por qué diablos iba a querer cualquiera de nosotros propinar un susto de muerte a Agatha Chadwick?
En aquel momento entró por la puerta Gerrard, con los ojos brillantes… y se detuvo en seco. Su rostro, al principio lleno de emoción juvenil, quedó privado de toda expresión.
Vane captó su mirada y a continuación, con los ojos, le señaló el aparador.
—En efecto —dijo despacio al tiempo que Gerrard, ahora tenso y rígido, procedía a servirse—, pero, valiéndome precisamente de ese mismo razonamiento, ¿por qué iba a querer hacerlo Gerrard?
El general frunció el entrecejo y lanzó una mirada a la espalda del muchacho que, llevando un plato repleto de pescado con arroz, fue a ocupar una silla situada más lejos. Whitticombe, con los labios apretados y guardando un silencio cargado de reproche, se sentó frente a él.
Henry, también ceñudo, se removió en su asiento. Él también miró a Gerrard, que estaba entretenido junto al aparador, y contempló su plato ya vacío.
—No sé… pero supongo que los chicos son chicos.
—Siendo yo una persona que se ha servido de esa misma excusa hasta el extremo, me siento obligado a señalar que Gerrard hace ya varios años que dejó atrás la etapa en la que cabría esa explicación. —Vane captó la mirada de Gerrard cuando este regresó del aparador con un plato lleno en las manos. El rostro del muchacho estaba ligeramente sonrojado y tenía la mirada vigilante. Vane sonrió con naturalidad y le señaló la silla contigua a la suya—. Pero a lo mejor él mismo puede hacernos alguna sugerencia. ¿Qué dices, Gerrard, puedes ofrecernos alguna razón por la que alguien podría desear asustar a la señora Chadwick?
Para mérito suyo, Gerrard no se dio prisa en contestar; depositó su plato en la mesa con el ceño fruncido y seguidamente sacudió la cabeza con lentitud.
—No se me ocurre ninguna razón por la que alguien pudiera desear hacer chillar a la señora Chadwick. —Hizo una mueca de desagrado al recordar lo sucedido—. Pero… —lanzó una mirada fugaz a Vane— sí que me pregunté si el pánico no sería fortuito y si la persona que estaba en la puerta era realmente el ladrón.
Aquella sugerencia hizo pensar a toda la mesa. Al cabo de unos instantes Henry movió la cabeza en un gesto afirmativo.
—Podría ser. En efecto, ¿por qué no?
—Con independencia de eso —terció Whitticombe—, no consigo imaginar qué otra persona puede ser el ladrón. —Su tono dejó claro que seguía sospechando de Gerrard.
Vane le dirigió al muchacho una mirada ligeramente interrogativa.
Más animado, Gerrard se encogió de hombros y dijo:
—No entiendo qué puede pretender hacer cualquiera de nosotros con todas esas chucherías y baratijas que han desaparecido.
El general soltó uno de sus característicos resoplidos.
—¿Tal vez porque son baratijas? Es justo el tipo de cosas que sirven para cortejar a una sirvienta coqueta, ¿eh? —Y su mirada penetrante volvió a clavarse en Gerrard.
Al instante, las mejillas del chico se tiñeron de rojo.
—¡No es culpable! ¡Lo juro por mi honor! —Aquellas palabras declamadas con ardor llegaron desde la puerta. Todos volvieron la cabeza y vieron en el umbral a Edmond, con el aplomo de un suplicante que clamase justicia desde el banquillo. Luego abandonó su pose, sonrió ampliamente, hizo una reverencia y acto seguido se encaminó a grandes pasos hacia el aparador—. Lamento decepcionarlos, pero me siento obligado a desmontar esa fantasía; ninguna de las sirvientas que hay aquí aceptaría semejantes símbolos de estima. Todo el personal ha sido alertado en lo que se refiere a los robos. Y en lo que respecta a las aldeas vecinas —hizo una pausa teatral y volvió los ojos a Vane con expresión angustiada—, créame, no hay una sola damita que prometa dentro del radio de un día a caballo.
Vane escondió su sonrisa detrás de la taza de café; por encima del borde se encontró con los ojos risueños de Gerrard.
El ruido del roce rápido de unas faldas volvió todas las miradas hacia la puerta. En el umbral apareció Patience, y al momento todo el mundo hizo chirriar su silla en el gesto de levantarse. Ella los hizo sentarse de nuevo con un movimiento de la mano. Detenida en el umbral, examinó rápidamente la sala y su mirada se posó por fin en Gerrard. Y en su sonrisa afectuosa.
Vane reparó en cómo subía y bajaba el pecho de la joven, se fijó en el leve rubor de sus mejillas. Había venido corriendo.
Patience parpadeó y seguidamente, con una inclinación de cabeza que iba dirigida a todos, se acercó al aparador.
Vane desvió la conversación hacia temas menos cargados de tensión.
—La próxima cacería será la de los Northant —dijo Henry respondiendo a su pregunta.
Junto al aparador, Patience se obligó a sí misma a respirar hondo mientras llenaba su plato con aire abstraído. Había procurado despertarse temprano y llegar al comedor a tiempo para proteger a Gerrard, y en lugar de eso se había dormido, agotada por una creciente preocupación seguida de inquietos sueños.
Las otras damas por lo general tomaban el desayuno en bandejas que les llevaban a sus habitaciones, una costumbre a la que ella nunca se había sumado. Prestando oídos a la conversación que tenía lugar a su espalda, oyó la voz lenta y perezosa de Vane y sintió que se le erizaba la piel.
Frunció el ceño. Conocía demasiado bien a los inquilinos de la casa, y no había posibilidad alguna de que hubieran omitido mencionar el contratiempo de la noche anterior, ni de que no hubieran, de un modo u otro, acusado a Gerrard de dicho contratiempo. Pero este estaba claramente imperturbable, lo cual sólo podía significar una cosa: que, por la razón que fuera, Vane Cynster había salido en defensa del chico y había desviado hacia otra parte las irrazonables sospechas que pesaban sobre él. Su ceño se acentuó al oír la voz de Gerrard, pletórica de juvenil entusiasmo al describir una ruta a caballo que había cerca.
Con los ojos muy abiertos, Patience recogió su plato y se volvió. Avanzó a lo largo de la mesa hasta la silla situada al lado de su hermano. Masters se la retiró y aguardó hasta que ella tomó asiento.
Gerrard se volvió para decirle:
—Estaba comentando a Vane que Minnie conservó los mejores caballos de caza que poseía sir Humphrey. Y que las rutas de por aquí son bastante aceptables.
Sus ojos brillaban con una luz que Patience no había visto nunca. Sonriente, el muchacho se volvió hacia Vane; Patience, con el corazón acelerado, miró también a la cabecera de la mesa. Vane parecía relajado, con sus anchos hombros encerrados en una chaqueta de montar de color gris, cómodamente recostado contra el respaldo de su silla, con una mano apoyada en el reposabrazos y la otra extendida sobre la mesa, sus largos dedos cerrados alrededor del asa de una taza de café.
A la luz del día, sus facciones eran tan marcadas como ella había imaginado, su rostro igual de fuerte. Sus pesados párpados escondían los ojos como si, con somero interés, escuchase a Gerrard ensalzar las virtudes ecuestres de la localidad.
A su derecha oyó resoplar al general, que acto seguido empujó hacia atrás su silla. También Whitticombe se levantó. Uno tras otro, todos fueron saliendo de la habitación. Patience, con el ceño fruncido, se aplicó a su desayuno y procuró pensar en otro tema con el que trabar conversación.
Vane vio su expresión ceñuda; el diablo que llevaba dentro se agitó y se estiró, y después se dispuso a contemplar aquel nuevo desafío. Estaba seguro de que Patience lo evitaría. Entonces desvió su mirada de halcón y estudió a Gerrard. Sonrió. Con lentitud. Aguardó hasta que Patience diera un mordisco a la tostada.
—De hecho —dijo con parsimonia—, estaba pensando en llenar la mañana con un paseo a caballo. ¿Le interesa a alguien?
La ávida reacción de Gerrard fue instantánea; la de Patience, aunque mucho menos ávida, no fue menos rápida. Vane contuvo una sonrisa al ver su expresión de desconcierto cuando, con la boca llena, oyó a Gerrard aceptar la invitación con un placer evidente.
Patience miró por los grandes ventanales del comedor. Hacía buen día, soplaba una suave brisa que secaba los charcos. Tragó y miró Vane.
—Creía que iba usted a marcharse.
Él esbozó una sonrisa lenta, maliciosa, fascinante.
—He decidido quedarme a pasar unos días.
¡Maldición! Patience reprimió el juramento y miró a Edmond, que estaba sentado al otro lado de la mesa y que sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—No cuenten conmigo. La musa me llama… Debo hacer lo que me ordena.
Patience maldijo para sus adentros y posó su mirada en Henry. Este reflexionó un instante y después hizo una mueca de disgusto.
—Es una buena idea, pero antes tengo que ir a ver cómo está mi madre. Ya los alcanzaré más tarde, si puedo.
Vane inclinó la cabeza y dirigió una mirada sonriente a Gerrard.
—Por lo que parece, sólo quedamos los dos.
—¡No! —Patience tosió para disimular la brusquedad de su respuesta; bebió un sorbo de té y lo miró—. Si tiene la bondad de esperar a que me cambie, yo también voy.
Buscó los ojos de Vane y vio una chispa perversa en ellos. Pero él inclinó la cabeza con suavidad, con elegancia, aceptando su compañía, lo cual era lo único que le importaba a Patience.
Dejó su taza de té y se levantó.
—Me reuniré con ustedes en los establos.
Vane se levantó con su gracia habitual, la observó salir de la sala y volvió a sentarse en una postura de elegante descuido. Alzó su taza de café para ocultar su sonrisa victoriosa. Gerrard, después de todo, no estaba ciego.
—¿Diez minutos, crees que tardará? —inquirió con una ceja enarcada.
—Oh, por lo menos.
Gerrard sonrió de oreja a oreja y tendió la mano para tomar la jarra de café.