YA estaba totalmente oscuro cuando Vane desvió los caballos hacia el camino de atrás que conducía a los establos de Bellamy Hall. La noche se había hecho gélida, de un frío glacial. El aliento de los caballos formaba nubes de vapor en el aire quieto.
—Esta noche la niebla va a ser muy densa —susurró Vane.
A su lado, apretada contra él, Patience asintió.
Frente a ellos se irguió el granero de atrás, el segundo de los dos que había.
Vane elevó una plegaria en silencio, pero no obtuvo respuesta. Al tiempo que detenía el carruaje, nada más entrar en el granero, vio a todos los miembros de la familia de Minnie pululando en la otra puerta, mirando hacia el granero principal, los establos y la casa. Estaban todos, hasta Myst, como advirtió al vislumbrar una sombra gris que corría de un lado para otro. Se apeó de un salto y después ayudó a bajar a Patience. Los demás se apresuraron hasta donde estaban ellos, con Myst a la cabeza.
Tras dejar que Patience se encargase de Minnie y de los demás, ayudó a Duggan y a Gerrard a llevar los caballos a los establos. A continuación, con el semblante serio, se reunió con el grupo que atestaba el centro del granero.
Minnie declaró de inmediato:
—Si estás pensando en ordenarnos esperar en este granero lleno de corrientes de aire, puedes ahorrarte saliva.
Su beligerancia se reflejaba en su postura, que tenía su eco en la normalmente práctica Timms, que asintió con cara de pocos amigos. Hasta el último de los miembros de la extraña familia de Minnie estaba imbuido de idéntica determinación.
El general resumió el estado de ánimo común:
—Ese sujeto nos ha burlado a todos, y necesitamos verlo desenmascarado.
Vane escrutó sus rostros con expresión seria.
—Muy bien. —Habló con los dientes apretados—. Pero si alguno de ustedes hace el más ligero ruido, o comete la estupidez de alertar a Colby o a Alice de nuestra presencia antes de que hayamos reunido suficientes detalles para probar más allá de toda duda quiénes son el Espectro y el ladrón… —dejó que se prolongara el silencio mientras escudriñaba sus caras— tendrá que responder ante mí. ¿Lo han entendido?
Como respuesta recibió un aleteo de cabezas que asentían a toda prisa.
—Tendrán que hacer exactamente lo que yo les diga. —Miró de forma especial a Edmond y a Henry—. Nada de ideas brillantes, nada de súbitas complicaciones del plan.
—De acuerdo —convino Edmond.
—Desde luego —juró Henry.
Vane miró en derredor otra vez. Todos le devolvieron la mirada, sumisos y fervorosos. Él hizo rechinar los dientes y tomó la mano de Patience.
—Entonces, vamos allá. Y no hablen.
Echó a andar a grandes zancadas hacia el granero principal. A mitad de camino, protegido de las miradas de la casa por la mole que formaban los establos, se detuvo y, con impaciencia, esperó a que lo alcanzaran los demás.
—No pisen la grava ni los senderos —ordenó—. Caminen por la hierba. Hay niebla, y en la niebla se transmiten muy bien los sonidos. No podemos dar por sentado que se encuentren en la salita, pueden estar en la cocina, o incluso en el exterior.
Acto seguido se volvió y reanudó la marcha, sin pararse a pensar en cómo estaría soportando Minnie todo aquello. Ella no iba a darle las gracias, y en aquel momento necesitaba concentrarse en otras cosas.
Como, por ejemplo, dónde estaba Grisham.
Con Patience y Gerrard siguiéndolo de cerca, llegó a los establos. El alojamiento de Grisham se encontraba junto a ellos.
—Aguarda aquí —le susurró a Patience al oído—. Detén a los demás en este punto. Yo volveré en un momento.
Y dicho aquello, se internó en las sombras. Lo último que deseaba era que Grisham imaginase que había intrusos e hiciera sonar la alarma.
Pero la habitación de Grisham estaba vacía. Vane reunió su variopinta partida de caza en la parte de atrás de los oscuros establos. Duggan había examinado los alojamientos de los mozos de cuadra; sacudió la cabeza negativamente y dijo sin hacer ruido:
—Aquí no hay nadie.
Vane asintió. Minnie había mencionado que había dado vacaciones a la mayor parte del servicio.
—Probaremos con la puerta lateral. —Podían forzar la ventana de la salita de atrás, pues aquella ala era la más alejada de la biblioteca, el refugio favorito de Whitticombe—. Síganme, pero no demasiado juntos. Y recuerden: no hagan ningún ruido.
Todos asintieron en silencio.
Conteniendo un vano juramento, Vane se dirigió al sembrado de arbustos.
Los altos setos y los senderos de hierba le quitaron una preocupación de la cabeza, pero cuando se acercó, seguido de Patience, Duggan y Gerrard, al lugar donde los setos daban paso a un césped abierto, se les cruzó por delante una luz.
Se quedaron petrificados en el sitio. La luz desapareció.
—Esperad aquí.
Vane avanzó despacio hasta ver el otro extremo del césped. Más allá se erguía la casa, cuya puerta lateral se encontraba cerrada. Pero vio una luz que oscilaba entre las ruinas… El Espectro había salido a caminar aquella noche.
La luz se elevó de nuevo, brevemente. En su haz luminoso, Vane acertó a ver una figura grande y oscura que se movía pesadamente siguiendo el borde del césped, en dirección hacia ellos.
—¡Atrás! —siseó empujando a Patience, que se había acercado hasta su hombro, al interior del seto que tenía detrás. Allí aguardó, contando los segundos, hasta que la figura se metió en el sendero… y la tuvieron encima.
Vane lo agarró y lo inmovilizó con una llave; Duggan lo sujetó por un brazo.
La figura se puso en tensión para luchar.
—¡Soy Cynster! —siseó Vane, y la figura se relajó.
—¡Gracias a Dios!
Grisham los miró con sorpresa, y Vane lo soltó. Observó el camino y se calmó un poco al ver que el resto del grupo se había quedado paralizado, oculto en las sombras. Ahora, en cambio, comenzaban a acercarse.
—No sabía qué hacer —dijo Grisham frotándose el cuello.
Vane se detuvo un momento; el portador de la luz continuaba moviéndose a cierta distancia, sorteando las piedras caídas. Se volvió al mozo y le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Ayer por la tarde llegaron los Colby, así que supuse que era la señal que estábamos esperando. Les dije sin rodeos que en la casa sólo quedábamos yo y dos doncellas, y Colby pareció alegrarse mucho. Me ordenó que encendiera el fuego de la biblioteca y luego pidió la cena temprano. Después de eso, nos dijo que podíamos retirarnos, como si nos estuviera haciendo un favor. —Grisham dejó escapar un leve bufido—. Pero yo seguí vigilándolos de cerca, naturalmente. Esperaron un poco, y luego tomaron una de las lámparas de la biblioteca y se fueron a las ruinas.
Grisham miró atrás. Vane esperó, y luego le indicó con un gesto que prosiguiera. Aún disponían de unos minutos antes de que resultase demasiado peligroso susurrar.
—Fueron hasta el alojamiento del abad. —Grisham sonrió—. Yo me quedé cerca de ellos. La señorita Colby no dejó de gruñir todo el rato, pero no estaba tan cerca para entender lo que decía. Colby fue directo a esa piedra de la que le hablé. —Grisham asintió con la cabeza—. La examinó con todo detenimiento para cerciorarse de que no la había levantado nadie. Y se quedó bastante satisfecho consigo mismo. Luego emprendieron el regreso… y fui tras ellos para ver qué pasaba a continuación.
Vane levantó las cejas.
—¿Y qué pasó?
En aquel momento apareció la luz de nuevo, esta vez mucho más cerca, y todo el mundo se quedó quieto. Vane se aferró al borde del seto, consciente de la presencia de Patience apretada contra su costado. Los demás se aproximaron un poco más y se apiñaron para poder ver todos el tramo de hierba que había delante de la puerta lateral.
—¡No es justo! No entiendo por qué has tenido que devolver mi tesoro. —El quejido de disgusto de Alice Colby quedó flotando en el aire helado—. ¡Tú vas a obtener tu tesoro, pero yo no tendré nada!
—¡Ya te dije que esas cosas no eran tuyas! —dijo—. Esperaba que hubieras aprendido de la última vez. No quiero que te pillen con cosas que no son tuyas. ¡No soporto la idea de que me etiqueten de hermano de una ladrona!
—¡Tu tesoro tampoco es tuyo!
—Eso es diferente. —Whitticombe entró en el campo visual delante de la puerta; se volvió a mirar a Alice, que venía tras él. Y lanzó un bufido de desprecio—. Por lo menos, esta vez he podido sacarle alguna utilidad a tu pequeña manía. Era justo lo que necesitaba para desviar la atención de Cynster. Mientras él está ocupado en eliminar las sospechas que pesan sobre el joven Debbington, yo tendré el tiempo que necesito para completar mi trabajo.
—¿Tu trabajo? —El desprecio de Alice igualó el de Whitticombe—. Estás obsesionado con esa estúpida búsqueda del tesoro. ¿Estará aquí, o estará allá? —canturreó con voz de soniquete.
Whitticombe abrió la puerta con violencia.
—Entra, vamos.
Sin dejar de canturrear, Alice entró.
Vane miró a Grisham.
—Corre como alma que lleva el diablo, ve pasando por la cocina a la antigua salita que hay detrás de la biblioteca. Nosotros iremos hasta las ventanas.
Grisham asintió y salió disparado.
Vane se volvió a los demás; todos lo miraron con muda expectación. Él apretó los dientes.
—Vamos a retroceder, deprisa y sin hacer ruido, rodeando la casa en dirección a la terraza. Una vez allí, tendremos que ser especialmente silenciosos, porque es probable que Whitticombe vaya a la biblioteca. Necesitamos averiguar más acerca de ese tesoro suyo, y de si en efecto fue él quien golpeó a Gerrard.
Todos asintieron a una. Vane, resistiéndose al fuerte impulso de mascullar, sujetó firmemente la mano de Patience en la suya y encabezó la marcha de regreso por entre los arbustos.
Tomaron el sendero que discurría a lo largo del camino de entrada para carruajes, y después subieron a toda prisa al enlosado de la terraza. Myst, convertida en una veloz sombra, salió corriendo delante de ellos; Vane musitó una maldición… y rezó para que el diabólico animalito se comportara.
Grisham estaba esperando, como un fantasma, junto a los grandes ventanales de la salita. Descorrió el cerrojo, y Vane entró. Después ayudó a Patience a subir al alto alféizar.
—Están discutiendo en el vestíbulo —susurró Grisham— sobre quién es el dueño del elefante, o algo así.
Vane asintió. Miró atrás y vio a Timms y Edmond ayudando a Minnie a entrar. Se volvió, fue hasta la pared y abrió una puerta disimulada en el tapizado, que dejó al descubierto la parte posterior de otra puerta, encajada en el muro de la habitación contigua, la biblioteca. Con la mano en el picaporte de la segunda puerta, Vane miró a su espalda con el entrecejo fruncido.
El pelotón, obediente, contenía la respiración.
Vane abrió la puerta con cuidado.
La biblioteca estaba vacía, iluminada tan sólo por las llamas que bailaban en la chimenea.
Recorrió la estancia con la mirada y vio dos grandes biombos de cuatro hojas, que se utilizaban en el verano para proteger los viejos libros de la luz del sol.
Los biombos no estaban plegados, sino que permanecían abiertos, paralelos a la chimenea, ocultando aquella zona a los ventanales de la terraza.
Retrocedió despacio y atrajo a Patience a su lado. Le señaló los biombos con la cabeza y la hizo pasar por la puerta. Rápidamente, sin apartar la vista de la puerta de la biblioteca, Patience cruzó la estancia, que gracias a Dios tenía el suelo cubierto por una larga alfombra turca, y corrió a refugiarse detrás del biombo más alejado.
Antes de que Vane pudiera parpadear siquiera, Gerrard siguió a su hermana.
Vane miró atrás para indicar a los demás con un gesto que se acercaran a la habitación y acto seguido fue en pos de su futuro cuñado.
Cuando se oyeron pisadas al otro lado de la puerta de la biblioteca, el pelotón entero, salvo Grisham, que prefirió quedarse en la salita, se apretujó detrás de los dos biombos con los ojos pegados a las estrechas rendijas que se abrían entre los paneles de los mismos.
Vane rezó para que a ninguno de ellos se le ocurriera estornudar.
La manilla de la puerta giró; apareció Whitticombe en cabeza, con expresión de desdén.
—No importa a quién pertenecía el elefante. ¡El hecho es que las cosas que había dentro de él no eran tuyas!
—¡Pero yo las quería! —Alice, con el rostro congestionado, cerró con fuerza los puños—. Los otros las perdieron, así que pasaron a ser mías… ¡pero tu las sacaste de allí! ¡Siempre me quitas mis cosas!
—¡Eso es porque no son tuyas, para empezar! —Whitticombe hizo rechinar los dientes y empujó a Alice hacia el sillón colocado junto al fuego—. ¡Siéntate ahí y cállate!
—¡No pienso callarme! —A Alice le llamearon los ojos—. Siempre me estás diciendo que no puedo tener las cosas que quiero, que no está bien tomarlas, pero en cambio tú vas a apoderarte del tesoro de la abadía. ¡Y ese no te pertenece a ti!
—¡No es lo mismo! —tronó Whitticombe, fulminando a Alice con la mirada—. Sé que te cuesta entender la diferencia, pero recuperar, resucitar las riquezas perdidas de esa iglesia, restaurar la magnificencia de la abadía de Coldchurch, ¡no es lo mismo que robar!
—¡Pero tú lo quieres todo para ti solo!
—¡No! —Whitticombe se esforzó por respirar con calma y bajó el tono de voz—: Quiero ser el que lo encuentre. Tengo toda la intención de entregárselo a las autoridades competentes, pero… —Levantó la cabeza y se irguió—. La fama de haberlo encontrado, la gloria de ser la persona que, gracias a su incansable erudición, rastreó y recuperó las riquezas perdidas de la abadía de Coldchurch… eso —declaró— me pertenecerá a mí.
Detrás del biombo, Patience miró a Vane a los ojos. Él sonrió con gesto serio.
—Todo eso está muy bien —contestó Alice, malhumorada—, pero no hace falta que finjas ser tan santo. No tuvo nada de santo golpear a ese pobre chico con una piedra.
Whitticombe se quedó inmóvil y miró fijamente a Alice.
Ella sonrió satisfecha.
—No creías que yo estuviera enterada de eso, ¿verdad? Pero es que en aquel momento me encontraba en la habitación de la querida Patience, y me dio por mirar hacia las ruinas. —Sonrió con malicia—. Te vi hacerlo, te vi tomar la piedra y acercarte sigilosamente. Vi cómo golpeabas al muchacho. —Se recostó en el sillón, con la mirada fija en el rostro de Whitticombe—. Oh, no, querido hermano, no eres ningún santo.
Whitticombe soltó un bufido e hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No fue más que una ligera conmoción, no lo golpeé tan fuerte. Justo lo suficiente para cerciorarme de que no llegase a terminar aquel boceto. —Comenzó a pasear—. Cuando pienso en la impresión que me llevé al verlo hurgando junto a la puerta del sótano del abad… Resulta asombroso que no lo golpeara demasiado fuerte; si hubiera demostrado más curiosidad y lo hubiera mencionado a alguno de esos otros cabezas de chorlito: Chadwick, Edmond o, el cielo no lo permita, Edgar, sabe Dios qué hubiera sucedido. ¡Los muy idiotas podrían haberme robado mi descubrimiento!
—¿Tuyo?
—¡Mío! ¡La gloria me corresponde a mí! —Whitticombe continuó paseando—. Al final resultó que todo encajó a la perfección. Ese golpe en la cabeza bastó para asustar a la vieja y convencerla de llevarse a su querido sobrino a Londres. Gracias a Dios, también se llevó a todos los demás. Así que ahora, mañana, podré contratar a unos cuantos trabajadores para que me ayuden a levantar esa piedra, y entonces…
Triunfante, Whitticombe giró en redondo… y de repente se quedó parado en el sitio.
Todos los que lo espiaban por entre los biombos lo vieron, con la mano levantada en alto como si solicitase adulación, mirar fijamente, con ojos desorbitados, hacia las sombras que cubrían un lado de la estancia. Todo el mundo se puso en tensión. Nadie podía ver, ni imaginar, qué era lo que estaba mirando.
Lo primero que empezó a moverse fue su boca, que se abrió y se cerró sin efecto alguno. Después chilló:
—¡¡Aaah!! —Su cara se transformó en una máscara de abyecto horror, y exclamó, señalando con el dedo—: ¡Qué está haciendo aquí esa gata!
Alice miró y contestó ceñuda:
—Esa es Myst, la gata de Patience.
—Ya lo sé. —A Whitticombe le temblaba la voz, pero su mirada no se apartó del sitio.
Arriesgándose a mirar por fuera del biombo, Vane divisó a Myst, sentada muy erguida y con su serena mirada azul que todo lo veía fija, sin pestañear, en el rostro de Whitticombe.
—¡Pero si estaba en Londres! —exclamó Whitticombe, ahogado—. ¿Cómo ha llegado aquí?
Alice se encogió de hombros.
—No ha venido con nosotros.
—¡Eso ya lo sé!
Alguien sofocó una risita; el segundo biombo osciló y luego se balanceó.
Surgió una mano en la parte de arriba para estabilizarlo, y después desapareció.
Vane suspiró y salió de detrás del otro biombo. Los ojos de Whitticombe, que Vane hubiera jurado que no podían abrirse más, quisieron salirse de sus órbitas.
—Buenas noches, Colby. —Vane hizo señas a Minnie para que saliera; los demás hicieron lo mismo.
Conforme el pelotón fue desplegándose, Alice soltó una risita:
—Mira adónde han ido a parar tus secretos, querido hermano. —Volvió a hundirse en el sillón, sonriendo maliciosamente. Se veía a todas luces que no le importaban nada sus propias faltas.
Whitticombe le dirigió una mirada rápida y se rehízo.
—No sé cuánto habrá oído de…
—Lo he oído todo —repuso Vane.
Whitticombe palideció… y miró a Minnie.
Esta lo observaba fijamente, con una expresión de asco y desafecto en el rostro.
—¿Por qué? —le preguntó en tono duro—. Tenías un techo bajo el que cobijarte y un nivel de vida agradable. ¿Tan importante era para ti la fama, hasta el punto de cometer delitos? ¿Y todo por qué? ¿Por un necio sueño?
Whitticombe se puso rígido.
—No es un sueño necio. Las riquezas de la iglesia y el tesoro de la abadía fueron enterrados antes de la Disolución. Existen referencias muy claras en los archivos de la abadía, pero tras la Disolución no se los menciona en absoluto. Me llevó una eternidad descubrir dónde estaban ocultos; el lugar más obvio era la cripta, pero allí no hay nada más que escombros. Además, los archivos mencionan con toda claridad un sótano, pero todos los antiguos sótanos fueron excavados hace mucho tiempo, y no se encontró nada. —Se irguió en toda su estatura, henchido de vanidad—. Sólo yo he descubierto el sótano del abad. Está allí, encontré la trampilla. —Miró a Minnie con un brillo de avaricia en los ojos—. Ya lo verás… mañana. Entonces lo entenderás. —Hizo un gesto de asentimiento, con renovada seguridad en sí mismo.
Minnie sacudió la cabeza negativamente, con expresión sombría.
—No lo entenderé nunca, Whitticombe.
En aquel momento Edgar se aclaró la garganta y dijo:
—Me temo que tú tampoco vas a encontrar nada. No hay nada que encontrar.
Whitticombe sonrió apenas.
—Aficionado —se burló—. ¿Qué sabes tú de investigación?
Edgar se encogió de hombros.
—No sé nada de investigación, pero sí de los Bellamy. El último abad era uno de ellos, aunque no de apellido, pero se convirtió en el abuelo de la siguiente generación. Y habló a sus nietos del tesoro enterrado. La leyenda fue pasando de unos a otros hasta que, en la época de la Restauración, un Bellamy solicitó las tierras de la vieja abadía y se las concedieron. —Edgar sonrió vagamente a Minnie—. El tesoro se encuentra a nuestro alrededor. —Señaló las paredes, el techo—. Aquel primer Bellamy de Bellamy Hall desenterró las riquezas y el tesoro nada más poner el pie en sus nuevas tierras… y los vendió, y lo que obtuvo por ellos lo empleó en construir la mansión y en establecer los cimientos de la futura riqueza de la familia.
Se enfrentó con la mirada aturdida de Whitticombe y sonrió.
—El tesoro ha estado aquí todo el tiempo, a la vista de todos.
—No —dijo Whitticombe, pero su negativa carecía de fuerza.
—Oh, sí —replicó Vane con mirada dura—. Si nos hubiera preguntado, yo, o Grisham, hubiéramos podido decirle que el sótano del abad estaba lleno de tierra desde hace más de cien años. Lo único que encontrará bajo esa trampilla es el duro suelo.
Whitticombe continuaba mirando fijamente, pero entonces se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Más bien creo, Colby, que ha llegado el momento de pedir disculpas, ¿no le parece? —intervino el general, mirándolo con cara de pocos amigos.
Whitticombe parpadeó, y acto seguido se irguió y levantó la cabeza con arrogancia.
—No veo que haya hecho nada particularmente censurable… desde luego no según el patrón de los miembros de esta familia. —Escudriñó al resto del grupo con las facciones contorsionadas, e hizo un gesto de desdén—. Tenemos a la señora Agatha Chadwick, empeñada en enterrar a un marido majadero y dejar bien colocados a una hija que no tiene ni dos dedos de frente y a un hijo que no es mucho mejor. Y a Edmond Montrose, poeta y dramaturgo dotado de un talento tan grande que jamás consigue hacer nada. Y no debemos olvidarnos de usted, ¿no cree? —Whitticombe miró al general con expresión reprobatoria—. Un general sin tropas, que no era más que un sargento de un barracón polvoriento, para que se sepa. Y tampoco debemos olvidarnos de la señorita Edith Swithins, tan dulce, tan mansa… Oh, no. No debemos olvidarnos de ella, ni del hecho de que se hace acompañar de Edgar, el caótico historiador, y piensa en ¡Dios sabe que a su edad! —Whitticombe vació todo su desprecio—: Y por último, pero no por ello menos importante —dijo con regocijo— tenemos a la señorita Patience Debbington, la sobrina de nuestra estimada anfitriona…
¡Crunnch! Whitticombe se desplomó de espaldas y fue a aterrizar en el suelo, a varios metros de distancia.
Patience, que estaba de pie junto a Vane, se apresuró a adelantarse… para ponerse a la altura de Vane, que había dado un paso al frente para propinar el puñetazo que levantó a Whitticombe del suelo.
Agarrada del brazo de Vane, Patience observó a Whitticombe y rezó para que tuviera el sentido común de quedarse donde estaba. Notaba el acero en los músculos que tenía bajo sus dedos. Si Whitticombe era lo bastante necio como para devolver el golpe, Vane lo haría papilla.
Aturdido, Whitticombe parpadeó para recobrar la plena conciencia. Mientras los demás se congregaban a su alrededor, se llevó una mano al mentón e hizo una mueca de dolor.
—¡Esto es un acto de agresión! —graznó.
—Que podría convertirse en agresión y violencia. —La advertencia, totalmente innecesaria desde el punto de vista de Patience, provino de Vane. Una sola mirada a su rostro, duro como el granito e igual de inflexible, habría informado de dicho detalle a cualquier persona en su sano juicio.
Whitticombe lo miró fijamente… y recorrió con la mirada el círculo que lo rodeaba.
—¡Me ha golpeado!
—¿Ah, sí? —Edmond abrió mucho los ojos—. Yo no lo he visto. —Miró a Vane—. ¿Le importaría repetirlo?
—¡No! —Whitticombe parecía alterado.
—¿Por qué no? —inquirió el general—. No le vendría mal una buena paliza, puede que incluso le hiciera entrar un poco en razón. Vamos, todos haremos de observadores, para asegurarnos de que sea una pelea limpia y todo eso. Nada de golpes por debajo del cinturón, ¿de acuerdo?
La expresión de horror de Whitticombe al contemplar el círculo de caras y no encontrar ninguna que mostrase el menor resquicio de amistad hubiera sido cómica de haber estado alguien de humor para diversiones. Cuando su mirada volvió a posarse en Vane, tomó aire entrecortadamente y lloriqueó:
—No me pegue.
Vane lo observó con los ojos entornados y sacudió la cabeza en un gesto negativo. Su tensión de aprestarse para la lucha cedió, y dio un paso atrás.
—Es un cobarde, hasta la médula de los huesos.
El veredicto fue recibido con gestos y exclamaciones de aprobación. Duggan se abrió paso y agarró a Whitticombe por el cuello de la camisa para levantar del suelo su mísera figura. Luego miró a Vane.
—Lo encerraré en el sótano, ¿le parece?
Vane miró a Minnie; esta, con un gesto de determinación, asintió.
Alice, que lo había observado todo, con el semblante resplandeciente de rencorosa satisfacción, rio y despidió a Whitticombe con la mano.
—¡Adiós, hermano! ¿No querías todos estos meses examinar un sótano? Pues disfrútalo mientras puedas. —Y, con una risotada, volvió a recostarse en el sillón.
Agatha Chadwick puso una mano sobre el brazo de Minnie.
—Permíteme. —Con considerable dignidad, se acercó a Alice—. Angela.
Por una vez, Angela no se hizo rogar. Se reunió con su madre, con ademán de determinación, agarró el brazo de Alice y entre las dos levantaron a la joven de su asiento.
—Vámonos. —La señora Chadwick se volvió hacia la puerta. Alice miró alternativamente a una y a otra.
—¿Han traído mi elefante? Porque es mío, saben.
—Está de camino a Londres. —Agatha miró a Minnie—. Vamos a encerrarla en su habitación.
Minnie afirmó con la cabeza.
Todos contemplaron al trío atravesar la puerta. En el instante en que esta volvió a cerrarse, el hierro que había mantenido erecta la espalda de Minnie durante las pasadas horas se disolvió. Se dejó caer contra Timms. Vane maldijo en voz baja y, sin pedir permiso, tomó a Minnie en brazos y la depositó con suavidad en el sillón que acababa de dejar vacante Alice.
Minnie le ofreció una sonrisa trémula.
—Me encuentro bien, sólo un poco desconcertada. —Sonrió—. Pero me ha encantado ver a Whitticombe volar por los aires.
Aliviado al ver aquella sonrisa, Vane se apartó y dejó que se acercara Patience.
Edith Swithins, que también estaba al límite de sus energías, recibió la solícita ayuda de Edgar, que la acompañó hasta el segundo sillón.
Al sentarse, ella también sonrió a Vane.
—Nunca había visto propinar un puñetazo, ha sido muy emocionante. —Rebuscó en su bolsa y extrajo dos frascos de sales. Le entregó uno a Minnie—. Creía que había perdido esto hace años, pero hete aquí que la semana pasada apareció en mi bolsa.
Edith aspiró del frasco, guiñando los ojos a Vane.
El cual descubrió que todavía era capaz de ruborizarse. Miró a su alrededor; el general y Gerrard habían estado conferenciando. El primero levantó la vista y dijo:
—Hablábamos de los preparativos. Aquí no hay personal de servicio… y todavía no hemos cenado.
Aquella observación los puso a todos en movimiento: empezaron a encender fuegos, a hacer las camas y a preparar una cena caliente y sustanciosa.
Grisham, Duggan y las dos doncellas ayudaron, pero todo el mundo, salvo Alice y Whitticombe, se apresuraron a contribuir en lo que pudieron.
Como no había fuego encendido en la salita, las señoras permanecieron sentadas a la mesa durante la ronda de oporto. Se hizo obvio el ambiente de experiencia en común, de camaradería, mientras compartían opiniones sobre lo ocurrido en las semanas pasadas.
Al final, cuando ya los recuerdos comenzaban a verse interrumpidos por bostezos, Timms se volvió a Minnie y le preguntó:
—¿Qué vas a hacer con ellos?
Todo el mundo guardó silencio. Minnie hizo una mueca de desagrado.
—En realidad, dan lástima. Mañana hablaré con ellos, pero, por caridad cristiana, no puedo echarlos de la casa. Por lo menos de momento, en medio de la nieve.
—¿Nieve? —Edmond alzó la cabeza, se levantó de su asiento y apartó una de las cortinas. El haz de luz que se proyectó hacia el exterior iluminó unos finos copos de nieve—. Vaya, qué interesante.
Pero a Vane no se lo parecía tanto. Tenía planes, y una copiosa nevada no formaba parte de ellos. Miró a Patience, sentada a su lado. Después sonrió y apuró lo que le quedaba de oporto.
El destino no podía ser tan cruel.
Fue el último en subir las escaleras, después de efectuar una ronda final por la enorme mansión. Todo estaba en silencio, reinaba la quietud. Parecía que no había en la casa otro ser viviente que Myst, que se lanzó escaleras arriba delante de él. La gatita había escogido seguirlo en su ronda, se paseó por entre sus botas y luego se ocultó a toda prisa en las sombras. Vane salió por la puerta lateral para examinar el cielo; Myst había desaparecido en la oscuridad, para regresar minutos más tarde resoplando para quitarse copos de nieve del hocico y sacudiéndose para despegarlos de su pelaje.
Pensando en el futuro, Vane siguió a Myst escaleras arriba, por la galería y hacia un ala del edificio, para tomar después el corredor. Cuando llegó a su habitación y abrió la puerta, Myst se coló como una exhalación.
Vane sonrió y la siguió… y entonces se acordó de que tenía pensado ir a la alcoba de Patience. Miró alrededor para llamar a Myst… y vio a Patience, dormitando en el sillón colocado junto al fuego.
Esbozó una suave sonrisa y cerró la puerta. Myst despertó a su ama antes de que la alcanzara Vane. Ella lo miró, sonrió, se levantó… y se echó directamente en sus brazos. Él la rodeó con ellos.
Patience lo miró con los ojos brillantes.
—Te quiero.
Vane sonrió al tiempo que se inclinaba para besarla.
—Lo sé.
Patience le devolvió la dulce caricia.
—¿Tan evidente es?
—Sí. —Vane la besó de nuevo—. Esa parte de la ecuación nunca ha estado en duda. —Sus labios rozaron brevemente los de ella—. Ni tampoco el resto. Desde el momento en que te abracé por primera vez.
El resto… su parte de la ecuación, lo que sentía por ella.
Patience se despegó para poder estudiarle el rostro, y le tocó la mejilla con la mano.
—Necesito saberlo.
El semblante de Vane se modificó; el deseo flameó en sus ojos.
—Ahora ya lo sabes. —Bajó la cabeza y volvió a besarla—. Por cierto, no lo olvides nunca.
Ya sin aliento, Patience rio suavemente.
—Tendrás que cerciorarte de recordármelo.
—Oh, claro que sí. Todas las mañanas y todas las noches.
Aquellas palabras fueron un voto, una promesa. Patience buscó sus labios y lo besó hasta perder el juicio. Con una risita, Vane alzó la cabeza, la rodeó con un brazo y la condujo hasta la cama.
—Teóricamente, no deberías estar aquí.
—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay, que sea tu cama o la mía?
—Mucha, según las normas de los sirvientes. Ellos aceptan que los caballeros merodeen por la casa a primeras horas de la madrugada, pero por alguna razón el hecho de ver a las damas paseándose por ahí en camisón al amanecer da lugar a tremendas especulaciones.
—Ah —respondió Patience cuando se detuvieron junto a la cama—. Pero yo estaré completamente vestida. —Señaló su vestido—. No habrá motivos para especular.
Vane la miró a los ojos.
—¿Y el pelo?
—¿El pelo? —Patience parpadeó—. Sólo tendrás que ayudarme a peinármelo otra vez. Supongo que los «caballeros elegantes» como tú adquieren esas habilidades muy pronto en la vida.
—En realidad, no. —Con el semblante serio, Vane buscó las horquillas que sujetaban el cabello de Patience—. Nosotros, los libertinos de primer orden… —Soltando horquillas a derecha e izquierda, fue dejando caer en cascada la melena. Luego, con una sonrisa de satisfacción, tomó a Patience por la cintura y la estrechó con fuerza contra sí—. Nosotros —dijo mirándola a los ojos— pasamos el tiempo concentrados en actividades más bien diferentes, como soltarle el cabello a las señoras. Y quitarles la ropa. Y llevarlas a la cama. Y otras cosas.
Y se lo demostró… con gran eficacia.
Mientras le separaba los muslos y se hundía profundamente en ella, la respiración de Patience se fracturó en una exclamación ahogada.
Vane se movió dentro de ella reclamándola, presionando más hondo, sólo para retirarse y llenarla de nuevo. Apoyado en los brazos, la amó; debajo de él, Patience se retorcía de placer. Cuando inclinó la cabeza y encontró sus labios, ella se aferró a aquella caricia, para retener el momento. Para retenerlo a él.
Las bocas de ambos se separaron, y Patience dejó escapar un suspiro. Y entonces sintió que Vane le hablaba al tiempo que se movía en lo más profundo de su cuerpo.
—Con mi cuerpo te venero; con mi corazón te adoro. Te amo. Y si quieres que lo repita un millar de veces, lo repetiré. Todo el tiempo que sea necesario, hasta que aceptes ser mi esposa.
—Acepto.
Patience oyó aquella palabra en su cerebro, la saboreó en sus labios… y la sintió resonar en el corazón.
Transcurrió la siguiente hora, y ni una sola frase coherente pasó por los labios de ambos. La cálida quietud que reinaba en la habitación se vio rota tan sólo por el roce de las sábanas y los murmullos suaves.
Después, el silencio dio paso a leves gemidos, quejidos, jadeos, exclamaciones sofocadas, que culminaron por fin en un grito apagado, conmovedor, que fue desvaneciéndose hasta convertirse en un profundo gemido gutural.
Afuera, había salido la luna; dentro, el fuego se apagó.
Envueltos el uno en los brazos del otro, con los corazones igualmente entrelazados, ambos se rindieron al sueño.
—¡Adiós! —los despidió Gerrard desde los peldaños de la entrada, con una enorme sonrisa.
Patience agitó la mano con gesto jovial y a continuación se acomodó bajo la gruesa manta de viaje, la que Vane había insistido en que usara si quería ir sentada a su lado en el pescante. Lo miró y le preguntó:
—No irás a empezar a mimarme en exceso, ¿verdad?
—¿Quién? ¿Yo? —Vane le dirigió una mirada que indicaba que comprendía—. Ni por lo más remoto.
—Bien. —Patience inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo, que aún amenazaba nieve—. En realidad no es necesario, estoy perfectamente acostumbrada a cuidar de mí misma.
Vane mantuvo la vista fija en las orejas de los caballos. Patience le lanzó otra mirada de reojo.
—A propósito, quería mencionarte que… —Al ver que él se limitaba a enarcar una ceja con gesto interrogante y no desviaba la mirada, Patience alzó la barbilla y dijo fríamente—: Que si alguna vez te atreves a entrar en un invernadero con una bella joven, aunque sea un pariente tuyo, incluso una prima hermana, no pienso hacerme responsable de lo que pueda ocurrir.
Aquello le valió una mirada de Vane, de ligera curiosidad.
—¿Lo que pueda ocurrir?
—El fracaso que seguirá de modo inevitable.
—Ah. —Vane volvió a mirar al frente, guiando los caballos por el camino que llevaba a la carretera principal—. ¿Y tú? —preguntó al cabo de un rato, con mansedumbre—. ¿Te gustan los invernaderos?
—Puedes llevarme a ver los invernaderos que quieras —le soltó Patience—. Como bien sabes, mi gusto por las plantas no es el tema de esta conversación.
Vane estuvo a punto de sonreír, y al final lo hizo levemente.
—Así es. Pero ya puedes quitarte de la cabeza este tema en concreto. —La expresión de sus ojos le indicó a Patience que hablaba muy en serio. Luego exhibió su lobuna sonrisa Cynster—. ¿Qué iba a querer yo con otras bellas jóvenes, si puedo enseñarte los invernaderos a ti?
Patience se sonrojó. Lanzó una exclamación de desdén y miró al frente.
Una fina llovizna de nieve comenzó a cubrir el paisaje y ocultar el débil resplandor del sol. La brisa era helada, las nubes de un gris plomizo, pero el día seguía siendo bueno, lo bastante bueno para viajar. Cuando alcanzaron la carretera principal, Vane torció hacia el norte. Agitó las riendas, y los caballos apretaron el paso. Patience, con el rostro vuelto hacia la brisa, disfrutó de la cadencia regular del carruaje, de la sensación de viajar deprisa por un camino nuevo. En una dirección nueva.
Frente a ellos aparecieron los tejados de Kettering. Patience respiró hondo y comentó:
—Supongo que hemos de empezar a hacer planes.
—Probablemente —concedió Vane. Aminoró el paso de los caballos al entrar en la ciudad—. Imaginé que pasaríamos la mayor parte del tiempo en Kent. —Miró a Patience—. La casa de Curzon Street es lo bastante grande para una familia, pero aparte de las obligatorias apariciones en el momento álgido de la Temporada, no creo que estemos mucho tiempo allí. A no ser que tú hayas desarrollado un gusto nuevo por la vida de ciudad.
—No… claro que no. —Patience parpadeó—. Kent me parece maravilloso.
—Bien. ¿He mencionado que hay un montón de trabajo que hacer para decorarlo todo de nuevo? —Vane le sonrió—. Lo harás infinitamente mejor tú que yo. La mayor parte de la casa necesita atención, sobre todo las habitaciones de los niños.
Patience formó un «oh» con los labios.
—Por supuesto —continuó Vane mientras guiaba los caballos con mano diestra por la calle principal—, antes de ponernos a trabajar en las habitaciones de los niños, supongo que deberíamos pensar en el dormitorio principal. —Con una expresión de imposible inocencia, captó la mirada de Patience—. Seguro que también necesitarás hacer cambios en él.
Patience lo miró con los ojos entornados.
—Y antes de llegar al dormitorio principal, ¿no crees que deberíamos ir a una iglesia?
Los labios de Vane querían sonreír, pero él miraba al frente.
—Ah, bueno. El caso es que eso plantea algunos problemas.
—¿Problemas?
—Sí… Como qué iglesia escoger.
Patience frunció el ceño.
—¿Existe alguna tradición en tu familia?
—En realidad, no. Nada que deba preocuparnos. Realmente se reduce a las preferencias personales. —Con la ciudad ya a la espalda, Vane puso los caballos al paso y concentró su atención en Patience—. ¿Tú deseas una gran boda?
Ella frunció el ceño.
—No había pensado mucho en eso.
—Bueno, pues piénsalo. Y también podrías sopesar el hecho de que hay aproximadamente trescientos amigos y conocidos a los que habrá que invitar sólo por la parte de los Cynster, si es que eliges esa posibilidad.
—¿Trescientos?
—Sólo los más allegados.
Patience no tardó en menear la cabeza en un gesto negativo.
—En realidad, no creo que debamos hacer una gran boda. Tardaríamos una eternidad en organizarla.
—Muy probablemente.
—Entonces, ¿cuál es la alternativa?
—Existen varias —admitió Vane—. Pero el método más rápido sería casarnos con una licencia especial. Eso puede hacerse prácticamente en cualquier momento, y no se tardaría nada en organizarlo.
—Aparte del hecho de obtener la licencia.
—Sí. —Vane volvió a mirar de frente—. De manera que la cuestión es: ¿Cuándo te gustaría casarte?
Patience reflexionó unos instantes. Observó a Vane, contempló su perfil, desconcertada al ver que él mantenía la vista fija al frente y se negaba a sostenerle la mirada.
—No sé —dijo—. Elige tú una fecha.
Entonces sí la miró.
—¿Estás segura? ¿No te importa lo que yo decida?
Patience se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a importarme? Cuanto antes, mejor, si vamos a continuar como estamos.
Vane lanzó un suspiro y espoleó a los caballos.
—Pues esta tarde.
—Esta tar… —Patience giró en el asiento para mirar a Vane boquiabierta… y entonces cerró la boca—. Ya has obtenido la licencia.
—La tengo en el bolsillo. —Vane sonrió… como un lobo—. Ahí es donde estuve ayer, mientras Sligo me buscaba por todas partes.
Patience se derrumbó contra el asiento. Entonces comprendió el porqué del paso lento que llevaban, de la ancha sonrisa de Gerrard y de la distancia que ya habían recorrido.
—¿Adónde vamos?
—A casarnos. En Somersham. —Vane sonrió—. Hay una iglesia en el pueblo situado junto a las tierras del ducado, con la cual se podría decir que yo guardo cierta relación. De todas las iglesias de esta tierra, esa es en la que me gustaría casarme. Y además, el vicario, el señor Postlewhaite, se ofrecerá él mismo a hacer los honores.
Sintiendo una ligera sensación de vértigo, Patience respiró hondo para librarse de ella.
—En fin, casémonos pues en el pueblo de Somersham.
Vane la miró.
—¿Estás segura?
Patience lo miró a los ojos y vio en ellos la incertidumbre, la interrogante; entonces sonrió y se acurrucó un poco más contra Vane.
—Estoy abrumada. —Dejó que su sonrisa se acentuara, que se manifestara la dicha que sentía—. Pero estoy segura. —Introdujo una mano bajo el brazo de Vane y le dijo con un enorme gesto—: ¡Sigue adelante!
Vane mostró una amplia sonrisa y obedeció. Patience se pegó a él y escuchó el traqueteo de las ruedas. Ya había comenzado su viaje juntos. El sueño estaba aguardando… justo a la vuelta del recodo siguiente.