«VEN a verme luego», le había dicho.
Vane regresó a la calle Aldford justo pasadas las diez de la noche.
La casa estaba en silencio cuando Masters le franqueó el paso. Con expresión implacable, entregó al mayordomo su bastón, su sombrero y sus guantes.
—Voy a subir a ver a la señora y a la señorita Debbington. No es preciso que me espere despierto, ya conozco el camino de salida.
—Como desee, señor.
Mientras subía las escaleras se acordó de las palabras de Chillingworth: «Cómo han caído los poderosos». La pétrea determinación que se había adueñado de él avanzó un centímetro más. No estaba seguro de hasta dónde alcanzaban los cambios operados en él, pero a partir de aquella tarde renunciaría a todos los intentos de esconder su relación con Patience Debbington, la dama que iba a ser su esposa.
No cabía la menor duda de ello, no había posibilidad de error, ni espacio para maniobrar, ningún resquicio en absoluto para la negociación. Se habían terminado para siempre las excusas, se acabó eso de jugar de acuerdo con las normas de la sociedad. Los conquistadores establecían sus propias normas.
Aquello era algo a lo que Patience tendría que adaptarse, y su intención era informarla pronto al respecto.
Pero antes, tenía que aportar un poco de sosiego al corazón de Minnie.
La halló recostada contra las almohadas, con los ojos muy abiertos y expectantes. Timms estaba presente, Patience no. Le explicó todo de manera rápida y concisa y la tranquilizó. Acto seguido, dejó que Timms la arropara, ya más serena, para pasar la noche.
Sabía que ambas sonreían a su espalda, pero no quiso dar señales de ello.
Cerró la puerta del dormitorio con un chasquido decidido y giró pasillo abajo.
Con un golpe simbólico y perentorio en la puerta de Patience, la abrió y pasó a la habitación, y cerró tras él. Ella se levantó del sillón colocado junto al fuego, se acomodó el chal que tenía sobre los hombros y aguardó con calma.
Debajo del suave chal llevaba un fino camisón de seda, ceñido con una cinta bajo los senos. Y nada más.
El fuego de la chimenea ardía con fuerza.
Con una mano en el picaporte, Vane absorbió aquella escena, las lozanas curvas y los esbeltos miembros cuya silueta recortaban las llamas. Las ascuas que ardían en su interior se inflamaron; una oleada de deseo le abrasó las venas. Entonces se irguió y se acercó lentamente a Patience.
—Gerrard está con Diablo y Honoria en St. Ives House.
La frase salió de sus labios muy despacio, mientras la recorría poco a poco con la mirada, empezando por el borde del camisón, fijándose en lo fascinante que era ver cómo la seda se adhería a cada curva, a sus muslos largos y estilizados, a la redondez de sus caderas, a la suave prominencia de su vientre, cómo acunaba las cálidas formas de sus pechos. Mientras su mirada gozaba de aquel festín, los pezones se endurecieron.
Patience siguió sujetando el chal contra sí.
—¿Formaba eso parte de tu plan?
Detenido frente a ella, Vane alzó la mirada hasta su rostro.
—Sí. No había imaginado lo de la calle Bow, pero sí que contaba con algo parecido. Desde el principio, alguien intentaba señalar a Gerrard como el ladrón.
—¿Qué ha sucedido? —Patience habló sin aliento; sentía los pulmones encogidos. Pero sostuvo la mirada de Vane y procuró no temblar. No de miedo, sino de emoción por lo que la aguardaba. Los duros rasgos de su rostro, las llamas plateadas que se reflejaban en sus ojos, todo él gritaba de pasión contenida.
Vane estudió sus ojos, y después alzó una ceja.
—Para cuando llegué a Bow Diablo ya se había llevado a Gerrard de allí. Los seguí hasta St. Ives House. Según Gerrard, ni siquiera tuvo tiempo de observar cómo era la calle Bow antes de que llegara Diablo, cortesía de Sligo: debió de ir corriendo a la plaza Grosvenor.
Con los ojos fijos en los de Vane, Patience se pasó la lengua por los labios.
—Realmente, ha sido de gran ayuda en todo esto.
—Así es. Y como juró que las mercancías robadas no se encontraban ayer en la habitación de Gerrard ni tampoco en el saquito en que las hallaron, el magistrado, comprensiblemente, no se sintió con la seguridad necesaria para hacer ninguna acusación. —Sonrió apenas—. Sobre todo con Diablo apoyado sobre el mostrador de las denuncias.
Apoyó una mano en la repisa de la chimenea y se acercó más. Claramente aturdida, Patience levantó la barbilla.
—Sospecho que a tu primo le gusta intimidar a la gente.
Los labios de Vane se agitaron. Su mirada se posó en la boca de Patience.
—Digamos simplemente que no suele echarse atrás a la hora de ejercer su autoridad, sobre todo cuando se trata de apoyar a un miembro de la familia.
—Ya… veo. —Con la mirada clavada en los labios de Vane, Patience decidió no discutir acerca del hecho de que hubiera descrito a su hermano como «familia». La tensión que inundaba su gran corpachón, tan cerca de ella, resultaba fascinante… y deliciosamente inquietante.
—El magistrado decidió que estaba ocurriendo algo extraño. La denuncia no provenía de Minnie y, por supuesto, estaba el asunto de Sligo, criado de Diablo, disfrazado de sirviente contratado por Minnie. No lograba entenderlo, así que prefirió no extraer conclusiones de momento. Dejó a Gerrard al cuidado de Diablo, pendiente de posteriores acontecimientos.
—¿Y Gerrard?
—Lo he dejado felizmente acomodado con Diablo y Honoria. Honoria me ha dicho que te diga que se sienten agradecidos por esa excusa para quedarse en casa. Aunque mantienen las apariencias, han venido a la ciudad tan sólo para ponerse al día con la familia. Piensan regresar a Somersham en cualquier momento.
Patience volvió a humedecerse los labios, que, bajo la mirada de Vane, comenzaron a vibrar.
—¿Y podría eso… marcharse de la ciudad… crear problemas si Gerrard continúa estando al cuidado de Diablo?
—No. —Vane niveló su mirada con la de Patience—. De eso me encargaré yo.
Patience formó con los labios un silencioso «oh».
—Pero cuéntame tú. —Vane se apartó de la repisa y se irguió—. ¿Ha sucedido algo aquí? —Empezó a desabotonarse la chaqueta.
—No. —Patience consiguió encontrar suficiente resuello para un suspiro—. A Alice no se la ha visto desde esta mañana. —Miró a Vane—. Anoche te vio en el pasillo.
Vane frunció el ceño y se quitó la chaqueta.
—¿Y qué demonios estaba haciendo ella levantada a esas horas?
Patience se encogió de hombros y observó cómo dejaba la chaqueta sobre el sillón.
—Sea como sea, no ha bajado a cenar. Han bajado todos los demás, pero bastante apagados, como es comprensible.
—¿Incluso Henry?
—Incluso Henry. Whitticombe mantuvo un crítico silencio. El general pasó todo el tiempo gruñendo y atacando a todo el que le salía al paso. Edgar y Edith mantuvieron la cabeza baja, juntas casi todo el tiempo, cuchicheando, aunque no sé de qué. —Los dedos de Vane se cerraron sobre los botones del chaleco. Patience aspiró entrecortadamente—. Edmond sucumbió de nuevo a su musa. Angela está contenta porque ha recuperado su peineta. En cambio, Henry estuvo vagabundeando por ahí porque no encontraba a nadie con quien jugar al billar. —Cambió de sitio para dejar espacio a Vane a fin de que se desprendiese del chaleco—. Oh… ha habido una cosa interesante: la señora Chadwick nos rogó en voz baja a Minnie y a mí que buscásemos el pendiente que le falta en el escritorio de Gerrard. Pobrecilla, nos pareció lo mínimo que podíamos hacer. Fui yo con ella, buscamos por todas partes y en todos los otros cajones, pero no había ni rastro.
Se volvió hacia Vane… justo en el momento en que él se desanudaba la corbata y se la sacaba del cuello. Con la mirada fija en ella, Vane la sostuvo entre las manos.
—De modo —murmuró en tono profundo— que aquí no ha sucedido nada de interés.
Patience tenía la mirada clavada en aquel trozo de tela, incapaz de hablar… así que negó con la cabeza.
—Bien. —Aquella palabra fue el ronroneo de un felino. Con un gesto negligente, Vane dejó la corbata con la chaqueta—. Así que no ha habido nada que te haya distraído.
Patience arrastró la mirada hacia su rostro.
—¿Que me haya distraído?
—Del tema del que tenemos que hablar.
—¿Es que quieres hablar de algo? —Patience tragó aire con dificultad y procuró aquietar el mareo.
Vane captó su mirada.
—De ti. De mí. —Su semblante se endureció—. De nosotros.
Con un supremo esfuerzo, Patience enarcó las cejas.
—¿Qué hay que hablar de nosotros?
En la mandíbula de Vane vibró un músculo. Patience advirtió por el rabillo del ojo que cerraba el puño.
—Yo —declaró— he llegado al final de mis fuerzas.
Dio un paso hacia ella; ella dio un paso atrás.
—No apruebo ninguna situación que te coloque a ti como objetivo de individuos como los Colby, con independencia de que dicha situación sea producto de mis acciones o no. —Con los labios en una delgada línea, dio un paso adelante; Patience retrocedió de manera instintiva—. No puedo, y no estoy dispuesto a ello, consentir ninguna situación en la que tu reputación se vea mancillada de alguna forma, ni siquiera por mí, con la mejor de las intenciones.
Continuó acorralándola; ella continuó replegándose. Patience anhelaba dar media vuelta y escabullirse de él, pero no se atrevía a quitarle los ojos de encima.
—¿Y qué estás haciendo aquí, entonces?
Estaba atrapada, hipnotizada, y sabía que pronto Vane se abalanzaría sobre ella. Como para confirmarlo, él entrecerró los ojos y se sacó los faldones de la camisa. Sin apartar la mirada de ella, empezó a desabrocharse los botones, siempre avanzando, siempre forzándola a replegarse. En dirección a la cama.
—Estoy aquí —dijo recalcando las palabras— porque no veo la lógica de estar en otro lugar. Tú eres mía, y por lo tanto duermes conmigo. Como de momento duermes aquí, ergo, yo también. Si mi cama no es la tuya aún, la tuya tendrá que ser la mía.
—Acabas de decir que no quieres mancillar mi reputación.
La camisa de Vane se abrió del todo. Continuó avanzando. Patience no sabía adónde mirar. Adónde más quería mirar.
—Exacto. Por eso vas a tener que casarte conmigo. Pronto. Eso es de lo que tenemos que hablar. —Y sin más, bajó la vista y se desanudó los puños.
Preparada para aprovechar el momento de salir corriendo a ponerse a salvo, Patience se quedó petrificada.
—No tengo por qué casarme contigo.
Vane levantó la mirada al tiempo que se quitaba la camisa.
—En ese sentido, no. Pero para ti, casarte conmigo es algo inevitable. Lo único que tenemos que determinar, lo que vamos a determinar esta noche, es lo que va a hacer falta para que tú aceptes.
La camisa cayó al suelo… y Vane dio otro paso adelante.
Con retraso, Patience se apresuró a retroceder tres pasos… y se topó con el poste de la cama. Antes de que pudiera rodearlo, tenía a Vane delante, bloqueándole el paso, cerrando las manos sobre el poste, a su espalda.
Atrapándola en el círculo de sus brazos, cara a cara, delante de su pecho desnudo.
Patience aspiró con desesperación y clavó los ojos en los de Vane.
—Ya te lo he dicho… no pienso, simplemente, casarme contigo.
—Yo creo poder garantizar que nuestro matrimonio no tiene nada de simple.
Patience abrió la boca para contestar con una réplica ácida… pero él se la cerró con un beso tan potente que, cuando se despegó por fin, quedó asida al poste de la cama como si fuera un salvavidas.
—Tú escúchame —le dijo Vane junto a sus labios, como si estos se vieran obligados a no acercarse.
Patience se quedó quieta y aguardó, con el corazón acelerado. Vane no se irguió, ni tampoco se apartó de ella. Con la boca entreabierta y la mirada fija en los labios de él, Patience observó cómo iba formando las palabras al hablar.
—Dentro del mundillo social soy famoso por mantener la sangre fría en momentos difíciles… pero cuando estoy contigo nunca tengo la sangre fría. Me siento arder, me quema el deseo. Si estoy en la misma habitación, lo único en lo que puedo pensar es en el calor, tu calor, y en la sensación que me produce estar rodeado por tu cuerpo. —Patience percibió cómo aumentaba aquel calor, una auténtica fuerza entre los dos—. Me he ganado la fama de ser la personificación misma de la discreción, y mírame ahora: he seducido a la sobrina de mi madrina, y he sido seducido por ella. Comparto su cama abiertamente, incluso bajo el techo de mi madrina. —Sus labios esbozaron un gesto de ironía—. Menuda discreción. —Respiró hondo, y su pecho rozó los senos de Patience—. Por lo que se refiere a mi cacareado y legendario control, el que poseía antes de conocerte a ti, en el instante en que estoy dentro de ti se evapora como el agua sobre el acero caliente.
Patience no supo qué fue lo que la impulsó. Tenía tan cerca los labios de Vane… que no pudo evitar mordisquear uno de ellos.
—Ya te dije que te soltaras, no me romperé.
La tensión que irradiaba Vane en oleadas cedió un poco, apenas. Dejó escapar un suspiro y apoyó la frente en la frente de Patience.
—No es eso. —Al cabo de un momento prosiguió—: No me gusta perder el control, es como perderme yo mismo… en ti. —Patience notó que se rehacía, que la tensión se incrementaba de nuevo y lo rodeaba—. Es entregarme a ti… para que me tengas en tus manos.
Aquellas palabras, graves y profundas, la invadieron de la cabeza a los pies.
Cerró los ojos e inspiró de forma superficial.
—Y no te gusta hacer eso.
—No me gusta… pero lo ansío. No lo apruebo, y sin embargo lo anhelo. —Sus palabras acariciaron la mejilla de Patience, y después sus labios tocaron los de ella—. ¿Lo entiendes? No tengo alternativa. —Patience notó que hinchaba el pecho para inhalar profundamente—. Te quiero. —Se estremeció, con los ojos fuertemente cerrados, y sintió que el mundo giraba a su alrededor—. Perderme en ti, darte mi corazón y mi alma para que los custodies tú… forma parte de ello. —Sus labios rozaron los de ella en una caricia de inefable ternura—. Confiar en ti forma parte de ello. Decirte que te quiero forma parte de ello.
Sus labios volvieron a tocarla; Patience no esperó más, y lo besó. Se soltó del poste de la cama y rodeó con las manos el rostro de Vane para que él supiera, para que sintiera, su reacción a todo lo que había dicho.
Y él la sintió, la percibió… y reaccionó a su vez, rodeándola con sus brazos con fuerza. Patience no podía respirar, pero no le importaba; lo único que le importaba era el sentimiento que los unía a ambos, que fluía sin esfuerzo entre los dos.
Oro y plata se fundieron a su alrededor, inoculando su magia en cada contacto. Oro y plata refulgieron sobre ellos, vibrando en su respiración entrecortada. Era un impulso inmediato y una promesa de futuro; era aquí y ahora… y para siempre.
Con un juramento en voz baja, Vane se apartó y se quitó los pantalones.
Patience, al verse libre, bajó los brazos y dejó que cayera el chal antes de tirar de la cinta que cerraba su camisón. Un ligero movimiento de hombros hizo resbalar la prenda hasta el suelo.
Vane se irguió… y ella se echó en sus brazos, juntando sus miembros desnudos con los miembros desnudos de él.
Vane respiró hondo y después exhaló el aire con un gemido, al tiempo que Patience se estiraba sinuosamente contra él. La envolvió en sus brazos e inclinó la cabeza; entonces se unieron los labios de ambos, y el deseo corrió en completa libertad.
Luego Vane la tomó en brazos y la depositó sobre las sábanas. Ella lo aceptó de buen grado y lo aceptó en el interior de su cuerpo con feliz abandono.
Y esta vez no hubo reservas, no hubo reticencias, ni control, ni vestigio alguno de pensamiento racional. Florecieron el deseo y la pasión, y después estalló el desenfreno. Fueron un ser: de mente, pensamiento y obra. El placer de uno era el deleite del otro. Se dieron a sí mismos, una y otra vez, y siempre encontraban algo más que dar.
Y por encima de todo ello flotaba aquel límpido resplandor, más fuerte que el acero y más preciado que las perlas.
Cuando ascendieron a la cresta final y se aferraron el uno al otro en medio del torbellino que los arrastraba, aquel resplandor se intensificó y los llenó por completo, hasta que toda la existencia vino a ser aquel fulgor maravilloso, hasta quedar flotando a la deriva, profundamente saciados, resbalando hacia un sueño feliz, sin sobresaltos.
La felicidad, la más deseada de las bendiciones.
Lo que siguió a continuación fue enteramente culpa de Myst.
Al despertarse, como ya hiciera en otra ocasión, Vane descubrió a la gatita una vez más hecha un ovillo sobre su pecho, ronroneando con furia. Soñoliento, le acarició una oreja mientras esperaba a que se enfocaran sus sentidos. Sentía los miembros pesados por la profunda satisfacción, y un brillo embriagador que lo saturaba todavía. Miró hacia la ventana; el cielo había empezado a clarear.
Patience y él tenían que hablar.
Apartó la mano de la oreja de Myst, y esta sacó las uñas al instante. Vane siseó y la miró con cara de pocos amigos.
—Tus uñas son más letales que las de tu dueña.
—¿Mmm? —Patience, con los ojos cargados, emergió de debajo de las sábanas.
Vane echó a Myst con un gesto de la mano.
—Estaba a punto de preguntarte si te plantearías la posibilidad de echar de aquí a tu depredador residente.
Patience se lo quedó mirando, parpadeó y bajó la vista.
—Oh. Te refieres a Myst. —Se liberó con esfuerzo de las sábanas revueltas, se inclinó hacia delante y tomó a la gata con las manos—. Vete, Myst. Vamos.
Luego, con un culebreo, se colocó estirada sobre el cuerpo de Vane, deslizando sus caderas contra las de él, al tiempo que él aspiraba, desesperado.
Patience sonrió y dejó caer a Myst por el otro lado de la cama.
—¡Al suelo! —Contempló cómo la gata se alejaba, ofendida, y acto seguido, con absoluta deliberación, volvió a tenderse sobre el cuerpo de Vane.
Y se detuvo a mitad de camino.
—Mmm. —Al encontrarse con que sus labios habían quedado a la altura de una de las tetillas de Vane, sacó la lengua y la lamió. La sacudida que experimentó él la hizo sonreír—. Muy interesante.
Otro culebreo más, y su torso quedó más o menos encima de Vane, con las piernas encima de las suyas.
Vane frunció el entrecejo.
—Patience…
Vane sintió un calor revestido de suave satén que se deslizaba sobre sus caderas, sobre la rigidez de su erección. Parpadeó varias veces e intentó recordar qué iba a decir.
—¿Mmm?
El tono de Patience sugería que tenía otras cosas en mente: estaba recorriéndole el torso, cada vez más tenso, con cálidos besos dados con la boca abierta.
Vane apretó la mandíbula para recobrar el control, y sujetó a Patience con las manos.
—Patience, tenemos que…
Pero un gemido le impidió terminar la frase, un gemido que le costó reconocer que fuera suyo. Un músculo tras otro se fueron tensando y contrayendo. Lo invadió una potente ola de deseo, como reacción a las caricias ingenuas e inquisitivas de Patience, a la risita ronca que emitió. Unos suaves dedos recorrieron su miembro rígido, luego se posaron sobre él con timidez y se cerraron. Lo acariciaron, después exploraron un poco más allá; Patience iba resbalando hacia abajo, claramente fascinada por la reacción indefensa de Vane.
Rígido de la cabeza a los pies, Vane se estremeció cuando ella acarició la sensible e hinchada cabeza de su miembro.
—Por Dios santo, ¿qué…? —Su voz quedó en suspenso cuando ella insistió un poco más y cerró la mano. Vane gimió y cerró los ojos. El interior de los párpados le ardía de pasión.
Aspiró aire con desesperación y buscó entre las sábanas en un intento de capturar la mano de Patience. Pero ella rio de nuevo y lo eludió con facilidad; él volvió a dejarse caer, con la respiración demasiado acelerada. Sus miembros se habían vuelto pesados bajo la carga de la pasión, el ardor del deseo.
—¿No te gusta? —Aquella pregunta burlona, claramente retórica, emergió de algún lugar entre las sábanas. Entonces Patience se removió otra vez—. A lo mejor te gusta más esto.
Y así era, pero Vane no quería reconocerlo. Con los dientes apretados, sufrió las embestidas húmedas y calientes de su lengua, la dulce caricia de sus labios.
Patience no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo… gracias a Dios.
Porque lo que estaba haciendo ya era bastante malo. Si la pericia pasara a formar parte de la ecuación, él acabaría muerto.
Trató de recordarse a sí mismo que aquella experiencia apenas era nueva para él, pero el raciocinio no funcionó. No podía distanciarse del contacto de Patience, no podía imaginar que ella fuera alguna mujer sin rostro con la que estuviera compartiendo una cama. Ninguna lógica parecía lo bastante fuerte para aplacar o controlar el fuego que lo estaba consumiendo.
Se oyó a sí mismo lanzar una exclamación ahogada, y se pasó la lengua por los labios, súbitamente resecos.
—¿De dónde demonios has sacado la idea de…?
—He oído hablar a algunas doncellas.
Maldiciendo para sus adentros a todas las doncellas atrevidas, hizo acopio de sus últimas fuerzas. Patience ya había ido demasiado lejos. De modo que, apretando la mandíbula hasta que le dolieron los dientes, la buscó bajo las sábanas. Encontró su cabeza; enredó los dedos en su cabello, en busca de los hombros.
Bajo sus manos, Patience se movía.
Una humedad caliente se cerró sobre él…
Sus dedos se tensaron y se cerraron con fuerza. El resto de su cuerpo reaccionó de igual manera. Por un instante, creyó que iba a morir. Y entonces ella lo soltó. Dejó escapar un gemido… Y Patience volvió a tomarlo en su boca. Con los ojos cerrados, cayó de nuevo sobre las almohadas, y se rindió.
Ella lo tenía a su merced y lo sabía, porque se dedicó a disfrutar de su recién descubierta maestría. Hasta la empuñadura. Extrapolando con audacia.
Inventando con feliz abandono.
Hasta que, con un gemido desesperado, se vio arrastrado a gastar el último resquicio de fuerza que le quedaba y capturar a Patience, despegarla de su cuerpo, tomarla por la cintura y levantarla. La colocó sobre sí, la hizo descender y buscó con movimientos expertos el punto resbaladizo que tenía entre sus muslos. Luego la empujó hacia abajo y la empaló en el falo dolorido y urgente que ella había excitado durante los últimos diez minutos.
Patience sofocó una exclamación y se hundió un poco más, sujetándose con las manos en los antebrazos de Vane, al tiempo que lo absorbía entero. De inmediato se colocó de rodillas y apartó sus manos de ella, negándose a permitir que él estableciera el ritmo.
Vane aceptó, y ocupó las manos con sus senos para acercarse los erectos pezones a la boca. Ella lo montó con temerario abandono; él la llenó y la gozó hasta que, en un glorioso espasmo, ambos resbalaron por el borde del mundo y, unidos entre sí, se zambulleron en el completo vacío.
No tuvieron tiempo para hablar, para conversar, para debatir nada. Cuando, ya despierta toda la casa, Vane se fue ligeramente irritado, Patience era incapaz de articular un pensamiento consciente.
Unas cuatro horas más tarde, Patience se sentó a la mesa del desayuno.
Sonriente. Resplandeciente. Se había visto en el espejo, pero no había encontrado ninguna expresión capaz de disimular la dicha que sentía.
Al despertar se había encontrado a la criada limpiando la chimenea en silencio, y a Vane no se lo veía por ninguna parte. Lo cual, sin duda, era mucho mejor.
La última visión que había tenido de él hubiera puesto histérica a la criada.
Holgazaneando en la cama, que estaba como si la hubiera atravesado un huracán, estudió la posibilidad de ir a darle la noticia a Minnie, pero decidió no decirle nada hasta que hubiera hablado de los detalles con Vane. A juzgar por lo que había visto en los Cynster y lo que sabía de Minnie, en cuanto hicieran el anuncio las cosas sucederían, simplemente.
Así que holgazaneó un rato más, recordando la declaración de Vane, fijándose en cada una de sus palabras, de sus matices, para grabarlos en la memoria. Con recuerdos así, ya no podría asaltarla ninguna duda respecto de la veracidad y la fuerza de sus sentimientos. En efecto, había empezado a preguntarse si su deseo de oír aquella tranquilizadora declaración expresada con palabras no sería, después de todo, demasiado pedir, una expectativa poco realista en un hombre como Vane. Los hombres como los Cynster no pronunciaban aquella palabra de cuatro letras a la ligera: el «amor» no era algo que ellos entregaran sin más, y, tal como le había advertido Minnie, incluso una vez que lo entregaban, y no lo reconocían con facilidad.
Pero Vane, sí.
Vane lo había reconocido en palabras sencillas, tan cargadas de sentimiento que ella no pudo dudar, no pudo cuestionarlas. Ella deseaba aquello, lo necesitaba, de modo que él se lo había dado. Costara lo que costase.
¿Era de extrañar, entonces, que sintiera el corazón tan ligero, tan alegre?
Como contraste, el resto de la familia continuaba de un humor apagado. El sitio vacío de Gerrard extendía un sudario de silencio sobre las conversaciones. Tan sólo Minnie y Timms, sentadas al otro extremo de la mesa, parecían no estar afectadas. Patience mostró una sonrisa de felicidad, y supo en el fondo de su corazón que Minnie lo comprendía.
Pero Minnie meneó la cabeza en dirección a ella y la miró ceñuda. Entonces recordó que se suponía que ella era la angustiada hermana de un joven noble que había sido llevado ante la justicia, y se apresuró a disimular su expresión de alegría.
—¿Ha tenido alguna noticia? —El gesto que hizo Henry en dirección a la silla vacía de Gerrard terminó de aclarar su pregunta. Patience escondió la cara tras la taza de té.
—No he tenido noticia de que se haya presentado ninguna acusación.
—Seguro que la recibiremos esta tarde. —Whitticombe, con expresión fría y severa, asió la cafetera—. Apuesto a que ayer el magistrado no tuvo tiempo de ocuparse del asunto. El robo, me temo, es un delito bastante común.
Edgar se removió nervioso en su asiento. Agatha Chadwick parecía perpleja.
Pero nadie dijo nada.
Henry se aclaró la garganta y miró a Edmond.
—¿Adónde vamos a ir hoy?
Edmond soltó un bufido.
—Hoy no estoy precisamente de humor para ver más monumentos. Me parece que voy a desempolvar mi guión.
Henry asintió con aire taciturno.
Se hizo el silencio, y momentos más tarde Whitticombe echó atrás su silla y se volvió hacia Minnie:
—Con tu permiso, prima, creo que Alice y yo debemos regresar a Bellamy Hall. —Se pasó ligeramente la servilleta por sus finos labios y la dejó sobre la mesa—. Como ya sabes, somos un tanto rígidos en nuestras convicciones. Anticuados, se podría decir. Pero ni mi querida hermana ni yo podemos tolerar una estrecha relación con personas que estamos convencidos de que transgreden los códigos morales aceptables. —Hizo una pausa lo bastante larga para que calasen sus palabras y después sonrió con aire empalagosamente paternal a Minnie—. Por supuesto, apreciamos tu postura, incluso aplaudimos tu devoción, pese a estar tristemente equivocada. No obstante, Alice y yo solicitamos tu permiso para volver a Bellamy Hall y a aguardar allí tu regreso.
Y concluyó con una servil inclinación de cabeza.
Todo el mundo miró a Minnie. Sin embargo, no había nada que ver en su expresión, inusualmente cerrada. Ella estudió a Whitticombe por espacio de un minuto y después asintió solemnemente.
—Si eso es lo que deseas, ciertamente puedes regresar a Bellamy Hall. No obstante, quiero advertirte de que no tengo planes inmediatos de regresar yo.
Whitticombe alzó la mano en un gesto elegante.
—No tienes por qué preocuparte por nosotros, prima. Alice y yo podemos arreglárnoslas muy bien solos. —Miró a Alice, toda vestida de negro. Desde el instante mismo en que entró en el comedor no había mirado más que su plato—. Con tu permiso —continuó Whitticombe—, partiremos de inmediato. Parece que va a cambiar el tiempo, y no tenemos motivo alguno para entretenernos. —Miró a Minnie y luego a Masters, que se encontraba de pie detrás de la silla de ella—. Podrían enviar nuestro equipaje.
Minnie asintió. Con los labios apretados, miró al mayordomo, el cual le hizo una reverencia.
—Enseguida me encargaré, señora.
Tras ofrecer una última sonrisa untuosa a Minnie con el ánimo de congraciarse con ella, Whitticombe se levantó.
—Vamos, Alice. Tienes que hacer el equipaje.
Sin pronunciar palabra y sin mirar a nadie, Alice se puso de pie y salió del comedor por delante de Whitticombe.
En el instante en que se cerró la puerta, Patience miró a Minnie, la cual le indicó con un gesto que guardase silencio, un ligero asomo de discreción.
Patience se mordió el labio, masticó su tostada y esperó.
Unos minutos más tarde, Minnie lanzó un suspiro y echó atrás su silla.
—En fin, voy a pasar el resto de la mañana descansando. Todos estos acontecimientos inesperados… —Sacudiendo la cabeza, se levantó y miró al otro extremo de la mesa—. ¿Patience?
No hizo falta que la llamara dos veces. Patience dejó la servilleta encima del plato y corrió a ayudar a Timms a acompañar a Minnie. Fueron directas a la alcoba de Minnie, y por el camino llamaron a Sligo.
El cual llegó cuando Minnie se estaba acomodando en su sillón.
—Whitticombe está a punto de regresar a Bellamy Hall. —Minnie apuntó a Sligo con su bastón—. Ve a buscar a ese ahijado mío, ¡rápido! —Lanzó una mirada a Patience—. No me importa si tienes que sacarlo de la cama a rastras, pero dile que nuestra liebre ha saltado por fin.
—Sí, señora. Ahora mismo, señora. —Sligo se encaminó hacia la puerta—. Aunque esté en camisa de dormir.
Minnie sonrió sin ganas.
—¡Eso es! —Golpeó el suelo con su bastón—. Y lo antes posible. —Luego miró a Patience—. Si resulta que el que está detrás de todo esto es ese gusano de Whitticombe, pienso expulsarlo de la casa para siempre.
Patience tomó la mano que le tendía Minnie.
—Esperemos a ver qué opina Vane.
Se presentó un problema a ese respecto: no hubo forma de encontrar a Vane.
Sligo regresó a Aldford Street una hora más tarde, con la noticia de que Vane no se hallaba en ninguno de sus lugares favoritos. Minnie volvió a enviar a Sligo con una reprimenda y la orden terminante de no regresar sin Vane.
—¿Dónde puede estar? —comentó mirando a su sobrina. Patience, perpleja, sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Suponía que se habría ido a casa, a la calle Curzon.
Frunció el ceño. No era posible que Vane estuviera caminando por la calle con una corbata arrugada y usada. No era propio de Vane Cynster.
—¿No te dio ninguna indicación respecto de qué pista podía estar siguiendo? —le preguntó Timms.
Patience hizo una mueca.
—Yo tenía la impresión de que se le habían terminado las posibilidades.
Minnie soltó un bufido.
—Yo también. Entonces, ¿dónde está?
Nadie respondió. Y Sligo no regresaba.
No regresó hasta últimas horas de la tarde, cuando Minnie, Timms y Patience ya habían agotado su paciencia. Whitticombe y Alice habían partido al mediodía en un carruaje alquilado. Sus equipajes se amontonaban en el vestíbulo principal, aguardando al carretero. Había llegado el almuerzo y había pasado, la familia se encontraba ligeramente más relajada. Edmond y Henry jugaban al billar. El general y Edgar habían ido a dar su habitual paseo a Tattersalls. Edith hacía punto en la salita en compañía de la señora Chadwick y Angela.
En la habitación de Minnie, Patience y Timms se turnaban en asomarse a la ventana; fue Patience la que vio el carruaje de Vane detenerse delante de la puerta.
—¡Aquí está!
—Bueno, pero no puedes bajar corriendo las escaleras —la reprendió Minnie—. Contén tus arrebatos hasta que llegue aquí. Quiero saber dónde ha estado.
Minutos después, entró Vane, tan elegante como siempre. Sus ojos se dirigieron sin vacilar hacia Patience, y acto seguido se inclinó y besó a Minnie en la mejilla.
—¿Dónde has estado, por el amor de Dios? —exigió ella.
Vane levantó las cejas.
—Fuera de casa. Sligo me dijo que Whitticombe se había marchado. ¿Para qué querías verme?
Minnie se lo quedó mirando un momento, y le propinó un ligero manotazo en la pierna.
—¡Para saber qué es lo que vamos a hacer ahora, naturalmente! —Lo miró furiosa—. No intentes utilizar conmigo tus estrategias Cynster.
Vane elevó un poco más las cejas.
—No me atrevería ni a soñarlo siquiera. Pero no hay necesidad de dejarse dominar por el pánico. Whitticombe y Alice se han ido… Los seguiré para ver qué es lo que traman. Sencillo.
—Yo también voy —declaró Minnie—. Si el sobrino de Humphrey es una manzana podrida, le debo a Humphrey ver la prueba con mis propios ojos. Al fin y al cabo, soy yo la que debe decidir qué hacer.
—Por supuesto, yo la acompaño —agregó Timms.
Patience captó la mirada de Vane.
—Si piensas que yo voy a quedarme atrás, ya puedes olvidarlo. Gerrard es mi hermano. Si Whitticombe es quien lo golpeó en la cabeza… —No terminó la frase, pero su expresión lo dijo todo.
Vane suspiró.
—En realidad no es necesario que…
—¡Cynster! Tengo que mostrarle…
Con un taconeo de botas, irrumpió en la habitación el general, seguido de Edgar. Al ver a Minnie, el general se ruborizó y bajó la cabeza.
—Le ruego que me disculpe, Minnie, pero he pensado que esto les interesaría a todos. Vean.
Cruzó la habitación, se inclinó y, con dificultad, deslizó un pequeño objeto que llevaba en la mano sobre el regazo de Minnie.
—¡Santo cielo! —Minnie tomó el objeto y lo sostuvo frente a la luz—. Es el pendiente de Agatha. —Miró al general—. ¿El que faltaba?
—Ha de serlo —terció Edgar, y miró a Vane—. Lo hemos encontrado dentro del elefante que hay en el vestíbulo principal.
—¿En el elefante? —Vane miró alternativamente a Edgar y al general.
—Es un artilugio hindú. Lo reconocí al instante. Vi otros como ese en la India. —El general asintió—. No pude resistirme a abrirlo para enseñárselo a Edgar. Uno de los colmillos es el escondite; si se hace girar, se abre la parte posterior del animal. Lo empleaban los wallahs hindúes para esconder tesoros.
—Está lleno de arena —dijo Edgar—. Arena fina y blanca.
—Se usa para que haga peso —explicó el general—. La arena estabiliza el animal, y luego el tesoro se esconde dentro de la arena. Yo tomé un puñado para mostrárselo a Edgar, y él, que tiene una vista muy aguda, sí señor, vio brillar esa chuchería.
—Me temo que hemos ocasionado más bien un lío al desenterrarlo. —Edgar observó el pendiente sujeto por los dedos de Minnie—. Pero es…
—¿No, qué?
Todos levantaron la vista. En aquel momento entraba la señora Chadwick, seguida de Angela, con Edith Swithins vagamente a la zaga. Agatha Chadwick hizo un gesto a Minnie como pidiendo disculpas.
—Hemos oído el barullo y…
—No importa. —Minnie sostuvo en alto el pendiente—. Esto es suyo, me parece.
Agatha lo tomó. La sonrisa que iluminó su cara fue toda la respuesta que necesitaban.
—¿Dónde estaba? —Miró a Minnie, la cual miró a Vane.
El cual sacudió la cabeza con asombro.
—En la habitación de Alice Colby, dentro del elefante que tenía junto a la chimenea. —Miró a Patience…
—¡Pero si hay arena por todo el vestíbulo principal! —exclamó la señora Henderson como un galeón a toda vela; Henry, apoyado por Edmond y Masters, se apresuró a seguirla. La señora Henderson le hizo un gesto—. El señor Chadwick ha resbalado y ha estado a punto de romperse la cabeza. —Miró a Vane—. ¡Procede del interior de ese maldito elefante!
—Oigan. —Edmond se había concentrado en el pendiente que sostenía Agatha Chadwick en la mano—. ¿Qué es lo que sucede?
La pregunta dio lugar a una explosión de respuestas mezcladas entre sí.
Viendo su oportunidad, Vane se encaminó a la puerta.
—¡Alto ahí! —La orden de Minnie puso fin bruscamente a la cacofonía. Agitó su bastón en dirección a Vane y le dijo—: No te atrevas a dejarnos aquí.
Patience se volvió rápidamente… y lanzó una mirada fulminante a Vane.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Edmond.
Minnie se cruzó de brazos y lanzó un resoplido, y miró furiosa a Vane. Todo el mundo se volvió a mirarlo.
Él suspiró.
—La cosa es así.
Su explicación, la de que quienquiera que intentase regresar a Bellamy Hall sin el resto de la familia era muy probable que fuera el Espectro, y de que dicho Espectro era casi con toda certeza el que había golpeado a Gerrard en las ruinas, aun estando en los mismos huesos, todavía provocó la cólera en todos los presentes.
—¡Colby! ¡Bien! —Henry se enderezó y apoyó todo su peso sobre su tobillo torcido—. Primero golpea al joven Gerrard, luego lo hace pasar por ladrón, y ahora se regodea con… con… esa superioridad. —Se estiró la chaqueta—. Pueden contar conmigo, desde luego que estoy deseando ver cómo Whitticombe se lleva su merecido.
—¡Una idea genial! —exclamó Edmond sonriendo—. Yo también voy.
—Y yo —dijo el general, furibundo—. Colby debía saber que la ladrona era su hermana, o a lo mejor era él y utilizó la habitación de su hermana como escondite. Sea como sea, el muy granuja me convenció para que fuera a buscar a los funcionarios que efectuaron el registro. No se me habría ocurrido tal cosa de no ser por él. ¡Hay que lincharlo!
Vane respiró hondo.
—En realidad no es necesario que…
—Yo también voy —intervino Agatha Chadwick levantando la cabeza bien alta—. Sea quien sea el ladrón, sea quien sea el que ha culpado a Gerrard de manera tan lamentable, ¡quiero ver que se hace justicia!
—¡Desde luego! —Edith Swithins asintió con determinación—. Incluso registraron mi bolsa de costura, todo por culpa de ese ladrón. Desde luego que quiero oír la explicación que dé.
Llegados a aquel punto Vane renunció a seguir discutiendo. Cuando cruzó la habitación para ir al lado de Minnie, la familia entera, a excepción de Masters y de la señora Henderson, había decidido regresar a Bellamy Hall siguiendo los pasos de Whitticombe y de Alice.
Vane se inclinó hacia Minnie y le dijo con la mandíbula tensa:
—Me llevo a Patience, y recogeré a Gerrard por el camino. En lo que a mí respecta, el resto de vosotros haríais bien en quedaros en Londres. Si queréis echar a correr por el campo con el mal tiempo que se avecina, tendréis que arreglároslas solos. ¡Sin embargo! —dejó que se notara su exasperación—, hagáis lo que hagáis, por el amor de Dios, recordad que tenéis que entrar por el sendero de atrás, no por el camino principal, y que no debéis acercaros a la casa más allá del segundo granero.
Miró furioso a Minnie, la cual lo miró furiosa a su vez, con expresión beligerante, y le contestó levantando la barbilla:
—Allí te esperaremos.
Vane se tragó un juramento, agarró a Patience de la mano y se encaminó hacia la puerta. Una vez en el corredor, se fijó en el vestido que llevaba.
—Vas a necesitar el abrigo. Hay nieve por el camino.
Patience afirmó con la cabeza.
—Me reuniré contigo afuera.
Minutos más tarde bajaba corriendo las escaleras, abrigada para hacer frente al intenso frío. Vane la ayudó a subir al carruaje y después se acomodó a su lado.
Y puso en marcha sus caballos en dirección a la plaza Grosvenor.
—En fin, ya ha terminado la sequía. —Diablo levantó la vista al tiempo que Vane entraba por la puerta de su biblioteca y sonrió—. ¿Quién es?
—Colby. —Vane saludó a Gerrard, apoyado en el brazo de un sillón junto a Diablo, que estaba repantigado en la alfombra, frente a la chimenea.
Patience, que entró detrás de Vane, reparó en esto último con sorpresa, hasta que, al acercarse un poco más, vio la pequeña forma que gateaba sobre la blanda alfombra, agitando manos y pies con frenesí, protegido de cualquier posible chispa procedente del fuego por el ancho cuerpo de Diablo.
Diablo siguió la dirección de su mirada y sonrió.
—Permitidme que os presente a Sebastian, marqués de Earith. —Miró hacia abajo—. Mi heredero.
Las últimas palabras iban teñidas de un cariño tan profundo e inquebrantable, que Patience no pudo evitar sonreír conmovida. Diablo rascó la barriguita del pequeño; Sebastian gorgojeó y agitó torpemente las manitas contra el dedo de su padre. Patience parpadeó rápidamente y miró a Vane; este sonreía suavemente, pues estaba claro que no veía nada raro en que su poderoso y dominante primo jugase a hacer de niñera.
Luego miró a Gerrard. Su hermano rio cuando el pequeño Sebastian se aferró al dedo de Diablo y forcejeó con él.
—¿Vane? —Todos se volvieron cuando entró Honoria en la habitación—. Ah… Patience. —Como si ya fueran parientes, Honoria la envolvió en un sentido abrazo y entrechocaron las mejillas—. ¿Qué ha sucedido?
Vane los puso al corriente. Honoria se sentó en el diván al lado de Diablo.
Patience se fijó en que, tras una rápida mirada de comprobación, Honoria dejaba al niño al cuidado de Diablo. Hasta que, al reconocer su voz cuando hizo la pregunta a Vane, el pequeño perdió interés por el dedo de su padre y, con un gritito, agitó los brazos pidiendo a su madre. Diablo se lo pasó y después miró a Vane.
—¿Puede resultar peligroso Colby?
Vane negó con la cabeza.
—No en nuestros términos.
Patience no necesitó preguntar qué términos eran esos. Diablo se puso de pie, y la habitación encogió. Resultaba del todo claro que si Vane hubiera dicho que había peligro, Diablo los habría acompañado. Pero en cambio, sonrió a su primo.
—Nosotros volvemos mañana a casa. Partiremos cuando hayas terminado de dejar todo en orden para Minnie.
—Así es. —Honoria secundó el edicto de su esposo—. Tendremos que hablar de los preparativos.
Patience la miró fijamente. Honoria sonrió con franco afecto. Tanto Diablo como Vane dirigieron a Honoria, y luego a Patience, miradas masculinas idénticas, indescifrables, antes de intercambiar una mirada sufrida entre ambos.
—Os acompaño a la salida —dijo Diablo indicando con un gesto el vestíbulo.
Honoria también fue, con Sebastian al hombro. Mientras charlaban allí de pie, aguardando a que Gerrard recogiera su abrigo, el pequeño, aburrido, empezó a jugar con el pendiente de Honoria. Al advertir la incomodidad de su esposa, y sin hacer ninguna pausa en su conversación con Vane, Diablo extendió las manos, tomó a su heredero de los brazos de Honoria y lo acomodó contra su pecho de tal modo que el alfiler que sujetaba su pañuelo de cuello quedó a la altura de los ojos del pequeño.
Sebastian gorjeó, agarró alegremente el alfiler con sus dedos regordetes… y procedió a destrozar lo que antes era un Trone d’Amour perfectamente anudado. Patience parpadeó, pero ni Diablo ni Vane ni Honoria parecieron encontrar nada digno de mención en aquella escena.
Una hora más tarde, cuando Londres ya quedaba muy atrás y Vane espoleaba a sus caballos, Patience aún continuaba reflexionando acerca de Diablo, su esposa y su hijo. Y sobre el cálido ambiente que reinaba, con un brillo acogedor, en todos los lugares de su elegante casa. La familia, el sentimiento de la familia, el cariño de la familia que los Cynster parecían considerar normal, era algo que ella no había conocido nunca.
Tener una familia así era su sueño más querido, más profundo, más insensato.
Observó a Vane, sentado a su lado y con los ojos fijos en el camino. Su rostro reflejaba concentración en guiar los caballos a través de la noche que iba cayendo. Sonrió suavemente, su sueño se haría realidad; ya había tomado una decisión, y sabía que no se equivocaba. Ver a Vane con el hijo de ambos, tendido junto al fuego igual que Diablo, atendiéndolo sin detenerse siquiera a pensarlo…, aquel era su nuevo objetivo.
Y también era el objetivo de Vane, lo sabía sin necesidad de preguntárselo. Él era un Cynster, y aquel era su código. La familia. Lo más importante de sus vidas.
Vane la miró.
—¿Tienes suficiente calor?
Pertrechada entre él y Gerrard, con dos mantas de viaje firmemente ceñidas a su alrededor por insistencia de él, no corría peligro alguno de pillar un resfriado.
—Estoy bien. —Sonrió y se arrebujó un poco más contra él—. Tú conduce.
Vane masculló algo, y obedeció.
A su alrededor caía el misterioso crepúsculo. Sobre ellos pendían unas nubes bajas y espesas, arremolinadas, de color gris claro. El aire era áspero, el viento iba cargado de hielo.
Los poderosos caballos de Vane tiraban sin cesar del carruaje, haciendo girar con suavidad las ruedas del mismo sobre el pavimento. Avanzaban a toda prisa a través de la noche, internándose en la oscuridad.
En dirección a Bellamy Hall, para el último acto del largo drama, la última caída del telón para el Espectro y el misterioso ladrón. Para poder por fin subir el telón, despedir a los actores… y continuar viviendo sus vidas.
Creando su sueño.