Capítulo 20

¿SE lo imaginaría ella? Sentada a la mesa del desayuno a la mañana siguiente, Patience extendía mantequilla con detenimiento sobre una tostada. A su alrededor la familia charlaba y hacía ruido. Desde que el desayuno se servía más tarde, de conformidad con los horarios urbanos, asistían todos los inquilinos, incluso Minnie y Timms. Incluso Edith. Incluso Alice.

Patience miró en derredor… e hizo caso omiso de las conversaciones que recorrían la mesa arriba y abajo. Estaba demasiado distraída por sus cavilaciones internas para perder el tiempo con asuntos menos urgentes.

Tomó el cuchillo, y mantequilla. Empezó a extenderla. Pero ya lo había hecho antes. Se fijó en la tostada y entonces, con movimientos muy precisos, dejó el cuchillo, tomó su taza de té y bebió.

Una lánguida lasitud invadía sus miembros. Su mente estaba repleta de pensamientos dulcemente lujuriosos. Era víctima del agotamiento que provoca el placer. Le resultaba difícil concentrarse, pero su mente regresaba una y otra vez a la inesperada revelación de la noche anterior. Le requirió un esfuerzo supremo centrar la atención en lo que subyacía mientras hacía el amor, más que en el hecho mismo de hacer el amor, pero estaba segura de que no se lo estaba inventando, de que aquella intensidad subyacente que había percibido era algo real: la intensidad de la necesidad de Vane, la intensidad que él había puesto en el acto de amarla.

Amarla.

Vane había empleado aquella palabra en sentido físico. Ella, por su parte, pensaba primero en el sentimiento, y el acto era la manifestación física. Hasta la anoche anterior, había supuesto que el significado que le daba Vane era estrictamente físico, pero a partir de entonces ya no estaba tan segura.

La noche anterior, lo físico había alcanzado nuevas cumbres, intensificado por alguna fuerza demasiado poderosa para quedar confinada en la carne. Ella la había sentido, la había paladeado, había gozado de ella…, había llegado a reconocerla en sí misma. Pero la noche anterior la había reconocido en Vane.

Respiró hondo, despacio, y miró fijamente el juego de vinajeras.

Estaba segura de lo que había sentido, pero —y aquí radicaba el problema— Vane era un amante consumado; ¿podría él conjurar también aquello, sin ser real? ¿Lo que había percibido ella era sólo una fachada creada por la indudable pericia de Vane?

Depositó la taza sobre la mesa y se irguió. Resultaba tentador imaginar que tal vez hubiera interpretado mal la situación y el «amor» de él fuera más profundo de lo que ella había supuesto. Pero descartó dicha conclusión: era demasiado fácil, demasiado halagüeña. Una parte de su mente intentaba convencer a la otra, hacerla creer que a lo mejor Vane la amaba del mismo modo que ella lo amaba a él.

En cuanto a distracciones, aquella se llevó la palma.

Apretó los labios, recuperó la tostada bien untada de mantequilla y la mordió.

Después de presentarse en la puerta de su habitación sin previo aviso, Vane se había marchado de la misma manera, antes de que ella hubiera tenido tiempo para despertarse, y mucho menos para pensar. Pero si lo que pensaba era la mitad de cierto, quería saberlo. De inmediato.

Miró el reloj; pasarían horas hasta que llegara él.

—Digo que si puede pasarme la mantequilla.

Dejando a un lado su impaciencia, Patience le entregó a Edmond el platillo de la mantequilla. A su lado estaba sentada Angela, con una sonrisa radiante. Al examinar ociosamente las caras de los que se sentaban delante de ella, Patience se topó con la mirada de ojos negros de Alice Colby. Una mirada de ojos negros e intensamente fríos.

Alice no apartaba la mirada de ella. Patience se preguntó si tendría torcido el moño. Estaba a punto de volverse hacia Gerrard para preguntarle… En aquel momento las facciones de Alice se contorsionaron.

—¡Es escandaloso! —pronunció en un tono de voz ronco, cargado de furia virtuosa, que cortó todas las conversaciones. Todas las cabezas se volvieron; todas las miradas, estupefactas, se fijaron en Alice. Ella golpeó la mesa con su cuchillo—. ¡No sé cómo se atreve, señorita! Sentarse aquí como una dama, a desayunar con personas decentes. —Con el rostro congestionado, echó su silla hacia atrás—. Yo, por mi parte, no pienso soportarlo ni un momento más.

—¿Alice? —le dijo Minnie desde el fondo de la mesa, mirándola fijamente—. ¿Qué es esta tontería?

—¿Tontería? ¡Ja! —Alice señaló a Patience con la cabeza—. Su sobrina es una mujerzuela, ¿llama tontería a eso?

Un inesperado silencio se apoderó de la mesa.

—¿Una mujerzuela? —Whitticombe se inclinó hacia delante para seguir la mirada de Alice.

Los demás hicieron lo mismo. Patience sostuvo la mirada de Alice con aplomo; tenía el semblante petrificado, por suerte en una expresión relajada.

Estaba apoyada sobre los codos y sostenía la taza de té con calma entre las manos. Su apariencia externa exudaba tranquilidad; por dentro su mente era un torbellino. ¿Cómo reaccionar? Fríamente, alzó una ceja en un leve gesto de incredulidad.

—¡Realmente, Alice! —Minnie frunció el ceño, reprobatoria—. ¡Hay que ver las cosas que imaginas!

—¿Que yo imagino? —Alice se incorporó de un brinco—. ¡No he imaginado la presencia de un corpulento caballero en el pasillo en mitad de la noche!

Gerrard se removió en su asiento.

—Ese era Vane. —Miró a Edmond y a Henry, y después a Minnie—. Subió al piso de arriba con nosotros, al entrar en la casa.

—Sí, así es. —Intensamente pálido, Edmond se aclaró la garganta—. Él… esto… —Miró a Minnie.

La cual asintió y miró a Alice.

—Ya ves que existe una explicación perfectamente lógica.

Alice los miró ceñuda.

—Eso no explica por qué recorrió el pasillo que lleva al dormitorio de su sobrina.

Timms suspiró con aire teatral.

—Alice, Vane no tiene por qué explicar a todo el mundo lo que hace. Tras la desaparición de las perlas, naturalmente, Vane vigila la casa. Anoche, al regresar tarde, simplemente realizó una última ronda de vigilancia.

—Naturalmente —confirmó Minnie, asintiendo al tiempo que Timms—. Es precisamente lo que sin duda estaba haciendo. —Lanzó una mirada desafiante a Alice—. Es muy considerado en esas cosas. Y en lo que se refiere a estas calumnias que estás lanzando contra Patience y Vane, deberías tener cuidado a la hora de hacer acusaciones difamatorias carentes de fundamento.

Las mejillas de Alice palidecieron.

—Sé perfectamente lo que vi…

—¡Alice! Ya basta. —Whitticombe se puso en pie, y su mirada se clavó en la de su hermana—. No debes molestar a la gente con tus fantasías.

Hubo un énfasis en sus palabras que Patience no entendió. Alice lo miró boquiabierta. Luego recuperó el color. Con las manos cerradas en dos puños, miró furiosa a su hermano.

—¡No estoy…!

—¡Ya basta! —Whitticombe abandonó su asiento y rodeó rápidamente la mesa—. Estoy seguro de que todos nos disculparán. Está claro que estás sobreexcitada.

Agarró de la mano a una Alice poseída por la rabia, la levantó de la silla y rodeó con un brazo sus escuálidos hombros para sujetarla. Acto seguido, con una sonrisa forzada para el resto de los presentes, la sacó, pese a su resistencia, de la habitación.

Ligeramente aturdida, Patience los observó marcharse. Y se preguntó cómo había podido aguantar una posible calamidad sin pronunciar una sola palabra.

La respuesta era evidente, pero no la comprendía.

Un tanto apagados, el resto de los miembros de la familia fueron dispersándose. Todos se preocuparon de sonreírle a Patience, para demostrarle que no se habían creído las calumnias de Alice.

Luego, refugiada en su habitación, Patience se puso a pasear arriba y abajo.

Percibió los golpecitos del bastón de Minnie en el pasillo. Un instante después, oyó que se abría la puerta del dormitorio de esta, y que se cerraba a continuación.

Momentos más tarde Patience llamó a su puerta y entró. Minnie estaba acomodándose en un sillón junto a las ventanas. Sonrió a su sobrina y dijo:

—¡Bueno! Ha sido un poquito de emoción inesperada.

Patience luchó para no entornar los ojos. En realidad, luchó para conservar un mínimo grado de calma frente a los ojos chispeantes de Minnie. Y a la sonrisa satisfecha de Timms.

Lo sabían. Y aquello era todavía más escandaloso, en su opinión, que el hecho de que Vane hubiera pasado la noche —varias noches— en su cama.

Apretó los labios, fue hasta las ventanas, y empezó a pasear delante de Minnie.

—Necesito explicarte…

—No. —Minnie alzó una mano con gesto autoritario—. En realidad, lo que necesitas es mantener la boca cerrada y concentrarte en no decir nada que yo no quiera oír.

Patience la miró fijamente. Minnie sonrió.

—No lo entiendes…

—Al contrario, lo entiendo muy bien. —Minnie esbozó una sonrisa traviesa—. Mejor que tú, te lo garantizo.

—Es algo obvio —terció Timms—. Pero estas cosas tardan un tiempo en resolverse.

Ambas creían que Vane y ella iban a casarse. Patience abrió la boca para sacarlas de su error. Minnie clavó la mirada en ella; al advertir la tozudez que transmitían los ojos azules de Minnie, Patience se apresuró a cerrar la boca, y musitó entre dientes:

—No es tan sencillo.

—¿Sencillo? ¡Bah! —Minnie agitó sus chales—. Deberías sentirte aliviada. Lo sencillo y lo fácil nunca merecen la pena.

Reanudando sus paseos, Patience recordó otras palabras similares… al cabo de un momento las situó en labios de Lucifer… dirigidas a Vane. Con los brazos cruzados y caminando despacio, forcejeó con sus ideas, con sus sentimientos.

Suponía que debería experimentar algún grado de culpabilidad, de vergüenza, pero no sentía nada. Tenía veintiséis años; había tomado la decisión racional de tomar lo que la vida le ofreciera, y se había embarcado en una aventura con un caballero elegante con los ojos bien abiertos. Y había encontrado felicidad…, quizá no para siempre, pero felicidad de todos modos. Brillantes momentos de dicha, infundidos de una profunda alegría.

No sentía culpabilidad, ni tampoco el menor remordimiento. Ni siquiera por Minnie estaba dispuesta a negar la plenitud que había encontrado en los brazos de Vane.

Pero insistía sinceramente en dejar las cosas claras, no podía dejar que Minnie imaginase campanas de boda al viento. Así que respiró hondo y se detuvo frente al sillón de su tía.

—No he aceptado la proposición de Vane.

—Muy sensata. —Timms se inclinó sobre su labor de punto—. Lo último que te conviene es que un Cynster te considere presa fácil.

—Lo que intento decir…

—Es que hace pero que muy bien en no aceptar sin estar convencida, sin contar con unas cuantas garantías significativas. —Minnie levantó la vista y la miró—. Querida, estás actuando exactamente de la manera en que hay que actuar. Los Cynster nunca ceden terreno fácilmente. Su versión del asunto es que, una vez conseguidas, las cosas, incluso las esposas, se convierten en objetos de su propiedad. El hecho de que en el caso de una esposa tal vez debieran negociar un poco no les entra en la cabeza fácilmente. Y aun cuando les entre, intentan ignorarlo mientras tú se lo permitas. Estoy muy orgullosa de ti, al ver que te mantienes tan firme. Hasta que hayas obtenido suficientes promesas, suficientes concesiones, está claro que no debes aceptar.

Patience se quedó allí de pie, inmóvil como una estatua, durante un minuto entero, con la mirada fija en el rostro de Minnie. Luego parpadeó y dijo:

—Sí que lo entiendes.

Minnie enarcó las cejas.

—Por supuesto.

Timms resopló.

—Tú cerciórate de que lo entienda Vane.

Minnie sonrió. Tendió el brazo y apretó la mano de Patience.

—De ti depende juzgar lo que al final incline la balanza. No obstante, yo tengo unas cuantas palabras que decirte, si aceptas el consejo de una vieja que os conoce a ti y a Vane mejor de lo que parecéis comprender ninguno de los dos.

Patience se ruborizó. Aguardó, con aire de penitente. La sonrisa de Minnie se tornó irónica.

—Hay tres cosas que, debes recordar: Una, que Vane no es tu padre. Dos, que tú no eres tu madre. Y tres, no te imagines, ni por un momento, que no vas a casarte con Vane Cynster.

Patience miró largo rato los sabios ojos de Minnie, y después se volvió y se dejo caer sobre el asiento de la ventana.

Minnie, por supuesto, estaba en lo cierto. Había dado proverbialmente en el clavo en aquellos tres puntos.

Desde el principio había visto el carácter de su padre en Vane; pero ahora; al compararlos el uno con el otro, aquella era una imagen patentemente falsa, un engaño superficial. Vane era un «caballero elegante» sólo en apariencia, no por su carácter. No en ninguno de los rasgos que eran importantes para ella.

Y en cuanto a lo de que ella no era su madre, era absolutamente cierto. Su madre tenía una forma de ser muy distinta: si su madre hubiera visto a su padre entrar en un invernadero con una bella joven, habría esbozado su sonrisa más frágil y habría fingido no darse cuenta. Pero aquella sumisión no era para ella.

Patience sabía lo que habría ocurrido si la joven con la que se había retirado Vane no fuera tan inocente… y un familiar suyo. No habría sido una escena agradable. Mientras que su madre habría aceptado aquella infidelidad como algo que le correspondía soportar, ella no haría semejante cosa.

Si se casara con Vane… Aquel pensamiento la llevó a formarse una fantasía… de interrogantes, desventajas y posibilidades. De cómo se relacionarían entre sí para adaptarse el uno al otro si corriese aquel riesgo, si agarrase el destino por el cuello y aceptase a Vane. Transcurrieron cinco minutos enteros hasta que su cerebro llegó por fin a comprender lo que implicaba la tercera afirmación de Minnie.

Minnie conocía a Vane desde pequeño. También entendía su propio dilema, el de que debía insistir en el amor como talismán para el futuro, en que no debía aceptar a Vane sin que este le declarase su amor. Y Minnie estaba segura, convencida más allá de toda duda, de que ella y Vane terminarían casándose.

Patience parpadeó. Miró bruscamente a Minnie y descubrió que estaba aguardando, observándola con una profunda sonrisa en los ojos.

—Oh. —Con una leve sonrisa y el corazón acelerado, a Patience no se le ocurrió nada más que decir.

Minnie asintió.

—Exactamente.

El incidente del desayuno trajo larga cola. Cuando la familia se sentó a almorzar, la conversación fue más bien apagada. Patience se percató de ello, pero la alegría que la embargaba hizo que prestara escasa atención. Estaba esperando, con toda la paciencia posible, a ver a Vane. Para mirarlo profundamente a los ojos, para buscar aquello de lo que tan segura estaba Minnie que debía haber en ellos, oculto detrás de su máscara de caballero elegante.

Vane no se había presentado para dar el habitual paseo de media mañana.

Mientras se arreglaba las faldas, Patience reflexionó con ironía que incluso unos días antes hubiera interpretado aquella ausencia como una prueba de que el deseo iba decayendo. Ahora, animada por una seguridad que sentía en su interior, estaba convencida de que sólo algún asunto urgente en relación con las perlas de Minnie lo estaba apartando de su lado. El resplandor interior que acompañaba a dicha seguridad resultaba de lo más placentero.

Alice no se sentó con los demás a la mesa. Como si quisiera pedir disculpas por el estallido de aquella mañana, el mismo Whitticombe se mostró más agradable de lo normal. Edith Swithins, sentada a su lado, era la principal beneficiaria de su atenta erudición. Al final de una de sus explicaciones particularmente tediosas, le obsequió una ancha sonrisa.

—Qué fascinante. —Su mirada se posó en Edgar, que estaba sentado enfrente—. Pero el querido Edgar también ha estudiado ese período. Y, que yo recuerde, sus conclusiones fueron diferentes. —El tono que empleó convirtió la afirmación en pregunta. Todos los presentes a la mesa contuvieron la respiración.

Salvo Edgar, que expuso su propia perspectiva de las cosas.

Para asombro de todos, incluso de Edith y Edgar, sospechó Patience, Whitticombe lo escuchó. Su actitud era más bien de que le estuvieran rechinando los dientes, pero escuchó a Edgar hasta el final y después asintió brevemente y dijo:

—Muy posible.

Patience captó la mirada de Gerrard e hizo un esfuerzo para contener una risita.

Edmond, todavía pálido y con gesto desmayado, persiguió un guisante por su plato.

—En realidad, estaba preguntándome cuándo podríamos regresar a Bellamy Hall.

Patience se puso en tensión. Gerrard, sentado junto a ella, se irguió. Ambos miraron a Minnie.

Y lo mismo hizo Edmond.

—Debería proseguir con mi drama, y aquí, en la ciudad, tengo muy poca inspiración y abundantes distracciones.

Minnie sonrió.

—Tendrás que soportar las manías de una anciana, querido. No tengo planes inmediatos de volver a Bellamy Hall. Además, allí sólo queda un mínimo de personal de servicio: dimos vacaciones a las doncellas, y la cocinera se ha ido a visitar a su madre.

—Oh. —Edmond parpadeó—. Así que no hay cocinera. Ah. —Y se sumió en el silencio.

Patience hizo una mueca a su hermano a hurtadillas. Este sacudió la cabeza y luego se volvió para hablar con Henry.

Patience miró, por enésima vez, el reloj.

En aquel momento se abrió la puerta, y entró el mayordomo con expresión seria. Se aproximó a la silla de Minnie, se inclinó y le dijo algo en voz baja.

Minnie se puso blanca como la cal, y su semblante envejeció al momento.

Desde el otro extremo de la mesa, Patience la miró con preocupación y con gesto interrogante. Minnie la vio, y, recostándose en su asiento, le indicó a Masters con un gesto que hablase.

El mayordomo se aclaró la garganta para recabar la atención de todos.

—Acaban de llegar unos… caballeros de la calle Bow. Parece ser que se ha presentado una denuncia. Traen una orden para registrar la casa.

Siguió un instante de perplejo silencio, y entonces estalló una cacofonía. De todos lados surgieron exclamaciones de estupor y sorpresa. Henry y Edmond competían por el dominio.

Patience miraba indecisa a Minnie desde el otro extremo de la mesa. Timms acariciaba la mano de Minnie. La cacofonía continuó. Entonces Patience apretó los labios, agarró un cucharón de sopa y lo blandió contra la tapa de un plato.

Los golpes se hicieron oír a través del estruendo… y silenciaron a los responsables del mismo. Patience recorrió a los presentes con una mirada furibunda.

—¿Quién ha sido? ¿Quién ha acudido a la calle Bow?

—He sido yo. —Echando hacia atrás su silla, el general se puso de pie—. Había que hacerlo, compréndalo.

—¿Por qué? —inquirió Timms—. Si Minnie hubiera querido que entraran en su casa esos temibles funcionarios, lo habría solicitado.

El general se sonrojó intensamente debido a la cólera.

—Al parecer, ese era el problema. Las mujeres… las señoras. Son ustedes demasiado blandas. —Volvió la mirada en dirección a Gerrard—. Había que hacerlo, ya no tiene sentido seguir escondiéndolo, ahora que han desaparecido también las perlas. —Rígido como un militar, el general se irguió en toda su estatura—. Yo mismo me he encargado de notificárselo a las autoridades. He actuado basándome en la información recibida. Está claro como el agua que el culpable es el joven Debbington. Registren su habitación, y todo saldrá a la luz.

A Patience la invadió un sentimiento de premonición, pero lo descartó por demasiado irracional. Abrió la boca para defender a Gerrard… y él le propinó una patada en el tobillo. Con fuerza. Patience se volvió, sorprendida… y se topó con una mirada muy directa.

—No importa —susurró su hermano—. Allí no hay nada, déjalos que jueguen su baza. Vane ya me advirtió de que podía suceder algo así, y me dijo que lo mejor era encogerse de hombros, sonreír cínicamente y ver qué pasaba.

Para mayor asombro de Patience, su hermano procedió a hacer precisamente aquello: se las arregló para componer una expresión de patente aburrimiento.

—No faltaría más, registren lo que quieran. —Y volvió a sonreír cínicamente.

Patience se retiró de la mesa y corrió al lado de Minnie. Esta le apretó la mano y después ordenó a Masters:

—Que pasen esos caballeros.

Eran tres, sutilmente desagradables. Patience, de pie junto a Minnie y agarrada con fuerza de su mano, observó cómo los funcionarios entraban en la habitación recorriéndola con miradas penetrantes y se colocaban en fila. Sligo entró detrás de ellos.

El más alto de los tres, el situado en el centro, se inclinó respetuosamente ante Minnie.

—Señora. Tal como supongo que le habrá dicho su mayordomo, venimos a efectuar un registro del inmueble. Al parecer, hay unas valiosas perlas que han desaparecido y un culpable que anda por ahí suelto.

—Así es. —Minnie los estudió un momento y asintió—. Muy bien. Tienen mi permiso para registrar la casa.

—Comenzaremos por los dormitorios, si no tiene inconveniente, señora.

—Como quieran. Masters los acompañará. —Minnie se despidió con un gesto de cabeza. Sligo sostuvo la puerta abierta y Masters hizo salir a los tres.

—Creo —dijo Minnie— que deberíamos permanecer todos aquí hasta que finalice el registro.

Gerrard se repantigó, relajado, en su silla. Los demás se removieron con un gesto de incomodidad.

Patience se volvió hacia Sligo.

—Ya sé, ya sé. —El hombre alzó una mano para tranquilizarla al tiempo que salía por la puerta—. Lo encontraré y lo traeré aquí. —Y se fue. La puerta se cerró suavemente tras él.

Patience suspiró y volvió a mirar a Minnie.

Ya había transcurrido media hora, y Patience estaba segura de tener la esfera del reloj de la repisa de la chimenea impresa de forma indeleble en su cerebro.

Entonces se abrió de nuevo la puerta.

Todo el mundo se puso en tensión y contuvo el aliento.

Entró Vane.

Patience conoció un instante de alivio. Los ojos de él tocaron los suyos y después se fijaron en Minnie. Fue directo hacia ella y ocupó una silla vacía.

—Cuéntame.

Minnie se lo contó, en voz baja para que no la oyeran los demás, ahora reunidos en grupos y repartidos por la habitación. Aparte de Minnie y de Timms, y de Patience, sólo quedaba sentado a la mesa Gerrard, a solas en el otro extremo. Conforme Minnie le fue dando cuenta de lo ocurrido, el semblante de Vane se endureció cada vez más. Intercambió una mirada elocuente con Gerrard.

Después levantó la vista, miró a Patience a los ojos y volvió a concentrarse en Minnie.

—Está bien… es buena señal, de hecho. —Él también habló en voz queda; sus palabras no fueron más allá de Patience—. Sabemos que en la habitación de Gerrard no hay nada. Sligo la registró precisamente ayer, y es muy concienzudo. Pero esto significa que, después de tanto esperar, algo empieza a moverse.

Minnie lo observó con mirada trémula.

Vane sonrió un tanto serio.

—Confía en mí.

Minnie respiró hondo y sonrió débilmente. Vane le apretó la mano y se incorporó.

Se volvió a Patience, y algo se agitó en su rostro, en sus ojos.

Patience se quedó sin respiración.

—Siento no haber venido esta mañana, pero es que surgió un asunto.

Tomó la mano de Patience, se la acercó a los labios y la apretó con fuerza. Patience sintió una ola de calor que la inundaba y la rodeaba.

—¿Algo de utilidad? —preguntó.

Vane contestó con una mueca:

—Otro callejón sin salida. Gabriel se ha enterado de nuestro problema, posee sorprendentes contactos. Aunque no ha sabido nada acerca de dónde se encuentran las perlas, sí nos hemos enterado de dónde no han estado. A saber: empeñadas. —Patience abrió los ojos como platos. Vane asintió—. Era otra posibilidad, pero también hemos agotado esa vía. Yo estaría dispuesto a jurar que las perlas no han salido en ningún momento de la familia de Minnie.

Patience asintió. Abrió la boca y…

En aquel momento se abrió la puerta y regresaron los funcionarios.

Con una sola mirada a la expresión de triunfo que traían, Patience sintió de nuevo la premonición de antes, con creces. Se le paró el corazón, se le congeló, y el alma se le cayó a los pies. Vane la apretó la mano más fuerte; ella cerró los dedos y se aferró a él.

El funcionario de más edad traía en las manos un pequeño saquito. Avanzó hacia Minnie con solemnidad y derramó el contenido sobre la mesa que tenía delante.

—¿Puede identificar estos objetos, señora?

Entre los objetos se encontraban las perlas de Minnie. Y también todo lo demás que había desaparecido.

—¡Mi peineta! —Angela, encantada, se abalanzó a recuperar aquella baratija chillona.

—Cielo santo, ese es mi acerico —dijo Edith Swithins al tiempo que lo recogía.

Todos los artículos fueron extendidos sobre la mesa: la pulsera de Timms, el collar de perlas con los pendientes a juego, el jarroncito de Patience. Estaba todo allí, excepto…

—Hay solamente uno. —Agatha Chadwick examinó el pendiente de granate que había recuperado del montón.

Todos volvieron a mirar. El funcionario volcó el saquito y examinó el interior del mismo. Negó con la cabeza.

—Aquí dentro no queda nada. Y tampoco había más objetos dentro del cajón.

—¿Qué cajón? —preguntó Patience.

El funcionario miró atrás, a sus compañeros, que habían tomado posiciones uno a cada lado de la silla de Gerrard.

—El del escritorio que hay en el que nos han dicho que es el dormitorio del señor Gerrard Debbington. El dormitorio que posee para él solo, sin compartirlo con nadie más.

El funcionario hizo que aquello último sonase como un delito. Patience, con el corazón encogido y hundido en el pecho, miró a su hermano. Y vio que este estaba haciendo un supremo esfuerzo para no echarse a reír.

Patience se puso tensa; Vane le apretó los dedos.

—Va a tener que acompañarnos, joven. —El funcionario se acercó a Gerrard—. Hay unas cuantas preguntas serias que querrá formularle el magistrado. Si nos acompaña de buen grado, ninguno de nosotros sufrirá molestias.

—Oh, por supuesto. No les causaré molestias.

Patience percibió la risa contenida en el tono de voz de Gerrard al levantarse de la silla obedientemente. ¿Cómo podía tomarse aquello tan a la ligera? Le entraron ganas de sacudirlo.

Pero fue Vane el que la sacudió a ella, a su mano, en cualquier caso. Patience lo miró; él frunció el ceño y meneó la cabeza inapreciablemente.

—Confía en mí.

Aquellas palabras fueron pronunciadas en un débil susurro, un mero hilo de voz.

Patience lo miró a los ojos, de un tranquilo gris… y luego miró a Gerrard, su hermano pequeño, la luz de su vida. Lanzó un suspiro para calmarse, volvió a mirar a Vane y asintió casi de modo imperceptible. Si Gerrard podía fiarse de Vane y representar el papel que este le había adjudicado, con más razón tenía que fiarse ella.

—¿Cuál es la acusación? —quiso saber Vane, mientras los funcionarios formaban para rodear a Gerrard.

—Todavía no hay ninguna —repuso el de más edad—. Eso le corresponde al magistrado. Nosotros nos limitamos a depositar la prueba ante él, y él decidirá.

Vane asintió. Patience vio la mirada que intercambiaba con Gerrard.

—Muy bien, —Gerrard mostró una ancha sonrisa—. ¿Qué calabozo va a ser? ¿O vamos directamente a la calle Bow?

Era a la calle Bow. Patience tuvo que morderse el labio para no intervenir ni suplicar que le permitieran acompañar a su hermano. Se fijó en que Sligo, obedeciendo a una seña de Vane, se apresuraba a seguir a los funcionarios. El resto de la familia permaneció en el comedor hasta que se oyó cerrarse la puerta principal tras los funcionarios y su prisionero.

Por un instante, la tensión se mantuvo flotando en el aire, hasta que un suspiro recorrió la estancia.

Patience estaba rígida. Vane se volvió hacia ella.

—Se lo dije una y otra vez, pero usted no me escuchó, señorita Debbington. —Con un aire paternal y virtuoso, Whitticombe sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Y ahora hemos tenido que llegar a esto. Tal vez en el futuro haga más caso a las personas que tienen más experiencia que usted.

—Vamos, vamos —terció el general—. Ya lo dije yo desde el principio. Son juegos de chicos. —Miró ceñudo a Patience.

Envalentonado, Whitticombe señaló hacia Minnie.

—Y piense usted en el dolor y la aflicción que han causado usted y su hermano, de forma tan irreflexiva, a nuestra querida anfitriona.

Minnie, ruborizada, dio un golpe con su bastón.

—Le agradeceré que no mezcle sus causas. En efecto, estoy afligida, pero, que yo sepa, se lo debo a quienquiera que ha hecho caer sobre nosotros a esos funcionarios. —Miró con cara de pocos amigos a Whitticombe, y después al general.

Whitticombe suspiró.

—Mi querida prima, deberías ver la luz.

—En realidad —intervino Vane despacio, con un filo de duro acero que cortó en seco el tono almibarado de Whitticombe—, Minnie no necesita hacer nada. Una acusación no es una condena, y de hecho aún estamos a falta de una acusación. —Vane sostuvo la mirada de Whitticombe—. Yo diría más bien que, en este caso, el tiempo nos dirá quién es el culpable y quién necesita cambiar su modo de pensar. Parece un tanto prematuro extraer conclusiones precipitadas en este momento.

Whitticombe intentó mirarlo con aire de desdén, pero como Vane le sacaba media cabeza, no lo consiguió. Lo cual lo irritó aún más. Con el semblante congestionado; miró a Vane y después, muy despacio, trasladó su mirada a Patience.

—Pues yo opino que no está usted en situación de actuar como defensor de los justos, Cynster.

Vane se tenso; Patience cerró la mano con fuerza alrededor de la de él.

—¿Oh?

Ante aquella callada invitación de Vane, Whitticombe sonrió levemente.

Patience gimió para sus adentros y pasó a agarrarse del brazo de Vane. Todos los demás guardaron silencio y contuvieron la respiración.

—Ocurre —dijo Whitticombe sonriendo con desprecio— que esta mañana mi hermana nos ofreció unas conclusiones muy interesantes… ciertamente fascinantes. Sobre usted y la señorita Debbington.

—¿De veras?

Sordo a todo excepto su propia voz, Whitticombe no oyó la velada advertencia que llevaba el tono letal de Vane.

—Mala sangre —declaró— es la que debe de correr por esa familia. El uno es un descarado ladrón, la otra…

Demasiado tarde, Whitticombe se fijó en el semblante de Vane… y se quedó petrificado.

Patience percibió la agresividad que recorrió a Vane de arriba abajo: bajo sus manos, los músculos del brazo de Vane se contrajeron, duros como piedras.

Se aferró a él, literalmente, y dejó escapar un furioso:

—¡No!

Por espacio de unos segundos, creyó que él iba a soltarse y que Whitticombe iba a quedar muerto en el acto; pero ella tenía toda la intención de vivir en Kent, no de exiliarse al Continente.

—Colby, le sugiero que se retire… ya. —El tono empleado por Vane prometía una retribución instantánea si el otro no obedecía.

Tieso, sin atreverse a desviar los ojos del rostro de Vane, Whitticombe le dijo a Minnie:

—Estaré en la biblioteca. —Retrocedió camino de la puerta, pero se detuvo para decir—: Los justos tendrán su recompensa.

—En efecto —replicó Vane—. Cuento con ello.

Y, con una mirada de desprecio, Whitticombe se marchó. La tensión que atenazaba el ambiente desapareció. Edmond se desmoronó en una silla.

—Dios, ojalá pudiera plasmar esto en el escenario.

El comentario suscitó un ligero rumor de risas nerviosas en todos los presentes. Timms le indicó a Patience con la mano que se fuera.

—Después de tantas emociones, Minnie debe descansar.

—Desde luego. —Patience la ayudó a recoger la miríada de chales de Minnie.

—¿Quieres que te lleve en brazos? —le preguntó Vane.

—¡No! —Minnie le indicó que se alejara de ella—. Tienes otras cosas de que preocuparte, cosas más urgentes. ¿Por qué sigues aún aquí?

—Hay tiempo.

A pesar de las protestas de Minnie, Vane insistió en ayudarla a subir las escaleras y en dejarla instalada en su habitación. Sólo entonces consintió en marcharse. Patience cerró la puerta al salir y lo siguió hasta el pasillo.

Vane la atrajo hacia sí y la besó… un beso duro y rápido.

—No te preocupes —le dijo en el instante en que levantó la cabeza—. Teníamos un plan por si sucedía algo así. Iré a asegurarme de que todo va según lo previsto.

—Bien. —Patience lo miró a los ojos, los escrutó brevemente y a continuación se apartó de él asintiendo con la cabeza—. Aguantaremos firmes.

Vane le alzó las manos y se las besó, antes de separarse de ella.

—Velaré por la seguridad de Gerrard.

—Lo sé. —Patience le apretó la mano—. Ven a verme luego.

La invitación fue deliberada; la rubricó con los ojos.

Vane hinchó el pecho. Su rostro era el de un conquistador: duro e inflexible. Sus ojos se clavaron en los de Patience, y asintió:

—Luego.

Y dicho eso, se marchó.