ALGO raro se estaba tramando. Vane lo supo a los pocos minutos de entrar en el salón. La familia se hallaba reunida en grupos alrededor de la habitación, y en el instante que apareció él, todas las cabezas se volvieron a un tiempo Las expresiones de los presentes variaban desde un gesto de benévola bienvenida en el caso de Minnie y Timms, pasando por elogio y aprobación en el semblante de Edgar y una reacción similar por parte de un joven vástago de la nobleza, que Vane supuso que era Gerrard, hasta una actitud calculadora y prudente o abiertamente fría y despreciativa, esta última en tres personas: Un caballero al que Vane etiquetó como Whitticombe Colby, una solterona de aire rígido y cara encogida, presumiblemente Alice Colby y, por supuesto, Patience Debbington.
Vane comprendió la reacción de los Colby; en cambio, se preguntó qué había hecho él para merecer la censura de Patience Debbington. La suya no era la reacción que estaba acostumbrado a provocar en señoritas de alta cuna.
Con una sonrisa de cortesía en el rostro, cruzó calmosamente la amplia habitación dejando al mismo tiempo que su mirada tocase la de Patience. Ella le devolvió el gesto con aire glacial y, seguidamente, se volvió para hacer algún comentario a su acompañante, un caballero delgado y de cabello moreno espectacular, sin duda el poeta en ciernes. La sonrisa de Vane se hizo más pronunciada, y la dirigió hacia Minnie.
—Puedes ofrecerme tu brazo —declaró Minnie en el momento en que él hizo la reverencia—. Te presentaré, y luego en realidad tendremos que entrar ya, porque la cocinera debe de estar subiéndose por las paredes.
Antes de que llegasen hasta siquiera el primero de los «huéspedes» de Minnie, la antena social de Vane, exquisitamente afinada, detectó las sutiles corrientes que surgieron entre los grupos.
¿Qué estaría cociendo Minnie allí? ¿Y qué, se preguntó Vane, se estaba urdiendo?
—Es un placer conocerlo, señor Cynster. —Agatha Chadwick le ofreció la mano. Era una matrona de rostro firme y cabello rubio grisáceo semioculto bajo un gorro de viuda, que señaló con un gesto en dirección a la bonita muchacha de pelo rubio que estaba a su lado—: Mi hija Angela.
Angela, con los ojos como platos, hizo una pequeña reverencia; Vane le respondió con un murmullo educado.
—Y este es mi hijo Henry.
—Cynster. —De robusta constitución y sencilla vestimenta, Henry Chadwick estrechó la mano de Vane—. Debe usted alegrarse de poder interrumpir su viaje. —E indicó con la cabeza los altos ventanales a través de los cuales se oía el repiqueteo de la lluvia sobre las losas de la terraza.
—Ciertamente. —Vane sonrió—. Ha sido una oportunidad fortuita. —Miró a Patience Debbington, aún absorta en el poeta.
El general y Edgar se mostraron ambos complacidos de que Vane se acordara de ellos. Edith Swithins estuvo ambigua y aturullada; en su caso, Vane conjeturó que no era debido a él. Los Colby se comportaron con la frialdad y el desprecio propios sólo de las personas de su calaña; Vane sospechó que a Alice Colby seguramente se le agrietaría la cara si sonriera. Incluso se le ocurrió que a lo mejor nunca había aprendido a hacerlo.
Lo cual dejaba, en último lugar pero no por ello menos importantes, al poeta, a Patience Debbington y al hermano de esta, Gerrard. Cuando Vane se acercó a ellos llevando a Minnie del brazo, los dos varones levantaron la vista con una expresión abierta y entusiasta. Patience ni siquiera se dio cuenta de su existencia.
—Gerrard Debbington. —Con unos ojos castaños que brillaban bajo un penacho de pelo del mismo color, Gerrard tendió la mano y al momento se ruborizó; Vane se la estrechó antes de que el muchacho se armara un lío.
—Vane Cynster —dijo en voz baja—. Minnie me ha dicho que irá usted a la ciudad para la próxima temporada.
—En efecto. Pero deseaba preguntarle… —Gerrard tenía los ojos radiantes, clavados en el rostro de Vane. Su edad se revelaba en la longitud de su cuerpo larguirucho, su juventud en su avidez y su apasionamiento—. Pasé junto a los establos justo antes de que estallara la tormenta… En ellos hay un par de magníficos caballos grises. ¿Son suyos?
Vane sonrió ampliamente.
—Son medio galeses. Caballos muy fuertes, de una resistencia excelente. Mi hermano Harry posee un semental y es quien me proporciona todos mis animales.
Gerrard resplandecía.
—Ya imaginé yo que eran de primera calidad.
—Edmond Montrose. —El poeta se inclinó y estrechó la mano de Vane—. ¿Viene usted de la ciudad?
—Vía Cambridgeshire. He tenido que asistir a un servicio religioso especial cerca de la sede del ducado. —Vane lanzó una mirada a Patience Debbington, que permanecía muda y con los labios apretados al otro lado de Minnie. La información de que a él le permitían entrar en una iglesia no derritió ni un átomo de su expresión glacial.
—Y esta es Patience Debbington, mi sobrina —intervino Minnie antes de que Gerrard y Edmond pudieran monopolizar a su invitado.
Vane se inclinó de forma elegante respondiendo a la breve inclinación de cabeza de Patience.
—Ya lo sé —dijo muy despacio y con la mirada fija en los ojos de Patience, que ella mantenía obstinadamente desviados—. Ya nos hemos conocido.
—¿Ah, sí? —Minnie parpadeó y después se volvió hacia Patience, que ahora miraba fijamente a Vane echando fuego por los ojos.
La joven dirigió una mirada más bien evasiva a Minnie.
—Estaba en el jardín cuando llegó el señor Cynster. —La mirada fugaz que dirigió a Vane fue sumamente cuidadosa—. Con Myst.
—Ah. —Minnie asintió y escudriñó la habitación—. Muy bien, ahora que ya están hechas las presentaciones, Vane, puedes llevarme al comedor.
Vane, solícito, así lo hizo, y los demás fueron desfilando detrás de él.
Mientras acompañaba a Minnie hasta la larga mesa, se preguntó por qué Patience no quería que se supiera que había estado buscando algo en el parterre de flores. En el momento de acomodar a Minnie en su asiento, se percató de que se había colocado un cubierto justamente enfrente, a la cabecera de la mesa.
—Apuesto a que le gustaría charlar con su ahijado —dijo Whitticombe Colby tras detenerse junto a la silla de Minnie. Sonreía con untuosidad—. Será un placer para mí cederle mi lugar…
—No hay necesidad de eso, Whitticombe —cortó Minnie—. ¿Qué iba a hacer yo sin su erudita compañía? —Levantó la vista hacia Vane, que estaba al otro lado—. Ocupa el asiento de la cabecera, querido muchacho. —Le sostuvo la mirada; Vane alzó una ceja y a continuación se inclinó. Entonces Minnie tiró de él y Vane se inclinó aún más—. Necesito que se siente ahí un hombre del que pueda fiarme.
Aquel susurro lo oyó solamente él; inclinó apenas la cabeza y se irguió.
Luego, mientras recorría la habitación, estudió la disposición de los asientos: Patience ya había acaparado la silla situada a la izquierda del lugar que le había sido adjudicado a él, con Henry Chadwick a su lado. Edith estaba tomando asiento frente a Patience, mientras que Edgar se dirigía a la silla siguiente. No había nada que sugiriera un motivo para el comentario de Minnie; Vane no podía imaginar que Minnie, con su rápido ingenio, pensara que su sobrina, en aquel momento protegida tras una armadura de frío acero, pudiera necesitar la protección de individuos como los Colby.
Lo cual quería decir que la frase pronunciada por Minnie tenía algún significado más profundo. Vane suspiró para sus adentros y tomó nota mentalmente de averiguarlo como fuera. Antes de escapar de Bellamy Hall.
El primer plato se sirvió en el mismo instante en que todos estuvieron sentados. La cocinera de Minnie era excelente; Vane se aplicó a la colación con un entusiasmo sin disimulos.
Fue Edgar el que inició la conversación.
—He oído decir que todas las apuestas están a favor de Whippet para el Guineas.
Vane se encogió de hombros.
—Se ha apostado mucho por Blackamoor’s Boy, y también es favorito Huntsman.
—¿Es cierto —inquirió Henry Chadwick— que el Club del Jockey está pensando en cambiar las normas?
La conversación que siguió incluso llegó a provocar un comentario jocoso de Edith Swithins:
—Hay que ver qué nombres tan caprichosos les ponen ustedes a los Caballos. Nunca los llaman Bonito, o Bizcocho, o Negrito.
Ni Vane ni Edgar ni Henry se sintieron cualificados para llevar la cuestión más lejos.
—Ha llegado a mis oídos —dijo Vane recalcando las palabras— que el príncipe regente está otra vez combatiendo a los morosos.
—¿Otra vez? —Henry sacudió la cabeza—. Es derrochador hasta la médula.
Bajo la sutil dirección de Vane, la charla se desvió hacia las últimas excentricidades del príncipe, sobre las cuales Henry, Edgar y Edith sostenían firmes opiniones.
Sin embargo, a la izquierda de Vane reinaba el silencio.
Un hecho que no hizo sino aumentar su determinación de hacer algo al respecto, al respecto de la inexorable actitud reprobatoria de Patience Debbington. El impulso de pellizcarle la nariz, de pincharla para que reaccionase, fue cobrando cada vez más fuerza. Pero mantuvo a raya su ímpetu; no estaban solos… todavía.
Los pocos minutos que había empleado en cambiarse de ropa y pasar a realizar una actividad habitual, habían aquietado su mente, aclarado su visión.
El mero hecho de que el destino hubiera conseguido atraparlo allí, bajo el mismo techo que Patience Debbington, no era motivo suficiente para dar la batalla por perdida. Pasaría allí la noche, se pondría al día con Minnie y Timms, averiguaría lo que quiera que fuese que tenía nerviosa a Minnie y luego se marcharía. Probablemente la tormenta pasaría a lo largo de la noche; en el peor de los casos, se vería retenido un día o poco más.
El mero hecho de que el destino le hubiera mostrado el agua no significaba que tuviera que beber.
Por supuesto, antes de sacudirse de las botas la grava del camino de entrada de Bellamy Hall, tendría unas palabras con Patience Debbington.
Bastaría con una saludable sacudida o dos, justo lo suficiente para hacerla saber que, para él, su gélido desprecio era una fachada totalmente transparente.
Por descontado, él era demasiado juicioso para llevar las cosas más lejos.
Observando a su presa, se fijó en la tersura de su cutis, suave y delicado, teñido de un ligero color. La vio tragar un bocado de bizcocho y, a continuación, pasarse la lengua por el labio inferior dejando reluciente su superficie suave y sonrosada.
Bruscamente, Vane bajó la vista… hacia los grandes ojos azules de la gatita gris, conocida como Myst. La gata iba y venía a su antojo, y por lo general se abrazaba a las faldas de Patience; en aquel momento se encontraba sentada junto a la silla de Patience, mirando fijamente a Vane, sin pestañear, en actitud arrogante. Vane enarcó una ceja.
Myst, con un silencioso maullido, se puso de pie, se estiró y acto seguido se acercó para enroscarse a su pierna. Vane bajó una mano y le frotó la cabeza, y después le pasó las uñas por el lomo. Myst se arqueó y enderezó la cola, y emitió un ronroneo que llegó hasta Vane.
También lo oyó Patience, que miró hacia abajo.
—¡Myst! —siseó—. Deja de molestar al señor Cynster.
—No me está molestando. —Capturó la mirada de Patience y agregó—: Me gusta hacer ronronear a las chicas.
Patience se lo quedó mirando, y por fin parpadeó. Luego, con el ceño ligeramente fruncido, volvió a concentrarse en su plato.
—Muy bien, mientras no lo moleste.
Vane tardó unos instantes en conseguir que sus labios volvieran a estar rectos, y entonces se volvió hacia Edith Swithins.
No mucho después, todo el mundo se levantó de la mesa; Minnie, con Timms a su lado, condujo a las damas hasta el salón. Patience, con la mirada fija en Gerrard, titubeó; su expresión alternaba entre la consternación y la incertidumbre. Gerrard no se dio cuenta. Vane vio cómo Patience apretaba los labios; estuvo a punto de mirar en su dirección, pero se percató de que él la estaba observando… esperando. Se puso rígida y se mantuvo en sus trece.
Entonces, Vane echó un poco más hacia atrás la silla de Patience; ella, con una breve inclinación de cabeza, excesivamente altanera, se volvió y fue detrás de Minnie.
Al paso que llevaba, no podría haber ganado el Guineas.
Vane se dejó caer de nuevo en su silla situada a la cabecera de la mesa y sonrió a Gerrard. Indicó con un gesto perezoso de la mano el asiento libre que había a su lado.
—¿Por qué no te pasas aquí?
La sonrisa de Gerrard fue radiante; abandonó con gran entusiasmo su silla para ocupar la que quedaba entre Edgar y Vane.
—Buena idea. Así podremos conversar sin gritar. —Edmond se sentó más cerca, en la silla de Patience. Después, con un gruñido amistoso, se acercó también el general. Vane creía que Whitticombe habría preferido mantener las distancias, pero el insulto habría resultado demasiado obvio. Con expresión fría y severa, se trasladó al otro lado de Edgar.
Vane tendió el brazo para agarrar la jarra que el mayordomo había colocado frente a él, y al hacerlo levantó la vista… directamente hacia Patience, que estaba aún allí, medio dentro, medio fuera de la habitación, y obviamente sin lograr decidirse.
Los ojos de Vane tocaron los suyos; tranquilo y arrogante, levantó las cejas.
La expresión de Patience se tornó vacía. Se puso rígida y acto seguido desapareció por la puerta. Un lacayo la cerró tras ella.
Vane sonrió para sí; tomó la jarra y se sirvió una generosa dosis de licor.
Para cuando la jarra hubo dado ya una vuelta a la mesa, la conversación giraba en torno a cuál era el mejor pronóstico para el Guineas. Edgar suspiró:
—La verdad es que aquí, en Bellamy Hall, no tenemos muchas diversiones. —Sonrió compadeciéndose de sí mismo—. Yo paso la mayoría de los días en la biblioteca, leyendo biografías, saben.
Whitticombe lanzó un bufido de desdén.
—Aficionado.
Con la mirada fija en Vane, Edgar se ruborizó pero no mostró ningún otro signo de haber oído la pulla.
—La biblioteca es muy amplia, contiene varios diarios de la familia. Resultan bastante fascinantes, a su manera. —El ligero énfasis que puso en las tres últimas palabras le hizo parecer mucho más caballero que Whitticombe.
Como si lo hubiera percibido, Whitticombe dejó su vaso sobre la mesa y, en un tono de superioridad, se dirigió a Vane.
—Según tengo entendido que le ha informado lady Bellamy, me encuentro trabajando en un extensivo estudio de la abadía de Coldchurch. Una vez finalizadas mis investigaciones, me congratula decir que la abadía será de nuevo apreciada como el importante centro eclesiástico que fue en otro tiempo.
—Oh, claro. —Edmond sonrió ingenuamente a Whitticombe—. Pero todo eso pertenece ya al pasado. Las ruinas son fascinantes por derecho propio; avivan mi inspiración de manera notable.
Trasladando la mirada de Edmond a Whitticombe, Vane tuvo la impresión de que aquella era una discusión harto frecuente. Y dicha impresión se acentuó cuando Edmond se volvió hacia él y Vane vio chispear sus expresivos ojos.
—Estoy escribiendo una obra de teatro inspirada en las ruinas y ambientada en ellas.
—¡Sacrílego! —Whitticombe se puso tieso—. La abadía es la casa de Dios, no el escenario de un teatro.
—Ah, pero ya no es una abadía, sino un montón de piedras viejas. —Edmond sonrió de oreja a oreja, impenitente—. Y constituye un ambiente sumamente sugestivo.
El resoplido de disgusto que lanzó Whitticombe encontró eco en el general.
—¡Sugestivo, dice! Es un sitio húmedo y frío, y nada saludable. Y si piensa arrastrarnos para que seamos su público, sentados sobre la fría piedra, replantéeselo. Mis viejos huesos no lo soportarán.
—Pero si es un lugar precioso —terció Gerrard—. Tiene unas vistas excelentes, enmarcadas por las ruinas o con ellas como punto focal.
Vane advirtió el brillo de los ojos de Gerrard y el fervor juvenil de su voz.
Gerrard miró hacia él y se sonrojó.
—Es que yo hago bocetos, ¿sabe?
Vane levantó las cejas. Estaba a punto de expresar interés, educado pero no fingido, cuando Whitticombe resopló de nuevo.
—¿Bocetos? No son más que dibujos infantiles. Te das demasiada importancia, muchacho. —La mirada de Whitticombe era dura; observaba a Gerrard ceñudo, con aire de director de escuela—. Deberías andar por ahí ejercitando ese débil pecho que tienes, en lugar de pasarte horas y horas sentado en esas ruinas húmedas. Sí, y también deberías estar estudiando, no malgastando el tiempo.
El semblante de Gerrard perdió todo su anterior brillo; bajo la blandura de su juventud, las líneas de su rostro cobraron dureza.
—Estoy estudiando, ya me han aceptado en Trinity para el trimestre de otoño el año que viene. Patience y Minnie quieren que vaya a Londres, de modo que iré, y para eso no necesito estudiar.
—No, desde luego —intervino Vane en voz queda—. Este oporto es excelente. —Se sirvió otro vaso y a continuación pasó la jarra a Edmond—. Supongo que deberíamos dar debidamente las gracias al finado sir Humphrey por su exquisito paladar. —Adoptó una postura más cómoda para sus hombros; por encima del borde del vaso se topó con la mirada de Henry—. Pero dígame, ¿cómo se las ha arreglado el guardabosques con las tierras de sir Humphrey?
Henry aceptó la jarra de licor.
—El bosque que hay al otro lado de Walgrave bien merece una visita.
El general soltó un gruñido.
—Está siempre repleto de conejos, junto al río. Ayer cobré una pieza, y ya es la tercera.
Todos los demás tenían alguna aportación que hacer, todos excepto Whitticombe. Este se mantuvo en actitud reservada, revestido de un frío desprecio.
Cuando la conversación sobre la caza amenazó con decaer, Vane dejó su vaso y dijo:
—Me parece que ya es hora de que nos reunamos con las señoras.
En el salón, Patience aguardaba impaciente y trataba de no tener la vista todo el tiempo fija en la puerta. Llevaban más de una hora tomando oporto; sólo Dios sabía qué indeseables opiniones estaría asimilando Gerrard. Ya había elevado innumerables plegarias para que terminara de llover y la mañana siguiente amaneciera despejada; así el señor Vane Cynster se marcharía, llevándose consigo su «caballerosa elegancia».
A su lado, la señora Chadwick estaba dando instrucciones a Angela:
—Son seis… o eran, porque St. Ives se casó el año pasado. Pero no hay discusión a ese respecto: Los Cynster están todos tan bien educados que son la personificación misma de lo que una desea encontrar en un caballero.
Angela, cuyos ojos ya eran redondos como platos de por sí, los abrió todavía más.
—¿Son todos tan apuestos como este señor Cynster?
La señora Chadwick dirigió a Angela una mirada de reprobación.
—Todos son muy elegantes, naturalmente, pero tengo entendido que Vane Cynster es el más elegante de todos.
Patience se tragó una exclamación de disgusto. Menuda suerte la suya, si Gerrard y ella tenían que conocer a un Cynster, ¿por qué tenía que ser al más elegante? El destino estaba jugando con ella. Había aceptado la invitación de Minnie a unirse a su familia durante los meses de otoño e invierno y después acudir a Londres para la temporada; seguro que el destino estaba sonriendo con expresión benévola, interviniendo para allanarle el camino. No cabía duda de que necesitaba ayuda.
No era ninguna necia. Meses antes había visto que, aunque durante toda su vida había sido enfermera, madre en funciones y guardiana de Gerrard, no podía proporcionar a su hermano las instrucciones definitivas que este necesitaba para cruzar el último umbral que lo conduciría a la edad adulta.
No podía ser su mentor.
En ningún momento de su vida había habido un caballero adecuado en cuyo comportamiento y valores Gerrard pudiera basar los suyos. Las posibilidades de que descubriera dicho caballero en lo más profundo de Derbyshire eran escasas. Cuando llegó la invitación de Minnie, con el mensaje de que en Bellamy Hall había caballeros residentes, fue como obra del destino. Aceptó la invitación con prontitud, organizó todo para que la Grange funcionase sin ella y se puso en camino con Gerrard rumbo al sur.
Había pasado el viaje entero imaginando una descripción del hombre al que aceptaría como mentor de su hermano, aquel a quien confiaría la tierna juventud del muchacho. Para cuando llegaron a Bellamy Hall, ya se había formado un criterio sólido.
Al final de la primera velada, llegó a la conclusión de que ninguno de los caballeros presentes cumplía los exigentes requisitos. Si bien cada uno de ellos poseía cualidades que aprobaba, ninguno estaba libre de rasgos que desaprobaba. Lo más importante de todo: ninguno le inspiraba respeto, completo y absoluto, criterio que ella había enarbolado como el más crucial de todos.
Adoptó una actitud filosófica, se encogió de hombros, aceptó los designios del destino y puso la mira en Londres. Estaba claro que allí serían más numerosos los aspirantes potenciales al puesto de mentor de su hermano.
Cómodos y seguros, Gerrard y ella se habían asentado en el seno de la familia de Minnie.
Y ahora la comodidad y la seguridad eran cosas del pasado… y lo seguirían siendo hasta que se fuera Vane Cynster.
En aquel instante se abrió la puerta del salón; a la par que la señora Chadwick y Angela, Patience se volvió para ver cómo iban entrando lentamente los caballeros. Venían detrás de Whitticombe Colby, el cual, como de costumbre, traía un aire de insufrible superioridad; se acercó al diván en el que estaban sentadas Minnie y Timms, mientras que Alice ocupaba una silla a su lado. Edgar y el general atravesaron la puerta siguiendo a Whitticombe; de mutuo acuerdo, ambos se encaminaron hacia la chimenea, junto a la que se hallaba Edith Withins sonriendo vagamente y afanada en su labor de punto.
Con los ojos pegados a la puerta, Patience aguardó… y vio entrar a Edmond y Henry. Juró para sus adentros y después tosió para disimular la indiscreción.
«Maldito Vane Cynster».
Mientras pensaba aquello, lo vio entrar, con Gerrard al lado.
Las imprecaciones mentales de Patience alcanzaron nuevos máximos. La señora Chadwick no había mentido: Vane Cynster era la personificación misma de un caballero elegante. Su cabello, de un color castaño bruñido varios tonos más oscuros que el de ella, relucía suavemente a la luz de las velas, una onda sobre otra perfectamente colocadas sobre la cabeza. Incluso desde el otro extremo de la habitación se notaba la fuerza de sus rasgos; de perfil definido y líneas fuertes, la frente, la nariz, la mandíbula y las mejillas parecían estar esculpidas en roca viva. Tan sólo sus labios, largos y delgados y con una leve pizca de humor para aliviar su austeridad, así como la innata inteligencia y, sí, el brillo perverso que iluminaba sus ojos grises, aportaban alguna pista de una personalidad simplemente mortal; todo lo demás, incluido, tal como tuvo que reconocer Patience de mala gana, su cuerpo largo y esbelto, pertenecía a un dios.
No quiso ver lo maravillosamente que se abrazaba a sus hombros su chaqueta negra de paño de Bath, ni cómo el excelente corte de la prenda resaltaba su ancho pecho y sus estrechas caderas. No quiso fijarse en la precisión y elegancia de su corbata blanca, anudada en un sencillo «estilo salón de baile». Y en cuanto a las piernas y a los largos músculos que se flexionaban al andar, decididamente no quiso fijarse en ellos tampoco.
Vane hizo una pausa justo en el umbral; Gerrard se detuvo también.
Patience vio que Vane hacía algún comentario sonriendo, ilustrándolo con un gesto tan airoso que hizo que le rechinaran los dientes. Gerrard, con el rostro iluminado y los ojos brillantes, rio y reaccionó con entusiasmo.
Entonces Vane giró la cabeza; desde un extremo de la sala hasta el otro, sus ojos se encontraron con los de Patience.
Patience habría jurado que alguien le había asestado un puñetazo en el estómago, porque simplemente no podía respirar. Sosteniéndole la mirada, Vane alzó una ceja… y surgió entre ellos un desafío, sutil pero deliberado, absolutamente inconfundible.
Patience se puso rígida. Tomó aire con desesperación y se volvió. Y acto seguido puso una frágil sonrisa artificial en sus labios al ver que se acercaban Edmond y Henry.
—¿El señor Cynster no piensa reunirse con nosotras? —Angela, haciendo caso omiso del súbito ceño fruncido de su madre, se inclinó hacia un lado para ver mejor a Vane y a Gerrard, que seguían hablando de pie junto a la puerta—. Estoy segura de que se divertiría mucho más conversando con nosotras que con Gerrard.
Patience se mordió el labio; no estaba de acuerdo con Angela, pero esperaba fervientemente que esta viera cumplido su deseo. Por espacio de un instante, pareció que así iba a ser, pues Vane curvó los labios al hacer un comentario a Gerrard y después se volvió… y se dirigió hacia donde estaba Minnie.
Fue Gerrard el que se reunió con ellas.
Escondiendo el alivio que sentía, Patience lo recibió con una sonrisa serena… y mantuvo la vista bien apartada del diván. Gerrard y Edmond se aplicaron de inmediato a imaginar el argumento de la siguiente escena del melodrama de Edmond, algo que les servía comúnmente de diversión. Henry, con un ojo puesto en Patience, realizó un esfuerzo demasiado obvio para animarlos; su actitud y la mirada demasiado cálida de sus ojos fastidiaban a Patience, como siempre.
Angela, por supuesto, empezó a hacer mohínes, cosa que no resultaba precisamente muy agradable de ver. La señora Chadwick, ya acostumbrada a las necedades de su hija, suspiró y se rindió; ella y Angela, que ahora sonreía encantada, se fueron para unirse al grupo del diván.
Patience estaba contenta con quedarse donde estaba, aunque ello supusiera aguantar la mirada ardiente de Henry.
Quince minutos más tarde, llegó el carrito del té. Minnie se encargó de servirlo, sin dejar de parlotear todo el tiempo. Por el rabillo del ojo, Patience advirtió que Vane Cynster conversaba amigablemente con la señora Chadwick; Angela, ignorada, amenazaba con volver a hacer pucheros. Timms levantó la cabeza y soltó un comentario que hizo reír a todo el mundo; Patience vio cómo la juiciosa compañera de su tía sonreía con afecto a Vane.
De todas las damas reunidas alrededor del diván, tan sólo Alice Colby parecía no estar impresionada, aunque tampoco se la veía impasible. A los ojos de Patience, Alice se encontraba incluso más tensa de lo habitual, como si estuviera reprimiendo su desaprobación por pura fuerza de voluntad. Sin embargo, el objeto de su ira parecía encontrarla invisible.
Tragándose sus comentarios, Patience prestó oídos a la conversación de su hermano, que en aquel momento giraba en torno a la «luz» que había en las ruinas. Era, sin duda, un tema más seguro que cualquiera que fuese la siguiente salida de tono que acababa de provocar otra ronda de carcajadas en el grupo que rodeaba el diván.
—¡Henry!
La llamada de la señora Chadwick hizo que Henry se volviera. Luego sonrió e inclinó la cabeza hacia Patience.
—Le ruego que me excuse, querida. Regresaré dentro de un momento. —Miró a Gerrard—. No quiero perderme ni una pizca de esos animadísimos planes.
Sabiendo demasiado bien que Henry en realidad no sentía interés por Gerrard ni por el melodrama de Edmond, Patience se limitó a devolverle la sonrisa.
—Yo preferiría más bien hacer esa escena con el arco de fondo. —Gerrard frunció el entrecejo imaginándola—. Las proporciones son mejores.
—No, no —replicó Edmond—. Tiene que ser en el claustro. —Alzó la vista y sonrió… en dirección a un punto situado más allá de Patience—. Ah… ¿es que nos convocan?
—Así es.
Aquella breve respuesta, pronunciada con una voz tan profunda que literalmente retumbó, sonó en los oídos de Patience como un toque de difuntos, y la hizo girarse rápidamente.
Con una taza de té en cada mano, Vane, con la vista fija en Edmond y en Gerrard, señaló con la cabeza el carrito del té.
—Se requiere su presencia, caballeros.
—¡Vamos allá! —Con una sonrisa jovial, Edmond se separó del grupo; Gerrard lo siguió sin vacilar.
Y dejaron a Patience sola, desamparada en una isla de intimidad en el rincón del salón con el único caballero al que deseaba de todo corazón mandar al diablo.
—Gracias. —Con una rígida inclinación de cabeza, aceptó la taza que Vane le ofrecía y bebió con calma tensa. Y procuró no fijarse en lo fácilmente que la había aislado y arrancado del rebaño que la protegía. Lo había reconocido de inmediato como un lobo, y, al parecer, lo era de modo consumado. Un hecho que tendría en cuenta en adelante. Junto con todo lo demás.
Notó el contacto de su mirada en la cara y, con aire resuelto, levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Minnie ha mencionado que se encontraba usted de viaje hacia Leamington, señor Cynster. Sin duda estará deseoso de que cese de llover.
Sus fascinantes labios se alzaron una fracción de milímetro.
—Bastante deseoso, señorita Debbington.
Patience pensó que ojalá no tuviera una voz tan profunda; hacía que le vibraran los nervios.
—Sin embargo —dijo Vane sosteniéndole la mirada, con una voz que parecía un lánguido retumbar—, no debería usted menospreciar la actual compañía. Hay varias distracciones en las que ya me he fijado y que sin duda alguna hará que mi improvisada estancia haya merecido la pena.
Patience no pensaba dejarse intimidar. Abrió mucho los ojos y dijo:
—Me tiene usted intrigada, señor. Jamás habría imaginado que hubiera en Bellamy Hall algo lo bastante notable como para llamar la atención de un caballero de sus… inclinaciones. Le ruego por favor que me ilustre al respecto.
Vane sostuvo su mirada desafiante y sopesó la posibilidad de hacer precisamente aquello. Levantó su taza y bebió un sorbo sin dejar de sostenerle la mirada. A continuación, bajó los ojos para depositar la taza sobre el plato y se acercó un poco más a Patience, a un costado, de manera que quedaron hombro con hombro, él de espaldas a la habitación. La miró y alzó una ceja.
—Es posible que sea un apasionado entusiasta del teatro de aficionados.
A pesar de su patente rigidez y desenvoltura, los labios de Patience temblaron levemente.
—Y también es posible que los cerdos puedan volar —replicó. Luego apartó la mirada y bebió de su té.
Vane agitó la ceja. Después continuó con su lánguido asedio, acorralándola poco a poco, acariciándole con la mirada la curva de la garganta y de la nuca.
—Y luego está su hermano. —Patience se puso en tensión al momento, tan tiesa como Alice Colby a su espalda, Vane levantó las dos cejas—. Dígame —murmuró antes de que ella pudiera moverse—, ¿qué ha hecho para que no sólo Whitticombe y el general, sino también Edgar y Henry, le lancen miradas de reprobación?
La respuesta fue rápida, decidida, y en un tono claramente amargo:
—Nada. —Tras una pausa de un segundo, durante la cual se alivió ligeramente la tensión defensiva de sus hombros, agregó—: Simplemente ocurre que tienen una opinión por completo equivocada de cómo pueden comportarse los jóvenes de la edad de Gerrard.
—Mmm. —Vane advirtió que aquella explicación arrojaba escasa luz. Poniendo fin a sus paseos, se detuvo junto a Patience—. En ese caso, me debe usted un voto de agradecimiento. —Sorprendida, ella levantó la vista; él la miró a los ojos y sonrió—. Me he entrometido y he impedido que Gerrard siguiera contestando demasiado acaloradamente a uno de los sermones de Whitticombe.
Ella escrutó sus ojos y luego apartó la vista.
—Lo ha hecho sólo porque no deseaba escuchar una discusión sin sentido.
Observándola mientras bebía, Vane levantó las cejas en un gesto altivo resultaba que Patience tenía razón a medias.
—Y tampoco —dijo bajando la voz— me ha dado todavía las gracias por haberla salvado de terminar sentada en el parterre de flores.
Patience ni siquiera levantó la vista.
—Fue totalmente culpa suya que estuviera a punto de caerme. Si no se hubiera acercado a mí de forma tan sigilosa, no habría corrido el menor peligro de ir a aterrizar entre las hierbas. —Lo miró brevemente, con un toque de rubor en las mejillas—. Un caballero habría tosido o algo.
Vane captó su mirada y sonrió…, una sonrisa lenta, muy de los Cynster.
—Ah —murmuró en voz muy baja al tiempo que se acercaba de manera imperceptible—. Pero, verá, yo no soy un caballero. Soy un Cynster. —Como si le estuviera revelando un secreto, la informó—: Somos conquistadores, no caballeros.
Patience lo miró a los ojos, el rostro, y experimentó un escalofrío de lo más peculiar que le recorría toda la columna vertebral. Acababa de terminarse el té, pero notaba la boca seca. Parpadeó, luego parpadeó otra vez y decidió pasar por alto su último comentario. Le dijo con los ojos entornados:
—¿No estará, por casualidad, intentando hacer que me sienta agradecida para imaginar que estoy en deuda con usted?
Vane movió las cejas y curvó sus fascinadores labios. Sus ojos grises, penetrantes y extrañamente desafiantes, se clavaron en los de ella.
—Me pareció el lugar más lógico para empezar a minar sus defensas.
Patience sintió que sus nervios vibraban al son de la voz profunda de aquel hombre, que sus sentidos se agitaban al registrar aquellas palabras. Sus ojos, fijos en los de él, se agrandaron; sus pulmones se encogieron. En un torbellino mental, luchó por recobrar el juicio, por obligar a su lengua a pronunciar alguna aguda réplica que quebrara el hechizo.
Los ojos de Vane escrutaron los suyos; elevó una ceja de forma arrogante, junto con las comisuras de los labios.
—No tosí porque estaba completamente abstraído, lo cual fue del todo culpa de usted. —Parecía estar muy cerca, dominaba toda su visión, sus sentidos. De nuevo sus ojos atravesaron los de ella, de nuevo alzó una ceja—. A propósito —murmuró con voz grave y aterciopelada—, ¿qué estaba buscando en el parterre de flores?
—¡Estás ahí! —Sin aliento, Patience se volvió… y se quedó mirando a Minnie, que se acercaba como un galeón a toda vela. La flota británica entera no hubiera sido mejor recibida—. Tendrás que excusar a una anciana, Patience querida, pero es que no tengo más remedio que hablar en privado con Vane.
Minnie dedicó una sonrisa imparcial a ambos y, acto seguido, apoyó la mano sobre la manga de Vane.
Este la cubrió al instante con la suya.
—Soy todo tuyo.
Pese a aquellas palabras, Patience percibió su irritación, su fastidio por el hecho de que Minnie hubiera interceptado la trayectoria del arma con que Vane la estaba apuntando. Por un instante reinó el silencio y, a continuación, Vane miró a Minnie con una sonrisa encantadora.
—¿Vamos a tus habitaciones?
—Por favor… Lamento mucho acapararte de esta forma…
—En absoluto. Tú eres el motivo por el que me encuentro aquí. —Minnie sonrió al escuchar aquel halago. Vane alzó la cabeza y miró a Patience a los ojos. Aún con la sonrisa en la cara, inclinó la cabeza para despedirse—. Señorita Debbington.
Patience le devolvió el saludo y reprimió otro escalofrío. Podía parecer que él se había rendido con elegancia, pero Patience tenía la clara impresión de que no había claudicado.
Lo observó cruzar la habitación con Minnie del brazo, charlando animadamente; caminaba con la cabeza inclinada y la atención puesta en Minnie.
Patience frunció el entrecejo. Desde el instante mismo en que reconoció su estilo, comparó a Vane Cynster con su propio padre, otro caballero de voz aterciopelada y serena elegancia. Todo lo que sabía sobre aquella especie lo había aprendido de él, de su inquieto y apuesto progenitor. Y lo que había aprendido, lo había aprendido bien; no había ninguna posibilidad de que sucumbiera a un par de hombros bien formados y una sonrisa diabólica.
Su madre había amado a su padre con pasión, profundamente, demasiado.
Por desgracia, los hombres como él no eran de los cariñosos, de los que les gustaban a las mujeres sensatas, porque no valoraban el amor, y no lo aceptaban ni lo retribuían. Peor aún, al menos a los ojos de Patience, era que los hombres así no tenían sentido de la vida familiar, no sentían dentro de su alma un amor que los atase a su hogar, a sus hijos. A juzgar por todo lo que había visto desde su primera juventud, los hombres elegantes evitaban los sentimientos profundos. Evitaban el compromiso, evitaban el amor.
Para ellos, el matrimonio era una cuestión de Estado, no un asunto del corazón. Ay de la mujer que no alcanzara a comprender eso.
Por todas esas razones, Vane Cynster ocupaba un puesto muy alto en la lista de caballeros que ella decididamente no deseaba que fueran mentores de Gerrard. Lo último que permitiría sería que Gerrard se volviera igual que su padre; no se podía negar que el muchacho tenía esa propensión, pero ella estaba dispuesta a luchar hasta su último aliento para impedir que su hermano siguiera aquel camino.
Enderezó los hombros y recorrió el salón con la mirada para localizar a los demás, delante de la chimenea y alrededor del diván. Ahora que se habían ido Vane y Minnie, la habitación parecía más silenciosa, más apagada, menos viva.
Vio que Gerrard lanzaba una mirada fugaz en dirección a la puerta.
Patience apuró su taza y maldijo para sus adentros. Iba a tener que proteger a Gerrard de la corrupta influencia de Vane Cynster, no podía estar más claro.
De repente la asaltó una sombra de duda, junto con la imagen de Vane comportándose tan atento con Minnie… y sí, tan cariñoso. Patience frunció el ceño. Posiblemente corrupto. Pensó que no debía juzgarlo por su atuendo de lobo; sin embargo, a lo largo de sus veintiséis años aquella característica jamás había resultado ser engañosa.
Una vez más, ni su padre, ni los elegantes amigos de este, ni los demás personajes de la misma calaña que había conocido poseían sentido del humor.
Por lo menos, no el humor pendenciero y peleón del que había hecho gala Vane Cynster. Se hacía muy difícil resistirse al reto de devolverle el golpe, de unirse a su juego.
El ceño fruncido de Patience se intensificó. Luego parpadeó, se irguió y atravesó el salón para volver a colocar su taza vacía en el carrito.
Decididamente, Vane Cynster era un corruptor.