SLIGO abrió la puerta principal del número 22 a las nueve de la mañana siguiente.
Vane lo saludó con una breve inclinación de cabeza y entró.
—¿Dónde está la señora? —Recorrió rápidamente el vestíbulo con la mirada; gracias a Dios, estaba vacío, salvo por Sligo, que lo miraba boquiabierto.
Vane frunció el ceño. Sligo parpadeó.
—Supongo que la señora se encuentra todavía acostada, señor. ¿Desea que envíe…?
—No. —Vane miró escaleras arriba—. ¿Qué habitación es la suya?
—La última a la derecha.
Vane comenzó a subir.
—Tú no me has visto. No estoy aquí.
—Sí, señor.
Sligo observó cómo subía y sacudió la cabeza en un gesto negativo antes de volver a su puré de avena.
Tras localizar lo que fervientemente esperaba que fuera la habitación de Minnie, Vane dio unos ligeros golpes en la puerta. Un instante después, Minnie le franqueó el paso. Él pasó, velozmente, y cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido.
Recostada contra sus almohadas y con una taza de cacao caliente en las manos, Minnie lo miró fijamente.
—¡Santo cielo! Hacía años que no te veía levantado a la hora en que canta el gallo.
Vane se acercó hasta la cama.
—Necesito un consejo sabio, y tú eres la única persona que puede ayudarme.
Minnie sonrió de oreja a oreja.
—Muy bien, ¿qué es lo que pasa?
—Nada. —Incapaz de sentarse, Vane comenzó a pasear junto a la cama—. Ese es el problema. Lo que debería estar pasando es una boda. —Miró fijamente a Minnie—. La mía.
—¡Ajá! —En los ojos de Minnie brilló el triunfo—. De modo que por ahí sopla el viento, ¿eh?
—Como bien sabes —afirmó Vane con acento entrecortado— el viento lleva soplando por ahí desde la primera vez que puse los ojos en tu sobrina.
—Perfectamente correcto, como debe ser. ¿Y dónde está el escollo?
—En que ella no me acepta.
Minnie parpadeó. Su expresión satisfecha se esfumó.
—¿Que no te acepta?
Su tono iba teñido de total desconcierto; Vane hizo un esfuerzo para no hacer rechinar los dientes.
—Exacto. Por alguna razón desconocida, no le parezco apropiado.
Minnie no dijo nada; su expresión lo decía todo. Vane hizo una mueca.
—No soy yo, concretamente, sino los hombres o el matrimonio en general, contra lo que está atrincherada. —Dirigió una mirada fulminante a Minnie—. Ya sabes a qué me refiero. Patience ha heredado tu tozudez con creces.
Minnie respiró hondo y dejó la taza de cacao sobre la mesilla.
—Patience es una muchacha que tiene las ideas muy claras. Pero si abriga reservas acerca del matrimonio, yo hubiera pensado que precisamente tú eras el que daba la talla para enfrentarse al reto de hacerla cambiar de opinión.
—No creas que no lo he intentado. —En sus palabras se percibió la desesperación.
—Debes de haberlo hecho de forma confusa. ¿Cuándo te has declarado? ¿Anoche, en el invernadero?
Vane procuró no acordarse de lo sucedido la noche anterior en el invernadero.
Los vívidos recuerdos lo habían tenido despierto hasta el amanecer.
—Primero me declaré, dos veces, en Bellamy Hall. Y desde entonces he repetido mi oferta varias veces más. —Giró sobre sus talones y volvió sobre sus pasos cruzando la alfombra—. Cada vez con mayor persuasión.
—Mmm. —Minnie frunció el entrecejo—. Esto parece grave.
—Yo creo… —Vane se interrumpió y, con las manos en las caderas, contempló el techo—. No, yo sé que inicialmente me confundió con su padre. Esperaba que yo me comportase igual que él. —Giró de nuevo y volvió atrás—. Al principio esperaba que no sintiera interés alguno por el matrimonio, y cuando le demostré que no era así, supuso que no tenía un verdadero interés por la familia. Creía que le estaba pidiendo que se casara conmigo por razones puramente superficiales, porque puede ser adecuada, en efecto.
—¿Un Cynster que no tiene interés por la familia? —Minnie lanzó un resoplido de desdén—. Ahora que ha conocido a tantos de vosotros, ya no puede seguir estando ciega.
—Así es. Y ahí es precisamente adónde quiero llegar. —Vane se detuvo junto a la cama—. Aunque desfilaron por delante de ella las actitudes de la familia, ni aun así quiso cambiar de opinión. Lo cual quiere decir que hay algo más, algo más profundo. Lo he percibido desde el principio. Existe alguna razón fundamental por la que está en contra del matrimonio. —Miró a Minnie a los ojos—. Y yo creo que deriva del matrimonio de sus padres. Por eso he venido aquí a preguntártelo.
Minnie le sostuvo la mirada, y acto seguido su expresión se tornó distante.
Luego asintió, muy despacio.
—Puede que tengas razón. —Volvió a mirar a Vane—. ¿Quieres que te cuente la historia de Constante y Reggie?
Vane afirmó con la cabeza. Minnie suspiró.
—No es una historia feliz.
—¿A qué te refieres?
—Constance amaba a Reggie. Con eso no me refiero al habitual cariño que existe en muchos matrimonios, ni tampoco a un tipo de afecto más cálido. Estoy hablando de amor, amor sin egoísmo, completo e inquebrantable. Para Constance, el mundo giraba alrededor de Reggie. Claro que quería a sus hijos, pero es que eran de Reggie, y por lo tanto quedaban dentro de su entorno. Por dar a cada uno lo que le corresponde, diré que Reggie intentaba estar a la altura, pero, por supuesto, desde su punto de vista, el descubrimiento de que su mujer lo amaba hasta la locura suponía más un engorro que una alegría. —Minnie soltó un bufido—. Era un verdadero caballero de su época. No se casó por algo tan escandaloso como el amor. El de ellos se consideraba un matrimonio adecuado en todos los sentidos, y en realidad no fue culpa suya que las cosas se desarrollasen en una dirección tan inesperada.
Minnie sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Intentó decepcionar ligeramente a Constance, pero los sentimientos de ella eran firmes como una roca, imposibles de cambiar. Al final, Reggie actuó como un caballero y se mantuvo alejado. Perdió todo contacto con sus hijos. No podía visitarlos sin ver a Constance, lo cual daba lugar a situaciones que él no podía afrontar.
Vane, con un ceño más profundo, reanudó sus paseos.
—¿Y qué lección, a falta de una palabra mejor, ha podido sacar Patience de todo eso?
Minnie lo observó pasear y su mirada se volvió más penetrante.
—Tú dices que es un motivo profundo el que le impide aceptar tu oferta… Supongo que, por lo tanto, estás seguro de que de lo contrario ella aceptaría.
Vane la miró bruscamente.
—Absolutamente seguro.
—¡Vaya! —Minnie lo miró con ojos entornados—. Si ese es el caso —declaró en un tono más bien de censura—, hasta donde yo puedo entender, el asunto es perfectamente obvio.
—¿Obvio? —Vane escupió la palabra y rodeó la cama—. ¿Te importa compartir conmigo tu visión de las cosas?
—Bueno —gesticuló Minnie—, es lógico. Si Patience está dispuesta a aceptarte a ese nivel, entonces es muy posible que esté enamorada de ti.
Vane no pestañeó.
—¿Y?
—Pues que vio a su madre soportar una vida desgraciada por haberse casado con un hombre al que amaba pero que no la amaba a ella, un hombre a quien no le importaba el amor que le daba su mujer.
Vane frunció el ceño y bajó la vista. Continuó paseando. Entonces Minnie abrió mucho los ojos y alzó las cejas.
—Si quieres hacer cambiar de opinión a Patience, tendrás que convencerla de que su amor está a salvo contigo, de que tú lo valoras, en lugar de verlo como una piedra alrededor del cuello. —Buscó la mirada de Vane—. Tendrás que convencerla para que te confíe su amor.
Vane arrugó la frente.
—No hay razón para que no me confíe su amor. Yo no me comportaría nunca como su padre.
—Eso lo sabemos tú y yo. Pero ¿lo sabe Patience?
El ceño de Vane se convirtió en una sima, y comenzó a pasear con más agresividad. Al cabo de unos momentos, Minnie se encogió de hombros y entrelazó las manos.
—Qué cosa más curiosa, la confianza. Las personas que no tienen motivos para confiar pueden mostrarse muy a la defensiva. La mejor manera de animarlas a que confíen es depositar esa misma confianza, la confianza complementaria, en ellas.
Vane le dirigió una mirada que distaba mucho de ser complaciente; Minnie volvió a levantar las cejas.
—Si tú confías en ella, ella confiará en ti. A eso se reduce todo.
Vane la miró ceñudo… y con expresión de rebeldía.
Minnie asintió. Con aire definitivo.
—Tendrás que confiar en ella tal como quieres que ella confíe en ti, si es que quieres que sea tu esposa. —Le dirigió una mirada valorativa—. ¿Crees que estás preparado para hacer eso?
Sinceramente, no lo sabía.
Mientras se debatía con la respuesta a la pregunta de Minnie, no olvidó sus otras obligaciones. Media hora después de dejar a Minnie, entraba en la acogedora salita de la casa de la calle Ryder que compartían los hijos de su tío Martin. Gabriel, según le habían dicho, se encontraba aún en la cama. Lucifer, sentado a la mesa y enfrascado en devorar un plato de carne asada, levantó la vista al verlo entrar.
—¡Vaya! —Lucifer parecía impresionado. Echó un vistazo al reloj de la chimenea—. ¿A qué debemos esta inesperada, no menos que sorprendente, visita? —Agitó las cejas—. ¿Vienes a darnos la noticia de algún partido inminente?
—Reprime tus arrebatos. —Con una mirada ácida, se dejó caer en una silla y cogió la cafetera—. La respuesta a tus preguntas son las perlas de Minnie.
Como si hubiera mudado la piel, Lucifer abandonó su tono festivo.
—¿Las perlas de Minnie? —Su mirada se tornó distante—. Es un collar de dos vueltas, de setenta y cinco centímetros o más, excepcionalmente bien emparejadas. —Su ceño se acentuó—. También lleva pendientes, ¿no?
—Llevaba. —Vane clavó los ojos en su mirada de perplejidad—. Todos han desaparecido.
Lucifer parpadeó.
—Desaparecido… ¿Quieres decir que los han robado?
—Eso creemos.
—¿Cuándo? ¿Y por qué?
Vane le explicó brevemente la situación. Lucifer escuchó atento. Cada miembro de la Quinta de los Cynster tenía un área de especial interés; la especialidad de Lucifer eran las gemas y las joyas.
—He venido a pedirte —terminó diciendo Vane— que sondees un poco a los expertos en este tema. Si las perlas se han escapado de nuestras redes y han sido entregadas a otro, supongo que pasarán por Londres.
Lucifer asintió.
—Yo diría que sí. Todo tipo que se precie intentaría interesar a los moradores de Hatton Garden.
—A todos los cuales conoces tú.
Lucifer sonrió, pero fue un gesto carente de humor.
—Así es. Déjalo de mi cuenta. Ya te llamaré cuando me entere de algo que venga al caso.
Vane apuró su taza de café y retiró su silla.
—Házmelo saber en cuanto te enteres.
Una hora más tarde, Vane estaba de regreso en la calle Aldford. Tras recoger a Patience, todavía soñolienta, la instaló en su carruaje y se encaminó directamente hacia el parque.
—¿Alguna novedad? —preguntó mientras guiaba los caballos por una de las avenidas más tranquilas.
Patience, bostezando, negó con la cabeza.
—El único cambio, si es que se puede llamar así, es que Alice se ha vuelto todavía más mojigata y extraña. —Miró a Vane—. Alice declinó la invitación de Honoria, y cuando Minnie le preguntó por qué, ella declaró que todos erais unos demonios.
Vane estuvo a punto de sonreír.
—Aunque parezca mentira, no es la primera persona que nos ha colocado dicha etiqueta.
Patience sonrió jovial.
—Pero para responder a tu siguiente pregunta, he hablado con Sligo. A pesar de haberse quedado sola, Alice no hizo nada más emocionante que retirarse temprano a su habitación, donde permaneció la velada entera.
—Rezando para librarse de los demonios, sin duda. ¿Asistió Whitticombe al baile?
—Pues sí. Whitticombe no está aquejado de ninguna vena puritana. Aunque no estuvo jovial, por lo menos parecía dispuesto a entretenerse, Según Gerrard, pasó casi todo el tiempo conversando con diversos Cynster de más edad.
Gerrard pensó que posiblemente estaba sondeando a posibles mecenas, aunque no le quedó claro para qué proyecto. Por descontado, Gerrard no es precisamente un observador imparcial, ni siquiera en lo que se refiere a Whitticombe.
—Yo no subestimaría a tu joven hermano. Su ojo de artista es notablemente acertado. —Vane la miró de reojo—. Y todavía tiene el oído de un niño.
Patience sonrió.
—Le encanta escuchar. —Luego se puso seria—. Por desgracia, no oyó nada que viniera al caso. —Captó la mirada de Vane—. Minnie está empezando a preocuparse otra vez.
—He puesto a Lucifer sobre la pista de las perlas. Si han llegado hasta los joyeros de Londres, él se enterará.
—¿Por qué?
Vane se lo explicó. Patience frunció el entrecejo.
—En realidad no entiendo cómo pueden haber desaparecido sin dejar rastro.
—Junto con todo lo demás. Sólo piensa… —Pero dejó la frase sin terminar e hizo girar el carruaje—. Si existe un solo ladrón, y, dado que tampoco se ha encontrado ningún otro de los objetos robados, parece razonable pensar que todos los objetos se encuentran ocultos en un único sitio. ¿Pero dónde?
—Así es, ¿dónde? Lo hemos registrado todo, pero tienen que estar en alguna parte. —Patience miró a Vane—. ¿Hay algo más que pueda hacer yo?
La pregunta quedó suspendida en el aire. Vane mantuvo la vista fija en los caballos hasta que consiguió evitar pronunciar la frase: «Acepta casarte conmigo». No era el momento oportuno, y presionarla no era la táctica adecuada. Lo sabía, pero le costó un verdadero esfuerzo tragarse aquellas palabras.
—Vigila una vez más a los invitados de Minnie. —Enfiló el carruaje hacia las puertas del parque a paso vivo—. No busques nada concreto ni sospechoso. No prejuzgues lo que veas, limítate a estudiar a cada uno de ellos. —Respiró hondo y miró fijamente a Patience—. Tú eres la persona que está más cerca y al mismo tiempo más independiente; vigílalos de nuevo, y después cuéntame lo que hayas visto. Vendré a recogerte mañana.
Patience asintió.
—¿A la misma hora?
Vane afirmó brevemente. Y se preguntó cuánto tiempo más podría contenerse para no hacer algo… decir algo… imprudente.
—¡Señorita Patience!
Corriendo por la galería al encuentro de Vane, que aguardaba impaciente en el piso de abajo, Patience se detuvo un instante y esperó a que la alcanzara la señora Henderson, que había desertado de su puesto de supervisar a las doncellas y venía por uno de los pasillos.
Con una mirada cómplice, la señora Henderson se le acercó y bajó la voz para decirle:
—Si tuviera la bondad, señorita, de decirle al señor Cynster que hemos vuelto a encontrar arena.
—¿Arena?
Con una mano apoyada en su amplio busto, la señora Henderson afirmó con la cabeza.
—Él lo entenderá. Igual que antes, un poquito aquí y allá, alrededor de ese elefante tan horrible. Yo la veo brillar entre los tablones del suelo. Aunque no procede de ese animal tan grotesco, porque yo misma lo limpié con un paño y lo encontré perfectamente limpio. Aparte de eso, incluso con estas criadas de Londres, y eso que Sligo ha contratado a las más perspicaces de toda la cristiandad, no hemos descubierto nada extraño.
Patience hubiera solicitado una explicación, de no ser porque tenía impresa en la mente de forma indeleble la expresión del rostro de Vane cuando fue a verla y la encontró en la salita esperándolo, más que dispuesta, para el paseo. Estaba impaciente deseoso de hincarle el diente a algo invisible.
Sonrió a la señora Henderson y respondió:
—Se lo diré.
Seguidamente dio media vuelta y, agarrando su manguito, corrió escaleras abajo.
—¿Arena? —Con la mirada fija en el semblante de Vane, Patience aguardó una aclaración. Se encontraban en el parque, tomando la ruta de costumbre que los alejaba del gentío de moda. Acababa de darle el mensaje de la señora Henderson, el cual había sido recibido con un ceño fruncido—. ¿De dónde diablos la saca?
—¿Quién?
—Alice Colby. —Con expresión grave, Vane le habló de la vez anterior que habían hallado arena en la habitación de Alice, y después meneó la cabeza—. Sólo Dios sabe qué significa. —Miró a Patience—. ¿Has vigilado a los demás?
Patience afirmó.
—No he encontrado nada ni remotamente extraño en ninguno de ellos ni en sus actividades. Lo único de lo que me he enterado, que no sabía, es de que Whitticombe se ha traído libros de Bellamy Hall. Al verlo tomar de inmediato posesión de la biblioteca, supuse que habría encontrado algunos tomos y habría adquirido un interés nuevo por algo.
—¿Y no ha sido así?
—Ni mucho menos. En su equipaje se trajo al menos seis volúmenes enormes; no me extraña que su cochero se rezagara tanto.
Vane frunció el ceño.
—¿Y qué está estudiando en este momento? ¿Continúa con la abadía Coldchurch?
—Sí. Todas las tardes. Me he colado en la biblioteca y lo he observado. Los seis libros tratan sobre la Disolución, el período anterior a ella o el inmediatamente posterior. La única excepción es un libro de cuentas, fechado casi un siglo antes.
—Mmm.
Al ver que Vane no decía nada, Patience le dio un tironcito del brazo.
—¿Qué?
Él la miró un instante y volvió a fijar la vista en su caballo principal.
—Es que Whitticombe parece obsesionado con la abadía. Cabría pensar que a estas alturas ya sabría todo lo que hay que saber, al menos lo bastante para escribir su tesis. —Unos momentos después, agregó—: ¿No tienes nada sospechoso que contar respecto de los demás?
Patience negó con la cabeza.
—¿Se ha enterado de algo Lucifer?
—Las perlas no han pasado por Londres. De hecho, las fuentes de Lucifer, que no tienen rival, están muy seguras de que esas perlas no se han puesto, tal como dicen en su jerga, «a disposición».
—¿A disposición?
—Quiere decir que el que las haya robado aún las tiene en su poder. Que nadie ha intentado venderlas.
Patience hizo una mueca de desagrado.
—Por lo visto, a cada poco nos topamos con callejones sin salida. —Luego añadió—: He calculado cómo tendría que ser el espacio donde almacenar todo lo que se ha robado. —Captó la mirada de Vane—. La bolsa de costura de Edith Swithins, vacía de todos los demás cachivaches, apenas serviría para ocultarlo todo.
El ceño de Vane adquirió mayor gravedad.
—Pues tiene que estar en alguna parte. He ordenado a Sligo que registre de nuevo todas las habitaciones, pero ha regresado con las manos vacías.
—Pero está en alguna parte.
—En efecto. ¿Pero dónde?
Vane estaba de vuelta en la calle Aldford al día siguiente, a la una de la madrugada, ayudando a Edmond, a quien le temblaban las rodillas, a subir los escalones de la entrada. Gerrard atendía a Henry, que se reía de su propia locuacidad. Edgar, con una sonrisa ancha e inequívocamente boba en el rostro, ocupaba la retaguardia.
El general, gracias a Dios, se había quedado en casa.
Sligo les abrió la puerta a todos y al instante se hizo cargo de la situación. De todos modos, hizo falta otra media hora y los esfuerzos concertados de los miembros sobrios del grupo para instalar a Edmond, Henry y Edgar en sus respectivas camas.
Exhalando un suspiro de alivio, Gerrard se derrumbó contra la pared del corredor.
—Si no encontramos pronto las perlas y devolvemos a estos de vuelta van a terminar desmadrándose… y acabando con nosotros.
El comentario era fiel reflejo de lo que pensaba Vane. Dejó escapar un gruñido y se acomodó la chaqueta.
Gerrard bostezó y asintió soñoliento.
—Yo me voy a la cama. Hasta mañana.
Vane lo despidió con un gesto de cabeza.
—Buenas noches.
El muchacho se alejó por el pasillo. Vane, con expresión sobria, cruzó la galería en dirección a las escaleras. Al llegar a las mismas, se detuvo a observar el vestíbulo sumido en sombras. A su alrededor, la casa estaba dormida; el velo de la noche, perturbado durante unos minutos, volvió a caer como un silencioso sudario.
Vane sintió que la noche lo agotaba, que le restaba fuerzas. Estaba cansado.
Cansado de no llegar a ninguna parte. Frustrado a cada paso que daba.
Cansado de no ganar, de no tener éxito.
Demasiado cansado de luchar contra el impulso que lo arrastraba, el impulso de buscar socorro, apoyo, de encontrar el final de sus esfuerzos en los brazos de su amor.
Aspiró profundamente y sintió que se le hinchaba el pecho. Mantuvo la mirada fija en las escaleras, negando el impulso de mirar hacia la derecha, hacia el pasillo que conducía a la habitación de Patience.
Era hora de irse a casa, de bajar las escaleras, salir por la puerta, caminar las pocas manzanas que lo separaban de su propia casa de la calle Curzon, internarse en el silencio de una casa vacía, subir las elegantes escaleras y meterse en el dormitorio principal. Para dormir solo en su cama, entre sábanas de seda frías, sin calor, sin afecto.
Un leve susurro, y a su lado se materializó Sligo. Vane desvió la mirada.
—Me marcho ya.
Si Sligo estaba sorprendido, no dio muestras de ello. Tras una inclinación de cabeza, procedió a bajar las escaleras. Vane aguardó y observó cómo Sligo cruzaba el vestíbulo e iba a comprobar la puerta principal. Oyó el ruido del pestillo al caer, y después vio la luz parpadeante de la vela atravesar el vestíbulo y desaparecer a través de la puerta de tapete verde.
Y quedó a solas en el silencio de la oscuridad.
Todavía como una estatua, permaneció unos instantes en lo alto de las escaleras. En las presentes circunstancias, colarse en la cama de Patience resultaba inaceptable, incluso reprensible.
Pero también inevitable.
Una vez que sus ojos se hubieron adaptado del todo a la oscuridad, giró hacia la derecha. Echó a andar por el pasillo sin hacer ruido, en dirección a la puerta del fondo. Cuando se encontró frente a ella, levantó la mano… y titubeó. Pero luego endureció las facciones.
Y llamó. Con suavidad.
Transcurrió un minuto de silencio, y después oyó las suaves pisadas de unos pies descalzos sobre la madera. Un instante más tarde, la puerta se abrió.
Sonrojada por el sueño y con el cabello revuelto, Patience lo miró parpadeando. El largo camisón blanco se adhería a su figura recortada por el resplandor del fuego de la chimenea. Con la boca entreabierta y los senos subiendo y bajando, irradiaba calidez y la promesa del paraíso.
Los ojos de ella encontraron los suyos. Por espacio de un largo minuto, Patience se limitó a mirarlo; luego dio un paso atrás y le indicó que entrase.
Vane cruzó el umbral y supo que aquel iba a ser su Rubicón particular.
Patience cerró la puerta tras él, se volvió… y se echó en sus brazos.
Él la estrechó contra sí y la besó. No necesitaba palabras para decir lo que quería decir. Patience se abrió a él al instante, ofreciendo todo lo que él quería, todo lo que necesitaba. Se dejó caer contra su cuerpo, toda ella curvas femeninas que lo incitaban, lo animaban.
Vane contuvo la respiración, sujetó las riendas de sus demonios y supo que esta vez no iba a sujetarlas mucho tiempo. Patience encendía su sangre con demasiada facilidad, era la esencia misma de la necesidad.
El único y dominante objeto de su deseo.
Abrió los ojos y los volvió hacia la cama. Esta, alentadoramente grande, estaba sumida en sombras. La única luz que había en el dormitorio provenía de las ascuas que aún resplandecían en la chimenea.
Deseaba tenerla en su propia cama, pero aquella noche tendría que conformarse con la de ella. También deseaba verla, permitir que sus ojos, que todos sus sentidos se dieran un festín. Sus demonios necesitaban alimento. Y también tenía que encontrar un modo de decirle la verdad, de decirle lo que llevaba en el corazón. Pronunciar las palabras que sabía que tenía que decir.
Minnie, maldita fuera su antigua sagacidad, le había señalado la verdad sin equivocarse. Y, tanto como una parte de él lo deseaba, se sentía incapaz de huir incapaz de escapar.
Tenía que hacerlo.
Levantó la cabeza y aspiró una bocanada de aire tan enorme, que el pecho se le tensó contra la chaqueta.
—Vamos cerca del fuego.
Deslizó un brazo alrededor de Patience para guiarla hacia la chimenea y se percató del modo en que resbalaba la fina tela sobre la piel desnuda. Entonces la ciñó un poco más contra sí, apoyándole la cabeza en el hueco de su hombro y la cadera contra la suya, y ella cedió de buen grado.
Los dos, como uno solo, se detuvieron delante del fuego. Entonces, con una naturalidad que a Vane le resultó cautivadora, Patience se entregó a sus brazos. Apoyó las manos en sus hombros, alzó el rostro, los labios. Vane la estaba besando antes de pensar siquiera en ello.
Con un suspiro para sus adentros, Vane refrenó sus impulsos, los sujetó con rienda firme y a continuación dejó de abrazar a Patience y cerró las manos sobre su cintura. Y procuró no prestar atención al calor que sentía bajo las palmas, a la suavidad que notaba bajo los dedos.
Levantó la cabeza y puso fin al beso.
—Patience…
—Chist.
Ella se elevó de puntillas y unió su boca a la de Vane. Sus labios se aferraron, lo tentaron con suavidad; los de él permanecieron firmes. De manera instintiva, Vane tomó de nuevo la iniciativa y se deslizó sin esfuerzo a otro beso.
Maldijo para sí. Sus riendas estaban fallando. Sus demonios sonreían de oreja a oreja, ya relamiéndose malévolamente. Lo intentó de nuevo, esta vez susurrando al oído de Patience:
—Necesito dec…
Pero ella lo hizo callar una vez más, con la misma eficacia.
Y con mayor eficacia todavía puso sus manos sobre él y cerró posesivamente los dedos alrededor de su miembro ya rígido.
Vane contuvo el aliento… y se rindió. No merecía la pena continuar batallando, había olvidado lo que tenía que decir. Deslizó las manos hacia abajo y hacia atrás, tomó las nalgas de Patience y acercó sus caderas hacia sus propios muslos. Ella abrió los labios y movió la lengua de forma tentadora; él aceptó la invitación y se zambulló. Sediento.
Patience lanzó un suspiro de satisfacción y se hundió en el duro abrazo de Vane. No le interesaba oír palabras; estaba preparada para oír jadeos, gemidos, incluso gruñidos, pero no palabras.
No necesitaba oír a Vane explicar por qué se encontraba allí; no necesitaba oírlo excusarse por necesitarla a ella; sus motivos los vio allí, brillando como plata en sus ojos, cuando lo descubrió en el umbral oscuro de su dormitorio, con la mirada fija, hambrienta, en ella. La fuerza de aquel brillo plateado estaba dibujada en las facciones de su cara, bien a la vista. No quería oírlo explicarse, y arriesgarse a empañar aquel brillo con meras palabras. Las palabras jamás podrían hacerle justicia, tan sólo le restarían valor a la gloria.
La gloria de ser necesitada. Necesitada de aquella forma. Nunca le había ocurrido nada igual, y posiblemente nunca volvería a ocurrirle de nuevo.
Sólo con Vane. La suya era una necesidad que ella podía satisfacer; sabía, en lo más profundo de su alma, que estaba hecha para ello. El prístino placer que recibía de darse a Vane y calmar así su necesidad era algo al margen de las palabras, al margen de toda medida terrenal.
Aquello era lo que significaba ser mujer. Esposa. Amante. Aquello, de entre todo, era lo que ansiaba su alma.
Y no quería que se interpusieran unas simples palabras.
Patience abrió su corazón dichoso y acogió a Vane. Lo besó con tanta pasión como él la besó a ella, buscándolo con manos avariciosas a través de la ropa.
Vane, con una maldición en voz baja, retrocedió.
—Espera.
Extrajo el largo alfiler de su pañuelo de cuello y lo depositó sobre la repisa de la chimenea. Acto seguido, se apresuró a desanudarlo. Patience sonrió y lo tocó; él, con expresión dura como el granito, dio un paso a un lado y se situó a su espalda… y unos pliegues de lino bloquearon la vista de Patience.
—¿Qué…? —Patience se llevó las manos a la cara.
—Confía en mí. —Ahora situado detrás de ella, Vane le apartó las manos y le enrolló la tela dos veces alrededor de la cabeza antes de hacerle un nudo en la nuca. A continuación, apoyó las manos en los hombros de Patience, inclinó la cabeza y le recorrió con los labios, en una caricia etérea, la curva de la garganta—. Será mejor así.
Mejor para él, porque así podría conservar un cierto grado de control. Sentía agudamente la responsabilidad de ser el amor de Patience; tomar y no dar era algo que no se correspondía con su manera de ser. Necesitaba decirle lo que anidaba en su corazón. Si no lograba expresarlo con palabras, al menos sí podía demostrar sus sentimientos. Por el momento, con aquel deseo imperioso que le latía en las venas, era lo mejor que podía hacer.
Sabía muy bien el efecto que iba a causar en Patience estar «ciega»: sin poder ver, los demás sentidos se agudizarían, y con ello su sensibilidad sexual, tanto física como emocional, alcanzaría nuevas cumbres.
Lentamente le dio la vuelta hasta tenerla mirando de frente, y retiró las manos.
Con sus sentidos enardecidos, Patience aguardó. Su respiración era superficial, tensa por la emoción; sentía un cosquilleo en la piel. Con las manos laxas a los costados, escuchó los latidos de su corazón y el deseo correr por sus venas.
El primer tirón fue tan leve que no estuvo segura de que hubiera sido real, pero entonces saltó otro botón más del camisón que llevaba puesto. Sus sentidos le decían que Vane estaba cerca, próximo, pero no podía distinguir exactamente dónde. Alzó una mano de forma tentativa…
—No. Sólo quédate quieta.
Obediente a aquella voz profunda, a aquel tono irresistible, Patience dejó caer los brazos.
La botonadura del camisón iba de arriba abajo, hasta el suelo. Tan sólo el roce del aire en la piel y el ligerísimo tirón que sintió le indicaron que se había desabrochado el último de los botones. Antes de que pudiera imaginar lo que venía a continuación, unos leves tirones en las muñecas desanudaron las cintas de encaje.
Ciega e impotente, se estremeció.
Y entonces notó que el camisón se abría y le resbalaba por los brazos, por la espalda, se liberaba de sus manos y caía en el suelo, detrás de ella.
Respiró de forma entrecortada… y percibió la mirada de Vane sobre ella. Lo tenía frente a sí. Su mirada la recorría. Patience sintió que se le endurecían los pezones y que un intenso calor se le extendía bajo la piel. Una ola de calor siguió a la mirada de Vane, una ola que inundó sus senos, su vientre, sus muslos. Notó que se ablandaba, conforme se iba incrementando la emoción.
Vane cambió de postura y se situó a un costado. Ella ladeó ligeramente la cabeza y se esforzó por seguir sus movimientos. Entonces él se acercó un poco más. Se encontraba a su izquierda, a escasos centímetros; lo percibía con cada poro de su piel.
Un duro dedo se le deslizó bajo la barbilla y le levantó la cabeza. Sus labios vibraron, y entonces Vane los cubrió con los suyos.
Fue un beso largo y profundo, ardiente, de una brutal candidez. Vane buscó en lo más hondo y reclamó su suavidad, la paladeó con languidez pero a fondo, una muestra de lo que estaba por venir. Entonces se apartó… y apartó también el dedo.
Desnuda, sin ver nada, sin otra cosa que el leve resplandor del fuego y el ardor del deseo para calentarse, Patience tembló y esperó.
Un dedo la tocó en el hombro derecho y comenzó a descender perezosamente hacia la forma del pecho para ir a detenerse en un pezón. Dibujó un círculo, lo tocó apenas y desapareció.
La segunda caricia fue semejante a la primera, esta vez sobre el pezón izquierdo, y le provocó un largo estremecimiento en todo el cuerpo. Aspiró entrecortadamente.
Vane se acercó a su espalda para acariciar los largos músculos que bordeaban la columna vertebral, de uno en uno, y se detuvo cuando se perdieron en el hueco de la cintura.
Una vez más, el contacto se desvaneció; una vez más, Patience aguardó.
Entonces sintió una mano dura y caliente que, ligeramente áspera contra su piel, se apoyó en su espalda, en la curva por debajo de la cintura, y comenzó a descender con audacia. Se apoderó de sus curvas plenas, conocedora, valorativamente. Patience sintió que estallaba en deseo en su interior, ardiente y urgente, y notó cómo su rocío le humedecía la piel.
Dejó escapar una suave exclamación, y el sonido reverberó en la quietud del dormitorio. Vane inclinó la cabeza, ella lo percibió y alzó los labios. Y entonces se unieron en un beso tan rebosante de necesidad, que casi perdió el equilibrio. Levantó una mano para agarrarse del hombro de Vane…
—No. Quédate quieta —le susurró Vane en los labios antes de besarla otra vez. A continuación su boca se posó en la sien—. No te muevas. Siente, nada más. No hagas nada. Deja que te ame.
Patience se estremeció… y obedeció en silencio.
La mano que acariciaba sus nalgas continuó en su sitio, con inquietante intimidad. Bajó un poco para recorrer brevemente la cara posterior de los muslos y luego, subiendo por la línea que unía ambos, volvió a acariciar las tensas curvas de los glúteos.
Entonces un pícaro dedo encontró el hueco situado en la base de su garganta.
De manera involuntaria, Patience se tensó. El dedo fue bajando lentamente, resbalando por la piel. Pasó por entre los inflamados senos, continuó por la sensible zona del estómago, cruzó la línea de la cintura y llegó al ombligo. Allí lo rodeó, muy despacio, y después se desvió en diagonal, hacia una cadera, y luego hacia la mitad del muslo, para ir a detenerse y desaparecer justo por encima de la rodilla.
El dedo regresó a la garganta. Y de nuevo se inició aquel largo viaje, esta vez en dirección a la otra cadera y la otra rodilla.
Patience no se engañaba; cuando el dedo volvió a situarse bajo su garganta, respiró hondo. Y contuvo el aliento.
El dedo se deslizó hacia abajo, con el mismo movimiento lánguido y perezoso. De nuevo rodeó el ombligo, pero entonces, de forma deliberada, se introdujo en el pequeño hueco del mismo. Y sondeó. Con suavidad. De forma sugestiva, repetidamente.
El aliento contenido de Patience escapó precipitadamente. El estremecimiento que la recorrió esta vez fue más como un escalofrío; respirar se le hizo más difícil. Se pasó la lengua por los labios resecos, y el dedo se retiro.
Y se deslizó más abajo.
Patience se puso tensa.
El dedo continuó su pausado descenso, atravesó la suave inclinación del vientre y se coló entre los rizos que crecían en su base.
Patience se hubiera movido, pero la mano que tenía detrás la sujetaba con firmeza. Sin prisas, el dedo abrió los rizos, luego la abrió a ella y siguió profundizando.
Hasta introducirse en el calor resbaladizo de entre los muslos.
Patience sintió que se tensaba hasta el último de los nervios de su cuerpo, que se le incendiaba hasta el último centímetro de piel. El más mínimo fragmento de su consciencia estaba concentrado en el contacto de aquel dedo perezoso que la exploraba.
El dedo describió un círculo, y Patience lanzó una exclamación ahogada; creyó que las rodillas se le doblaban. Que ella supiera, se le doblaron, pero la mano firme en sus nalgas la sostuvo, la mantuvo en el sitio, de modo que pudo sentir cada uno de los movimientos de aquel audaz dedo. Volvió a describir un círculo, y otro más, hasta que le pareció que se le derretían los huesos.
En el interior de su cuerpo, era una pura llama; Vane lo sabía, por supuesto, pero no se daba ninguna prisa. Su dedo presionó un poco más, se introdujo más adentro, y de nuevo describió círculos, tal como había hecho un poco más arriba.
Con la respiración entrecortada, Patience esperó. Sabía que había de llegar el momento en que Vane se metiera de verdad, en que su dedo sondeara más profundamente su vacío calor. Respiraba de forma tan superficial que oía el suave siseo; notaba los labios secos, ásperos, pero palpitantes. Una y otra vez, Vane dudó en la puerta de entrada, sólo para salirse y acariciar su carne inflamada, resbaladiza y vibrante al ritmo de los latidos del corazón.
Y por fin llegó el momento. Tras describir un último círculo, el dedo hizo una pausa y se centró en la entrada. Patience se estremeció y dejó caer la cabeza hacia atrás.
Y entonces Vane la penetró, tan despacio que ella creyó perder el juicio.
Lanzó una exclamación sofocada y después un leve grito, cuando él se internó aún más.
Vane reaccionó acercando los labios a un dolorido pezón.
Patience oyó su propio grito como si viniera de muy lejos. Levantó las manos… y encontró y asió los hombros de Vane. Vane cambió de posición hasta situarse directamente frente a Patience, para así poder lamer primero un pecho, luego el otro, al tiempo que introducía uno, y después dos largos dedos en su cuerpo. Con la otra mano aferró con fuerza los firmes montículos de los glúteos, sabiendo que le dejaría marcas. Si no lo hacía así, ella terminaría en el suelo… y él también. Lo cual daría lugar a más marcas todavía.
Ya había agotado su reserva de control; se le había acabado cuando tocó el calor húmedo de Patience entre las piernas. Había calculado correctamente que el hecho de estar desnuda y con los ojos vendados la excitaría poderosamente…, pero no había previsto que aquello lo excitara a él también.
Sin embargo, estaba decidido a derrochar todo tipo de atenciones con ella, hasta el último gramo que fuera capaz de dar.
Apretando mentalmente los dientes y sujetándose los machos con mano de hierro, continuó. Y derrochó todavía más amor con Patience.
Todo lo que tenía que dar, dado como sólo él sabía darlo.
Patience no sabía que su cuerpo pudiera sentir tanto, con tanta intensidad. Le corría fuego por las venas; su piel había cobrado una nueva capacidad de percepción. Era sensible al mínimo cambio en la corriente de aire, a cada una de aquellas audaces caricias, a todos los matices de cada contacto.
Cada movimiento de los duros dedos de Vane le provocaba placer dentro de su cuerpo, de la cabeza a los pies; cada gesto de sus labios, cada embestida de su lengua capturaba el placer y lo elevaba hasta cumbres Aquel placer fue aumentando, creciendo, barriendo su cuerpo, hasta entrar en ignición y fundirse en un conocido sol interior. Con los ojos cerrados debajo de la venda, dejó escapar una leve exclamación y aguardó a que aquel sol estallara sobre ella, a que la invadiera y la elevara. Flotaba a la deriva en un mar de sensualidad, satisfecha hasta los mismos dedos de los pies.
El mar se extendió cada vez más; las olas lamían sus sentidos, los alimentaban, los saciaban. Pero aun así continuaban sedientos.
Tuvo una vaga conciencia de que las manos de Vane se movían, de que perdía aquel íntimo contacto. Entonces Vane la levantó del suelo, la acunó contra su pecho y la llevó a otra parte. A la cama. Suavemente, con besos dulces que aliviaron sus labios resecos, la depositó encima de las sábanas. Patience esperó a que desapareciera la venda que le tapaba los ojos. Pero no desapareció. En vez de eso, notó el frescor de la sábana de satén en la piel.
Escuchó… aguzó el oído y captó un ruido sordo… una bota que caía al suelo.
Sonrió en la oscuridad. Entonces se hundió en las plumas de la cama y se relajó. Y aguardó.
Esperaba que Vane se reuniera con ella bajo las sábanas; pero en cambio, unos minutos más tarde, estas se apartaron. Vane subió a la cama y se detuvo.
Patience tardó unos instantes en comprender dónde estaba.
De rodillas, separándole los muslos.
La emoción la sacudió con la fuerza de un rayo: en un instante, su cuerpo se recalentó de nuevo. Tensa y expectante, volvió a temblar.
Oyó una risa ronca por encima de ella. Luego, las manos de Vane en las caderas. Al instante siguiente sintió sus labios.
En el ombligo.
A partir de ahí, las cosas no hicieron sino calentarse más.
Cuando, tras interminables jadeos, exclamaciones ahogadas y minutos de profunda intimidad, Vane se reunió con ella por fin, ella también tenía la voz ronca. Ronca a causa de reprimir los gritos, a causa de sus desesperados intentos de respirar. Vane la había llevado a un estado de placer infinito, su cuerpo estaba inundado de exquisitas sensaciones, sensible al menor contacto, a la menor caricia íntima.
Ahora Vane se abrió paso en su interior y la llevó todavía más lejos, al corazón mismo del sol, al reino de la gloria. Pariente lo instó a continuar, dejó que su cuerpo hablase por ella, que lo acariciara, lo abrazase y lo amase como él la estaba amando a ella.
De todo corazón. Sin reservas. Sin ataduras.
La verdad se reveló en el instante en que aquel sol de los dos implosionó y se fragmentó en mil pedazos. Sintió llover la gloria a su alrededor… alrededor de ambos. Unidos fuertemente los dos, Patience percibió el éxtasis de Vane igual que Vane percibió el suyo.
Se elevaron juntos, flotaron arrastrados por la violenta ola final; luego cayeron juntos, en un estado de profunda saciedad. Cada uno en los brazos del otro, los dos quedaron flotando en el reino reservado a los amantes, donde no se le permitía la entrada al raciocinio.
—Mmm.
Patience se arrebujó más en el calor de la cama e ignoró la mano que le sacudía el hombro. Estaba en el cielo, un cielo en el que no recordaba haber estado antes, y no le interesaba recortar su breve estancia. Ni siquiera por Vane, que la había llevado hasta allí. Había un tiempo para cada cosa, sobre todo para hablar, y aquel no era precisamente dicho momento. La envolvía un cálido resplandor, y se hundió en él, agradecida.
Vane lo intentó otra vez. Completamente vestido, se inclinó sobre ella y la sacudió con fuerza.
—Patience.
Un gruñido de disgusto fue todo lo que obtuvo de ella. Exasperado, volvió a reclinarse en el asiento y contempló los rizos castaño dorados que asomaban por encima de la sábana. Lo único que podía ver de su futura esposa.
Nada más despertarse, comprendió que tenía que irse, que tenía que despertar a Patience para decirle, sencilla y llanamente, lo que no le había dicho antes.
Antes de que las pasiones de ella los hubieran arrastrado a los dos.
Por desgracia, había acudido tarde a Patience, y había estirado el tiempo todo lo que fue capaz. El resultado era que, sólo dos horas más tarde, Patience continuaba profundamente hundida en la felicidad y se resistía a que la despertaran.
Vane suspiró. Sabía por experiencia que insistir en despertarla daría lugar a un ambiente totalmente inadecuado para la declaración que quería hacer. Lo cual significaba que despertarla era inútil… peor que inútil.
Iba a tener que esperar. Hasta que… Musitando un juramento, se levantó y se acercó a la puerta. Tenía que marcharse ya, o de lo contrario se toparía con las doncellas. Ya volvería más tarde a visitar a Patience, y tendría que hacer lo que había jurado no hacer nunca. Lo que no había esperado hacer nunca: Poner su corazón en una bandeja y entregárselo con toda calma a una mujer.
Ya no importaba si estaba preparado para ello o no. Lo único que importaba era asegurarse a Patience como esposa.