PARA Patience, los tres días siguientes transcurrieron en medio de un torbellino de breves encuentros, de reuniones en susurros, de intentos desesperados por localizar las perlas de Minnie salpicados de arreglos de última hora a su nuevo vestido de baile, todo ello encajado entre las salidas sociales necesarias para tener en observación a toda la familia de Minnie. Por debajo de tanto frenesí se percibía una sensación de ilusión creciente, un cosquilleo de emoción.
Que se incrementaban cada vez que veía a Vane, cada vez que intercambiaban miradas, cada vez que notaba el peso de su mirada personal, profundamente apasionada.
No había forma de esconderla, de pasarla por alto; el deseo que ardía entre ambos era cada vez más fuerte, más cargado de tensión, a cada día que pasaba.
Patience no sabía si echarle la culpa a él o echársela a sí misma.
Para cuando se encontró subiendo los escalones de la imponente mansión de los St. Ives y pasó al interior del salón de brillantes luces, estaba hecha un manojo de nervios, todos concentrados en su estómago. Se dijo misma que era una insensatez permitir que aquel momento la afectase tanto, imaginar que iba a resultar algo grande de aquella velada. Se trataba simplemente de un baile familiar privado, un evento improvisado, tal como Honoria se había esforzado en repetirle una y otra vez.
—¡Estás aquí!
Honoria, que, con un magnífico vestido de seda de color morado, estaba recibiendo de manera informal a los invitados junto a la puerta, casi se abalanzó sobre Patience cuando esta traspuso el umbral de la sala de música.
Saludó con una breve inclinación de cabeza a Minnie, a Timms y al resto del séquito y acto seguido los instó a avanzar con un gesto de la mano, pero retuvo a Patience.
—Tengo que presentarte a Diablo.
Se enlazó hábilmente del brazo de Patience y fue hasta un caballero vestido de negro, alto y de espectacular cabellera oscura, que se hallaba con versando con dos damas. Honoria lo pinchó en el brazo.
—Este es Diablo, mi esposo. El duque de St. Ives.
El hombre se volvió, contempló a Patience y seguidamente dirigió a Honoria una mirada interrogante.
—Esta es Patience Debbington —lo informó su esposa—. La sobrina de Minnie.
Diablo sonrió, primero a su mujer, luego a Patience.
—Es un placer conocerla, señorita Debbington. —Se inclinó en una elegante reverencia—. Tengo entendido que acaba usted de llegar de Bellamy Hall. Al parecer, a Vane le ha resultado la estancia inesperadamente perturbadora.
Los suaves tonos de aquella voz profunda, inconfundible, inundaron a Patience. Contuvo el impulso de parpadear. Vane y Diablo bien podrían ser hermanos, pues era imposible pasar por alto el parecido entre ambos, el aire autocrático de las facciones de los dos, el perfil agresivo que formaban la nariz y el mentón. La diferencia principal radicaba en el color del pelo: mientras que el de Vane era de un castaño bruñido, acompañado de unos ojos gris frío, Diablo tenía el cabello negro azabache, y sus ojos eran grandes y de un tono verde claro. Había más diferencias, pero las similitudes eran más visibles. A juzgar por su constitución, su destacada estatura y, lo más sorprendente de todo, el brillo malvado de sus ojos y el gesto de sus labios que advertía que no se debía confiar en ellos, bajo la piel eran claramente la misma persona. Lobos con apariencia humana.
Una apariencia muy masculina, claramente turbadora.
—¿Cómo está usted, Excelencia? —Patience extendió la mano y procedió a hacer la acostumbrada reverencia, pero Diablo apretó con fuerza sus dedos y se lo impidió.
—No me llame «Excelencia». —Sonrió, y Patience sintió el poder hipnótico de su mirada al tiempo que él se llevaba su mano enguantada a los labios—. Llámeme Diablo, como todo el mundo.
Y no era para menos, se dijo Patience. A pesar de ello, no pudo evitar sonreírle a su vez.
—Ahí está Louise… tengo que hablar con ella. —Honoria miró a Patience—. Ya volveré más tarde. —Y con un imperioso revuelo de faldas, regresó de nuevo a la puerta.
Diablo sonrió. Se volvió hacia Patience… pero su mirada se fijó en un punto más alejado.
—Minnie te está buscando —dijo Vane deteniéndose al lado de Patience. Después miró a Diablo—. Quiere revivir algunas de nuestras hazañas más embarazosas… prefiero que vayas tú, mejor que yo.
Diablo lanzó un hondo suspiro. Levantó la cabeza y examinó por encima de la creciente multitud el lugar en que se encontraba Minnie atendiendo a su corte, entronada en un diván junto a la pared.
—Tal vez logre impresionarla con la importancia de mi conducta ducal. —Alzó las cejas en dirección a Vane, el cual sonrió.
—Prueba a ver qué pasa.
Diablo sonrió también y, tras una breve inclinación de cabeza para Patience, se marchó.
Patience miró a Vane a los ojos, y se percató al instante de la tensión que lo atenazaba. La embargó una peculiar timidez.
—Buenas noches.
Algo ardiente cruzó los ojos de Vane, y su semblante se endureció. Tomó la mano de Patience; ella se la cedió sin resistencia. Él la alzó, pero en vez de rozarle con los labios el dorso de los dedos, dio vuelta a la mano y, con la mirada fija en la de ella, le besó la cara interior de la muñeca. Patience sintió que se le aceleraba el pulso bajo aquella caricia.
—Hay una persona a la que debes conocer. —Su voz sonó grave, áspera. Se colocó la mano de Patience sobre la manga y se volvió.
—Hola, primo. ¿Quién es esta damita?
El caballero que les cerraba el paso era obviamente otro Cynster, uno de cabello castaño claro y ojos azules. Vane suspiró, hizo las presentaciones… y continuó haciendo otras más, conforme iban apareciendo miembros de la familia. Todos se parecían entre sí: todos eran igual de peligrosos, todos grandes, dotados de calmoso aplomo, todos elegantes. El primero respondía al nombre de Gabriel; lo seguían Lucifer, Demonio y Escándalo. A Patience le resultó imposible no ablandarse con sus sonrisas. Aprovechó aquel momento para recuperar el resuello y el dominio de sí misma. Aquella cuadrilla —así fue como los denominó al instante— charlaba y parloteaba con gran facilidad. Ella correspondió con igual soltura, pero se mantuvo alerta; ¿cómo podría una no sentir prevención por nombres como aquellos? De modo que mantuvo la mano bien afianzada sobre el brazo de Vane.
Vane, por su parte, no mostró deseo alguno de apartarse de su lado. Patience se dijo que no debía tomarse muy en serio dicha actitud; simplemente podía deberse a que no había muchas mujeres que atrajeran su interés en un grupo de personas compuesto por familiares y amigos.
En aquel momento se oyó un fuerte chirrido, seguido de un golpe seco, que anunciaba el comienzo del baile. Cuatro de los corpulentos hombres que rodeaban a Patience dudaron, pero Vane no.
—¿Te apetece bailar, querida?
Patience aceptó con una sonrisa. Acto seguido, con una grácil inclinación de cabeza hacia los demás, permitió que Vane la sacase a la pista.
Entraron en el espacio para el baile, que rápidamente se despejó en el centro, y Vane la tomó en sus brazos con gran seguridad. Al ver que ella abría los ojos, le dijo alzando una ceja:
—En los bosques de Derbyshire bailáis el vals, ¿no es así?
Patience levantó la barbilla.
—Naturalmente. Me agrada un buen vals.
—¿Te agrada, dices? —Sonaron los primeros acordes de un vals. Vane sonrió con gesto malicioso—. Ah, pero aún tienes que bailar uno con un Cynster.
Y dicho aquello, la atrajo hacia sí y la arrastró al baile.
Patience había abierto los labios para preguntarle en tono altivo por qué los Cynster se consideraban tan altos exponentes de aquel arte, pero cuando ya hubieron girado tres veces obtuvo la respuesta. Tardó tres revoluciones más en acertar a respirar una bocanada de aire y cerrar la boca. Se sentía como transportada por el aire, volaba, se deslizaba. Daba vueltas y vueltas sin esfuerzo, siempre al compás.
Su mirada de asombro se posó en el vestido morado de la dama que bailaba con su pareja enfrente de ellos, que giraba exactamente con la misma energía. Se trataba de Honoria, su anfitriona. En brazos de su esposo.
Una mirada rápida le permitió ver que todos los Cynster que antes estaban conversando educadamente con ella habían tomado a una dama y acudido a la pista de baile. Resultaba fácil distinguirlos entre la multitud: no giraban más deprisa que los demás, pero lo hacían con mayor entusiasmo, con una potencia inmensamente mayor. Una potencia controlada, refrenada.
Con los pies volando por el aire y las faldas de su vestido girando como un puro torbellino, impulsada por los brazos de acero que la sujetaban y por el poderoso cuerpo que la arrastraba sin esfuerzo, la detenía, la hacía girar y la volvía de espaldas, Patience se agarró con fuerza… a su cordura mental, y a Vane.
Aunque no porque corriera ningún peligro de que este la soltara.
Aquel pensamiento la hizo tomar mayor conciencia de la proximidad de Vane, de su fuerza. Se acercaban al extremo del salón; la mano de él la abrasaba, igual que un hierro candente, a través de la fina seda del vestido. Vane la acercó más a él, hacia la protección de su abrazo. Giraron hacia el lado contrario; Patience aspiró con desesperación… y sintió que su corpiño y sus senos se tensaban contra el traje de Vane. Sus pezones se contrajeron con una tensión insoportable.
Ahogó una exclamación y miró a Vane, y su mirada colisionó con la de él, de un gris plateado, penetrante e hipnótica. No pudo desviar los ojos, apenas podía respirar, y el salón daba vueltas y más vueltas a su alrededor. Sus sentidos se concentraron en un estrecho radio, hasta que el mundo que conocía quedó circunscrito al círculo de los brazos de Vane.
El tiempo se detuvo. Lo único que quedó fue el movimiento de los cuerpos de ambos, atrapados en el ritmo potente e irresistible que tan sólo ellos percibían. Los violines tocaban un tema más lento; la música que sonaba entre ellos tenía un origen distinto.
Aquella música creció y se expandió. Caderas y muslos se encontraron, se acariciaron y se separaron siguiendo el movimiento de cada giro. El ritmo llamaba, sus cuerpos contestaban, fluyendo sin esfuerzo con la danza, palpitando con cada latido, enardeciéndose lentamente. Tocando con timidez.
Burlón y prometedor. Cuando los violines callaron y los pies de ambos se detuvieron, aún continuaba sonando su música particular.
Vane respiró hondo; sobre ellos flotaba la emoción del momento. Hizo un esfuerzo para apartar los brazos del cuerpo de Patience, la tomó la mano, que apoyó sobre su brazo, incapaz, aun cuando sabía que muchas personas los observaban con avidez, de evitar colocar su mano libre sobre los dedos de Patience.
Percibió el leve estremecimiento de ella y sostuvo su peso cuando, por un instante, se inclinó más sobre él. Patience parpadeó rápidamente, luchando por liberarse de aquella magia. Levantó los ojos y estudió el semblante de Vane. Tranquilo, mucho más tranquilo de lo que se sentía en realidad, él enarcó una ceja.
Patience se puso en tensión. Fijó la vista al frente y adoptó una actitud altanera.
—No bailas mal el vals.
Vane rio entre dientes. Apretó la mandíbula para reprimir el impulso de tomarla en brazos y huir por una de las puertas que tenía el salón de música.
Conocía aquella casa como la palma de su mano. Tal vez Patience no conociera las alternativas que se les ofrecían, pero él sí. Pero había demasiada gente observándolos, y Honoria, además, jamás se lo perdonaría, tan al comienzo de la velada, cuando las ausencias súbitas se hacían demasiado obvias.
Más tarde. Ya había renunciado a la idea de poder capear la noche sin procurar satisfacción a sus demonios. Y menos con el vestido que se había puesto Patience.
Impresionante, lo había calificado Minnie.
Imposible, desde su punto de vista.
Antes tenía toda la intención de acatar la situación, al menos hasta que ella hubiera aceptado su oferta. Pero ahora… Sucedía que estaban tentando demasiado al lobo.
Bajó la vista. Patience caminaba con serenidad de su brazo. El vestido de seda de color bronce se ajustaba a sus senos; las mangas, reducidas a la mínima expresión, partían de los hombros para desviar la atención de aquella gloriosa piel cremosa, de la madurez del nacimiento de los senos, de la delicada forma de los hombros. La falda larga y recta caía con suavidad sobre la curva de las caderas ocultando hábilmente la forma de los glúteos. El vuelo del vestido se agitaba elegante contra sus piernas, y el borde, al levantarse al caminar, desvelaba los tobillos de manera tentadora.
Aunque el escote era bajo, el vestido no tenía nada particularmente escandaloso. Era la mezcla de la mujer que lo llevaba y la perfección del corte de Celestine lo que le causaba problemas a Vane. Tan sólo desde su punto de vista era posible ver cómo subían y bajaban los pechos de Patience.
Un segundo más tarde, se obligó a levantar la cabeza y mirar al frente. Más tarde aspiró profundamente y contuvo la respiración.
—Buenas noches, Cynster. —Un elegante caballero se desgajó de la multitud con la mirada fija en Patience—. ¿Señorita…? —Dirigió una mirada suave a Vane.
El cual suspiró. De manera audible. Y asintió.
—Chillingworth. —Se volvió hacia Patience—. Permíteme que te presente al conde de Chillingworth. —Luego miró al aludido—. La señorita Debbington, sobrina de lady Bellamy.
Patience hizo una pequeña reverencia. Chillingworth sonrió de forma encantadora y se inclinó con la misma gracia de los Cynster.
—Deduzco que ha venido a Londres con lady Bellamy, señorita Debbington. ¿Encuentra la capital de su agrado?
—En realidad, no. —Patience no vio motivo para emplear sofismas—. Me temo que prefiero las primeras horas de la mañana, milord, una parte del día que las gentes de la sociedad suelen evitar.
Chillingworth parpadeó. Lanzó una mirada rápida a Vane, y acto seguido su mirada se fijó un instante en la mano de este, que cubría los dedos de Patience. Alzó las cejas y sonrió con calma.
—Me siento casi tentado a explicarle, querida, que nuestro aparente desdén por las horas de la mañana es, de hecho, consecuencia natural de las actividades que llevamos a cabo a horas más tardías. Sin embargo… —miró de soslayo a Vane— tal vez sea mejor que ceda el honor de dichas explicaciones a Cynster.
—Tal vez. —El tono empleado por Vane no dejó lugar a dudas.
Chillingworth esbozó una sonrisa fugaz, pero cuando volvió a mirar a Patience se mostró calmado y sereno una vez más.
—Verá, resulta bastante extraño. —Sonrió—. Si bien rara vez estoy de acuerdo con los Cynster, debo reconocer que existe un aspecto en el que su gusto coincide notablemente con el mío.
—¿De veras? —Patience retribuyó el velado cumplido con una sonrisa de seguridad. Después de tres semanas tratando a Vane, el conde, aún siendo encantador e innegablemente apuesto, no tenía la menor posibilidad de alterar su compostura.
—De veras. —Chillingworth se volvió para preguntar a Vane—: ¿No lo encuentra usted notable, Cynster?
—En absoluto —repuso Vane—. Algunas cosas son tan descaradamente obvias que hasta usted debe apreciarlas. —A Chillingworth le relampaguearon los ojos, pero Vane continuó en tono calmo—: No obstante, dado que usted reconoce poseer gustos similares, tal vez debiera recapacitar sobre adónde pueden llevarle dichos gustos. —Y saludó con un gesto de cabeza en dirección a otro punto del salón.
Tanto Chillingworth como Patience siguieron su mirada, y vieron a Diablo y a Honoria a un costado de la estancia, a todas luces enzarzados en una conversación acalorada. Honoria agarró del brazo a Diablo y lo obligó a seguirla. La mirada que él dirigió al techo y la expresión sufrida que mostró a su esposa dejaron bien claro quién había ganado el asalto.
Chillingworth sacudió la cabeza con tristeza.
—Ah, cómo han caído los poderosos.
—Será mejor que se ponga en guardia —le aconsejó Vane—, dado que sus gustos discurren tan paralelos a los Cynster, para no encontrarse atrapado en una situación que no esté constitucionalmente preparado para afrontar.
El conde lució una amplia sonrisa.
—Ah, pero yo no sufro del tendón de Aquiles con el que el destino ha castigado a los Cynster. —Sin dejar de sonreír, se inclinó ante Patience—. A su servicio, señorita Debbington. Cynster. —Y con un último ademán prosiguió su camino haciendo caso omiso de la mirada furiosa que le lanzó Vane.
Patience lo miró y le preguntó:
—¿Qué tendón de Aquiles?
Vane se removió.
—No es nada. Es la idea que tiene él de un chiste.
Si era un chiste, tuvo un efecto extraño.
—¿Quién es? —inquirió Patience—. ¿Algún tipo de contacto de los Cynster?
—No es pariente, al menos no de mi sangre. —Al cabo de un momento, agregó—: Supongo que últimamente es un Cynster honorario. —Miró a Patience—. Lo hemos elegido por servicios prestados al ducado.
—¿Oh? —Patience dejó que sus ojos formularan la pregunta.
—Diablo y él tienen una historia. Dile a Honoria que te la cuente alguna vez.
Los músicos volvieron a tocar. Antes de que Patience pudiera pestañear, tenía ante ella a Lucifer, haciéndole una reverencia. Vane la dejó libre, si bien de mala gana, pensó ella. Pero cuando empezó a girar sobre la pista de baile vio que él también estaba bailando, con una llamativa morena en sus brazos.
Desvió la mirada bruscamente y prestó atención al baile y a la mucha labia de Lucifer. Y a no hacer caso del peso que le hundió el corazón.
El final de la pieza los dejó ya muy adentrados en el salón. Lucifer la presentó a un grupo de damas y caballeros que conversaban alegremente.
Patience trató de concentrarse y seguir la conversación, pero dio literalmente un brinco cuando sintió unos dedos duros que se cerraban sobre los suyos, le apartaban la mano del brazo de Lucifer y la apoyaban con firmeza sobre un brazo conocido.
—Advenedizo —masculló Vane, tras lo cual se insinuó hábilmente entre Patience y Lucifer.
Lucifer mostró una sonrisa encantadora.
—Tienes que trabajártelo, primo. Ya sabes que ninguno de nosotros valora mucho lo que se consigue con demasiada facilidad.
Vane le dirigió una mirada de soslayo y luego se volvió hacia Patience.
—Ven, vamos a pasear un poco antes de que mi primo te meta conceptos equivocados en la cabeza.
Intrigada, Patience permitió que Vane la acompañase a recorrer el salón.
—¿Qué conceptos equivocados?
—No te preocupes. Dios santo… ¡esa es lady Osbaldestone! Me odia desde que le clavé una canica en el extremo del bastón. No entendía por qué se le resbalaba una y otra vez. Vamos por el otro lado.
Recorrieron la multitud de los presentes en zigzag charlando un poco aquí, intercambiando presentaciones allá. Pero cuando se reinició la música, apareció otro Cynster delante de ella como por arte de magia.
Esta vez fue Harry Demonio, hermano de Vane, quien la arrebató de su lado.
Vane la recuperó tan pronto como cesó la música. La voluptuosa rubia con la que había bailado la pieza no se veía por ninguna parte.
El siguiente vals le puso delante a Diablo, de una elegancia inefable. Al arrastrarla a los primeros giros, él leyó la pregunta en sus ojos y sonrió.
—Siempre lo compartimos todo.
Su sonrisa se acentuó cuando los ojos de Patience, por voluntad propia, se abrieron como platos. Tan sólo la expresión traviesa y risueña de sus ojos aseguró a Patience que hablaba en broma.
Y así continuó la velada, un vals tras otro. Después de cada pieza, Vane reaparecía a su lado. Patience intentó decirse a sí misma que aquello no significaba nada, que podía ser sencillamente que él no había encontrado nada más interesante, ninguna dama más atractiva con la que pasar el rato.
No debía darle demasiada importancia… sin embargo el corazón le saltaba ligeramente en el pecho, ascendía un peldaño más de la escalera de las esperanzas irracionales, cada vez que él reclamaba su mano y su sitio al lado de ella.
—Estos bailes de Honoria son ciertamente una buena idea —comentó sonriente Louise Cynster, una de las tías de Vane, apoyada en el brazo de su marido, lord Arthur Cynster—. A pesar de que todos nos movemos en los mismos círculos, la familia es tan grande que a menudo pasamos semanas sin vernos, por lo menos no lo hacemos lo bastante para intercambiar noticias.
—Lo que quiere decir mi querida esposa —intervino con suavidad lord Arthur— es que aunque las damas de la familia se reúnen con frecuencia, no tienen oportunidad de ver cómo le va a la otra mitad de la familia, y estos pequeños encuentros de Honoria garantizan que nos presentemos todos a desfilar. —Le chispearon los ojos—. A pasar revista, más bien.
—¡Tonterías! —Louise le dio un golpecito en el brazo con su abanico—. Como si los hombres necesitarais una excusa para venir a desfilar. ¡Y a que os pasen revista! No hay una sola dama en todo el mundillo social que no diga que los Cynster son maestros consumados en el arte de pasarse revista a sí mismos.
El comentario provocó risitas y sonrisas alrededor. El grupo se disolvió cuando se reanudó la música. Y entonces Gabriel se materializó delante de Patience.
—Es mi turno, creo.
Patience se preguntó si los Cynster tendrían un monopolio sobre las sonrisas lobunas. También contaban todos con una considerable labia: durante cada pieza de baile no podía evitar que su atención quedase enganchada en la rápida conversación que parecía ser su marca de fábrica.
Cuando empezaron a bailar se oyó un ligero jaleo; al pasar junto al epicentro del mismo, Patience descubrió a Honoria luchando a brazo partido con Diablo.
—Ya hemos bailado una vez. Debes bailar con alguna de nuestras invitadas.
—Pero yo quiero bailar contigo.
La mirada que acompañó a aquella frase era de intransigencia. A pesar de su posición, estaba claro que Honoria no era inmune.
—Oh, muy bien. —Al instante siguiente estaba bailando, magistralmente conquistada, y entonces Diablo inclinó la cabeza para besarla.
Cuando ella y Gabriel pasaron por su lado, Patience oyó la risa alegre de Honoria y cómo le resplandecía el rostro al mirar a su esposo, antes de cerrar los ojos y dejarse llevar por él.
Aquella escena le llegó a Patience al alma.
Esta vez, cuando la música finalmente aminoró y terminó, perdió de vista a Vane. Suponiendo que reaparecería enseguida, se entretuvo conversando animadamente con Gabriel. Después se les unió Demonio, y también un tal señor Aubrey-Wells, un caballero pulcro y bastante afectado. Su interés era el teatro. Patience, dado que no había visto ninguna de las producciones de actualidad, escuchó con atención.
Entonces, a través de un hueco entre los presentes, atisbó a Vane, hablando con una bella joven. La muchacha era exquisita, y poseía una hermosa cabellera rubia. Su modesto vestido de seda azul claro decía a gritos lo insultantemente caro que era.
—Opino que encontrará que merece la pena una visita al Teatro Real —entonó el señor Aubrey-Wells.
Patience, con la vista clavada en la escena que tenía lugar al otro extremo del salón, asintió con aire ausente.
La joven miró en derredor y a continuación apoyó la mano en el brazo de Vane. Este miró atrás y tomó la mano de la joven en la suya. La condujo rápidamente a una puerta doble, la abrió, hizo pasar por ella a su acompañante y luego pasó a su vez.
Y cerró.
Patience se puso tiesa y toda la sangre huyó de su rostro. Bruscamente, miró al señor Aubrey-Wells.
—¿El Teatro Real?
El otro afirmó con la cabeza… y prosiguió con su charla.
—Mmm. —Al lado de Patience, Gabriel hizo un gesto con la cabeza a Demonio y señaló la fatídica puerta—. Parece serio.
A Patience se le cayó el alma a los pies.
Demonio se encogió de hombros.
—Ya nos enteraremos más tarde.
Y dicho eso, los dos volvieron a centrar su atención en Patience. La cual mantuvo la vista fija en el señor Aubrey-Wells, repitiendo como un loro sus observaciones, como si tuviera la cabeza totalmente inmersa en el teatro. En realidad, lo que ocupaba su mente eran los Cynster, en conjunto y de forma individual.
Caballeros elegantes, todos ellos. Todos y cada uno.
No debería haberse olvidado de aquello, no debería haber permitido que sus sentidos le cerraran los ojos a la realidad.
Pero no había perdido nada, no había dado nada que no hubiera querido dar.
Se esperaba aquello desde el principio. Hizo un esfuerzo para reprimir un profundo escalofrío. Se había sentido rodeada de calor y risas, y ahora experimentaba una fría desilusión que le llegaba hasta los huesos y le helaba la médula. En cuanto a su corazón, lo tenía tan petrificado que estaba segura de que se le iba a romper en cualquier momento, convertido en un montón de gélidos pedazos sin vida.
Y sentía lo mismo en el rostro.
Dejó que el discurso del señor Aubrey-Wells le resbalara por encima, y se puso a pensar qué debía hacer. A modo de respuesta, se le apareció la cara de Gerrard en medio de su restringida visión.
Su hermano le sonrió y a continuación, con cierta inseguridad, sonrió a su acompañante.
Patience se aferró a él, en sentido metafórico.
—Señor Cynster, señor Cynster y señor Aubrey-Wells, les presento a mi hermano Gerrard Debbington.
Les concedió el tiempo mínimo para intercambiar saludos y seguidamente, con una sonrisa demasiado radiante, se despidió de todos.
—Debo ir a ver cómo está Minnie. —El señor Aubrey-Wells parecía confuso; entonces ella sonrió todavía con más entusiasmo—. Es mi tía, lady Bellamy. —Tomó el brazo de Gerrard y les ofreció otra sonrisa deslumbrante—. Si nos disculpan…
Todos se apresuraron a inclinarse con elegancia, Gabriel y Demonio superando sin dificultad a Aubrey-Wells. Haciendo rechinar los dientes para sus adentros, Patience se llevó de allí a Gerrard.
—No te atrevas a hacer esas reverencias en tu vida.
Gerrard la miro sin entender.
—¿Por qué no?
—Olvídalo.
Tuvieron que avanzar en zigzag por entre la multitud, que se encontraba en su apogeo. Aún no se había servido la cena. Ya habían llegado todos, pero pocos habían partido.
Para llegar hasta el diván de Minnie, tenían que pasar forzosamente por las puertas dobles por las que habían desaparecido Vane y la joven. Patience tenía la intención de pasar de largo con ademán altivo, pero en cambio al acercarse a las puertas de inocente apariencia aminoró el paso.
Cuando se detuvo a escasos metros de las puertas, Gerrard le dirigió una mirada interrogativa. Patience la vio, y tardó unos instantes en devolvérsela.
—Ve tú delante. —Respiró hondo y se irguió. Luego apretó los labios y apartó la mano del brazo de su hermano—. Quiero comprobar una cosa. ¿Te importa acompañar a Minnie a la cena?
Gerrard se encogió de hombros.
—Claro que no. —Y prosiguió su camino con una sonrisa.
Patience lo observó marcharse. Acto seguido giró sobre sus talones y se encaminó en línea recta hacia las puertas dobles. Sabía perfectamente bien lo que estaba haciendo, aunque no fuera capaz de formular un solo pensamiento coherente en medio del velo de furia que le nublaba el cerebro. ¿Cómo se atrevía Vane a tratarla así? Ni siquiera se había despedido. Tal vez fuera un caballero elegante de la cabeza a los pies, ¡pero iba a tener que aprender buenos modales!
Además, aquella muchacha era demasiado joven para él, no podía tener más de diecisiete años. Una jovencita recién salida de la escuela… resultaba escandaloso.
Con la mano en el picaporte, se detuvo un instante y trató de pensar en una frase con la que empezar, una que fuese apropiada para la escena con la que se toparía muy probablemente. Pero no le vino nada a la cabeza, de modo que buscó fuerzas y dejó a un lado sus vacilaciones; si en el calor del momento no se le ocurría nada, siempre podía gritar.
Con los ojos entornados, asió el picaporte y lo hizo girar.
La puerta se abrió hacia dentro, obedeciendo a alguien que tiró desde el otro lado. Patience dio un brinco, lo cual la hizo tropezar en el resalte del umbral y verse impulsada contra el pecho de Vane.
El impacto expulsó todo el aire de sus pulmones, y el brazo de Vane, que se cerró alrededor de ella, le impidió respirar. Con los ojos muy abiertos y jadeando, Patience lo miró a la cara.
Los ojos de él se clavaron en los suyos.
—Hola.
La expresión fija de Vane consiguió que Patience se pusiera tensa, pero se dio cuenta de que el brazo que la sujetaba y que había evitado que se cayera también la tenía atrapada.
Atrapada con fuerza contra él.
Aturdida, miró a su alrededor; vio unas formas oscuras de enormes hojas elevándose por encima de un espacio aún más oscuro, lleno de grandes macetas agrupadas sobre un suelo de baldosas. El resplandor de la luna se filtraba por los largos ventanales de las paredes y por los cristales del techo formando haces plateados que serpenteaban entre palmeras y plantas exóticas.
El aire estaba saturado de intensos aromas de tierra y del calor húmedo de plantas en crecimiento.
Vane y ella estaban en medio de las sombras, justo al otro lado del haz de luz que penetraba por la puerta abierta. Un metro más allá, envuelta en un suave resplandor, se hallaba la joven, contemplándola con una curiosidad sin disimulos.
La joven sonrió y realizó una breve reverencia.
—¿Cómo está usted? Es la señorita Debbington, ¿verdad?
—Er… sí. —Patience miró, pero no vio señales de desaliño. La joven estaba arreglada como un pincel.
En su total confusión, la voz de Vane cayó sobre ella como el tañido de una campana.
—Permíteme que te presente a la señorita Amanda Cynster.
Patience, estupefacta, lo miró; él capturó su mirada y sonrió.
—Es mi prima.
Patience formó con lo labios un inocente «oh».
—Prima hermana —añadió Vane.
Amanda se aclaró la garganta.
—Si me disculpa… —Y tras una breve inclinación de cabeza salió a toda prisa por la puerta.
Bruscamente, Vane alzó la cabeza.
—Acuérdate de lo que te he dicho.
—Por supuesto que me acordaré. —Amanda lo miró ceñuda, con una expresión de disgusto—. Voy a atarlo bien atado, y luego lo colgaré del… —Hizo un gesto y después, con un revuelo de faldas, se perdió entre la multitud.
Patience pensó que Amanda Cynster parecía una bella joven que jamás necesitaría que la rescatasen.
Ella, en cambio, a lo mejor sí.
Vane volvió su atención hacia ella.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Patience parpadeó y miró en derredor otra vez. Entonces aspiró profundamente, cosa difícil de hacer teniendo los senos aplastados contra el pecho de él. Señaló la estancia con un gesto.
—Alguien mencionó que esto era un invernadero. Últimamente he estado pensando en sugerir a Gerrard que instale uno en la Grange. Y se me ocurrió echar un vistazo. —Intentó ver algo entre el oscuro follaje—. Para estudiar cómo está organizado.
—¿De veras? —Vane sonrió, apenas un leve movimiento de sus labios alargados, y la soltó—. No faltaba más. —Con una mano empujó la puerta para cerrarla; con la otra señaló la estancia—. Será un placer mostrarte algunas de las ventajas de tener un invernadero.
Patience le dirigió una mirada rápida y se apresuró a apartarse de él y quedar fuera de su alcance. Observó los arcos que formaban el techo.
—¿Esta habitación ha sido siempre parte de la casa, o es un añadido posterior?
A su espalda, Vane echó el pestillo a las puertas y lo aseguró sin hacer ruido.
—Creo que originalmente fue una logia. —Comenzó a pasear sin prisas, siguiendo a Patience por el pasillo principal, en dirección a las profundidades que formaba la cortina de palmeras.
—Mmm, es interesante. —Patience se fijó en una palmera que se cernía sobre el pasillo, con unas hojas como manos que parecían querer atrapar a los incautos—. ¿Dónde consigue Honoria estas plantas? —Pasó por debajo de la palmera y acarició con los dedos las delicadas frondas de un helecho que rodeaba la base de la misma… al tiempo que lanzaba una mirada fugaz hacia atrás—. ¿Son los jardineros quienes las propagan?
Caminando despacio tras ella, Vane capturó su mirada. Sus cejas se alzaron un milímetro.
—No tengo ni idea.
Patience volvió a mirar hacia delante… y apretó el paso.
—Me gustaría saber qué otras plantas crecen bien en un entorno como este. Sería un tanto difícil cultivar estas palmeras en Derbyshire.
—Así es.
—Yo diría que les iría mejor a las hiedras. Y a los cactus, naturalmente.
—Naturalmente.
Revoloteando aquí y allá a lo largo del pasillo, tocando esta planta o la otra, Patience continuó mirando de frente… y tratando de localizar la salida. El pasillo serpenteaba al azar; ya no estaba segura del todo de su orientación.
—Tal vez, para la Grange, fuera más sensato plantar naranjos.
—Mi madre tiene uno.
Aquellas palabras sonaron justo a su espalda.
—¿Ah, sí?
Una rápida mirada hacia atrás le reveló que tenía a Vane casi junto a su hombro. Tragó aire a toda prisa. Tuvo que reconocer la excitación que le había aprisionado los pulmones, que había comenzado, de forma muy eficaz, a ponerle los nervios en tensión. Expectación, emoción, sensaciones trémulas a la luz de la luna. Sin aliento y con los ojos muy abiertos, empezó a ralentizar el paso.
—He de acordarme de preguntar a lady Horatia… ¡Oh!
Dejó la frase sin terminar. Por un instante, permaneció inmóvil como una piedra, recreándose en la sencilla belleza de la fuente de mármol y pedestal cubierto de delicadas frondas que se erguía, resplandeciente bajo la luz blanca y suave, en el centro de un espacio pequeño, recoleto, cubierto de helechos. El agua caía constantemente del jarrón que portaba una doncella parcialmente vestida, petrificada para siempre en su tarea de llenar el ancho cuenco de bordes redondeados.
A todas luces se veía que aquel lugar había sido diseñado para proporcionar a la señora de la casa un espacio privado, refrescante, un refugio en el cual dedicarse a bordar o simplemente a descansar y poner en orden sus pensamientos. A la luz de la luna, rodeado por sombras misteriosas y sumido en un silencio tanto más intenso por el gemido lejano de la música y el tintineo de plata del agua, aquel resultaba un lugar extrañamente mágico.
Por espacio de varios segundos, aquella magia mantuvo inmóvil a Patience.
Entonces, a través de la fina seda de su vestido, sintió el calor que irradiaba el cuerpo de Vane. Él no la tocó, pero aquel calor, junto con la aguda percepción que la recorrió de arriba abajo, la empujó a dar un paso adelante. Aspiró aire con desesperación y señaló la fuente.
—Es encantadora.
—Mmm —oyó decir muy cerca. Demasiado cerca.
Patience tuvo que correr en dirección a un banco de piedra sombreado por una cúpula de palmeras. Contuvo una exclamación ahogada y viró para alejarse de Vane, hacia la fuente.
El pedestal de la misma se hallaba colocado sobre un disco de piedra. Patience subió el único escalón, del ancho de un pie. Bajo los zapatos notó el cambio de las baldosas al mármol. Con una mano sobre el borde de la fuente, bajó la vista y, con los nervios desbocados, se obligó a sí misma a inclinarse y observar las plantas que nacían en la base del pedestal.
—Estas parecen más bien exóticas.
A su espalda, Vane observaba cómo el vestido se le había tensado sobre las curvas de su cuerpo… y no discutió. Alzando los labios por la emoción de lo que lo esperaba, se acercó un poco más… para hacer saltar su trampa.
Patience, con el corazón acelerado a una velocidad doble de la normal, se incorporó y rodeó la fuente para situarla entre ella y el lobo con el que estaba atrapada. Pero en cambio, chocó contra un brazo.
Parpadeó con estupor. Era una manga de un perfecto color gris, que vestía un sólido hueso bien cubierto de músculos de acero, y un puño enorme que aferraba el borde redondeado de la fuente. Aquello le decía claramente que no iba a ir a ninguna parte.
Patience se volvió… y se encontró con que también tenía cortada la retirada.
Entonces se topó con la mirada de Vane; de pie sobre el suelo de baldosa un paso por debajo de ella, con los brazos fijos en el borde de la fuente, sus ojos estaban casi a la altura de los de ella. Patience los escrutó, leyó la intención que ardía en aquel gris plata, en las duras líneas de su rostro, en el gesto brutalmente sensual de aquellos labios inflexibles.
No podía creer lo que estaba viendo.
—¿Aquí? —Aquella palabra, aún débilmente pronunciada, reflejaba con toda exactitud su incredulidad.
—Aquí mismo. Ahora mismo.
Patience sintió que el corazón le retumbaba en el pecho. Una aguda percepción le erizó toda la piel. La certeza que destilaba la voz de Vane, aquel tono profundo, la dejaron fascinada. El hecho de pensar en lo que él estaba sugiriendo hizo que se le bloqueara el cerebro.
Tragó saliva y se humedeció los labios, sin atreverse a apartar los ojos de los de Vane.
—Pero… podría entrar alguien.
Vane desvió la mirada y sus párpados velaron sus ojos.
—He cerrado el pestillo.
—¿Lo has cerrado? —Patience miró, frenética, hacia la puerta; un leve tirón en el corpiño la hizo volver y concentrar su mente dispersa. Concentrarla en el primer botón de su corpiño, ahora desabrochado. Se quedó mirando la perla de oro y carey—. Creía que eran sólo de adorno.
—Yo también. —Vane desabrochó el segundo de los grandes botones. Sus dedos pasaron al tercero y último, situado bajo los senos—. Tengo que acordarme de recomendar a Celestine por hacer estos diseños tan previsores.
Se soltó el último botón, y sus largos dedos se deslizaron por debajo de la seda. Patience respiró con desesperación; Vane tenía los dedos muy rápidos con pestillos y otras cosas. Mientras lo pensaba, sintió que cedían las cintas de su camisola y que la delgada tela resbalaba hacia abajo.
La mano de Vane, dura y caliente, se cerró sobre su pecho.
Patience dejó escapar una exclamación sofocada. Se balanceó ligeramente, y se sujetó de los hombros de Vane para mantenerse erguida. Al segundo siguiente, los labios de él estaban sobre los suyos; tras unos leves movimientos, presionaron con fuerza, duros y exigentes. Durante unos instantes ella se mantuvo firme, paladeando el sabor embriagador del deseo de él, de aquella necesidad, hasta que se rindió y se abrió a él, invitándolo, deleitándose descaradamente en el hecho de ser conquistada.
El beso se hizo más profundo, no poco a poco sino a pasos agigantados, en medio de una ciega carrera cuesta abajo, de una búsqueda sin resuello de placeres sensuales, de goce carnal.
Necesitada de aire, Patience se apartó con una exclamación ahogada. Echó la cabeza atrás y respiró hondo, con lo que sus pechos se elevaron de forma llamativa; Vane inclinó la cabeza para rendirles homenaje.
Ella sintió su mano en la cintura, quemándola a través de la delgada tela del vestido; sintió sus labios, como hierros candentes, jugueteando con sus pezones. Entonces él cubrió aquella carne inflamada con el calor húmedo de su boca. Patience se tensó. Vane succionó… y el grito ahogado de ella vibró en el resplandor de la luna.
—Ah. —Los ojos de Vane centellearon con malicia cuando levantó la cabeza y trasladó su atención al otro pecho—. Tendrás que acordarte: esta vez, nada de gritos.
¿Nada de gritos? Patience se aferró a él, y también se aferró con desesperación a su propia cordura mientras él se daba el festín. Su boca, sus caricias atraían y fragmentaban su atención, alimentaban y avivaban el deseo que ya se había encendido en su interior.
Pero era imposible… tenía que serlo.
Estaba el banco, pero era frío y estrecho, seguramente demasiado duro.
Entonces se acordó de aquella ocasión en la que Vane la levantó en vilo y la amó.
—El vestido… se me va a arrugar terriblemente. Se va a dar cuenta todo el mundo.
La única respuesta de Vane consistió en tirar hacia atrás de los lados del corpiño y así desnudar completamente sus senos.
Tras otra exclamación ahogada, Patience logró decir:
—Me refiero a la falda. No vamos a poder…
La risa grave que emitió Vane la dejó temblando.
—No verás ni una sola arruga. —Sus labios rozaron las crestas de los pechos, ahora tensos y doloridos; sus dientes mordisquearon los pezones enhiestos, y Patience tuvo la sensación de que sus carnes eran atravesadas por un cuchillo—. Confía en mí.
La voz de Vane era profunda, siniestra, cargada de pasión. Alzó la cabeza. Sus manos se cerraron alrededor de la cintura de ella. Deliberadamente, la atrajo hacia sí de modo que los senos se aplastasen contra su chaqueta. Ella boqueó, y él inclinó la cabeza y la besó, la besó hasta que ella se fue ablandando cada vez más, hasta que sus débiles miembros apenas lograron sostenerla.
—El que la sigue la consigue —susurró Vane contra sus labios—. Y yo deseo tenerte a ti.
Por espacio de una fracción de segundo, las miradas de ambos se encontraron, sin fingimiento, sin astucias que pudieran ocultar los sentimientos que los impulsaban. Sencillos, sin complicaciones. Urgentes.
Vane le dio la vuelta. Patience miró sorprendida la fuente, de un blanco perlado a la luz de la luna, y miró también la doncella semidesnuda que llenaba constantemente el cuenco. Sentía a Vane detrás de ella, ardiente, sólido… excitado. Él inclinó la cabeza y le rozó un lado de la garganta con los labios.
Patience se recostó contra él echando la cabeza hacia atrás, animándolo a acariciarla. Dejó caer las manos a los costados, hasta los muslos de él, duros como troncos de roble; abrió los dedos y asió los largos músculos en tensión… y notó que se endurecían todavía más.
Vane la buscó con las manos; Patience esperó sentirlas cerrarse sobre sus pechos, llenarse con el botín que ella le ofrecía; pero en lugar de eso, sólo con la yema de los dedos, Vane recorrió la forma curva e hinchada de los mismos, rodeó los pezones doloridos. Patience se estremeció… y se hundió más contra él. Entonces sintió que él retiraba las manos. Obligó a sus ojos a abrirse y, por debajo del peso de sus párpados, observó cómo Vane pasaba una mano por el seno desnudo de la doncella, acariciando tiernamente la fría piedra.
Luego dejó a la doncella y sumergió ligeramente los dedos en el agua clara de la fuente de mármol. Llevó aquellos mismos dedos hasta la piel ardiente de ella… y la tocó igual que había tocado a la doncella: de manera delicada, evocadora, incitante.
Patience cerró los ojos… y se estremeció. Los dedos de Vane, fríos y húmedos, fueron recorriéndola poco a poco, desatando exquisitas sensaciones.
Apoyó la cabeza contra su hombro, se mordió el labio para reprimir un gemido y flexionó los dedos contra los muslos de Vane.
Y consiguió articular:
—Esto es…
—Como tiene que ser.
Al cabo de un momento, se pasó la lengua por los labios resecos.
—¿Cómo?
Percibió el cambio que se operó en él, la oleada de pasión que desencadenó de inmediato. Su súbita respuesta, la necesidad urgente de que la tomara, completa y totalmente, y de entregarse ella misma de la misma forma, le robó el aliento.
—Confía en mí.
Vane la buscó de nuevo, acercándose un poco más; Patience se sintió inundada por su fuerza, rodeada. Sus manos se cerraron sobre los senos, ya no con delicadeza sino con ansia. Se llenó las manos y los masajeó. Patience sintió elevarse las llamas… en él, en ella misma.
—Tú haz lo que yo te diga. Y no pienses.
Patience gruñó mentalmente. ¿Cómo? ¿Qué…?
—Acuérdate de mi vestido.
—Soy un experto, ¿recuerdas? Agarra el borde de la fuente con las dos manos.
Patience, confusa, así lo hizo. Vane cambió de postura. Al momento siguiente, la falda de su vestido, y después la de su enagua, se levantaron por encima de la cintura. Sintió el aire fresco en la cara posterior de los muslos y en las nalgas, iluminadas por la luna.
Se sonrojó intensamente… y abrió la boca para protestar.
Pero al segundo siguiente olvidó toda protesta, se olvidó de todo, pues notó unos dedos largos y seguros que se deslizaban entre sus piernas.
Infalible, Vane la encontró, ya hinchada y resbaladiza. Tocó, tanteó, jugueteó y acarició, para finalmente introducirse en ella.
Patience, con los ojos cerrados, se mordió el labio para no dejar escapar un gemido. Vane buscó más hondo, acariciando aquella blandura; Patience ahogó una exclamación y aferró con más fuerza el borde de mármol.
Acto seguido Vane deslizó una mano por debajo del vestido y de la enagua, rodeando la cadera, para plantarse con ademán posesivo sobre su estómago desnudo. La mano se movió, y los dedos buscaron con audacia a través de los rizos. Hasta que uno de ellos localizó el punto más sensible y se acomodó sobre él.
Patience no tenía aliento suficiente para lanzar una exclamación jadeante, y mucho menos para gemir o gritar. Desesperada, aspiró aire al interior de sus pulmones e intentó palpar el cuerpo de Vane tras ella. Palpó su miembro duro y caliente entre los muslos; palpó el ancho extremo del mismo, que hociqueaba su carne suave y encontraba la entrada.
Lentamente, Vane la penetró, empujando sus caderas hacia atrás, y después la mantuvo quieta, sujetándola mientras llegaba hasta el fondo. Y la llenó por completo.
Despacio, muy lentamente, se retiró… y regresó, avanzando con una profundidad tal, que ella se elevó de puntillas.
La exclamación ahogada de Patience quedó flotando trémula en el haz de luz de luna, elocuente testimonio de su estado.
Una y otra vez, con la misma fuerza controlada, inexorable, Vane la llenó. La excitó. La amó.
La mano situada en su vientre no se movió, sino que se limitó a sujetarla en el sitio para que pudiera recibirlo, para que pudiera sentir, una vez tras otra, su acto de posesión, la penetración lenta y repetitiva que quedaba impresa en su mente igual que en su cuerpo, en sus sentimientos igual que en sus sentidos.
Era suya, y lo sabía. Se entregó de buen grado, lo recibió dichosa, se esforzó obedientemente por reprimir sus gemidos mientras él cambiaba de postura y la embestía cada vez más hondo.
Sosteniendo las nalgas de Patience con firmeza contra sus caderas, comenzó a arremeter con más fuerza, a mayor profundidad, con más energía.
La tensión —en él, en ella, que los atenazaba a los dos— fue creciendo, aumentando, enroscándose. Patience se tragó otra exclamación y trató de aferrarse a la cordura. Rezó para encontrar alivio al tiempo que se preguntaba en su aturdimiento si aquella vez perdería finalmente el juicio.
Vane la llenó una y otra vez. El resplandor dorado que ya conocía y deseaba comenzó a perfilarse en el horizonte. Intentó alcanzarlo, acercarlo a ella, intentó absorber a Vane con más fuerza e instarlo a continuar.
Y de pronto cayó en la cuenta de que, en aquella postura, sus opciones eran limitadas.
Se encontraba a merced de Vane y no podía hacer nada para evitarlo.
Con un gemido sofocado, bajó la cabeza y apretó los dedos contra e borde de la fuente. Sintió un placer inexorable, apasionado, que la inundaba en oleadas, que volvía cada vez que Vane se hundía en su cuerpo y la estiraba. La completaba.
Notó que estaba a punto de gritar… y se mordió el labio con fuerza. Vane la embistió de nuevo y la sintió temblar. Entonces permaneció hundido en su calor durante una fracción de segundo más antes de retirarse. Y enseguida volvió a penetrarla.
No tenía prisa. Se tomó el tiempo necesario para saborearlo todo: la blandura caliente y resbaladiza que lo acogía, el guante de terciopelo que se le adaptaba tan bien, el disfrute de todas las señales de aceptación que emitía el cuerpo de Patience, la naturalidad y el abandono con que los dos hemisferios de sus nalgas, de color marfil a la luz de la luna, iban al encuentro de su cuerpo, la humedad que hacía brillar su miembro, la ausencia total de toda limitación, la total capitulación de Patience…
Ante él, Patience se tensó y se retorció violentamente sin poder evitarlo.
Vane la mantuvo quieta, y volvió a llenarla de nuevo muy despacio. Ella estaba a punto de perder la razón. Entonces Vane se retiró, le separó un poco más las piernas y la penetró aún más profundamente.
Un gemido mudo escapó de su garganta.
Vane entrecerró los ojos y sujetó con fuerza sus riendas.
—¿Qué es lo que te ha traído aquí, al invernadero?
Tras unos instantes entrecortados, Patience contestó jadeante:
—Ya te lo he dicho… la instalación.
—¿No ha sido porque me viste entrar aquí con una encantadora jovencita?
—¡No! —La respuesta fue demasiado precipitada—. Bueno —lo arregló, sin resuello—, era tu prima.
Vane la rodeó con el brazo libre y se llenó la palma de la mano con la plenitud de un seno. Buscó y encontró el capullo erecto del pezón… y empezó a juguetear con él entre el anular y el pulgar antes de apretarlo con firmeza.
—Eso no lo sabías hasta que te lo he dicho yo.
Patience se tragó el chillido con valentía.
—Ha parado la música… Todos deben de estar cenando. —Estaba tan sin resuello que apenas podía hablar—. Nos la perderemos si no te das prisa.
Se moriría, si él no se daba prisa.
Unos labios duros le acariciaron la nuca.
—La langosta puede esperar. Prefiero comerte a ti.
Para alivio de Patience, Vane la sujetó más fuerte, la sostuvo con mayor rigidez todavía y embistió con más potencia. El fuego que ardía en su interior se transformó en hoguera, luego se fundió y se derritió; el sol radiante de la liberación fue acercándose cada vez más, cada vez más radiante. Y entonces Vane se detuvo.
—Al parecer, te dejas una cosa.
Patience sabía lo que se estaba dejando. El radiante sol se detuvo a escasa distancia. Hizo rechinar los dientes… en su garganta comenzó a tomar forma un chillido…
—Ya te lo dije, eres mía. Te quiero a ti, y sólo a ti.
Aquellas palabras, pronunciadas en voz queda y con contundente convicción, borraron todos los demás pensamientos de la cabeza de Patience. Abrió los ojos y miró fijamente, sin verla, la doncella de mármol que resplandecía suavemente bajo la luz de la luna.
—No hay ninguna otra mujer en la que desee entrar, ninguna otra mujer que ansíe. —Sintió tensarse su propio cuerpo, y entonces arremetió nuevamente—. Sólo tú.
En aquel momento el sol se estrelló sobre Patience.
Un intenso placer la inundó por entero, como la marea, llevándose todo lo que halló a su paso. Su visión se nubló; y no fue consciente del grito que lanzó.
Vane le tapó la boca con la mano y logró amortiguar lo peor de aquel grito de éxtasis, aunque el sonido hizo trizas su control. Hinchó el pecho; con empeño, luchó por contener el deseo que lo sacudió de arriba abajo golpeando sus sentidos, como fuego líquido en sus ingles.
Lo consiguió… hasta sentir la caricia de los últimos espasmos de placer de Patience. Notó cómo se acumulaba la fuerza, cómo se incrementaba en su interior. Y en el momento final en que el cosmos se desplomó sobre él, se rindió.
E hizo lo que ella le pidió en cierta ocasión que hiciera: se soltó, y se derramó en el interior del cuerpo de Patience.
En el instante en que se cerró la portezuela del carruaje de Minnie y la envolvió en la seguridad de la oscuridad, Patience se derrumbó contra los cojines. Y rezó para poder dominar sus miembros lo bastante como para apearse del carruaje y llegar andando hasta su cama cuando llegasen a la calle Aldford.
Su cuerpo ya no le parecía suyo. Vane había tomado posesión de él y se lo había dejado inerte. Desarticulado. La media hora que transcurrió entre el momento en que regresaron al salón de baile y la partida de Minnie había sido casi una carrera. Tan sólo el apoyo invisible de Vane, sus cuidadosas maniobras, lograron disimular el estado en que se encontraba. Un estado de profunda saturación.
Al menos había sido capaz de hablar. Con razonable coherencia. Y de pensar.
En cierto modo, aquello había empeorado las cosas, porque lo único en que podía pensar era en lo que había dicho Vane, lo que le había susurrado junto a la sien, cuando por fin se revolvió en sus brazos.
—¿Has cambiado ya de opinión?
Ella tuvo que buscar fuerzas para decir:
—No.
—Mujer tozuda —fue la réplica de Vane, en tono de leve juramento. No la presionó más, pero no tiró la toalla.
La pregunta seguía dando vueltas en la mente de Patience. El tono empleado por Vane —de determinación contenida pero inamovible— la molestaba. Aquella fuerza era muy profunda, no solamente una característica física, y superarla, es decir, convencerlo de que ella no pensaba acceder a convertirse en su esposa, estaba resultando ser una batalla mucho más difícil de lo previsto. La desagradable posibilidad de que, de forma no intencionada, hubiera aguijoneado el orgullo de Vane, de que hubiera herido su alma de conquistador, y de que ahora fuera a tener que hacer frente también a aquel lado de su carácter en su plena expresión, no era precisamente una idea muy halagüeña.
Lo peor de todo era el hecho de que había titubeado antes de decir que no.
La tentación, de forma inesperada, se había colado por debajo de sus defensas.
Después de todo lo que había visto, de todo lo que había observado, los Cynster, sus esposas, y su actitud firmemente declarada y que con tanto rigor aplicaban al concepto de la familia, era imposible sustraerse al hecho de que la oferta de Vane era la mejor que recibiría jamás. La familia, lo que más importancia tenía para ella, tenía una importancia crítica para él.
Dados todos sus otros atributos —su riqueza, su posición, su atractivo— ¿qué más podía desear?
El problema estribaba en que conocía la respuesta a dicha pregunta. Y por eso había contestado «no». Y por eso mismo seguiría contestando «no».
La actitud de los Cynster para con la familia era posesiva y protectora. Eran un clan de guerreros; el franco compromiso que al principio le había resultado tan sorprendente era, visto bajo aquella luz, perfectamente comprensible. Los guerreros defendían lo que era suyo. Y al parecer, los Cynster consideraban su familia como una posesión que había que defender a toda costa y en todos los frentes. Sus sentimientos surgían de sus instintos de conquistadores, del instinto de aferrarse a lo que habían conquistado.
Perfectamente comprensible.
Pero no era suficiente.
Para ella, no.
Su respuesta seguiría siendo, tenía que seguir siendo «no».