Capítulo 17

DOS días más tarde, Vane subió los escalones del número 22 de la calle Aldford, en busca de Patience. Si no estaba dispuesta a salir de paseo con él aquella mañana, habría problemas.

No estaba de buen humor.

Llevaba dos días sin estar de buen humor.

Desde que dejara a Patience en la calle Aldford estaba que mordía, y había ido a buscar refugio en White’s para calmarse y pensar. Había dado por hecho, teniendo en cuenta la proximidad entre ellos y lo mucho de sí mismo que ya le había revelado, que Patience no podría de ninguna manera confundirlo con su padre. Pero era evidente que se había equivocado. Su actitud y sus comentarios dejaban bien claro que lo estaba juzgando por el mismo rasero que a Reginald Debbington, y que no percibía ninguna diferencia significativa.

Su reacción inicial le había infligido un violento dolor que ni siquiera ahora había llegado a suprimir del todo. Después de que la primera vez lo hiciera huir de Bellamy Hall, creyó haber superado todo dolor; pero también en eso se había equivocado.

Apartado en un rincón tranquilo de White’s, pasó varias horas infructuosas componiendo discursos lacónicos y concisos para dilucidar exactamente cómo y de qué manera se diferenciaba él de su padre, un hombre para el que la familia no significaba nada. Los puntos y aparte fueron haciéndose cada vez más marcados; al final, sacrificó frases en favor de la acción.

La acción, como bien sabían todos los Cynster, era mucho más elocuente que las palabras.

Tras llegar a la conclusión de que, a aquellas alturas, el daño dentro de la familia estaba hecho, se tragó su orgullo y fue a visitar a Honoria para pedirle, inocentemente, que pensara en la posibilidad de dar uno de sus bailes improvisados. Sólo para la familia y los amigos. Un baile así podría resultar una herramienta útil para su empeño: convencer a Patience de que, para él como para todos los Cynster, la palabra «familia» significaba mucho.

Los ojos como platos que puso Honoria, junto con sus profundas reflexiones, le pusieron los nervios de punta; pero cuando se mostró de acuerdo en que un baile improvisado podría quizá ser una buena idea, su furia se aplacó un poco.

Dejó a la duquesa de Diablo con sus planes y se retiró para urdir los suyos. Y para cavilar con aire furibundo.

Para cuando amaneció el día siguiente y enfiló de nuevo sus caballos en dirección a la calle Aldford, ya había llegado a la conclusión de que allí tenía que haber algo más, tenía que ser algo más que un concepto equivocado lo que frenaba a Patience para el matrimonio. Estaba totalmente seguro de qué estilo de mujer había escogido; sabía en lo más profundo de su alma que no se había equivocado al juzgarla. Sólo una razón poderosa podía forzar a una mujer como ella, que poseía tanto afecto y devoción que dar, a contemplar el matrimonio como un riesgo inaceptable.

Había algo más… algo que aún no sabía del matrimonio de sus padres.

Había subido los escalones del número 22 decidido a averiguar qué era aquello… pero le notificaron que la señorita Debbington no se encontraba disponible para salir a pasear con él. Por lo visto, había sido seducida por las modistas de la calle Bruton. Con lo cual, su estado de ánimo volvió a caer cuesta abajo.

Por suerte para Patience, Minnie estaba atenta a su llegada. Con inesperada vitalidad, reclamó la compañía de Vane para el prometido paseo por los senderos de grava de Green Park. Por el camino informó a Vane en tono jovial de que, por algún golpe benigno del destino, Honoria se había topado con Patience el día anterior en la calle Bruton y había insistido en presentarla a su modista favorita, Celestine, y el resultado fue que Patience había acudido a tomarse medidas para una serie de vestidos, entre ellos, tal como Minnie tuvo gran placer en asegurarle, uno de noche absolutamente arrebatador.

Discutir con el destino benigno resultaba imposible. Aun cuando, gracias a Edith Swithins que se había apuntado al paseo, dicho destino se hubiera cerciorado de que no tuviera ocasión de preguntar a Minnie por el padre de Patience y por la profundidad de su ignominia.

Una hora más tarde, tranquilo al ver que Minnie había recuperado plenamente sus fuerzas, regresó al número 22, y comprobó que Patience continuaba ausente. Dejó a Minnie un lacónico mensaje para ella y partió a buscar distracción en otra parte.

Hoy, quería a Patience. Si se salía con la suya, tendría a Patience, pero eso no era probable. No era probable que se presentase una ocasión de tener intimidad de ese tipo, en las circunstancias presentes, y sentía una premonición que lo advertía de que sería poco sensato embarcarse en nuevas maniobras de seducción hasta que la relación entre ambos alcanzara un nivel firme y uniforme.

Con la mano de él sujetando fuertemente el timón.

Sligo abrió la puerta respondiendo a sus perentorios golpes. Vane pasó al interior tras saludarlo brevemente con la cabeza. Y entonces se quedó parado en seco.

En el vestíbulo se hallaba Patience, esperando. Fue un espectáculo que literalmente le cortó la respiración. Mientras su mirada se fijaba, sin poder remediarlo, en el largo abrigo de suave lana merina de color verde, de regio corte y finamente entallado, su cuello subido que enmarcaba el rostro, los guantes de color caramelo y las botas de media caña, la falda verde pálida que asomaba por debajo del borde del abrigo, Vane sintió que algo se tensaba en su interior. De repente le resultó más difícil respirar que si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago.

Patience también llevaba el cabello, que lanzaba destellos bajo la luz que penetraba por la entrada, peinado de modo diferente, de un modo que atraía hábilmente la atención hacia sus grandes ojos dorados, hacia la cremosidad de su frente y sus mejillas y hacia el perfil delicado pero decidido de su mentón.

Y hacia la blanda vulnerabilidad de sus labios.

En algún lugar recóndito de su confundido cerebro, Vane musitó una frase de agradecimiento para Honoria, seguida de un juramento. Antes ya era bastante malo; ¿cómo diablos iba a hacer frente a esto?

Hinchó el pecho y obligó a su mente a retroceder. Se concentró en el rostro de Patience… y leyó su expresión: era de calma, sin ningún tinte de emoción.

Estaba aguardando obediente, tal como requerían los planes de ambos. No había nada más, eso declaraba su expresión, aparte de dar el paseo a caballo con él.

Pero fue su postura «obediente» lo que consiguió encender de nuevo su cólera. Luchando por no fruncir el entrecejo, inclinó la cabeza cortésmente y le ofreció el brazo.

—¿Lista?

Algo destelló en los grandes ojos de Patience, pero el vestíbulo estaba demasiado oscuro para poder identificar dicha emoción. Ella inclinó la cabeza con ademán ligero y aceptó su brazo.

Después se sentó, bien erguida, en el asiento del pescante del carruaje de Vane, y se esforzó por respirar a través de la jaula de hierro que le aprisionaba el pecho. Por lo menos Vane no podía desaprobar su atuendo; le habían asegurado, tanto Celestine como Honoria, que su nuevo abrigo y sombrero eran el último grito. Y el vestido nuevo que llevaba debajo era claramente mucho mejor que el viejo. Sin embargo, a juzgar por la reacción de Vane, por lo visto su atuendo no causaba mucha impresión. Se recordó a sí misma con tozudez que en realidad no había esperado que causara impresión; había comprado los vestidos porque llevaba años sin renovar su guardarropa y ahora le parecía una oportunidad perfecta para hacerlo. Cuando atraparan al ladrón —y al Espectro— y Gerrard hubiera adquirido suficiente barniz de ciudad, ambos se retirarían una vez más a Derbyshire. Y probablemente no volvería nunca más a Londres.

Se había comprado un vestuario nuevo porque era lo más sensato, y porque no era razonable forzar a Vane Cynster, un caballero elegante, a presentarse en público con una harapienta.

Aunque no parecía precisamente que a él lo preocupara mucho. Reprimió un gesto de desdén y levantó la barbilla.

—Como te dije, la señora Chadwick y Angela visitaron la calle Bruton Street la primera tarde nada más llegar. Angela nos arrastró a todas las tiendas de las modistas, incluso las que confeccionan diseños para viudas. Y preguntó el precio de todo lo que estaba a la vista. Fue de lo más embarazoso. Por suerte, las respuestas que recibió al final le pasaron factura. Al parecer, ha aceptado que quizá fuera más práctico que una costurera le hiciera unos cuantos vestidos.

Con la vista fija en los caballos, Vane dejó escapar un leve resoplido.

—¿Dónde estuvieron Angela y la señora Chadwick mientras tú estabas en el establecimiento de Celestine?

Patience se ruborizó.

—Honoria vino a nuestro encuentro en Bruton. Insistió en presentarme a Celestine… y a partir de ahí… —gesticuló— las cosas siguieron su propio curso.

—Las cosas tienen la costumbre de seguir ese curso cuando está Honoria por medio.

—Fue muy amable —replicó Patience—. Hasta trabó conversación con la señora Chadwick y con Angela durante todo el tiempo que yo estuve con Celestine.

A Vane le habría gustado saber cuánto iba a cobrarle Honoria por aquello. Y en qué moneda.

—Por suerte, el hecho de poder husmear por el salón de Celestine y conversar con una duquesa levantó mucho el ánimo a Angela. Después fuimos a la calle Bond sin más escenitas. Ni la señora Chadwick ni Angela mostraron la menor señal de querer hablar con ninguno de los joyeros cuyos establecimientos vimos al pasar, ni de pararse a hablar con nadie más durante el camino.

Vane hizo una mueca.

—En realidad, no creo que se trate de ninguna de las dos. La señora Chadwick es profundamente honrada, y Angela es demasiado cabeza de chorlito.

—En efecto. —El tono de Patience se tornó cáustico—. Tan cabeza de chorlito que no estaba dispuesta a conformarse con nada excepto rematar la tarde con una visita a Gunter’s. Nada consiguió disuadirla. Estaba lleno a rebosar de jóvenes de la nobleza, la mayoría de los cuales se pasaron el tiempo lanzándole miradas incitantes. Ayer por la tarde quiso volver a ese lugar, pero en vez de eso la señora Chadwick y yo la llevamos a Hatchards.

Vane movió ligeramente los labios.

—Debió de gustarle mucho.

—Se pasó todo el tiempo quejándose. —Patience le lanzó una mirada—. Eso es todo lo que puedo contarte. ¿Qué han estado haciendo los caballeros?

—Un recorrido por la ciudad —contestó Vane con asco—. Henry y Edmond han sido poseídos por algún demonio que los empuja a pegar los ojos a todo monumento que hay en la metrópoli. Por suerte, Gerrard está bastante contento de acompañarlos y vigilarlos. Hasta ahora no tiene nada que comunicar. El general y Edgar se han instalado en Tattersalls, su centro principal de interés a diario. Los sigue Sligo o alguno de sus acólitos, hasta ahora sin resultado alguno. Yo les he organizado las tardes y las veladas después de cenar. Los únicos que aún no se han movido de la casa son los Colby. —Vane miró a Patience—. ¿Ha salido Alice de su habitación?

—No durante mucho tiempo. —Patience arrugó el ceño—. De hecho, es posible que hiciera lo mismo en Bellamy Hall. Yo me la imaginaba en los jardines o en alguna de las salitas, pero es posible que permaneciera todo el tiempo en su habitación. No es nada saludable.

Vane se encogió de hombros. Patience se volvió hacia él y estudió su rostro.

Vane había conducido los caballos por un paseo menos frecuentado, apartado de la avenida de moda. Si bien había otros carruajes circulando, no necesitaban intercambiar saludos con ellos.

—No he tenido oportunidad de hablar con Sligo, pero supongo que no habrá descubierto nada.

La expresión de Vane se tornó grave.

—Nada en absoluto. En el equipaje no había ni una sola pista. Sligo está registrando a hurtadillas todas las habitaciones por si los objetos robados estuvieran escondidos en alguna parte.

—¿Escondidos? ¿Cómo?

—Me viene a la mente la bolsa de costura de Edith Swithins.

Patience lo miró fijamente.

—No creerás que ella…

—No, pero es posible que alguien más se haya fijado en lo profunda que es esa bolsa y que la esté usando para las perlas, si no para otra cosa. ¿Con qué frecuencia crees que vacía Edith la bolsa?

Patience hizo una mueca.

—Probablemente nunca.

Vane llegó a una intersección y giró con destreza hacia la derecha.

—¿Dónde está Edith en estos momentos?

—En la salita… haciendo punto, naturalmente.

—¿Su silla da a la ventana?

—Sí. —Patience frunció el ceño—. ¿Por qué?

Vane la miró.

—Porque es sorda.

Patience siguió con el ceño fruncido, hasta que lo comprendió.

—Ah.

—Exacto. Así que…

—Mmm. —Patience adoptó una expresión pensativa—. Supongo que…

Media hora más tarde, se abrió la puerta de la salita del número 22; Patience se asomó al interior. Vio a Edith Swithins sentada en el diván que miraba hacia la puerta, haciendo punto con desenfreno. Su gran bolsa de costura descansaba sobre la alfombra, al lado del diván. No había nadie más presente en la sala.

Con una sonrisa radiante, entró y dejó la puerta de tal modo que el pestillo no llegó a cerrarse, pues no sabían hasta dónde llegaba la sordera de Edith. A continuación, con actitud decidida y jovial, avanzó hasta donde se encontraba Edith.

La cual levantó la vista… y le devolvió la sonrisa.

—Cuánto me alegro de encontrarla —empezó Patience—. Siempre he querido aprender a hacer punto. Quería saber si podría enseñarme unas nociones básicas.

Edith mostró una ancha sonrisa.

—Pues claro, querida. En realidad, es bastante simple. —Y levantó la labor en alto.

Patience entornó los ojos.

—De hecho —miró alrededor— tal vez debiéramos trasladarnos a la ventana. Ahí hay mucha mejor luz.

Edith soltó una risita.

—He de confesar que en realidad no necesito ver los puntos. Llevo tanto tiempo haciendo esto… —Se levantó del diván—. Voy por la bolsa…

—Ya voy yo. —Patience alargó la mano hacia la bolsa… y reconoció para sus adentros que Vane estaba en lo cierto. Era profunda, estaba llena y, sorprendentemente, pesaba mucho. Estaba claro que había que registrarla. La recogió del suelo y dio media vuelta—. Voy a acercarle ese sillón.

Para cuando Edith, cargando con su labor, terminó de atravesar la salita, Patience ya tenía colocado un mullido sillón junto a la ventana, de espaldas a la puerta. Dejó la bolsa de punto al lado, oculta a la vista del ocupante del sillón por el ancho brazo del mismo, y ayudó a Edith a sentarse.

—Y si yo me siento aquí, en el asiento de la ventana, tendremos abundante luz para ver.

Edith, complaciente, se recostó en el sillón.

—Bien. —Levantó la labor—. Lo primero en que hay que fijarse…

Patience fijó la vista en los finos hilos. Entonces, en la periferia de su visión se abrió lentamente la puerta y entró Vane. Cerró con cuidado y, sin hacer ruido, se acercó a ellas. Una tabla crujió bajo su peso. Se quedó petrificado. Patience se puso en tensión. Edith siguió charlando alegremente.

Patience volvió a respirar. Vane avanzó suavemente y desapareció de la vista por detrás del sillón de Edith. Patience vio cómo se deslizaba sobre el suelo la bolsa de Edith. Se obligó a escuchar las instrucciones de esta y a seguirlas lo suficiente como para formular preguntas sensatas. Ella, sonriente de orgullo, iba impartiendo sus conocimientos. Patience la animó y elogió, con la esperanza de que el Todopoderoso la perdonase por aquel perjurio, ya que lo estaba cometiendo en nombre de la justicia.

Vane, agachado en cuclillas detrás del sillón, hurgó en la bolsa y luego, comprendiendo la futilidad de dicho esfuerzo, la volcó con cautela sobre la alfombra. El contenido consistía en un surtido de toda clase de cosas, muchas de ellas imposibles de identificar, al menos para él; lo esparció por el suelo intentando recordar la lista de objetos que habían sido sustraídos en los últimos meses. Fuera como fuere, las perlas de Minnie no estaban en el interior de la bolsa de Edith.

—Y ahora —dijo Edith—, sólo necesitamos un ganchillo… —Miró al lugar donde había dejado su bolsa.

—Ya se lo doy yo. —Patience se agachó y tendió las manos como si la bolsa estuviera allí—. Un ganchillo —repitió.

—Que sea uno fino —añadió Edith.

Ganchillo. Fino. Detrás del sillón, Vane miró fijamente el conjunto de innombrables utensilios. ¿Qué diablos era un ganchillo? ¿Cómo era, fino o como fuera? Tras examinar y descartar frenéticamente varios objetos de coser, sus dedos dieron por fin con una varilla delgada terminada en una fina punta de acero que tenía un gancho en el extremo, una especie de arpón en miniatura.

—Sé que tiene que estar por ahí. —La voz de Edith, ligeramente quejumbrosa, lanzó a Vane a la acción. Pasó el brazo hacia la parte delantera del sillón y puso el utensilio en la mano extendida de Patience. Ella lo asió con fuerza.

—¡Aquí está!

—Estupendo. Bien, pues ahora lo metemos aquí, así…

Mientras Edith continuaba con sus explicaciones y Patience aprendía obedientemente, Vane introdujo el contenido de la bolsa por las fauces abiertas de la misma. La sacudió un poco para que se asentara todo y volvió a depositarla al lado del sillón. Acto seguido, con sumo cuidado, se incorporó y se dirigió, sigilosamente hacia la puerta.

Ya con una mano en el picaporte, miró atrás; Patience no levantó la vista. Sólo cuando se encontró de nuevo en el vestíbulo principal, con la puerta de la salita bien cerrada, pudo respirar con libertad otra vez.

Patience se reunió con él en la sala de billar media hora más tarde. Se sopló los finos mechones de pelo sueltos que se le enredaban con las pestañas y lo miró a los ojos.

—Ya sé sobre hacer punto más cosas de las que podré saber jamás, ni aunque viviera cien años.

Vane sonrió. Y se inclinó sobre la mesa.

Patience hizo una mueca de desagrado.

—Deduzco que no has encontrado nada en la bolsa.

—Nada. —Vane apuntó para su siguiente golpe—. Nadie está utilizando la bolsa de Edith como escondite, seguramente porque, una vez que un objeto cae allí dentro, es posible que no vuelva a encontrarse nunca.

Patience contuvo una risita. Contempló cómo Vane cambiaba de postura y alineaba la tirada. Al igual que en Bellamy Hall, se había quitado la chaqueta.

Por debajo del ajustado chaleco sus músculos se agitaron y después se tensaron. Golpeó la bola limpiamente y la envió rodando a la tronera de enfrente.

Luego se irguió. Miró a Patience y se percató de su mirada fija. Entonces levantó el taco de la mesa y se acercó despacio a ella. Se detuvo justo delante de su rostro.

Ella parpadeó, aspiró aire a toda prisa y lo miró a su vez.

Vane le sostuvo la mirada. Al cabo de un momento, murmuró:

—Preveo ciertas complicaciones.

—¿Oh? —Patience ya había apartado la vista de sus ojos, para posarla en sus labios.

Vane, apoyando su peso en el taco de billar, recorrió la cara de Patience con la mirada.

—Henry y Edmond. —Las curvas de sus labios atrajeron su atención—. Se están volviendo demasiado inquietos.

—Ah. —Entre los labios de Patience apareció la punta de la lengua, que pasó delicadamente sobre ellos.

Vane respiró hondo, desesperado. Y se acercó un poco más.

—Puedo sujetarles las riendas durante el día, pero por la noche… —ladeó la cabeza— puede ser un problema.

Aquellas palabras se desvanecieron cuando Patience se estiró hacia él.

Los labios de ambos se tocaron, se rozaron y por fin se trabaron con más fuerza. Las manos de Vane estrujaron el taco de billar; Patience se estremeció… y se abandonó al beso.

—Debe de estar en la sala de billar.

Vane levantó la cabeza de golpe; con un juramento, cambió de postura y se puso delante de Patience para que no la vieran desde la puerta. Ella se ocultó más en las sombras del otro lado de la mesa, donde su sonrojo sería menos visible. Además del deseo que ardía en sus ojos. Cuando la puerta se abrió de par en par, Vane estaba apuntando a una bola con total indiferencia.

—¡Aquí está! —exclamó Henry entrando en la sala. Seguido de Gerrard y Edmond.

—Ya hemos visto bastantes cosas por hoy. —Henry se frotó las manos—. Es el momento perfecto de echar una partidita.

—Me temo que en mi caso, no. —Serenamente, Vane entregó su taco a Gerrard y reprimió el impulso de estrangularlos a todos. Luego recogió su chaqueta—. Sólo estaba haciendo tiempo para deciros que volveré a las tres. Me esperan en otro sitio para almorzar.

—Oh, está bien. —Henry alzó una ceja en dirección a Edmond—. ¿Te apuntas?

Edmond, tras intercambiar una sonrisa con Patience, contestó con un encogimiento de hombros:

—¿Por qué no?

Gerrard se les unió después de saludar a su hermana. Esta, con el pulso disparado y todavía sin aliento, salió de la sala por delante de Vane.

Oyó la puerta cerrarse tras ellos, pero no se detuvo. No se atrevía. Continuó hasta el vestíbulo principal, y sólo entonces se volvió y, con la calma que pudo reunir, se encaró con Vane.

Él la miró fijamente y torció los labios en un gesto irónico.

—Hablaba en serio al hacer ese comentario sobre Henry y Edmond. He aceptado llevar esta noche a Gerrard, a Edgar y al general a White’s. Henry y Edmond no desean ir, y aunque quisieran no podríamos tener todo el tiempo la vista encima de ellos. ¿Existe alguna posibilidad de que tú los llames al orden?

La mirada que le dirigió Patience fue muy elocuente.

—Veré qué puedo hacer.

—Si puedes mantenerlos bien sujetos, te estaré eternamente agradecido.

Patience contempló el brillo de aquellos ojos grises y se preguntó de qué modo podía aprovechar mejor dicha deuda, qué podría pedirle. Entonces reparó en que su mirada había vuelto a posarse en los labios de Vane, y se apresuró a asentir brevemente.

—Lo intentaré.

—Hazlo. —Sosteniéndole la mirada, Vane levantó un dedo y recorrió el perfil de su mejilla, y después le dio un ligero golpecito—. Más tarde.

Y con una inclinación de cabeza se encaminó hacia la puerta.

Para Patience, la actuación musical de lady Hendrick aquella noche resultó ser una experiencia eminentemente olvidable. Además de ella, asistieron a la misma Minnie y Timms, los tres Chadwick y Edmond.

Inducir a Henry y a Edmond a unirse al grupo había sido bastante simple; tras el almuerzo, solicitó a Gerrard con gesto encantador que acompañase al resto del grupo, constituido en su totalidad por féminas. Puesto en semejante aprieto, Gerrard se sonrojó y recurrió a una disculpa; mientras, Patience había visto por el rabillo del ojo que Henry y Edmond se miraban el uno al otro a hurtadillas. Antes de que Gerrard llegase al final de su explicación, lo interrumpió Henry para ofrecer sus servicios. Edmond se acordó de la relación existente entre la música y el drama y declaró que también acudiría.

Mientras cruzaban el umbral de la sala de música de lady Hendrick, Patience se felicitó por su éxito magistral.

Se inclinaron cortésmente ante la anfitriona y pasaron al interior de la ya atestada salita. Patience lo hizo detrás de Minnie, del brazo de Edmond.

Henry había sido reclamado por su madre. Minnie y Timms eran muy conocidas; los que las saludaban le sonreían también a Patience, la cual, ataviada con un vestido nuevo, devolvía los saludos con serenidad, asombrada para sus adentros de la seguridad que proporcionaba ir vestida de seda verde musgo.

Timms condujo a Minnie hasta un diván en el que aún había sitios libres. Se apropiaron del espacio que quedaba y trabaron conversación con la dama ya acomodada en el otro extremo, dejando que el resto del grupo Pululara sin rumbo fijo.

Con un suspiro para sus adentros, Patience se encargó de la situación:

—Ahí hay una silla libre, Henry. ¿Te importaría traérsela a tu madre?

—Oh, está bien. —Henry fue hasta una silla arrimada contra la pared, que nadie reclamaba. A una llamada de la anfitriona, todos los invitados se fueron acomodando, y de pronto se vio que los asientos eran escasos.

De modo que sentaron a la señora Chadwick al lado del diván de Minnie.

—¿Y yo, qué? —Angela, que lucía un vestido blanco profusamente adornado con rosas y cinta de color cereza, se retorcía los dedos con dicha cinta.

—Ahí quedan algunas sillas. —Edmond señaló unos pocos asientos vacíos en las filas de sillas alineadas frente al pianoforte y el arpa. Patience asintió.

—Nos sentaremos ahí.

Se dirigieron hacia las sillas, y casi habían alcanzado su objetivo cuando Angela se paró en seco.

—Me parece que será mejor el otro lado.

Patience no se dejó engañar; al otro lado de la sala se habían juntado, de mal humor, los pocos jóvenes de la nobleza obligados por sus madres a asistir a la velada.

—Tu madre esperará que te sientes al lado de tu hermano. —Enlazó el brazo en el de ella para anclarla a su costado—. Las jovencitas que rondan por ahí por su cuenta adquieren enseguida la reputación de atrevidas.

Angela frunció los labios y dirigió una mirada anhelante al otro extremo de la sala.

—No son más que unos cuantos metros.

—Demasiados metros.

Llegaron a las sillas vacías y Patience se sentó arrastrando a Angela consigo.

Edmond ocupó la silla situada a la izquierda de Patience; Henry, en vez de acomodarse junto a su hermana, optó por colocarse detrás de Patience.

Cuando aparecieron los músicos en medio de un cortés aplauso, Henry movió hacia delante su silla para susurrarle a Angela que se apartara hacia un lado.

Varias miradas reprobatorias se volvieron hacia ellos. Patience giró la cabeza y lo miró furiosa. Henry desistió.

Patience, con un suspiro de alivio, se acomodó en su silla y se preparó para centrar su atención en la música. Entonces Henry se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

—Una reunión muy elegante, ¿verdad? Yo diría que así es como las damas de la sociedad pasan la mayoría de las veladas.

Antes de que Patience pudiera reaccionar, el pianista posó los dedos sobre el teclado e inició un preludio, uno de los favoritos de Patience. Suspirando para sí, se preparó para recrearse en el consuelo de aquellos familiares acordes.

—Es de Bach. —Edmond se inclinó un poco más, moviendo la cabeza al ritmo de la melodía—. Una bonita pieza. Ideada para transmitir la alegría de la primavera. Resulta extraño que la hayan escogido para esta época del año.

Patience cerró los ojos y los labios con fuerza. Entonces oyó que Henry se acercaba a su hombro.

—El arpa suena como la lluvia de primavera, ¿no le parece?

Patience hizo rechinar los dientes. A continuación le llegó la voz de Edmond:

—Mi querida señorita Debbington, ¿se encuentra usted bien? Parece un tanto pálida.

Ella apretó las manos con fuerza sobre el regazo para resistirse al impulso de propinar unos cuantos capirotazos. Abrió los ojos y murmuró:

—Me temo que tal vez me esté dando un poco de jaqueca.

—Oh.

—Ah.

Volvió a reinar un bendito silencio… por espacio de medio minuto.

—Tal vez si…

Con las manos cerradas en dos puños, Patience cerró los ojos y la boca de nuevo, y deseó poder cerrar también los oídos. Al segundo siguiente, sintió una clara punzada de dolor en las sienes.

Negó la música, negó toda justicia natural y se puso a imaginar la recompensa que iba a reclamar como compensación a que le hubieran echado a perder la velada. La próxima vez que viera a Vane. Más tarde. Cuando fuera.

Al menos, Edith Swithins y los Colby habían tenido la sensatez de quedarse en casa.

Exactamente en aquel momento, en la sacrosanta semipenumbra de la sala de naipes de White’s Valle, con la vista fija en Edgar y en el general, ambos sentados a una mesa jugando al whist, bebió con lentitud un trago del excelente vino del club mientras pensaba que la velada de Patience seguramente no sería, no podía ser, más aburrida que la suya.

Oculto en la penumbra, arropado por aquel ambiente silencioso y contenido que rezumaba aromas masculinos como el del buen cuero, el humo de tabaco y la madera de sándalo, se había visto obligado a declinar numerosas invitaciones, obligado a explicar, con una ceja arqueada en expresión lánguida, que se encontraba cuidando del sobrino de su madrina. Aquello, en sí mismo, no sorprendió a nadie; lo que sí sorprendió fue que al parecer opinaba que el hecho de cuidar del chico impedía sentarse a jugar una partida de cartas.

Y es que no podía explicar sus verdaderos motivos.

Reprimió un bostezo y recorrió la estancia con la mirada. Enseguida localizó a Gerrard, que estaba observando el juego que tenía lugar en la mesa. El interés que mostraba era académico, pues no parecía albergar deseo alguno de unirse al juego.

Tomó nota mentalmente de informar a Patience de que su hermano mostraba escasa tendencia a picar el cebo que había envilecido a tantos hombres y se estiró, movió los hombros y volvió a apoyarse contra la pared.

Tras cinco minutos de total falta de acontecimientos, fue a su encuentro Gerrard.

—¿Ha habido algo de acción? —El muchacho señaló la mesa a la que estaban sentados Edgar y el general.

—No, a menos que uno cuente las veces que el general confunde los bastos con las espadas.

Gerrard sonrió y observó el salón.

—Este no parece ser un lugar adecuado para que alguien pase mercancías robadas.

—Sin embargo, es un lugar muy bueno para tropezarse inesperadamente con un viejo amigo. Pero ninguno de nuestros dos pichones da muestras de querer poner fin a su animadísima actividad.

La sonrisa de Gerrard se acentuó.

—Por lo menos, así es más fácil vigilarlos. —Miró a Vane—. Si quiere reunirse con sus amigos, yo puedo arreglármelas solo. Si hacen algo, iré a buscarlo.

Vane negó con la cabeza.

—No estoy de humor. —Gesticuló hacia las mesas—. Ya que estamos aquí, tú también podrías intentar ampliar tus horizontes. Limítate a no aceptar ningún desafío.

Gerrard rio.

—No es mi estilo.

Y volvió a marcharse para empezar a pasear por entre las mesas, muchas de ellas rodeadas por caballeros que disfrutaban viendo jugar a los otros.

Vane se hundió de nuevo en las sombras. No se había sentido tentado ni siquiera vagamente, a aceptar el ofrecimiento de Gerrard. En aquel momento no estaba de humor para unirse a la típica camaradería de una partida de cartas. En aquel momento su mente estaba ocupada por completo por una pregunta sin responder, por un enigma, por una destacada anomalía.

Por Patience.

Necesitaba con desesperación hablar con Minnie a solas. De la vida familiar de Patience, de su padre; allí radicaba la clave… la clave de su futuro.

Aquella noche había sido un desperdicio: No había hecho ningún progreso. En ningún aspecto.

El día siguiente sería distinto. Él se encargaría de que lo fuera.

La mañana siguiente amaneció luminosa y despejada. Vane acudió al número 22 lo más temprano que pudo. A lo lejos se oyó el tañido de una campana… once campanadas. Agarró el llamador con el semblante duro. Aquel día estaba decidido a hacer progresos.

Dos minutos más tarde volvió a bajar los escalones de la entrada. Se subió a su carruaje de un brinco y soltó las riendas, esperando impaciente a que Duggan se colocara detrás para espolear los caballos en dirección al parque.

Minnie había alquilado un cupé.

En el instante en que las vio supo que había sucedido algo de suma importancia. Estaban… no existía otra palabra para describirlas… alteradas.

Estaban allí todas, apiñadas dentro del cupé: Patience, Minnie, Timms, Agatha Chadwick, Angela, Edith Swithins y, por extraño que pareciera, también Alice Colby. Iba vestida tan de oscuro y tan triste, que bien podría confundirse su atuendo con los velos de una viuda; las demás lucían un aspecto mucho más atractivo. Patience, ataviada con un vestido de paseo verde claro, estaba para comérsela.

Vane situó su carruaje detrás del cupé y frenó sus apetitos igual que frenó a sus caballos.

—Acabas de perderte la visita de Honoria —le contó Minnie antes de que hubiera alcanzado siquiera el carruaje—. Va a dar uno de sus bailes improvisados, y nos ha invitado a todos.

—¿De veras? —Vane adoptó su expresión más inocente.

—¡Un baile de verdad! —Angela empezó a dar saltitos en el asiento—. ¡Va a ser simplemente maravilloso! Tendré que hacerme un vestido de baile nuevo.

Agatha Chadwick lo saludó con un gesto de cabeza.

—Ha sido una amabilidad por patre de su prima el invitarnos a todos.

—No he asistido a un baile desde no sé cuándo. —Edith Swithins sonrió a Vane—. Será casi una aventura.

Vane no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Y cuándo va a ser?

—¿No te lo ha dicho Honoria? —Minnie frunció el entrecejo—. Creo que dijo que tú lo sabías… Es el próximo martes.

—El martes. —Vane asintió como si quisiera aprenderse el dato de memoria.

Miró a Patience.

—Vaya una tontería, eso de los bailes —dijo Alice Colby casi con un bufido de desprecio—. Pero dado que esa señora es una duquesa, seguro que Whitticombe dirá que hemos de acudir. Por lo menos es seguro que será un evento debidamente refinado y digno. —Alice hizo aquel comentario para todos en general. Cuando terminó, cerró los labios fruncidos y fijó la vista al frente.

Vane se la quedó mirando con un gesto de desagrado. Y también Minnie y Timms. Todos ellos habían asistido a bailes improvisados que había dado Honoria; con todos los Cynster reunidos en un mismo salón, lo refinado y lo digno solía verse dominado por lo robusto y lo vigoroso. Decidió que ya era hora de que Alice supiera cómo vivía la otra mitad, se limitó a enarcar una ceja y volvió a centrar su atención en Patience.

Precisamente en aquel momento ella lo estaba mirando. Sus miradas se tropezaron; Vane juró para sus adentros. Necesitaba hablar con Minnie, y quería hablar con Patience. Pero teniéndola allí sentada, esperando a que él la invitase a dar un paseo, no podía pedirle lo mismo a Minnie sin añadir un problema más a la lista y sin dejar a Patience con la sensación de que, después de todo, había comenzado a retroceder en sus afectos.

Sus afectos, que en aquel instante se sentían famélicos. Desesperados.

Anhelando atención. Anhelándola a ella.

Alzó lánguidamente una ceja.

—¿Le apetece dar un paseo a pie, señorita Debbington?

Patience advirtió la sed en sus ojos, breve, fugaz, pero lo bastante clara para reconocerla. Y el torniquete que ya le oprimía el pecho se atornilló todavía más. Inclinó la cabeza con donaire, le tendió una mano enguantada… y luchó por reprimir el estremecimiento de emoción que la recorrió de arriba abajo cuando Vane cerró los dedos con fuerza alrededor de los suyos.

Vane abrió la portezuela y la ayudó a apearse. Ella se volvió hacia el carruaje.

La señora Chadwick sonreía; Angela tenía los labios fruncidos; Edith Swithins mostraba una clara sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo Minnie agitó sus chales e intercambió una mirada rápida con Timms.

—En realidad —dijo Timms—, opino que deberíamos emprender ya el regreso. La brisa está refrescando.

Era un día del veranillo de san Martín: el sol brillaba con luminosidad, y la brisa era casi un bálsamo.

—En fin, tal vez tengas razón —gruñó Minnie, lanzando una mirada a Patience—. No hay razón para que no vayas a dar un paseo… Vane puede traerte luego a casa en su carruaje. Sé lo mucho que echas de menos pasear por ahí.

—Así es. Te veremos en casa más tarde. —Timms pinchó al cochero con la punta del parasol—. ¡A casa, Cedric!

A punto de quedarse mirando el carruaje con expresión confusa, Patience sacudió la cabeza. A su lado apareció Vane. Apoyó la mano sobre su brazo y levantó la mirada hacia su rostro.

—¿A qué ha venido todo eso?

Los ojos de Vane se clavaron en los suyos. Alzó las cejas.

—Minnie y Timms son unas inveteradas casamenteras. ¿No lo sabías?

Patience volvió a sacudir la cabeza.

—Nunca se habían comportado así conmigo.

Ni tampoco lo habían tenido a él en su punto de mira. Vane se guardó aquello para sí y condujo a Patience hacia el césped. Había muchas parejas paseando cerca del camino de coches. Mientras saludaban y sonreían, devolviendo inclinaciones de cabeza, fueron desviándose hacia una zona menos concurrida y Vane dejó que sus sentidos se recrearan en la experiencia de tener a Patience una vez más a su lado. La llevaba tan cerca como lo permitía la decencia; las faldas de color verde de ella le rozaban las botas. Era toda una mujer, suave y llena de curvas, a escasos centímetros de él; notó que se endurecía con sólo pensarlo. La brisa que soplaba contra ellos hacía flotar su perfume hacia su rostro: madreselva, rosas, y aquel aroma difícil de identificar que desataba hasta el último de sus instintos de cazador.

De pronto se aclaró la garganta y dijo:

—¿Sucedió algo anoche? —Supuso un esfuerzo elevar la voz desde el tono arenoso en el que estaba hundida.

—Nada. —Patience le dirigió de soslayo una mirada penetrante, ligeramente curiosa—. Por desgracia, Edmond y Henry han vuelto a competir entre sí. Robar objetos, o esconderlos, parece algo demasiado ajeno a su mente. Si alguno de los dos es el ladrón o el Espectro, estoy dispuesta a comerme mi sombrero nuevo.

Vane hizo una mueca.

—No creo que corra peligro tu sombrero nuevo. —Estudió la creación que lucía Patience sobre el cabello—. ¿Es este?

—Sí —contestó ella, un tanto mordaz. Por lo menos podría haberse fijado.

—Pensé que sería distinto. —Vane agitó la escarapela que le colgaba sobre la ceja… y respondió a su mirada con una expresión de exagerada inocencia.

Patience hizo un gesto de desdén.

—Deduzco, entonces, que el general y Edgar no hicieron anoche ninguna maniobra sospechosa.

—Sospechosas, muchas, pero más bien del estilo de estar sospechosamente despistados. Sin embargo, más en concreto, Masters ha recibido noticias de Bellamy Hall.

Los ojos de Patience se agrandaron.

—¿Y?

Vane hizo una mueca.

—Nada. —Miró de frente y sacudió la cabeza en un gesto negativo—. No logro entenderlo. Sabemos que los objetos robados no se han vendido. No los hemos hallado en el equipaje que hemos traído a la ciudad. Pero tampoco se encuentran en Bellamy Hall. Grisham y el personal de servicio han sido muy concienzudos, han registrado hasta el revestimiento de los muros en busca de paneles ocultos, porque existen algunos. Yo no le dije a Grisham dónde estaban situados, pero los ha descubierto todos. Vacíos, claro está, yo mismo lo comprobé antes de irnos. Han registrado todas las habitaciones, todos los escondrijos y todas las grietas. Han mirado debajo de tablones sueltos. También han examinado el terreno y las ruinas. A fondo. A propósito, han encontrado algunas alteraciones justo al otro lado de la puerta de los aposentos del abad.

—¿Oh?

—Alguien ha despejado una parte del enlosado. Hay un anillo de hierro insertado en una piedra, un antiguo portón. Pero dicho portón no se ha abierto recientemente. —Vane capturó la mirada de Patience—. Hace años lo abrimos Diablo y yo, y el sótano que había debajo se llenó de tierra. Debajo de esa piedra no hay nada, ni un solo agujero donde poder ocultar algo. Así que eso no explica nada, y menos aún la razón por la que golpearon a Gerrard.

—Mmm. —Patience frunció el ceño—. Le preguntaré si recuerda haber visto algo más antes del golpe.

Vane asintió con ademán ausente.

—Por desgracia, nada de eso arroja luz sobre este misterio. El rompecabezas de adónde han ido a parar los objetos robados, incluidas las perlas de Minnie, se complica más a cada día que pasa.

Patience hizo una mueca de disgusto y apretó un poco más el brazo de Vane, simplemente porque parecía lo apropiado, consolar y solidarizarse.

—Tendremos que mantenernos vigilantes. En guardia. Ya ocurrirá algo. —Miró a Vane a los ojos—. Tiene que ocurrir.

No había discusión respecto de aquel punto. Vane deslizó la mano libre sobre los dedos de Patience y le sujetó la mano contra su manga.

Caminaron varios minutos en silencio, hasta que Vane la miró y le preguntó:

—¿Estás emocionada por la perspectiva del baile de Honoria?

—Claro que sí. —Patience le dirigió una mirada fugaz—. Entiendo que es un honor haber sido invitada. Como has visto, la señora Chadwick y Angela están como locas. Respecto a Henry, sólo espero que el asombro lo supere. En cambio Edmond no quedará impresionado; estoy segura de que vendrá, pero dudo que ni siquiera un baile ducal tenga peso suficiente para bajarle los humos.

Vane tomó nota mentalmente de mencionarle aquello a Honoria.

Patience lo miró con el ceño fruncido.

—¿Vas a acudir tú?

Vane levantó las cejas.

—Cuando Honoria da una orden, todos obedecemos al instante.

—¿Tú también?

—Es la esposa de Diablo. —Al ver el persistente ceño de Patience, explicó—: Diablo es el jefe de la familia.

Patience volvió la mirada al frente y formó un «oh» con los labios. A las claras se veía que seguía confusa.

Vane torció los labios en una mueca irónica.

—En el carruaje de Honoria había otras dos damas, cuando se detuvo para invitarnos. —Miró a Vane—. Supongo que también eran de la familia Cynster.

Vane mantuvo una expresión impasible.

—¿Cómo eran?

—Eran mayores. Una tenía el pelo oscuro y hablaba con acento francés. La presentaron como la Viuda.

—Es Helena, duquesa viuda de St. Ives, la madre de Diablo. —Su otra madrina.

Patience asintió.

—La otra tenía el pelo castaño y era alta y regia… se llamaba lady Horatia Cynster.

El semblante de Vane se tornó grave.

—Es mi madre.

—Oh. —Patience se volvió hacia él—. Tanto tu madre como la Viuda fueron muy… amables. —Volvió a fijar la vista al frente—. No me di cuenta. Las tres, Honoria y las otras dos damas, parecían estar muy unidas.

—Y lo están. —El tono de Vane iba teñido de resignación—. Muy unidas. La familia entera está muy unida.

Tras formar otro «oh» con los labios, Patience volvió a mirar al frente.

Vane la observó de reojo para estudiar su perfil, y se preguntó qué impresión se habría hecho de su madre, y qué impresión se habría hecho su madre de ella. No porque esperase resistencia alguna en aquel frente; su madre aceptaría a la novia que había escogido con los brazos abiertos. Y también con gran cantidad de información por otro lado secreta y con consejos demasiado agudos. Dentro del clan de los Cynster las cosas funcionaban así.

Ahora estaba seguro de que la resistencia de Patience era en parte debida a una profunda necesidad de compromiso para con la familia, estaba seguro de que aquello formaba parte del muro que se interponía entre ella y el matrimonio. Era un elemento más del problema que él apenas tenía que atajar; lo único que necesitaba era presentarla a su familia para borrar de golpe una parte del mismo.

A pesar de los sacrificios que ello le exigía, el martes siguiente en la mansión de los St. Ives era sin duda la ocasión perfecta para Patience. Cuando viera a los Cynster todos juntos, en su entorno natural, quedaría completamente tranquila al respecto. Vería, y creería, que a él le importaba la familia. Y entonces…

De manera inconsciente, le apretó la mano con más fuerza. Patience lo miró con expresión interrogante.

Vane sonrió… como un verdadero lobo.

—Sólo estaba soñando.