¿POR qué no quería casarse con él? ¿Qué tendría en contra del matrimonio?
Estas preguntas daban vueltas sin cesar en el cerebro de Vane mientras guiaba sus caballos por el camino que llevaba a Londres. Era la segunda mañana tras el accidente de Gerrard. Habiendo declarado que se sentía en perfecto estado para viajar, el muchacho se sentó en el pescante a su lado y fue contemplando el paisaje con mirada ociosa.
Vane ni siquiera veía las orejas del caballo guía, demasiado ensimismado pensando en Patience y en la situación en la que se encontraba actualmente.
La propia Patience, en compañía de Minnie y de Timms, viajaba en el vehículo que seguía a su carruaje; detrás de ellas avanzaba un desfile de coches alquilados que transportaban al resto de la familia de Bellamy Hall.
Una súbita presión en el tobillo izquierdo hizo a Vane mirar hacia abajo, y vio a Myst, que se había enroscado alrededor de su bota. En vez de reunirse con Patience en el carruaje cerrado, la gata había sorprendido a su dueña escogiendo viajar con él. Si bien no tenía nada en contra de los gatos, ni tampoco de los jóvenes retoños, Vane hubiera preferido cambiar sus dos compañeros de viaje por Patience.
Así podría interrogarla acerca de su inexplicable postura.
Ella lo amaba, pero se negaba a casarse con él. Dadas sus circunstancias, y las de ella, dicha decisión se podía tachar de inexplicable. Con la mandíbula apretada, Vane mantuvo la vista al frente, fija entre las orejas del caballo guía.
Su plan original —el de derribar las barreras de Patience con la pasión, el de volverla tan adicta a él que terminase considerando que casarse con él era lo que más le convenía, y así confesarle qué era lo que la preocupaba— se había convertido en un verdadero problema. No había contado con que él mismo iba a volverse adicto, que iba a verse poseído por un deseo más poderoso que el que había sentido jamás; adicto hasta el punto de que dicho deseo —y sus demonios— ya no se sometían a su voluntad.
Sus demonios —y aquella necesidad ciega— se habían desbocado aquella primera vez en el granero. Él los había excusado diciéndose a sí mismo que era comprensible, dadas las circunstancias y su frustración acumulada. La noche en que invadió el dormitorio de Patience tenía todas la riendas firmemente asidas en la mano, conservó el control fríamente y con éxito, incluso bajo la fuerza plena de la pasión de ella. Y aquel éxito lo había dejado complacido, seguro de sí mismo.
Había estado a un paso de perder el control de nuevo.
Peor aún: Ella lo sabía. Aquella sirena de ojos dorados lo había tentado deliberadamente… y a punto había estado de atraerlo hacia las rocas.
Que una mujer fuera capaz de reducir su cacareado autocontrol a un mero vestigio de su habitual fuerza despótica no era una idea que le gustara. La noche anterior había dormido solo… y no muy bien. Había pasado la mitad de la noche pensando, sopesando con gravedad la situación. Lo cierto era que estaba más enganchado de lo que hubiera querido. Lo cierto era que anhelaba soltarse, perderse totalmente… amándola. El simple hecho de formular aquel pensamiento fue suficiente para ponerlo nervioso, pues siempre había opinado que perder el control, sobre todo en aquel territorio, equivalía a una forma de rendición.
Rendirse a sabiendas, soltarse, tal como ella se lo había pedido… era… demasiado inquietante de imaginar.
La relación entre ambos había desarrollado peligrosas tensiones subyacentes, tensiones que él no había previsto cuando tomó aquel rumbo. ¿Qué sucedería si ella se mantuviera firme en su inexplicable negativa? ¿Podría renunciar a ella? ¿Dejarla marchar? ¿Casarse con otra mujer?
Cambió de postura en el duro asiento y movió las riendas en las manos. No quería ni siquiera pensar en aquellas preguntas; de hecho, se negó de plano a tomarlas en cuenta. Si Patience podía adoptar una postura dada, él también.
Patience iba a casarse con él, iba a ser su esposa. Lo único que tenía que hacer era convencerla de que no existía ninguna alternativa sensata.
El primer paso consistiría en descubrir la base de aquella inexplicable postura, la razón por la que no accedía al matrimonio. Conforme iba avanzando el carruaje, a paso lento para que los coches pudieran seguirlo, fue pergeñando planes para desvelar el problema de Patience, que ahora había pasado a ser suyo también.
Se detuvieron brevemente a almorzar en Harpenden. Tanto Patience como Timms pasaron el rato mimando a Minnie, que todavía estaba abatida. Aparte de una pregunta en voz baja para interesarse por el estado físico de Gerrard, Patience no tuvo tiempo que dedicarle a él. Una vez aplacados sus temores fraternales, Vane la dejó regresar al lado de Minnie y abandonó toda esperanza de hacerla subir a su carruaje. Las necesidades de Minnie eran más importantes que las suyas.
Reanudaron la marcha. Gerrard se recostó hacia atrás y contempló todo con mirada de curiosidad.
—Nunca había viajado tan al sur.
—¿Oh? —Vane no apartó la vista de los caballos—. ¿Dónde está tu hogar, exactamente?
Gerrard se lo explicó describiendo el valle situado junto a Chesterfield y empleando las palabras como si fueran pinceladas. Vane no tuvo dificultad para verlo pintado en su mente.
—Siempre hemos vivido allí —finalizó Gerrard—. En líneas generales, Patience es quien dirige las cosas, pero este último año me ha estado enseñando a llevar el negocio.
—Debió de ser duro para vosotros que vuestro padre muriera de manera tan inesperada, y difícil para tu madre y para Patience ocuparse de llevar las riendas.
El chico se encogió de hombros.
—En realidad, no. Ya llevaban varios años dirigiendo la propiedad, primero mi madre, luego Patience.
—Pero… —Vane frunció el entrecejo y miró a Gerrard—. Supongo que quien dirigía la propiedad era tu padre.
Gerrard negó con la cabeza.
—Nunca le interesó. Bueno, es que nunca estaba allí. Murió cuando yo tenía seis años, y ni siquiera entonces me acordaba de él. No recuerdo que se quedara más allá de unas cuantas noches. Mi madre decía que prefería Londres y a sus amigos de allí, y no venía por casa muy a menudo. Eso la entristecía. —Su mirada se tornó distante, perdido en los recuerdos—. Siempre estaba intentando describírnoslo, lo apuesto y caballeroso que era, lo bien que montaba con los perros de caza, la elegancia con que llevaba la capa. Cada vez que se presentaba, aunque sólo fuera por un día, mi madre siempre se mostraba ansiosa de que viéramos lo impresionante que era. —Hizo una mueca de disgusto—. Pero yo no me acuerdo en absoluto de cómo era.
Una lengua de frío golpeó el alma de Vane. Para Gerrard, con su vívida memoria visual, el hecho de no tener recuerdos de su padre decía mucho. Con todo, que un caballero de buena familia se comportase con su familia como se había comportado Reginald Debbington no era algo insólito y no constituía un delito. Vane lo sabía. Pero nunca había conocido tan de cerca a hijos de hombres así, nunca había tenido motivos para sentir pena y rabia por ellos, una pena y una rabia que ellos mismos, los afectados, no sabían que debieran sentir, por lo que no les había dado su padre. Todas las cosas que a su propia familia, los Cynster, le eran queridas y tanto defendía: la familia, la casa y el fuego del hogar. «Tener y conservar» era el lema de los Cynster. Lo primero requería lo segundo, aquello era algo que entendían todos los varones Cynster desde su infancia. Uno desea algo, lo consigue… y luego acepta la responsabilidad. De forma activa. Y en lo que se refería a la familia, los Cynster eran cualquier cosa menos inactivos.
Conforme el carruaje iba avanzando por el camino, Vane se esforzó por comprender la realidad que le había descrito Gerrard. Se lo imaginaba en casa, pero no era capaz de concebir el ambiente, cómo funcionaba. El modelo en sí —una familia sin su cabeza natural, sin su más incondicional defensor— le resultaba desconocido.
Sin embargo, sí que se imaginaba la opinión que tendría Patience —su decidida, independiente y práctica futura esposa— del comportamiento de su padre.
Frunció el ceño.
—Tu padre… ¿Estaba Patience muy unida a él?
La mirada de desconcierto de Gerrard fue suficiente respuesta.
—¿Unida a él? —Alzó las cejas—. No lo creo. Cuando murió, recuerdo que Patience dijo algo acerca del deber y de lo que se esperaba. —Al cabo de un momento añadió—: Resulta difícil sentirse unido a una persona que no está presente.
«Una persona que no se merecía vuestro afecto». Vane oyó aquellas palabras en su cerebro… y se maravilló.
Las sombras comenzaban a alargarse cuando el camino terminó en la calle Aldford, al oeste de la calle South Adley. Vane entregó las riendas a Duggan y se apeó de un salto. El carruaje de Minnie se detuvo despacio detrás del suyo, justo delante de los escalones de entrada del número 22. Discreta residencia de caballero, el número 22 había sido alquilado con escasa antelación por un tal señor Montague, un hombre de negocios para muchos de los Cynster.
Vane abrió la portezuela del carruaje de Minnie y ofreció su mano a Patience para apearse. Detrás de ella bajó Timms, y luego Minnie. Vane se guardó muy bien de intentar tomarla en brazos; en lugar de eso, con el apoyo de Patience desde el otro lado, la ayudó a subir los empinados peldaños. El resto de la familia de Minnie empezó a descender de sus respectivos coches, lo cual atrajo la atención de los últimos viandantes. De la casa salió un ejército de lacayos para ayudar con el equipaje.
La puerta principal estaba abierta en lo alto de los escalones. Patience, guiando a Minnie con cuidado, miró hacia arriba al llegar a la estrecha entrada… y descubrió un extraño personaje de pie en el vestíbulo, sosteniendo la puerta abierta. Cargado de hombros, enjuto y con una expresión que habría hecho justicia a un gato empapado, era el mayordomo más curioso que hubiese visto nunca.
Vane, sin embargo, no pareció encontrar nada de particular en él; lo saludó con un breve gesto de cabeza al tiempo que ayudaba a Minnie a trasponer el umbral.
—Sligo.
Sligo se inclinó.
—Señor.
Minnie levantó la vista y sonrió.
—Vaya, Sligo, qué sorpresa tan agradable.
Patience, que iba a la zaga de Minnie, hubiera jurado que Sligo se ruborizó.
Con aire de encontrarse incómodo, se inclinó de nuevo.
—Señora.
En la confusión que siguió, mientras Minnie y Timms, y después todos los demás, eran recibidas y conducidas hasta sus habitaciones, Patience dispuso de tiempo de sobra para observar a Sligo y el mando absoluto que ejercía sobre los sirvientes más jóvenes. Tanto Masters como la señora Henderson, que habían venido acompañando a su señora, reconocieron a Sligo y lo trataron como a un respetado igual.
Patience reprimió el impulso de echar una ojeada al reloj de la repisa de la chimenea. Oía el constante tictac, desgranando los minutos; le parecía llevar horas escuchándolo.
Ya sabía que la vida de la ciudad no era para ella. Acostumbrada a los horarios del campo, nunca iba a gustarle la costumbre de desayunar a las diez, almorzar a las dos y cenar a las ocho o más tarde. Ya era bastante malo que se hubiera despertado a su hora habitual y hubiera encontrado el comedor del desayuno vacío, con lo que tuvo que conformarse con tomar té y tostadas en la salita de atrás. Ya era bastante malo que no hubiera piano con el que distraerse. Y mucho peor era el hecho de que, por lo visto, resultaba inaceptable que saliera a pasear sin acompañante. Pero lo peor de todo era que el número 22 de la calle Aldford era mucho más pequeño que Bellamy Hall, lo cual quería decir que se encontraban todos apiñados, pegados los unos a la nariz de los otros todo el tiempo.
Tener que soportar a los demás en un espacio tan pequeño parecía pensado especialmente para volverla loca.
Y Vane no había llegado aún.
Cuando llegase, le diría sin tapujos lo que opinaba acerca de su idea de trasladarse a Londres. Más valía que expulsaran de allí al ladrón y al Espectro.
Y pronto.
El reloj siguió marcando los segundos. Patience apretó los dientes y perseveró con la aguja.
Entonces se oyó un golpe en la puerta que la hizo levantar la vista. Igual que a todas las demás salvo Edith Swithins… que continuó cosiendo alegremente. Al instante siguiente llegó a los oídos de todas una voz grave y profunda.
Patience suspiró para sus adentros… con un suspiro que no tenía la menor intención de examinar detenidamente. El rostro de Minnie se iluminó cuando oyó acercarse unas pisadas familiares. Timms sonrió.
Entonces se abrió la puerta y entró Vane, recibido por una panoplia de sonrisas. Su mirada fue a posarse en Patience; ella lo recibió con frialdad. Lo estudió mientras saludaba a todas con un gesto de cabeza y después se acercaba hasta Minnie con elegancia y afecto para preguntarle por su salud y qué tal había pasado la noche.
—Seguro que he dormido más que tú —repuso Minnie con un brillo de malicia en los ojos.
Vane sonrió perezosamente y no hizo ademán alguno de negarlo.
—¿Estás lista para atacar el parque?
Minnie hizo una mueca.
—Quizá mañana te permita que me convenzas para ir a dar un paseo. Por hoy, estoy contenta con quedarme aquí sentada, recuperando las fuerzas.
Su color, mejor que el de días pasados, demostraba que no corría peligro de desaparecer. Ya más tranquilo, Vane miró a Patience, que lo observaba con una frialdad reservada que no le gustó.
—Tal vez —dijo, mirando de nuevo a Minnie—, si tú prefieres quedarte, podría llevar a dar un paseo a la señorita Debbington, en tu lugar.
—Por supuesto que sí. —Minnie le dedicó a Patience una ancha sonrisa y gesticuló con la mano indicando que se fuera—. Para Patience es muy aburrido estar aquí encerrada.
Vane miró de soslayo a Patience con expresión maliciosa.
—¿Y bien, señorita Debbington? ¿Se apunta a un paseo por el parque?
Ella clavó su mirada en la de él y vaciló.
Angela abrió la boca y dio un paso al frente, pero la señora Chadwick la obligó a retroceder formando un clarísimo «no» con los labios. Angela cedió con un mohín.
Incapaz de captar nada en los ojos de Vane que explicase el desafío que contenían sus palabras, Patience enarcó una ceja y dijo:
—Por supuesto, señor. Me alegro de tener la oportunidad de tomar un poco de aire fresco.
Vane frunció el ceño para sus adentros al ver que aceptaba de buen grado, y aguardó mientras ella dejaba la labor a un lado y se levantaba del asiento para, tras un breve gesto de cabeza a Minnie y al resto, ofrecerle el brazo para salir de la salita.
Pero se detuvo en el vestíbulo.
Patience retiró la mano de su brazo y giró hacia las escaleras.
—No tardaré ni un minuto.
Vane la sujetó por el codo y la atrajo hacia sí, mirándola fijamente a los ojos, en los que ahora se leía una expresión de sorpresa. Al cabo de un momento le preguntó en voz baja:
—Los demás. ¿Dónde están?
Patience se esforzó por pensar.
—Whitticombe se ha adueñado de la biblioteca; está bien equipada, pero por desgracia es bastante pequeña. Edgar y el general no tenían donde meterse, de modo que han salido a la calle, pero no sé cuánto tiempo permanecerán fuera. Edgar dijo algo acerca de echar un vistazo a Tattersalls.
—Mmm. —Vane frunció el entrecejo—. Me cercioraré de que Sligo esté enterado. —Luego volvió a mirar a Patience—. ¿Y los demás?
—Henry, Edmond y Gerrard se fueron directos a la sala de billar. —La mano con que Vane le sujetaba el codo se aflojó; Patience se liberó de ella y se irguió para dirigirle una mirada severa—. No pienso decirte lo que opino de una casa que tiene sala de billar pero no sala de música.
Vane movió ligeramente los labios.
—Es la residencia de un caballero.
Patience hizo un ademán de desprecio.
—Con independencia de eso, no creo que el atractivo del billar mantenga satisfecho a ese trío. Están planeando toda clase de excursiones. —Hizo un gesto amplio—. A Exeter Exchange, al Haymarket, al Pall Mall. Incluso los he oído mencionar un sitio llamado La Piscina Sin Par.
Vane parpadeó.
—Ese sitio está cerrado.
—¿Ah, sí? —Patience alzó las cejas—. Pues se lo diré.
—No te preocupes. Se lo diré yo mismo. —La miró otra vez—. Voy a charlar un minuto con ellos mientras tú vas a buscar el abrigo y el sombrero.
Con un gesto altivo, Patience accedió. Vane la observó subir las escaleras y a continuación, con un ceño más decidido, se encaminó hacia la sala de billar para establecer unas cuantas reglas básicas.
Regresó al vestíbulo principal en el momento en que llegaba Patience.
Minutos después, la condujo hasta su carruaje y subió al mismo detrás de ella.
El parque estaba cerca; mientras guiaba los caballos en dirección a los árboles, repasó la lista de huéspedes de Minnie. Y frunció la frente.
—Alice Colby. —Miró a Patience—. ¿Dónde está?
—No ha bajado a desayunar. —Patience enarcó las cejas—. Supongo que debe de estar en su habitación. No la he visto ni poco ni mucho, ahora que lo mencionas.
—Probablemente estará rezando. Al parecer, pasa gran parte del tiempo entregada a esa actividad.
Patience se encogió de hombros y miró al frente. Vane se fijó en ella dejando resbalar la mirada con gesto apreciativo. Con la cabeza alta y la cara al viento, Patience miraba con interés la avenida que se abría ante ellos. Por debajo del borde de su sombrero asomaban algunos mechones de pelo castaño brillante que le azotaban las mejillas. Su capa era del mismo azul claro que el sencillo vestido de mañana que llevaba debajo. Su cerebro registró el hecho de que ninguna de las dos prendas era nueva, ni mucho menos a la última moda, pero a sus ojos la imagen que proyectaba, allí sentada en su carruaje, era perfecta. Incluso aunque tenía la barbilla demasiado levantada y una expresión demasiado reservada.
Frunció el entrecejo para sus adentros y posó la vista en sus caballos.
—Necesitaremos asegurarnos de que ninguna pieza de la colección de fieras de Minnie tenga la oportunidad de salirse de su jaula y echar a andar por ahí por su cuenta. Creo que podemos contar con que no existe conspiración ni asociación, al menos entre personas que no tienen relación entre sí. Pero debemos cerciorarnos de que ninguno de ellos tenga ocasión de pasar a un cómplice objetos robados que sean valiosos, como las perlas. Lo cual quiere decir que nosotros: tú, yo, Gerrard, Minnie y Timms, con la ayuda de Sligo, tendremos que acompañarlos cada vez que salgan de la casa.
—Angela y la señora Chadwick tienen pensado visitar la calle Bruton y la calle Bond esta tarde. —Patience arrugó la nariz—. Supongo que yo podría ir con ellas.
Vane reprimió una sonrisa.
—Ve. —La mayoría de las señoras que conocía él saldrían corriendo hacia aquellas dos calles en un abrir y cerrar de ojos. El frío entusiasmo de Patience auguraba una vida apacible en Kent—. Yo he accedido, aunque con la conveniente reticencia, a hacer de guía para Hendrick, Edmond y Gerrard esta tarde, y le he dicho a Sligo que se mantenga vigilante respecto de Edgar y el general.
Patience frunció el ceño.
—Son muchas personas que vigilar, en caso de que decidieran salir por su cuenta.
—Tendremos que orientarles el gusto hacia los placeres de la ciudad. —Vane se fijó en los carruajes colocados en fila junto al borde—. Y ya que hablamos de eso… fíjate, ahí tienes a las grandes damas del mundillo social.
Incluso sin dicha advertencia, Patience las habría reconocido. Estaban sentadas, vestidas con elegancia, sobre asientos de terciopelo o de cuero, tocadas con complicados sombreros, los ojos brillantes y penetrantes, agitando sus manos enguantadas mientras diseccionaban y debatían hasta la última miga de un posible cotilleo. Desde jóvenes pero elegantes matronas hasta mocitas casaderas de ojos de lince, a todas se las veía firmes y seguras en su posición social. Sus carruajes jalonaban la ruta de moda mientras intercambiaban información e invitaciones.
Muchas cabezas se volvieron hacia ellos cuando pasaron sin detenerse.
Sombreros que se inclinaron con elegancia; Vane devolvió los saludos pero no se detuvo. Patience se fijó en que muchos de los ojos que se veían bajo aquellos sombreros se posaban en ella. Las expresiones que detectó eran de perplejidad, de altiva reprobación o de ambas cosas. Ella las ignoró con la cabeza bien alta; sabía que su abrigo y su sombrero no iban a la moda, que eran poco atractivos. Posiblemente hasta desaliñados.
Pero iba a estar en Londres apenas unas semanas —para atrapar a un ladrón—, así que poco importaba su vestuario.
Al menos, no le importaba a ella.
Miró de reojo a Vane, pero no logró detectar en su expresión ninguna chispa que indicara que se hubiera dado cuenta. Vane no daba muestras de percatarse, y mucho menos de reaccionar, a las más arteras de las miradas dirigidas hacia él. Patience se aclaró la garganta:
—Por lo visto, hay muchas damas presentes. No pensé que hubieran vuelto tantas a la ciudad.
Vane se encogió de hombros.
—No regresa todo el mundo, pero el Parlamento ha vuelto a celebrar sesiones, así que las anfitrionas políticas se encuentran en su domicilio para ejercer su influencia por medio de los bailes y las cenas de costumbre. Eso es lo que hace regresar a muchos miembros de este mundillo. Estas pocas semanas de ajetreo social sirven para llenar el tiempo entre el verano y el comienzo de la temporada de caza.
—Entiendo.
Mientras observaba los carruajes, Patience se fijó en una dama que, en lugar de reclinarse lánguidamente y mirarlos pasar, se había incorporado de golpe.
Un segundo más tarde agitó la mano con gesto imperioso.
Patience miró a Vane; a juzgar por la dirección de su mirada y por la dura expresión de su boca, ya había visto a la mujer. Su vacilación era palpable.
Entonces, con una tensión creciente, sofrenó los caballos. El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse al lado del elegante cupé ocupado por la dama, de edad similar a la de Patience, brillante cabello color castaño y un par de ojos azul grisáceos sumamente perspicaces. Dichos ojos se clavaron al instante en el rostro de Patience. Su dueña sonrió encantada.
Vane, con expresión muy seria, saludó con la cabeza.
—Honoria.
La dama posó en él su radiante sonrisa y la acentuó de modo imperceptible.
—Vane. ¿Y quién es esta?
—Permíteme que te presente a la señorita Patience Debbington, sobrina de Minnie.
—¡No me digas! —Y sin más, le tendió la mano a Patience—. Soy Honoria, mi querida señorita Debbington.
—Duquesa de St. Ives —anunció Vane con gravedad.
Honoria no le hizo caso.
—Es un placer conocerla, querida. ¿Cómo está Minnie?
—Mucho mejor. —Patience se olvidó de su ropa gastada y reaccionó con naturalidad a la franqueza de la duquesa—. Hace unas semanas tuvo un resfriado, pero ha sobrevivido al viaje sorprendentemente bien.
Honoria asintió.
—¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse en la ciudad?
Hasta que atraparan al ladrón y desenmascarasen al Espectro. Patience sostuvo la mirada despejada de la duquesa.
—Pues…
—No estamos seguros —terció Vane—. No es más que uno de los habituales antojos de Minnie por venir a la ciudad, aunque esta vez se ha traído consigo toda su casa de fieras. —Alzó las cejas en un gesto de patente aburrimiento—. Supuestamente, para que le sirvan de distracción.
La mirada de Honoria se mantuvo clavada en su rostro el tiempo suficiente para hacer pensar a Patience qué porcentaje de la facilona explicación de Vane se había creído. Luego Honoria pasó a mirarla a ella… y le ofreció una sonrisa cálida, acogedora, mucho más personal de lo que Patience había esperado.
—Estoy segura de que volveremos a vernos pronto, señorita Debbington. —Le apretó los dedos—. Os dejo continuar, seguro que tenéis por delante una mañana muy ajetreada. De hecho —dijo mirando a Vane— yo también tengo algunas visitas que hacer.
Vane, con los labios apretados, hizo una breve inclinación de cabeza y arreó los caballos.
Mientras recorrían la avenida, Patience observó su duro semblante.
—La duquesa parece muy simpática.
—Lo es. Muy simpática. —Y también muy metomentodo, y desde luego de lo más perspicaz. Hizo rechinar los dientes para sus adentros. Sabía que la familia terminaría enterándose tarde o temprano, pero no esperaba que fuera tan pronto—. Honoria es de hecho la matriarca de la familia. —Se esforzó en buscar palabras que explicaran exactamente lo que quería decir con aquello… pero renunció. Reconocer el poder que Honoria, o cualquier otra de las mujeres Cynster, ejercía dentro de la familia era algo que él, y todos sus parientes varones, encontraban sumamente difícil.
Vane entrecerró los ojos y dirigió su carruaje hacia las verjas del parque.
—Mañana, más o menos a la misma hora, vendré a buscarte de nuevo. Un paseo a caballo o a pie parece ser la mejor manera de intercambiar información sobre lo que han hecho los otros y sobre adónde tienen la intención de ir.
Patience se puso rígida. Así que Vane la había sacado a dar aquel paseo para poder coordinar sus planes, o sea que consideraba la salida como una reunión de campaña.
—En efecto —contestó un tanto fríamente. Un instante después, añadió—: Tal vez deberíamos hacer que nos acompañara Sligo. —Al ver que Vane fruncía el ceño, continuó—: Así podríamos conocer su opinión de primera mano.
Vane frunció todavía más el ceño… y sus caballos lo distrajeron.
Mientras cruzaban las verjas del parque y se adentraban en la abarrotada calzada, Patience permaneció sentada erguida y tiesa, pero por dentro era un torbellino de sentimientos. Cuando los cascos de los caballos tocaron los adoquines de la calle Aldford, alzó la barbilla para decir:
—Me doy cuenta de que te sientes comprometido a identificar al ladrón y al Espectro, pero ahora que has regresado a Londres, sin duda tendrás otros compromisos, otras distracciones en las que preferirías pasar el tiempo. —Aspiró entrecortadamente; había empezado a notar una sensación de angustia en el pecho. Se percató de la mirada rápida que le lanzó Vane, pero levantó la cabeza y, con la vista al frente, prosiguió diciendo—: Estoy segura, ahora que tenemos a Sligo con nosotros, de que podríamos encontrar una forma de obtener la información que te interesa sin que tengas que perder el tiempo en paseos innecesarios.
Patience no pensaba pegarse a él. Ahora que estaban en la ciudad, y Vane veía bien a las claras que ella no encajaba en aquel elegante mundo suyo, que no tenía nada que hacer frente a las exquisitas bellezas a las que él estaba acostumbrado a tratar, Patience no iba a intentar aferrarse a él. Como su madre se había aferrado a su padre. La de ellos era una relación temporal; Patience ya vislumbraba el final de la misma. Al dar el primer paso y aceptar lo inevitable, tal vez, sólo tal vez, estuviera preparando su corazón para el golpe.
—No tengo la intención de no verte al menos una vez al día.
Aquellas palabras, pronunciadas a regañadientes, llevaban un tinte de rabia que Patience no podía pasar por alto. Estupefacta, miró a Vane. El carruaje se detuvo, él amarró las riendas y se apeó de un salto.
Luego dio la vuelta, tomó a Patience por la cintura y la levantó en vilo del asiento para depositarla frente a él, en la acera, con movimientos a duras penas controlados.
Igual que dos pedazos de acero, sus ojos se clavaron en los de ella. Patience, sin aliento, lo miró a su vez. Su semblante era duro, el de un guerrero. Ella sintió que la invadía una oleada de furia y agresividad.
—Por lo que se refiere a distracciones —la informó Vane con los dientes apretados—, nada de este mundo puede superarte a ti.
Aquellas palabras iban cargadas de significado, un significado que Patience no entendió. Mentalmente perdida, luchó por recuperar el resuello, pero antes de que pudiera lograrlo Vane ya estaba subiendo los escalones para depositarla en el vestíbulo principal.
Luego la miró con ojos entornados.
—No esperes que llegue pronto el día en que me veas por última vez.
Y con eso, giró sobre sus talones y se marchó.