MINNIE no se presentó a la mesa del almuerzo; también estaban ausentes Patience y Timms. Gerrard tampoco se presentó, pero, al recordar los comentarios de Patience acerca de la capacidad del muchacho para olvidarse de todo cuando perseguía un paisaje en particular, Vane no se inquietó por él.
Lo de Minnie era harina de otro costal.
Con el semblante severo, Vane comió apenas lo mínimo y a continuación subió al piso de arriba. Odiaba tener que enfrentarse a las lágrimas femeninas, siempre le causaban una sensación de impotencia, emoción nada apreciada por su carácter de guerrero.
Llegó a la habitación de Minnie; Timms le franqueó el paso con expresión distraída. Habían acercado a la ventana el sillón de Minnie, sobre cuyos anchos brazos se hallaba colocada una bandeja con el almuerzo. Sentada en la ventana delante de Minnie estaba Patience, intentando convencerla de que comiera algo.
Patience levantó la vista cuando entró Vane; los ojos de ambos se tocaron brevemente. Vane se detuvo junto al sillón de Minnie.
Minnie lo miró con una expresión esperanzada en los ojos que rompía el corazón.
Vane, exudando impasibilidad, se agachó en cuclillas para poner su rostro a la altura del de ella, y comenzó a referirle lo que había hecho, lo que había averiguado… y un poco de lo que él opinaba.
Timms asintió. Minnie intentó sonreír con confianza. Vane la rodeó con un brazo y la estrechó.
—Las encontraremos, no temas.
En su rostro se clavó la mirada de Patience.
—¿Y Gerrard?
Vane percibió en su tono la pregunta completa.
—Se encuentra fuera, dibujando, desde el desayuno. Al parecer, hay un paisaje especial, difícil que se dé habitualmente para poder dibujarlo. —Sostuvo su mirada—. Todo el mundo lo ha visto marcharse, y aún no ha vuelto.
En los ojos de Patience se apreció una expresión de alivio, y su sonrisa fugaz fue sólo para Vane. Pero de inmediato regresó a su tarea de dar de comer a Minnie.
—Vamos, tienes que conservar las fuerzas. —Hábilmente, consiguió que Minnie aceptase un bocado de pollo.
—Así es —intervino Timms desde el asiento de la ventana—. Y has oído a tu ahijado. Encontraremos las perlas. Pero mientras tanto, no tiene sentido desfallecer hasta anularse.
—Supongo que no. —Minnie asió el borde de su chal más exterior y dirigió a Vane una mirada atormentada y de aterradora fragilidad—. Mi deseo era que mis perlas fueran para Patience, siempre fue esa mi intención.
—Y algún día las heredaré, y me servirán para acordarme de todo esto y de lo tozuda que puedes ser para no comer. —Con gesto decidido, Patience le ofreció un pedazo de chirivía—. Eres peor de lo que era Gerrard, y el cielo sabe que ya era bastante malo.
Trabajándose una risita, Vane se inclinó y besó la mejilla de Minnie, delgada como el papel.
—Deja de preocuparte y haz lo que te dicen. Encontraremos las perlas, ¿no dudarás de mí? Si dudas, debo de estar decayendo.
Aquello último le reportó una débil sonrisa. Aliviado de ver siquiera tan poca cosa, Vane les ofreció a todas una sonrisa segura de libertino y se marchó.
Y fue en busca de Duggan.
Su fiel servidor se había ido a ejercitar a los caballos. Vane pasó el tiempo en los establos, charlando con Grisham y con los mozos de cuadra. Cuando Duggan hubo regresado y los caballos estuvieron de nuevo en sus establos, Vane salió al exterior para echar un vistazo a un joven potro que había en un prado cercano… y se llevó a Duggan consigo.
Duggan había sido mozo de cuadra al servicio de su padre antes de ser ascendido al puesto de mozo personal del hijo mayor de la casa. Era un sirviente experto y de fiar. Vane confiaba en sus capacidades y sus opiniones respecto de otros criados, de forma implícita. Duggan había visitado muchas veces Bellamy Hall a lo largo de los años, tanto formando parte del séquito de sus padres como acompañándolo a él.
Y Vane lo conocía muy bien.
—¿Quién ha sido esta vez? —preguntó Vane cuando dejaron atrás los establos.
Duggan probó a poner una expresión de inocencia. Al ver que Vane no mostraba signos de creérsela, sonrió con malicia.
—Una bonita camarera. Ellen.
—¿Una camarera? Eso podría sernos útil. —Vane se detuvo junto a la valla del prado donde estaba el potrillo y se apoyó sobre el palo más alto—. ¿Te has enterado del último robo?
Duggan afirmó con la cabeza.
—Masters nos lo ha contado a todos antes del almuerzo, convocó incluso al guardabosques y a sus chicos.
—¿Qué opinas tú de los criados? ¿Ves alguna posibilidad?
Duggan reflexionó y luego, despacio, con decisión, sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Son todos buenas personas, ninguno tiene la mano larga, ninguno tiene problemas económicos. La señora es amable y generosa, nadie querría hacerle daño.
Vane asintió, nada sorprendido de confirmar lo que le había manifestado el mayordomo.
—Masters, la señora Henderson y Ada se dedicarán a observar lo que ocurra en la casa; Grisham se encargará de los establos. Y quiero que tú pases todo el tiempo que puedas vigilando la finca, desde el perímetro de la casa hasta la distancia a la que pueda alejarse un hombre andando.
Duggan entrecerró los ojos.
—¿Cree que a lo mejor alguien intenta pasar las perlas a otra persona?
—Eso, o enterrarlas. Si ves alguna protuberancia en las inmediaciones, investígala. El jardinero es viejo, y no va a plantar nada en esta época del año.
—Muy cierto.
—Y también quiero que escuches a esa camarera tuya, anímala a que hable todo lo que quiera.
—Dios. —Duggan hizo una mueca de dolor—. No sabe usted lo que está pidiendo.
—Sea como sea —insistió Vane—, así como Masters y la señora Henderson no dudarán en informar de cualquier cosa extraña, las doncellas jóvenes, que no desean parecer tontas ni llamar la atención sobre algo que hayan visto mientras hacían algo que no debían hacer, es posible que no mencionen un incidente insólito.
—De acuerdo. —Duggan se tiró de la oreja—. Supongo que… teniendo en cuenta que se trata de la señora y que siempre ha sido muy buena… podré hacer ese sacrificio.
—Desde luego —replicó Vane secamente—. Y si oyes alguna cosa, acude directamente a mí.
Dejó a Duggan cavilando sobre cómo organizar sus pesquisas y regresó a grandes zancadas hacia la casa. Hacía ya mucho que el sol había rebasado su punto más alto. Al entrar en el vestíbulo principal se encontró con Masters, que se dirigía al comedor llevando la cubertería de plata.
—¿Está por aquí el señor Debbington?
—No lo he visto desde el desayuno, señor. Pero puede que haya entrado y esté por la casa.
Vane frunció el entrecejo.
—¿No ha entrado en la cocina a buscar algo de comer?
—No, señor.
El ceño fruncido de Vane se hizo más pronunciado.
—¿Dónde está su habitación?
—En la tercera planta, ala oeste… la penúltima puerta.
Vane subió las escaleras de dos en dos y después dobló velozmente para tomar la galería y pasar al ala oeste. Cuando subía los peldaños que conducían al tercer piso, oyó unos pasos que descendían. Miró hacia arriba esperando ver a Gerrard, pero en cambio a quien vio fue a Whitticombe.
Whitticombe no pareció verlo a él hasta que llegó al mismo tramo de escalera; titubeó una fracción de segundo y luego continuó con decisión su camino. Al pasar inclinó la cabeza.
—Cynster.
Vane le devolvió el gesto.
—¿Ha visto usted a Gerrard?
Whitticombe alzó las cejas con aire de suficiencia.
—La habitación de Debbington se encuentra al final del ala, la mía está junto a las escaleras. No lo he visto por aquí.
Y tras otra breve inclinación de cabeza, continuó escaleras abajo. Vane, con el ceño fruncido, continuó escaleras arriba.
Sabía que había acertado con la habitación en el instante mismo en que abrió la puerta; la mezcla de olores del papel, la tinta, el carboncillo y la pintura bastó para confirmarlo. El dormitorio estaba sorprendentemente ordenado; Vane sospechó la influencia de Patience. Habían empujado una gran mesa de madera contra los amplios ventanales y, su superficie, la única abarrotada que se veía en toda la habitación, estaba cubierta de montones de bosquejos sueltos, cuadernos de dibujo y un surtido de plumas, plumines y lápices que yacían en medio de un puñado de virutas de lápiz.
Ociosamente, Vane fue hasta la mesa y echó un vistazo.
La luz que entraba por los ventanales se reflejaba en la superficie de la mesa.
Vane vio que las virutas de lápiz habían sido revueltas hacía poco y vueltas a amontonar. Había restos de ellas entre los bordes de los bosquejos sueltos y entre las páginas de los cuadernos.
Era como si alguien hubiera estado hurgando entre las hojas, y luego hubiera reparado en las virutas y las hubiera vuelto a recoger.
Vane frunció el ceño, pero enseguida descartó la idea. Probablemente había sido una doncella curiosa… o enamorada.
Se asomó a los ventanales. El ala oeste daba al costado de las casas opuesto a las ruinas. Pero el sol iba descendiendo; la especial luz de la mañana que buscaba Gerrard ya había desaparecido hacía tiempo.
Vane sintió un hormigueo, una inquietante sensación de premonición que le recorrió la columna vertebral. Y se acordó vívidamente de haber visto el caballete y las herramientas de Gerrard, pero no al propio Gerrard. Soltó un juramento.
Bajó las escaleras mucho más rápido de lo que las había subido.
Con expresión sombría, atravesó el vestíbulo, bajó por el pasillo y salió por la puerta lateral. Entonces se detuvo.
Tardó un instante de más en eliminar la expresión de gravedad de su rostro.
Patience, que paseaba en compañía de su harén, se fijó en él al momento, y sus ojos adquirieron una expresión de alarma. Vane juró para sus adentros y, adoptando con retraso su fachada de costumbre, fue al encuentro de Patience.
Y de su harén.
Allí estaba Penwick. Vane hizo rechinar los dientes y contestó al gesto de saludo del otro con una actitud de distante arrogancia.
—Minnie está descansando —lo informó Patience, buscando sus ojos—. Y pensé en salir a tomar un poco el aire.
—Una idea muy sensata —declaró Penwick—. No hay nada como un paseo por los jardines para disipar las tristezas.
Todo el mundo lo ignoró y miró a Vane.
—Creía que había ido a montar con el joven Gerrard —comentó Henry.
Vane reprimió el impulso de propinarle una patada.
—Así es —repuso—. Precisamente voy a recogerlo ahora.
Edmond frunció el ceño.
—Qué extraño. —Volvió la vista hacia las ruinas—. Entiendo que se pierda el almuerzo, pero no resulta fácil aguantar el hambre durante tanto tiempo. Y además ya casi no hay luz. No puede estar dibujando todavía.
—Tal vez deberíamos organizar una búsqueda —sugirió Henry—. Debe de haberse trasladado a otra parte distinta de donde estuvo esta mañana.
—Podría estar en cualquier sitio —terció Edmond.
Vane apretó los dientes.
—Yo sé dónde estaba, iré a buscarlo.
—Yo lo acompaño. —La frase de Patience fue una afirmación. Con sólo mirarla a la cara, Vane comprendió que discutir sería un esfuerzo baldío, de modo que asintió brevemente.
—Permítame, mi querida señorita Debbington. —Penwick le ofreció su brazo con untuosidad—. Naturalmente, vamos todos, para cerciorarnos de que quede usted tranquila. Yo tengo una palabra o dos que decirle a Debbington, no tema. No podemos permitirle que la perturbe a usted de modo tan negligente.
La mirada que le dirigió Patience fue fulminante.
—No hará usted semejante cosa. ¡Ya estoy harta de sus intentos de interferir, señor!
—Por supuesto. —Vane aprovechó la oportunidad para asir la mano de Patience.
Se adelantó, empujó a Penwick a un lado y se llevó a la joven. Y seguidamente echó a andar en dirección a las ruinas a paso ligero.
Patience, a su lado, también corría. Con la vista fija en las ruinas, no profirió protesta alguna por tener que apretar tanto el paso para mantenerse a su altura.
Vane la miró.
—Estaba instalado al fondo, más allá de los claustros, frente a los aposentos del abad.
Patience asintió.
—Es posible que se haya olvidado del almuerzo, pero no se habría olvidado del compromiso que tenía de salir a montar contigo.
Vane volvió la vista atrás y vio que Edmond y Henry se habían dejado arrastrar por la emoción de llevar a cabo una búsqueda y habían tomado caminos separados: Edmond hacia la antigua iglesia y Henry al lado contrario de los claustros. Al menos ellos estaban siendo de utilidad; en cambio Penwick, empecinado, venía andando tras ellos.
—Sea como sea —dijo Vane al llegar al primer muro derrumbado—, Gerrard ya debería haber regresado a estas horas. Ya no hay luz, y para la hora del almuerzo ya habría cambiado la perspectiva.
Ayudó a Patience a pasar por encima de un montón de piedras desiguales y se apresuraron a recorrer el lado oeste del claustro. Henry acababa de alcanzar el lado este. Una vez en el interior de la nave, oyeron a Edmond llamando a Gerrard con su sonora voz de poeta. Pero no obtuvo respuesta.
Al llegar a la pared del fondo, Vane ayudó a Patience a subir a la fila de piedras desmoronadas desde la que se había caído tantas noches atrás. A continuación se volvió y se fijó en los aposentos del abad.
La escena que contempló fue la misma que había visto anteriormente.
Exactamente la misma.
Lanzó un juramento, y no se molestó en pedir disculpas. Bajó de un salto, tomó a Patience por la cintura y la depositó sobre las viejas losas. Con su mano fuertemente agarrada, se dirigió al lugar donde estaba el caballete de Gerrard.
Ambos tardaron diez minutos en salvar todos los obstáculos —esencialmente cruzar el complejo de la abadía completo— hasta llegar a la explanada de hierba en la que se había instalado Gerrard. El césped ascendía suavemente conforme se alejaba de las dependencias del abad y después bajaba en pendiente hacia los frondosos linderos del bosque. Gerrard se había instalado debajo del punto más elevado del terreno, enfrente mismo de la pendiente, a escasos metros de una entrada en forma de arco medio derrumbada, que era todo lo que quedaba del muro que había rodeado en otro tiempo el huerto del abad.
Vane asió la mano de Patience y notó que ella cerraba los dedos alrededor de la suya, y fue directamente hacia el caballete. El papel que se agitaba encima del mismo estaba en blanco.
Patience palideció.
—Ni siquiera ha empezado a trabajar.
Vane apretó la mandíbula.
—Sí que empezó. —Tocó los restos de papel rasgado que habían quedado sujetos por las pinzas—. Han arrancado el papel. —Apretó con más fuerza la mano de Patience y miró hacia los árboles.
—¡Gerrard!
Su grito se desvaneció en el silencio.
En aquel momento se oyó un roce de botas que anunció la llegada de Henry.
Remontó un muro en ruinas, se irguió y después miró fijamente el caballete abandonado. Entonces miró a Patience y a Vane.
—Ni rastro de él por donde he venido.
Por el extremo más alejado de las ruinas apareció Edmond. Al igual que Henry, se quedó mirando el caballete e hizo un gesto a su espalda.
—No está en ninguna parte de la iglesia.
Vane, con el rostro pétreo, los envió hacia los árboles.
—Empezad por ese extremo. —Ambos jóvenes asintieron y se fueron. Vane posó la mirada en Patience—. ¿Prefieres esperar aquí? Ella negó con la cabeza.
—No, voy contigo.
Vane no había esperado menos. Con la mano de ella fuertemente agarrada, los dos volvieron sobre sus pasos sobre el césped y dieron un rodeo para internarse en el bosque.
Penwick, jadeando y resoplando, los alcanzó ya bien entrados en la espesura.
Estaban peinando la zona y llamando a Gerrard a voces; tras efectuar una pausa para recobrar el aliento, Penwick soltó un silbido en actitud crítica.
—Si me hubiera permitido hablar antes con Debbington… para hacerle ver con claridad cuáles eran sus responsabilidades… no habría sucedido esta insensatez, estoy seguro.
Patience se retiró un mechón de pelo de la frente y lo miró fijamente.
—¿Qué insensatez?
—Es obvio. —Penwick había recuperado el resuello y su actitud de costumbre—. El chico ha acudido a una cita con alguna frívola doncella. Seguro que estaba de lo más entretenido y poco después se internó en el bosque.
A Patience se le descolgó la mandíbula.
—¿Es eso lo que hacía usted a su edad? —inquirió Vane, que seguía caminando sin detenerse.
—Bueno… —Penwick se ajustó el chaleco en su sitio, y percibió la mirada de Patience—. ¡No! Por supuesto que no. Sea como fuere, ahora no estamos hablando de mí sino del joven Debbington. Es un bala perdida en potencia, no me cabe la menor duda. Criado por mujeres, mimado, con permiso para desbocarse sin la conveniente guía de una figura masculina. ¿Qué otra cosa cabe esperar?
Patience se puso rígida.
—Penwick. —Vane lo miró a los ojos—. Váyase a su casa o cierre la boca. De lo contrario, tendré sumo placer en hacer que se trague los dientes.
El inflexible acero de su tono de voz dejó claro que estaba hablando en serio.
Penwick palideció, luego se sonrojó y por último se irguió.
—Si mi ayuda no es bien recibida, naturalmente que me iré.
Vane asintió.
—Pues váyase.
Penwick miró a Patience, la cual le devolvió una mirada glacial. Entonces, con el aire de un mártir rechazado, Penwick giró sobre sus talones y se fue.
Cuando el crujido de sus pasos dejó de oírse, Patience suspiró.
—Gracias.
—Ha sido un verdadero placer —masculló Vane. Flexionó los hombros y agregó—: De hecho, albergaba la esperanza de que se quedara y siguiera hablando.
Patience quiso emitir una risita que se le quedó enredada en la garganta.
Al cabo de otros diez minutos de infructuosa búsqueda, vieron a Edmond y a Henry a través de los árboles. Patience se detuvo y dejó escapar un suspiro de preocupación.
—No creerás —dijo volviéndose a Vane, que se había detenido a su lado— que Gerrard está de verdad con alguna criada.
Vane negó con la cabeza.
—Confía en mí. —Miró en derredor; el cinturón de bosque era estrecho, no habían dejado ninguna zona sin cubrir. Volvió a mirar a Patience—. Gerrard no siente todavía tanto interés por las mujeres.
En aquel momento llegaron Henry y Edmond. Con las manos apoyadas en las caderas, Vane miró a su alrededor por última vez.
—Regresemos a las ruinas.
Llegaron al césped situado delante del caballete de Gerrard y examinaron el gigantesco montón de piedras caídas y roca desmoronada. El sol estaba pintando el cielo de rojo; les quedaba solamente una hora hasta que la falta de luz convirtiera la búsqueda en una tarea peligrosa.
Henry expresó aquellos pensamientos con palabras:
—En realidad, esto es relativamente abierto. No parece haber tantos lugares en los que pueda ocultarse una persona.
—Pero hay agujeros, en cambio —replicó Patience—. Yo caí dentro de uno, ¿no se acuerdan?
Vane la miró, y a continuación miró el caballete… y la elevación del césped detrás de él. Giró en redondo, se acercó hasta el borde y miró. Entonces apretó la mandíbula para decir:
—Ahí está.
Gerrard yacía desplomado de espaldas, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. El desnivel, que parecía más bien suave desde otro punto de vista, era bastante pronunciado, pues tenía una caída de dos metros en vertical hasta una estrecha hendidura que quedaba oculta por los terraplenes inclinados que había a ambos lados.
El rostro de Patience quedó privado de color.
—¡Oh, no!
Vane bajó de un salto y aterrizó a los pies de Gerrard. Patience se acuclilló de inmediato sobre el borde, y se enrolló las faldas alrededor de las piernas. Vane oyó el murmullo y miró; en sus ojos brilló una luz de advertencia. Patience levantó la barbilla, testaruda, y se acercó un poco más al borde.
Maldiciendo por lo bajo, Vane regresó rápidamente, la sujetó por la cintura y la bajó hasta el foso para depositarla al lado de Gerrard.
En el instante mismo en que Vane la soltó, ella se arrojó de rodillas al lado de su hermano.
—¿Gerrard?
Un frío helado le atenazó el corazón. El chico estaba mortalmente pálido, sus oscuras pestañas destacaban vivamente contra sus mejillas blancas como la tiza. Patience, con mano temblorosa, le apartó un mechón de cabello y tomó su rostro entre las manos.
—Despacio —advirtió Vane—. No trates de moverlo todavía. —Comprobó el pulso de Gerrard—. El latido es fuerte. Probablemente no esté malherido, pero debemos buscar huesos rotos antes de moverlo.
Aliviada hasta cierto punto, Patience se sentó sobre los talones y observó cómo Vane examinaba el torso, los brazos y las piernas de Gerrard. Al llegar a los pies frunció el ceño.
—No parece tener nada roto.
Patience también frunció el ceño a su vez, y entonces tomó la cabeza de Gerrard, extendió las manos e introdujo los dedos en el cabello para palparle el cráneo. Encontró una aspereza, una profunda abrasión, y sintió algo pegajoso en la palma de la mano. Se quedó paralizada… y miró a Vane. Emitió un jadeo tembloroso y a continuación depositó la cabeza de Gerrard en el suelo y sacó la mano para mirársela. Estaba surcada de unos regueros de color rojo. Con el semblante blanco como la cal, levantó la mano para que la vieran los demás.
—Le han…
Se le quebró la voz.
La expresión de Vane se volvió dura como el granito.
—… Golpeado.
Gerrard recobró el conocimiento con un gemido de dolor.
Patience corrió de inmediato a su lado. Se sentó en el borde de la cama y escurrió un paño en una palangana colocada sobre la mesilla de noche. Con los hombros apoyados contra la pared, Vane observó cómo ella humedecía la frente y el rostro de su hermano.
Gerrard gimió de nuevo, pero se rindió a los cuidados de Patience. Severo e impasible, Vane aguardó. Una vez que hubieron llegado a la conclusión de que alguien había dejado inconsciente de un golpe al chico, él lo transportó en brazos hasta la casa. Edmond y Henry se encargaron de recoger los útiles de dibujo y lo siguieron. Patience, muy alterada y luchando por dominarse, se mantuvo a su lado.
Volvió a ser ella misma cuando terminaron de subir a Gerrard al piso de arriba. Sabía lo que tenía que hacer, y se puso a ello con su competencia habitual. Si bien seguía estando pálida y demacrada, no se dejó llevar por el pánico. Manifestando su aprobación en silencio, Vane la dejó impartiendo órdenes a diestro y siniestro y fue a darle la noticia a Minnie.
Al cruzar la galería había visto, en el vestíbulo de abajo, a Edmond y a Henry reunidos en tribunal, informando a los demás huéspedes de la casa del «accidente» sufrido por Gerrard. Antes de abandonar las ruinas, habían encontrado la piedra que lo había golpeado: formaba parte del viejo arco de la entrada. Para Edmond y Henry, aquello significaba que Gerrard había estado debajo del arco en un momento inoportuno, recibió el impacto del fragmento de mampostería que se desprendió del mismo, trastabilló hacia atrás y se cayó en la hendidura. Pero la opinión de Vane no era tan ingenua. Oculto en las sombras de la galería, había estudiado cada uno de los rostros, había escuchado cada una de las exclamaciones de horror. Todos parecían sinceros, fieles a las formas, fieles al carácter, ninguno le proporcionó indicación alguna de que alguien estuviera ya enterado del incidente o de que se sintiera culpable del mismo. Hizo una mueca de disgusto y continuó hacia las habitaciones de Minnie.
Después de informar a Minnie y a Timms, volvió para ayudar a Patience a echar a todos los que se habían congregado —la extraña familia entera— en la habitación de Gerrard. Si bien tuvo éxito en dicho empeño, no tuvo ninguno a la hora de echar a Minnie y a Timms.
Observó a Minnie, que estaba sentada en el viejo sillón junto a la chimenea, en la que ahora ardía un alegre fuego. A su lado se encontraba Timms, con una mano apoyada sobre el hombro de Minnie, impartiendo consuelo en silencio.
La atención de las dos estaba fija en la cama. Vane escrutó el semblante de Minnie, y anotó otra víctima más en la lista del Espectro… ¿O sería del ladrón?
Lo pagarían; pagarían hasta la última arruga nueva que surcaba el rostro de Minnie, la preocupación y el dolor que se leían en sus ojos.
—¡Oh! ¡Mi cabeza! —Gerrard intentó sentarse, pero Patience lo obligó a tumbarse de nuevo.
—Tienes una herida en la nuca, quédate quietecito tumbado de costado.
Aún mareado, Gerrard obedeció y recorrió con la vista la habitación en penumbra, parpadeando como un búho. Su mirada se fijó en la ventana; ya se había puesto el sol, y unas últimas pinceladas de bermellón cruzaban el cielo.
—¿Ya es de noche?
—Me temo que sí. —Vane se apartó de la pared y fue despacio hasta donde Gerrard pudiera verlo. Le ofreció una sonrisa tranquilizadora y le dijo—: Te has perdido el día.
Gerrard frunció el ceño. Patience se levantó para retirar la palangana. Gerrard alzó una mano y se tocó con cautela la nuca. Sus facciones se contorsionaron al palparse la herida. Bajó la mano y miró a Vane.
—¿Qué ha ocurrido?
Vane, aliviado tanto por la claridad como por la franqueza de la mirada de Gerrard, además de la eminente sensatez de su pregunta, respondió con un gesto:
—Abrigaba la esperanza de que tú nos contestaras a eso. Saliste a dibujar esta mañana, ¿lo recuerdas?
Gerrard volvió a fruncir el ceño.
—Los aposentos del abad desde el oeste. Recuerdo haber instalado el caballete.
Hizo una pausa. Patience volvió a sentarse a su lado y sostuvo una mano entre las suyas.
—¿Empezaste a dibujar algo?
—Sí. —Gerrard quiso asentir con la cabeza, e hizo un gesto de dolor—. Sí que estuve dibujando. Tracé las líneas generales, luego me levanté y fui a estudiar los detalles. —Arrugó la frente en su esfuerzo por recordar—. Regresé a la banqueta y continué dibujando. Entonces… —Hizo otra mueca de dolor y miró a Vane—. Nada.
—Recibiste un golpe en la nuca con una roca —lo informó Vane—. Una roca que procedía originalmente del arco de la entrada que había a tu espalda. Intenta acordarte, ¿te pusiste de pie y diste algún paso hacia atrás? ¿O no abandonaste tu sitio en ningún momento?
El ceño de Gerrard se acentuó.
—No me levanté —dijo por fin—. Estaba sentado, dibujando. —Miró a Patience y después a Vane—. Eso es lo último que recuerdo.
—¿Viste a alguien, notaste algo? ¿Qué es lo último que recuerdas exactamente?
Gerrard arrugó el rostro y después movió la cabeza en un gesto negativo… muy ligeramente.
—No vi ni noté nada. Tenía el lápiz en la mano y estaba dibujando… Había empezado a incluir los detalles de lo que queda de la puerta principal de los aposentos del abad. —Miró a Patience—. Ya sabes cómo soy: No veo nada, no oigo nada. —Trasladó la mirada a Vane—. Estaba ajeno a todo.
Vane asintió.
—¿Cuánto tiempo estuviste dibujando?
Gerrard alzó las cejas.
—¿Una hora? ¿Dos? —Levantó un hombro—. Quién sabe. Podrían ser incluso tres, aunque dudo que fuera tanto tiempo. Déjeme ver el dibujo, y me haré una idea mejor.
Levantó la mirada, expectante; Vane intercambió una mirada con Patience y volvió a mirar a Gerrard.
—El dibujo en el que estabas trabajando fue arrancado del caballete.
—¿Qué?
La exclamación de incredulidad de Gerrard encontró eco en Timms. Gerrard sacudió la cabeza con cuidado.
—Eso es ridículo. Mis dibujos no valen nada. ¿Para qué iba querer el ladrón llevarse uno? Ni siquiera estaba terminado.
Vane intercambió una larga mirada con Patience y después volvió a fijar la vista en el rostro de Gerrard.
—Es posible que sea esa la razón por la que te dejaron inconsciente: para que no llegaras a terminar tu último bosquejo.
—¿Pero por qué? —La pregunta de desconcierto procedía de Minnie. Vane se volvió hacia ella.
—Si supiera eso, sabríamos mucho más.
Aquella misma noche, por acuerdo unánime, celebraron una conferencia en la habitación de Minnie. Esta y Timms, Patience y Vane se reunieron frente a la chimenea. Sentada en el escabel junto al sillón de su tía, con una de sus frágiles manos en las de ella, Patience escrutó los rostros de los presentes, iluminados por el resplandor parpadeante del fuego.
Minnie estaba preocupada, pero por debajo de su fragilidad se le notaba una vena de pura tozudez y la determinación de averiguar la verdad. Timms parecía considerar a los malhechores que vivían entre ellos como una afrenta personal, si no contra su dignidad, desde luego sí contra la de Minnie. Estaba tercamente empeñada en desenmascarar a los villanos.
En cuanto a Vane… Patience dejó correr la mirada por sus facciones, más austeras que nunca bajo aquella cambiante luz dorada. Su rostro, todo ángulos y planos, mostraba una expresión dura. Parecía un… guerrero nato. Le vino a la cabeza aquella caprichosa idea, pero no sonrió; el adjetivo encajaba demasiado bien, parecía decidido a erradicar, a aniquilar a quienquiera que se hubiera atrevido a perturbar la paz de Minnie.
Y la suya.
Sabía que esto último era cierto, lo supo cuando sintió el contacto de las manos de Vane en sus hombros mientras la ayudaba con Gerrard, lo supo por el modo en que sus ojos examinaron su cara buscando signos de preocupación o de angustia.
La sensación de estar dentro del círculo protector de Vane resultaba dulcemente reconfortante. Aunque se decía a sí misma que era algo efímero, que pertenecía al presente y no al futuro, no podía evitar abandonarse a ello.
—¿Cómo se encuentra Gerrard? —preguntó Timms acomodándose en el segundo sillón.
—Durmiendo a salvo —contestó Patience. La ansiedad de su hermano había ido aumentando conforme se acercaba la noche, hasta que ella insistió en administrarle una dosis de láudano—. Está cómodamente en su cama, y Ada está pendiente de él.
Minnie la miró.
—¿De verdad se encuentra bien?
Vane, apoyado contra la repisa de la chimenea, cambió de postura para decir:
—No había ninguna señal de conmoción cerebral que yo pudiera ver. Sospecho que, aparte de un dolor de cabeza, mañana por la mañana volverá a ser el mismo de siempre.
Timms lanzó un resoplido.
—¿Pero quién lo golpeó? Y, ¿por qué?
—¿Estamos seguros de que lo golpearon? —Minnie miró a Vane.
Él asintió con expresión grave.
—Sus recuerdos son claros y lúcidos, no borrosos. Si estaba sentado, como él afirma, no hay manera de que lo golpeara una piedra desprendida con aquel ángulo y tanta fuerza.
—Lo cual nos lleva de nuevo a lo que he preguntado yo —dijo Timms—: Quién y por qué.
—En lo que se refiere al quién, debió de tratarse del Espectro o del ladrón. —Patience miró a Vane—. Suponiendo que no sean la misma persona.
Vane frunció el ceño.
—No parece haber muchos motivos para imaginar que son la misma persona. El Espectro no se ha dejado ver desde que lo perseguí yo, mientras que el ladrón ha continuado con sus actividades sin interrupción. Además, no existen indicios de que el ladrón sienta interés alguno por las ruinas, y en cambio para el Espectro siempre han sido una obsesión especial. —No mencionó que estaba convencido de que el ladrón era una mujer, con lo cual no era probable que tuviera la fuerza ni las agallas suficientes para atizar a Gerrard—. No podemos descartar que el culpable de hoy haya sido el ladrón, pero me parece más probable que el autor haya sido el Espectro. —Posó la mirada en la cara de Timms—. En cuanto al porqué, sospecho que Gerrard vio algo, algo que a lo mejor ni siquiera se dio cuenta de que había visto.
—O el malo pensó que había visto algo —replicó Timms.
—Se le da muy bien tomar nota de los detalles —dijo Patience.
—Un dato que conocían todos los miembros de la familia. Cualquiera que haya visto alguno de sus dibujos habrá reparado en lo detallados que son. —Vane se removió—. Yo creo que, dada la desaparición de este último dibujo, podemos extraer la conclusión de que en efecto el chico vio algo que alguien no quería que viera.
Patience hizo un gesto de desagrado.
—Él no recuerda nada especial de lo que estaba dibujando.
Vane la miró a los ojos.
—No hay motivo para que, sea lo que sea, le pareciera fuera de lo corriente.
Todos guardaron silencio, y entonces Minnie preguntó:
—¿Crees que corre peligro?
Patience miró rápidamente a Vane. Pero este negó con la cabeza con gesto seguro.
—Se trate de quien se trate, sabe que Gerrard no sabe nada, y por lo tanto no supone ninguna amenaza para el chico en este momento. —Al ver la falta de convicción que se leía en los ojos de los presentes, explicó de mala gana—: Gerrard estuvo allí tirado durante horas, inconsciente. Si fuera una amenaza real para el malhechor, dicho malhechor tuvo tiempo de sobra para quitarlo de en medio para siempre.
Patience se estremeció, pero asintió con la cabeza. El semblante de Minnie y el de Timms adquirieron una expresión sombría.
—Quiero que atrapen a ese malvado —declaró Minnie—. No podemos continuar así.
—En efecto. —Vane se irguió—. Por eso sugiero que nos traslademos a Londres.
—¿A Londres?
—¿Por qué a Londres?
Vane, después de acomodar de nuevo los hombros contra la repisa de la chimenea, miró las tres caras vueltas hacia él.
—Tenemos dos problemas: el ladrón y el Espectro. Si tenemos en cuenta al ladrón, aunque los robos no siguen ningún ritmo ni obedecen a ninguna razón, las posibilidades de que el autor de los mismos sea un miembro de la casa son altas. Dado el número de objetos robados, ha de haber un escondite en alguna parte, porque prácticamente hemos eliminado la posibilidad de que dichos objetos se hayan vendido. Si trasladamos la familia entera a Londres, en cuanto nos vayamos de aquí, el personal de servicio, que está fuera de toda sospecha, podrá llevar a cabo un registro exhaustivo. Al mismo tiempo, cuando lleguemos a Londres, haré que rastreen también todo el equipaje. En una casa de la capital será mucho más difícil cometer nuevos robos y esconder lo robado.
Minnie afirmó con la cabeza.
—Entiendo. ¿Pero qué pasa con el Espectro?
—El Espectro —contestó Vane con expresión cada vez más severa— es el candidato más probable a ser el autor de lo sucedido hoy. No hay pruebas de que provenga del exterior, así que lo más seguro es que sea alguien de la casa. Todo lo que ocurrió anteriormente, los ruidos y las luces, podría deberse a alguien que recorría las ruinas por la noche, cuando no había nadie fuera. La causa de lo sucedido hoy seguramente es que Gerrard, sin saberlo, se acercó demasiado a algo que el Espectro no quiere que se vea. Todo lo que ha ocurrido sugiere que el Espectro quiere rondar por las ruinas sin tener a nadie cerca. Al trasladarnos a Londres, le damos exactamente lo que él quiere: las ruinas desiertas.
Timms frunció el entrecejo.
—Pero si es un miembro de la familia, y la familia está en Londres… —Dejó la frase sin terminar, y su rostro se iluminó al comprender—: Querrá regresar.
Vane sonrió sin humor.
—Exacto. Lo único que necesitamos es esperar a ver quién hace el primer movimiento para regresar.
—¿Pero tú crees que lo hará? —dijo Minnie con una mueca—. ¿Persistirá en su empeño, después de lo de hoy? Seguro que se ha dado cuenta de que ahora necesita tener más cuidado, debe de temer que lo atrapen.
—En cuanto al miedo de que lo atrapen, no sabría qué decir. Pero —apretó la mandíbula— estoy bastante seguro de que si lo que quiere es tener las ruinas vacías, no podrá resistirse a la oportunidad de disponer de ellas para él solo. —Miró a Minnie a los ojos—. Quienquiera que sea el Espectro, está obsesionado, y sea lo que sea lo que persigue, no va a renunciar a ello.
Y así quedó decidido: la familia entera se trasladaría a Londres tan pronto como Gerrard se encontrara lo bastante bien para viajar. Mientras hacía una última ronda por la casa silenciosa y dormida, elaboró mentalmente una lista de los preparativos que tendría que poner en práctica al día siguiente. El último paso de su ronda de sereno lo llevó al tercer piso del ala oeste.
La puerta de la habitación de Gerrard estaba abierta, y un haz de luz suave se derramaba sobre el pasillo.
Vane se aproximó sin hacer ruido. Se detuvo en las sombras del umbral y vio a Patience, que, sentada en una silla de respaldo recto junto a la cama y con las manos entrelazadas sobre el regazo, observaba cómo dormía Gerrard. La vieja Ada daba cabezadas, arrellanada en el sillón junto a la chimenea.
Por espacio de un buen rato Vane se limitó a contemplar la escena dejando que sus ojos se recrearan en las suaves curvas de Patience, en el brillo de su cabello, en su expresión profundamente femenina. La sencilla devoción que transmitían su postura y su semblante lo conmovieron; así deseaba que fueran vigilados sus hijos, cuidados, protegidos. No con la clase de protección que proporcionaba él, sino con protección y apoyo de un tipo distinto pero igualmente importante; dos caras de la misma moneda.
Sintió la ola de emoción que lo embargó; las palabras que había empleado para describir al Espectro reverberaron en su cerebro. Aquella descripción encajaba también consigo mismo: estaba obsesionado, y no pensaba darse por vencido.
Patience percibió su presencia al aproximarse. Levantó la vista y sonrió brevemente, y luego volvió a mirar a Gerrard. Vane curvó las manos sobre sus hombros, la sujetó y, suavemente pero con firmeza, la levantó de la silla. Ella frunció el ceño, pero le permitió que la atrajera al círculo de sus brazos.
Con la cabeza inclinada, Vane dijo dulcemente:
—Vámonos. Ya no corre peligro.
Ella hizo un gesto de desagrado.
—Pero…
—No le gustará despertarse y encontrarte a ti dormida en esa silla vigilándolo como si tuviera seis años.
La mirada que le dirigió Patience afirmaba bien a las claras que sabía exactamente qué palanca estaba moviendo. Vane la miró a su vez con una ceja enarcada en actitud arrogante y la ciñó más fuerte con el brazo.
—Nadie va a hacerle daño, y si llama, está aquí Ada. —La condujo hacia la puerta—. Le serás más útil mañana si esta noche duermes un poco.
Patience miró atrás. Gerrard continuaba profundamente dormido.
—Supongo que…
—Exacto. No pienso dejarte aquí, para que pases toda la noche en vela sin motivo. —La obligó a trasponer el umbral y cerró la puerta tras ellos.
Patience abrió bien los ojos, pues lo único que veía era oscuridad.
—Ven.
Vane le deslizó un brazo alrededor de la cintura y la estrechó con fuerza para ceñirla a su costado. Giró hacia la escalera principal, caminando despacio. A pesar de la creciente oscuridad, a Patience le resulto fácil relajarse en el calor que le proporcionaba él, hundirse en el consuelo que le daba su fuerza.
Caminaron en silencio por la casa a oscuras y pasaron al ala opuesta.
—¿Estás seguro de que a Gerrard no le va a pasar nada? —Formuló la pregunta cuando alcanzaron el corredor que llevaba a su habitación.
—Confía en mí. —Los labios de Vane le rozaron la sien—. No le pasará nada.
Hubo una nota en su voz grave y profunda que le infundió más tranquilidad que las palabras en sí. Y entonces se desvaneció el último resto de su agitación fraternal, de su inquietud acaso irracional. ¿Confiar en él?
Amparada en la oscuridad, Patience permitió que sus labios se curvaran en una sonrisa cómplice, muy femenina.
Ante ellos se erguía la puerta de su dormitorio. Vane la abrió e hizo pasar a Patience. Un caballero se habría retirado llegados a ese punto, pero él siempre supo que no era un caballero. Entró detrás de Patience y cerró la puerta.
Ella necesitaba dormir; pero él no podría descansar hasta que Patience estuviera soñando. Preferiblemente, acurrucada en sus brazos.
Patience oyó caer el pestillo y supo que Vane estaba dentro de la habitación con ella. No miró atrás, sino que se acercó lentamente hasta la chimenea.
Ardía un alegre fuego, alimentado por algún sirviente atento. Se quedó contemplando las llamas.
Y trató de esclarecer qué era lo que deseaba. En aquel momento, en aquel minuto.
De él.
Vane había dicho una verdad: Gerrard ya no tenía seis años. Había pasado la época en que ella debía cuidarlo. Aferrarse supondría tan sólo refrenarlo. Pero es que su hermano llevaba tanto tiempo ocupando el centro de su vida, que necesitaba algo con que sustituirlo. Alguien. Al menos por esa noche.
Necesitaba que alguien tomase de ella todo lo que podía dar. Dar era su salida, su alivio; necesitaba dar tanto como necesitaba respirar. Necesitaba sentirse deseada, necesitaba alguien que la tomase tal como era, por lo que era. Por lo que podía dar.
Sus sentidos buscaron a Vane al percibirlo cerca. Entonces respiró hondo y se volvió.
Y lo encontró a su lado.
Lo miró a la cara, aquellos planos angulares bruñidos por el resplandor del fuego. Los ojos de él, de un gris nublado, buscaron los suyos. Apartó a un lado todo pensamiento del mal y del bien y alzó las manos hacia su pecho.
Él se quedó inmóvil.
Patience deslizó los brazos más arriba y se acercó un poco más. Cerró las manos alrededor de su nuca, se apretó contra él y levantó las caderas hacia las de Vane.
Entonces los labios de ambos se encontraron. Y se fusionaron. Con avidez.
Patience sintió las manos de Vane cerrarse sobre su cintura y después sus brazos, que la rodearon y la ciñeron como un torniquete.
Su invitación, su aceptación, provocaron a Vane un estremecimiento que le llegó al fondo del alma; a duras penas logró evitar aplastarla contra sí. Sus demonios aullaron triunfantes; él se apresuró a maniatarlos y sujetarlos, y luego volvió a centrar la atención en Patience. Ella, por voluntad propia, se apretó más contra él. Vane dejó que sus manos vagaran por las delicadas formas de su espalda y fueran moldeándola a él, instando sus caderas a acercarse, y después, avanzando un poco más con las manos, tomó las firmes curvas de sus glúteos y la atrajo con fuerza hacia el hueco que formaban sus duros muslos.
Patience ahogó una exclamación y le ofreció nuevamente su boca, la cual él reclamó igual que un ave rapaz. En lo más recóndito de su cerebro sonó una letanía de advertencia que le recordó los demonios maniatados, los conceptos del comportamiento civilizado, de la pericia de la madurez… todo lo característico de su experiencia de libertino. Dicha experiencia, sin ninguna orden consciente, propuso un plan de acción. Junto al fuego hacía calor… de manera que ambos podían desvestirse frente a las llamas y después trasladarse a la civilizada comodidad de la cama.
Una vez formulado el plan, Vane se centró en la puesta en práctica del mismo.
Besó a Patience a fondo, explorando, sugiriendo… y sintió la rápida reacción de ella: su lengua se enredó con la suya. Perturbado y empeñado en experimentar de nuevo aquella dulce reacción, él la tentó para que repitiera la caricia. Y así lo hizo Patience, pero despacio, tan despacio que los sentidos de Vane siguieron cada uno de los movimientos, cada uno de los deslizamientos, con aturdimiento e intensidad.
No fue hasta que por fin volvió en sus cabales y se despegó de aquel beso cuando sintió las manos de Patience sobre su pecho. A través de la camisa, las palmas de ella lo marcaban a fuego, lo masajeaban. Patience subió las manos hasta los hombros, pero la chaqueta estorbaba sus movimientos. Intentó quitársela. Entonces, interrumpiendo el beso, Vane se apartó un momento y, con un movimiento de hombros, chaqueta y chaleco cayeron al suelo.
Patience se abalanzó sobre la corbata de lazo, tan ávida como sus demonios.
Vane le apartó las manos y deshizo rápidamente el nudo para a continuación soltar el resto de la prenda. Patience ya había transferido sus atenciones a los botones de la camisa; en cuestión de segundos los desabrochó todos. Luego sacó los faldones de la camisa de la cintura, la abrió y se lanzó con ansia a recorrerle el pecho con las manos y enredar los dedos en la mata de vello.
Vane la miraba a la cara y saboreaba la sorpresa y la sensualidad que expresaban sus rasgos, el brillo de emoción de sus ojos.
Y entonces se aplicó a los cordones de su vestido.
Patience estaba extasiada. Vane ya la había explorado a ella, pero ella aún no había tenido la oportunidad de explorarlo a él. Extendió los dedos y abrió los sentidos para beber de la dureza y el calor de aquellos fuertes músculos.
Investigó los huecos y las anchas superficies de aquel pecho, las amplias crestas que formaban las costillas. La mata de vello castaño se le rizó y enredó en sus finos dedos, los discos planos de las tetillas se endurecieron bajo su contacto.
Todo era de lo más fascinante. Deseosa de ampliar sus horizontes, asió los bordes de la camisa.
Al tiempo que él asía las mangas de su vestido.
Lo que siguió a continuación provocó a Patience una serie de risas… risas tontas, acaloradas. Cada uno con las manos sobre el cuerpo del otro, ambos iniciaron una especie de baile al tiempo que ajustaban su contacto.
Mientras Patience luchaba por quitarle a Vane la camisa, él, mucho más experto, la despojaba del vestido.
Luego la atrajo a sus brazos y se apoderó de su boca hundiéndose profundamente en ella, sujetándola con un brazo mientras con la otra mano se afanaba con los cordones de la enagua.
Patience respondió al desafío y devolvió el beso con avidez… mientras sus dedos luchaban con los botones de los pantalones de Vane. Los labios de ambos se encontraron y se fundieron, y se separaron tan sólo para fundirse de nuevo con ardor.
La enagua cayó al suelo en el mismo instante en que Patience deslizaba los pantalones de Vane por sus caderas. Él interrumpió el beso para mirarla a los ojos, y las miradas encendidas de ambos colisionaron. Entonces, con un leve juramento, Vane dio un paso atrás y se desprendió de pantalones y botas.
Patience, con los ojos muy abiertos, se recreó en la visión de aquel cuerpo, de aquellos planos brutalmente duros y esculpidos, bañados por la luz dorada del fuego.
Él levantó la vista y la sorprendió mirándolo. Se irguió, pero antes de que pudiera tocarla, ella agarró el borde inferior de su camisola y, con un movimiento lento, se la sacó por la cabeza.
Con los ojos clavados en los ojos de Vane, dejó caer la suave prenda de seda, olvidada, de sus dedos. Sus brazos y sus manos buscaron a Vane y acudió deliberadamente al encuentro de su cuerpo.
El instante dorado en que se tocaron, el primer contacto de piel desnuda contra piel desnuda, causó a Patience una sensación de exquisito placer que agitó su respiración. Cerró los ojos, apoyó los brazos sobre los anchos hombros de Vane y se apretó contra él, acomodando sus senos contra aquel pecho, sus muslos contra aquellos otros mucho más duros, su blando vientre a modo de cuna para la rampante dureza de aquella verga.
Ambos cuerpos se movieron y se deslizaron, hasta apretarse fuertemente el uno contra el otro. Los brazos de Vane se cerraron, como un torniquete de acero, alrededor de su cuerpo.
Y entonces sintió la tensión que lo atenazaba a él. La tensión contenida que estaba reprimiendo.
La fuerza y el poderío que percibía en aquellos músculos contraídos, en la carne tensa que la rodeaba, se le hicieron irresistibles. La fascinaron. La envalentonaron y la estimularon. Quiso conocerlo, sentirlo, tocarlo, gozarlo.
Le rodeó el cuello con los brazos con más fuerza y levantó la cabeza para rozar sus labios con los de él. Y susurró:
—Suéltate.
Pero Vane no le hizo caso; Patience no sabía, no podía saber lo que le estaba pidiendo. Bajó la cabeza y capturó sus labios en un beso largo y prolongado, diseñado para intensificar la gloriosa sensación de su cuerpo desnudo contra el de él. Patience era como seda fría, vibrante, delicada y sensual; el roce de su cuerpo era una potente caricia que lo dejaba dolorosamente excitado, que le causaba una terrible urgencia.
Necesitaba llevarla hasta la cama. Y pronto.
Ella se despegó de su boca para cubrir de besos ardientes su garganta y la sensible piel de la base del cuello.
Y para acariciarlo.
Lo tocó. Vane se quedó quieto. Con delicadeza y poco a poco, curvó los dedos alrededor del miembro rígido. Él se puso en tensión… y dejó escapar un suspiro desesperado.
La cama. Los demonios rugían ya.
Guiada por un instinto infalible, Patience cerró los dedos con más seguridad al tiempo que lamía un plano pezón con una lengua que parecía escaldar, y murmuraba:
—Suelta las riendas.
Vane sintió que la cabeza le daba vueltas.
Entonces Patience dejó de acariciarlo y alzó la cabeza. Entrelazó los brazos alrededor de su cuello y se estiró hacia arriba, contra él. Flexionó una rodilla y levantó el firme y marfileño muslo hasta su cadera.
—Tómame.
Había perdido el juicio… pero él lo estaba perdiendo también.
De su cerebro voló todo pensamiento acerca de camas y madurez civilizada. Sin ninguna orden consciente, sus manos se cerraron sobre los firmes globos de los glúteos de Patience y la levantó en vilo. Al instante ella enroscó sus largas piernas alrededor de las caderas de él y se apretó con fuerza.
Fue ella la que hizo el ajuste necesario para capturar la vibrante cabe za de su verga en la carne resbaladiza de entre sus muslos dejando a Vane suspendido, dolorido y desesperado, a la entrada.
Y fue ella la que hizo el primer movimiento para descender y atraerlo al interior de su cuerpo, para empalarse en su rígido miembro.
Vane, con todos los músculos en tensión, luchó por respirar, luchó por llegar el impulso de tomarla con violencia. Patience bajó aún más y buscó los labios de Vane para acariciarlos tentativamente con los suyos.
—Suéltate.
Vane no se soltó, no podía; renunciar al control era algo que quedaba totalmente fuera de su alcance. Pero sí aflojó las riendas y aminoró el paso todo lo que se atrevió. Con los músculos contraídos y flexionados, levantó a Patience… y embistió hacia arriba al tiempo que ella se dejaba caer hacia abajo.
Patience aprendía deprisa. La siguiente vez que la levantó, ella se relajó y luego se tensó al sentir cómo él la llenaba, ralentizando su deslizamiento hacia abajo, alargándolo para absorber de él más que antes.
Vane hizo rechinar los dientes. La cabeza no dejaba de darle vueltas mientras Patience, una y otra vez, se cerraba alrededor de él con un calor abrasador. No supo en qué momento descubrió la verdad y comprendió que ella lo estaba amando, dándole placer conscientemente, derrochando las caricias más íntimas con él; pero de pronto lo vio claro como el agua.
Nunca había sido amado de esta manera, por una mujer empeñada en darle placer con tanta determinación, empeñada en violarlo.
Las hábiles caricias continuaron; Vane estaba seguro de que había perdido la razón. Sintió nacer un fuego en su interior, una llama sobre otra. Estaba ardiendo, y la fuente de aquel calor era Patience.
Se enterró en el húmedo horno que le ofrecía ella y sintió cómo lo abrazaba con audacia. Entonces, con un gemido apenas sofocado, se hincó de rodillas sobre la alfombra delante del fuego.
Ella se adaptó al instante y aprovechó con avidez el nuevo apoyo que le proporcionaba el suelo para montar a Vane con más ansia.
Él no podía aguantar ya mucho más. La sujetó fuertemente por las caderas y la sostuvo contra sí, intentando contener la respiración, desesperado por prolongar aquella gloriosa unión. Patience se cimbreaba luchando por recuperar el control. Vane apretó los dientes y dejó escapar un siseo agónico.
Deslizó las manos hacia arriba, a lo largo de la espalda de Patience, y la hizo doblarse hacia atrás, de modo que sus pechos, hinchados y maduros, quedaran a su entera disposición para poder gozarlos.
Y los gozó.
Patience oyó su propia exclamación cuando la boca de Vane se cerró con ansia sobre su pezón engrosado. Momentos más tarde siguió un gemido.
Ardiente y voraz, Vane le lavó los pechos y le succionó los sensibilizados pezones hasta que ella estuvo segura de estar a punto de morir. En el interior de su cuerpo, sintió cómo su duro miembro la llenaba, la completaba. Vane embistió más profundo, más hondo todavía, reclamándola por entero: cuerpo, mente y sentidos.
Atrapada en su abrazo, Patience gimió y se retorció. Incapaz de elevarse por encima de él, pero nada dispuesta a dejarse someter, cambió de dirección y empezó a mover las caderas contra Vane.
Ahora le tocó a Vane el turno de gemir. Sintió cómo la tensión acumulada en su interior se intensificaba aún más, investida de una fuerza que no esperaba poder controlar. Ni sujetar.
Entonces introdujo una mano entre los cuerpos de ambos y deslizó los dedos a través de los rizos húmedos de Patience, hasta encontrarla. Un solo contacto fue todo lo que hizo falta para que ella estallara, fragmentada. Sus sentidos explotaron en un grito quebrado al tiempo que se despeñaba por aquel precipicio invisible y desaparecía en el dulce olvido.
Vane la siguió un instante después.
El fuego se había transformado ya en un montón de ascuas antes de que se movieran. Sus cuerpos, unidos fuertemente, estaban demasiado enredados el uno en el otro para separarse. Los dos se despertaron, pero ninguno de los dos cambió de postura, demasiado contentos con aquella cercanía, aquella intimidad.
Fue transcurriendo el tiempo, y ellos siguieron abrazados, dejando que se fueran calmando los latidos de su corazón, que se enfriasen sus cuerpos, pero con las almas aún unidas en éxtasis.
Por fin Vane bajó la cabeza y rozó con sus labios la sien de Patience. Ella levantó la vista y escrutó sus ojos. Entonces Vane la besó dulcemente, muy despacio. Cuando sus bocas se separaron, le preguntó:
—¿Has cambiado ya de opinión?
Percibió su confusión, y la entendió. Ella no se apartó, pero negó con la cabeza.
—No.
Vane no discutió. Siguió abrazándola y notó cómo lo rodeaba su calor, notó cómo el corazón de ella latía a la par que el suyo. Algunos minutos más tarde, que no se molestó en contar, la levantó y la llevó en brazos hasta la cama.