UNA vibración profunda y constante despertó a Vane en la hora fantasmal que precedía al amanecer. Abrió los ojos y se esforzó por distinguir formas en aquella luz mortecina, pero tardó un minuto entero en comprender que la vibración procedía del calor que pesaba contra el centro de su pecho.
Era Myst, hecha un ovillo justo en el hueco que quedaba debajo de su esternón, mirándolo a la cara sin pestañear con sus ojos azules.
Y ronroneando de un modo capaz de despertar a un muerto.
Entonces reparó en otra fuente de calor, el suave cuerpo de mujer acurrucado contra su costado. Miró a ambos lados. A las claras se veía que Patience estaba acostumbrada al tremendo ronroneo de la gata, porque para ella no parecía existir el mundo.
No pudo evitar la sonrisa que curvó sus labios. Menos mal que estaba dormida; a pesar de los altibajos del día anterior, sobre todo los bajos, dominaban su mente los altos, en concreto el último.
Darse media vuelta y hacerle apasionadamente el amor a Patience había sido de lo más acertado. Magistral, aunque no forzado. Si presionaba en exceso, ella se aferraría a sus posiciones y no cedería, y él no sabría jamás qué era lo que la hacía rechazar el matrimonio.
En cambio, de esta forma podía complacer sus sentidos, aplacar las ansias de sus demonios y envolver a Patience en una red de sensualidad que, con independencia de lo que ella pudiera imaginarse, era tan fuerte como la red que ella había tejido, aun sin ser consciente de ello, alrededor de él. Y en la tarea de ir tejiendo nudo tras nudo la red que la ataría a él, se iría ganando su confianza poco a poco, con cuidado, hasta que al fin Patience se fiara de él.
Y entonces sólo sería cuestión de matar el dragón particular de Patience y liberarla. Así de simple.
Su sonrisa se tornó irónica. Luchó por dominar una risa cínica. Myst no apreció el movimiento de su pecho, sino que le clavó las uñas, lo cual cortó en seco el ataque de risa. Vane la miró ceñudo, pero, dada la preciosa ayuda que le había prestado la noche anterior, no la expulsó de su confortable asiento.
Aparte de todo lo demás, él mismo se sentía cómodo, fuera de toda duda: estaba acostado en una cama caliente con la mujer que quería por esposa, la cual dormía apaciblemente a su lado. En aquel preciso momento no se le ocurría ninguna otra cosa que deseara más en el mundo, aquel remanso de paz lo tenía todo. La noche anterior había confirmado, más allá de toda sombra de duda, que Patience lo amaba. Quizás ella no lo supiera… o quizá sí, pero a lo mejor no quería reconocerlo, ni siquiera ante sí misma. No estaba seguro de aquellos detalles, pero sabía la verdad.
Una dama como Patience no podía entregarse a él, aceptarlo en su cuerpo y amarlo como había hecho ella, si en el fondo de su corazón no le importara nada. Hacía falta algo más que curiosidad, algo más que deseo sexual, incluso de confianza, para que una mujer se entregase de forma plena, total, como hacía Patience cada vez que se entregaba a él.
Aquel grado de entrega carente de egoísmo surgía del amor y de ninguna otra cosa.
Él había conocido a demasiadas mujeres como para no reconocer la diferencia, para no percibirla y valorarla como un don que no tenía precio. No sabía hasta dónde lo entendía Patience, pero cuanto más tiempo durase su relación, más se acostumbraría a ello.
Lo cual, a él le parecía sumamente deseable.
Vane sonrió con gesto perverso a Myst. La gata bostezó y flexionó las uñas.
Vane siseó. Myst se levantó, se estiró y acto seguido se bajó de su cuerpo con ademán regio y fue hasta un extremo de la cama. Allí hizo una pausa y se volvió para mirarlo fijamente.
Vane la miró a su vez, ceñudo, pero la acción de la gata planteaba la pregunta de: «¿Y ahora, qué?».
Su cuerpo le respondió al instante, con una sugerencia enteramente predecible; la estudió unos momentos, pero la rechazó. De ahora en adelante, en lo que a él concernía, Patience era suya, suya para cuidarla y protegerla. Y en aquel momento concreto, protegerla significaba guardar las apariencias. No sería en absoluto aceptable que se presentase de repente una criada y los descubriera tal cual, enredados el uno en el otro.
De modo que, haciendo una mueca de desagrado, Vane se tumbó de costado.
Patience seguía profundamente dormida. Contempló su cara, bebió de su belleza, respiró su calor; alzó una mano para apartarle un mechón de pelo… pero se detuvo. Si la tocara podría despertarla, y entonces a lo mejor no podría marcharse. Reprimió un suspiro y, sin hacer ruido, se levantó de la cama.
Antes de bajar a desayunar, Vane dio un rodeo hasta las habitaciones de Minnie. La sorpresa de esta al verlo se le dibujó en todo el rostro. En sus ojos se leía una expresión especulativa, de modo que antes de que pudiera empezar a interrogarlo, afirmó en tono indiferente:
—A mitad de camino caí en la cuenta de que mi cita en Londres tenía mucha menos urgencia que mis obligaciones aquí. De modo que di media vuelta.
Minnie abrió los ojos como platos.
—¿De verdad?
—De verdad. —Vane observó que Minnie intercambiaba una mirada elocuente con Timms, la cual, a todas luces, estaba informada de su anterior partida. Sabiendo por experiencia qué torturas podían aplicarle, se despidió de ellas con una cortés inclinación de cabeza—. Os dejaré con vuestro desayuno y me iré a tomar el mío.
Y se escabulló de la habitación de Minnie antes de que las dos pudieran recuperarse y empezar a atosigarlo.
Entró en el comedor del desayuno con los saludos y gestos de costumbre.
Estaban presentes todos los caballeros de la casa, pero no así Patience.
Suprimió una sonrisa autosatisfecha y se sirvió del aparador, tras lo cual tomó asiento.
El brillo que iluminaba su cara desde primeras horas de la mañana aún no lo había abandonado; reaccionó a la variación que le contó Edmond de su última escena con una sonrisa fácil y unas cuantas sugerencias de lo más serio, lo cual hizo que Edmond saliera disparado del comedor, reanimado y ávido de servir a su exigente musa.
Vane se volvió hacia Gerrard. El joven sonrió.
—Estoy decidido a empezar hoy un boceto nuevo. Hay una vista especial de las ruinas, que abarca los restos del alojamiento del abad, que siempre he querido dibujar. Esa zona rara vez tiene buena luz, pero esta mañana sí. —Apuró su taza de café—. Para la hora del almuerzo quiero tener ya captadas las líneas esenciales. ¿Le apetece un paseo a caballo esta tarde?
—Por supuesto que sí. —Vane retribuyó la sonrisa de Gerrard—. No debes pasar todos los días observando piedras.
—Eso es lo que siempre le digo yo —terció el general al tiempo que salía.
Gerrard empujó atrás su silla y siguió al general. Lo cual dejó a Vane contemplando el perfil benigno de Edgar.
—¿Qué miembro de la familia Bellamy está investigando actualmente? —inquirió Vane.
El bufido de desprecio de Whitticombe fue claramente audible. Apartó su plato y se puso de pie. La sonrisa de Vane se acentuó; alzó las cejas para dar ánimos a Edgar.
Edgar dirigió una mirada cautelosa a Whitticombe. Se volvió de nuevo hacia Vane sólo cuando su rival hubo traspuesto el umbral de la puerta.
—En realidad —confesó Edgar— he empezado por el último obispo. Formaba parte de la familia.
—¿De veras?
Henry levantó la vista.
—Digo yo, este sitio… la abadía… quiero decir, ¿era tan importante como lo pinta Colby?
—Bueno… —Edgar procedió a proporcionarle una detallada descripción de la abadía de Coldchurch en los años inmediatamente anteriores a la Disolución.
Su disertación resultó refrescante por lo breve y sucinta que fue; tanto Vane como Henry estaban sinceramente impresionados.
—Y ahora será mejor que vuelva a mi trabajo. —Con una sonrisa, Edgar abandonó la mesa.
Y dejó solos a Vane y a Henry. Para cuando llegó Patience, con un frenético revuelo de faldas, el meloso estado de ánimo de Vane había llegado hasta el punto de concederle a Henry su ansiada partida de revancha al billar. Feliz como una mariposa, Henry se levantó y dijo, sonriendo a Patience:
—Voy a ver qué hace mi madre. —Y tras despedirse de Vane con un gesto de cabeza, salió sin prisas del comedor.
Profundamente enamorado —ablandado por su estado de ánimo y por aquella inesperada consecuencia—, Vane se dejó caer en su silla y se ladeó para poder contemplar sin impedimentos a Patience, que se estaba sirviendo el desayuno junto al aparador y después se acercó a la mesa. Ocupó el lugar de costumbre, separado del de Vane por la silla vacía de Gerrard. Tras una breve sonrisa y una mirada de advertencia, se concentró en su desayuno: en el enorme montón de comida que había acumulado en el plato.
Vane observó la comida con semblante sereno y seguidamente miró a Patience a la cara:
—Algo ha debido de sentarle muy bien… Está claro que le ha mejorado el apetito.
El tenedor de Patience se quedó suspendido en el aire a mitad de camino.
Miró el plato, se encogió de hombros, se metió en la boca la porción que tenía en el tenedor y después contempló a Vane con calma.
—Recuerdo vagamente haber pasado mucho calor. —Alzó las cejas y volvió a mirar su plato—. Casi como si tuviera fiebre, de hecho. Espero que no sea contagioso. —Se llevó otro tenedor a la boca y dirigió a Vane una mirada de soslayo—. Y usted, ¿ha pasado una noche tranquila?
Masters y sus ayudantes se encontraban junto a ellos, bien al alcance del oído, aguardando para quitar la mesa.
—Pues no. —Vane clavó la mirada en los ojos de Patience, y los recuerdos lo hicieron cambiar de postura en la silla—. Sea lo que sea lo que la ha atacado a usted, debe de haberme afectado a mí también. Sospecho que esta dolencia pueda durar un tiempo.
—Qué… molesto —articuló Patience.
—En efecto —contestó Vane, cada vez más metido en el papel—. Hubo momentos en los que me sentí como encerrado en un calor húmedo.
Las mejillas de Patience se tiñeron de un rubor intenso; Vane supo que aquel color le llegaba hasta las puntas de los senos.
—Qué extraño —replicó ella. Tomó su taza de té y bebió un sorbito—. En mi caso, fue como si explotara por dentro.
Vane se puso en tensión… más todavía. Hizo un esfuerzo por evitar removerse en su asiento, lo cual lo hubiera delatado.
Patience depositó la taza y apartó el plato.
—Por suerte, la afección desapareció a primeras horas de la mañana.
Ambos se pusieron de pie. Patience fue lentamente hacia la puerta, Vane caminó calmosamente a su lado.
—Es posible —murmuró cuando salieron al vestíbulo principal en voz queda, para que lo oyese sólo ella—. Pero sospecho que esa afección suya la volverá a sufrir esta noche. —Patience lo miró a la cara con expresión entre recelosa y escandalizada; él sonrió, todo dientes—. ¿Quién sabe? A lo mejor siente usted más sofoco todavía.
Por un instante Patience pareció… intrigada. A continuación, acudió en su socorro la altanería y la dignidad. Inclinó fríamente la cabeza y respondió:
—Si me disculpa, creo que voy a practicar con las escalas.
Vane hizo una pausa al pie de las escaleras para observar cómo Patience cruzaba con elegancia el vestíbulo, y cómo movía las caderas con la libertad que era habitual en ella; no pudo reprimir del todo una sonrisa lobuna.
Estaba estudiando la posibilidad de ir tras ella y probar qué tal se le daba desbaratarle las escalas… cuando apareció un lacayo bajando apresuradamente las escaleras.
—Señor Cynster. La señora pregunta por usted. Dice que es urgente… está bastante alterada. Se encuentra en su salita.
Vane escondió su piel de lobo en un abrir y cerrar de ojos y, con un breve gesto de cabeza dirigido al lacayo, corrió escaleras arriba. El segundo tramo lo subió de dos en dos. Con el entrecejo fruncido, fue rápidamente a las habitaciones de Minnie.
En el instante en que abrió la puerta, comprobó que el lacayo no había mentido: Minnie estaba acurrucada en su sillón, con los chales en desorden, con el aspecto de un pajarillo enfermo… salvo por las lágrimas que rodaban por sus arrugadas mejillas. Cerró la puerta y atravesó la habitación a grandes zancadas para agacharse junto al sillón con una rodilla en tierra. Tomó una de las frágiles manos de Minnie en las suyas y le preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
Minnie tenía los ojos arrasados de lágrimas.
—Mis perlas —susurró ella con voz temblorosa—. Han desaparecido.
Vane miró a Timms, de pie a su lado en actitud protectora. La mujer asintió con expresión grave.
—Las llevaba puestas anoche, como de costumbre. Yo misma las puse sobre el tocador después de que ayudáramos, Ada y yo, a Min a acostarse. —Se volvió para tomar una pequeña caja de brocado de la mesilla lateral que tenía a la espalda—. Siempre están guardadas aquí, no encerradas con llave. Min se las pone todas las noches, así que no merece la pena protegerlas tanto. Y dado que al ladrón le gustan los objetos brillantes y de poco valor, no parecía que las perlas corrieran demasiado peligro.
Se trataba de un largo collar de dos vueltas, con pendientes a juego. Vane se lo había visto puesto a Minnie desde siempre.
—Eran mi regalo de boda de Humphrey. —Minnie se sorbió las lágrimas—. Eran lo único, el único regalo de todos los que me hizo, que era más personal.
Vane se tragó el juramento que acudió a sus labios, se tragó la ola de rabia por el hecho de que uno de los beneficiarios de la caridad de Minnie la pagase de aquella forma. Le apretó la mano con fuerza para transmitirle amistad y valor.
—Si estaban aquí anoche, ¿cuándo han desaparecido?
—Ha tenido que ser esta mañana, cuando fuimos a dar el paseo de costumbre. De no ser así, no ha habido otro momento en el que no haya habido nadie en la habitación. —Timms parecía estar lo bastante enfadada para soltar un juramento—. Tenemos por costumbre ir a dar un corto paseo por el jardín vallado siempre que el tiempo lo permite. Últimamente hemos salido tan pronto como se levantaba la niebla. Ada limpia la habitación mientras nosotras estamos fuera, pero siempre termina antes de que regresemos.
—Hoy —Minnie tuvo que tragarse un sollozo antes de continuar—, nada más entrar por la puerta, vi que la cajita no estaba en su sitio habitual. Ada siempre lo deja todo tal cual, pero la caja estaba torcida.
—Estaba vacía. —Timms apretó la mandíbula—. Esta vez, el ladrón sí que se ha propasado.
—Así es. —Con el semblante serio, Vane se incorporó. Dio un apretón a la mano de Minnie y después la soltó—. Recuperaremos tus perlas, lo juro por mi honor. Hasta ese momento, procura no preocuparte. —Dirigió una mirada a Timms—. ¿Por qué no bajas a la sala de música? Puedes contárselo a Patience mientras yo pongo unas cuantas cosas en marcha.
Timms asintió.
—Una idea excelente.
Minnie frunció el ceño.
—Pero es la hora en la que practica Patience, no quisiera interrumpirla.
—Ya te darás cuenta —replicó Vane ayudándola a ponerse de pie— de que, si no la interrumpes, Patience no te lo perdonará. —Y seguidamente intercambió una mirada con Timms—: No querrá verse excluida de esto.
Después de acompañar a Minnie y a Timms a la sala de música, y de dejar a su madrina en las capaces manos de Patience, Vane se reunió con Masters, la señora Henderson, Ada y Grisham, los más antiguos sirvientes de Minnie.
Su sorpresa y su cólera instantánea contra quienquiera que se hubiera atrevido a hacer daño a su generosa señora, fueron palpables. Tras tranquilizarlos diciéndoles que ninguno de ellos era sospechoso, y después de que ellos le aseguraron a su vez que todo el personal actual era de absoluta confianza, Vane hizo lo que pudo para bloquear la puerta de los establos.
—El robo se ha cometido hace muy poco. —Miró a Grisham—. ¿Alguien ha solicitado un caballo o la calesa?
—No, señor —respondió Grisham negando con la cabeza—. Los inquilinos de la casa no son muy de salir por ahí.
—Eso nos facilitará la tarea. Si alguien pide transporte, o incluso que un mozo le entregue algo, disuádanlo y comuníquenmelo de inmediato.
—Sí, señor. —Grisham tenía el semblante grave—. Lo haré tal como usted dice.
—En cuanto al interior de la casa… —Vane se volvió hacia Masters, la señora Henderson y Ada—. No veo motivo alguno por el que no se pueda informar de esto al personal de servicio, y también al de fuera de la casa. Necesitamos que todo el mundo tenga los ojos bien abiertos. Quiero estar al tanto de cualquier cosa que a alguien le resulte extraña, por pequeña que sea.
La señora Henderson hizo una leve mueca. Vane levantó las cejas.
—¿Alguien ha dado parte recientemente de algo raro?
—Es algo muy extraño. —La señora Henderson se encogió de hombros—. Pero no le encuentro significado alguno, nada que tenga que ver con el ladrón ni con las perlas.
—De todos modos… —Vane le indicó con un gesto que hablara.
—Las doncellas lo han comentado una y otra vez: Que está causando unos terribles arañazos en el suelo.
Vane arrugó el ceño.
—¿Qué es lo que está causando terribles arañazos?
—¡La arena! —La señora Henderson suspiró ofendida—. No entendemos de dónde sale, pero la barremos constantemente, pequeñas cantidades todos los días, en la habitación de la señorita Colby. Está esparcida sobre todo por la alfombrilla de la chimenea. —Arrugó la nariz—. Tiene un horrendo elefante de latón, un cachivache de lo más irreverente; le comentó a una de las doncellas que era un recuerdo que le dejó su padre, que fue misionero en la India, por lo visto. La arena no suele andar muy lejos del elefante, pero no parece que salga de él. Las doncellas se han encargado de limpiarlo a fondo, pero al parecer está perfectamente limpio. Y sigue habiendo arena, todos los días.
Vane enarcó las cejas bien alto. Se imaginó a Alice Colby saliendo a hurtadillas en lo más profundo de la noche para enterrar objetos escamoteados.
—¿No traerá la arena del exterior?
La señora Henderson negó con la cabeza, y su doble papada se agitó con vehemencia.
—Es arena de playa. Debería haberlo dicho. Precisamente eso es lo que hace que todo esto sea tan raro. Son granitos de color blanco plateado. ¿Dónde se puede encontrar arena de esa por aquí cerca?
Vane frunció el ceño y permitió que se desvaneciera la visión que había imaginado. Se topó con la mirada de la señora Henderson.
—Estoy de acuerdo en que el asunto es raro, pero, al igual que usted, tampoco lo encuentro significativo. Pero esta es precisamente la clase de sucesos extraños que quiero que notifiquen, ya se relacione de forma obvia con el ladrón o no.
—Muy bien, señor. —Masters se irguió—. Hablaré inmediatamente con el personal. Puede confiar en nosotros.
¿Y en quién más iba a confiar?
La pregunta no dejaba de dar vueltas en su cerebro mientras, una vez hubo abandonado la salita de la señora Henderson, salió al vestíbulo principal.
Según su opinión, Patience, Minnie y Timms, y también Gerrard, siempre habían estado fuera de toda sospecha. Tanto en Patience como en Gerrard había una actitud abierta y un candor que le recordaban a la propia Minnie; sabía con absoluta certeza que ninguno de ellos, ni tampoco Timms, estaba implicado.
Eso dejaba una legión de personas… personas de las que no estaba tan seguro.
Su primera parada fue la biblioteca. La puerta se abrió sin hacer ruido, revelando una estancia alargada, cubierta desde el suelo hasta el techo de estanterías llenas de libros en su totalidad. En una pared, unos altos ventanales separaban las estanterías y daban acceso a la terraza; había uno que en aquel momento se encontraba entornado para dejar entrar una leve brisa caldeada por el sol otoñal.
Había dos mesas, la una frente a la otra, a lo largo de la sala. La más grande e imponente, la más cercana a la puerta, estaba cargada de gruesos tomos, y la superficie que quedaba libre se veía atestada de papeles escritos a mano con letra abigarrada. El mullido sillón que había detrás de la mesa se encontraba vacío. Haciendo contraste, la mesa situada en el extremo opuesto se hallaba casi desnuda. Servía de apoyo a un solo libro, un pesado volumen de tapas de cuero y páginas de borde dorado, abierto y sostenido por Edgar, que estaba sentado a la mesa. Con la cabeza inclinada y la frente fruncida, no dio señales de haber oído entrar a Vane.
Vane avanzó por el suelo enmoquetado. Llegó a la altura del sillón de orejas situado junto a la chimenea y de espaldas a la puerta, cuando de pronto se dio cuenta de que estaba ocupado, y se detuvo.
Felizmente retrepada en el profundo sillón, se hallaba Edith Swithins, cosiendo. Con la mirada fija en los hilos, ella tampoco dio signos de haber reparado en él. Vane sospechó que era un poco sorda, pero que lo ocultaba leyendo los labios a la gente.
Se aproximó a ella pisando con más fuerza. La mujer se percató de su presencia sólo cuando lo tuvo muy cerca y, sobresaltada, levantó la vista. Vane esbozó una sonrisa tranquilizadora.
—Le pido disculpas por interrumpirla. ¿Suele pasar aquí la mañana?
Habiéndolo reconocido, Edith esbozó una sonrisa fácil.
—Paso aquí casi todas las mañanas, vengo nada más desayunar y ocupo el sillón antes de que lleguen los caballeros. Aquí hay silencio y —indicó el fuego con la cabeza— se está calentito.
Edgar alzó la cabeza al oír voces; tras lanzar una mirada de miope, volvió a concentrarse en su lectura. Vane sonrió a Edith para preguntarle:
—¿Sabe usted dónde está Colby?
Edith parpadeó.
—¿Whitticombe? —Se asomó por un costado del sillón de orejas—. ¡Santo cielo, qué extraño! Pensaba que había estado ahí todo el tiempo. —Le sonrió a Vane con aire confidencial—. Me siento aquí para no tener que mirarlo. Es un hombre muy… —frunció los labios— frío, ¿no cree usted? —Movió la cabeza en un gesto negativo y a continuación sacudió su labor—. No es en absoluto un caballero con el que a una le apetezca explayarse.
La efímera sonrisa de Vane fue auténtica. Edith volvió a su costura y él reanudó su paseo por la sala.
Edgar levantó la vista al verlo acercarse y sonrió con ingenuidad.
—Yo tampoco sé dónde está Whitticombe.
Estaba claro que Edgar no tenía problemas de sordera. Vane se detuvo frente a la mesa.
Edgar se quitó los anteojos de nariz, los limpió y contempló fijamente la mesa de su rival, situada al otro extremo de la biblioteca.
—He de confesar que no presto demasiada atención a Whitticombe casi nunca. Al igual que Edith, creía que estaba ahí, detrás de su mesa. —Volvió a colocarse los anteojos y miró a Vane a través de las gruesas lentes—. De todos modos, mi vista no llega tan lejos si no llevo los anteojos puestos.
Vane alzó las cejas.
—Usted y Edith se las han arreglado para mantener a distancia a Whitticombe.
Edgar sonrió.
—¿Ha venido a la biblioteca a buscar alguna cosa? Seguro que yo podría ayudarlo.
—No, no. —Vane desplegó su sonrisa de libertino, la que le servía para disipar toda sospecha—. Simplemente paseaba sin rumbo fijo. Ya le dejo que continúe con su trabajo.
Y dicho eso, regresó sobre sus pasos. Al llegar a la puerta de la biblioteca miró atrás. Edgar había vuelto a concentrarse en su libro. A Edith Swithins no se la veía. En la biblioteca reinaba la paz. Salió de la estancia con el ceño fruncido.
Tenía la sensación instintiva, aunque él era el primero en reconocer que carecía de base lógica, de que el ladrón era una mujer. La espaciosa bolsa de Edith Swithins, que la acompañaba a todas partes, ejercía una fascinación casi abrumadora. Pero separarla de ella el tiempo suficiente para registrar su contenido era algo que sospechaba que quedaba al margen de su capacidad por el momento. Además, si Edith estaba en la biblioteca ya antes de que Whitticombe saliese del comedor del desayuno, parecía poco probable que pudiera haber saqueado la habitación de Minnie durante el breve intervalo en que esta había estado vacía.
Poco probable… pero no imposible.
Mientras se dirigía hacia la puerta lateral, Vane se debatió con otra posibilidad, aún más complicada. El ladrón de Minnie, el que le había robado las perlas, tal vez no fuera la misma persona que había perpetrado los demás robos. A lo mejor alguien había visto la oportunidad de valerse del ladrón «trapero» como chivo expiatorio de un delito más grave.
Ya cerca de la puerta, Vane hizo una mueca… y esperó que aquella posibilidad, aunque se le había ocurrido a él, no se le hubiera ocurrido a la mayoría de los ocupantes de Bellamy Hall. Ya estaban bastante enredados los asuntos de los huéspedes de Minnie.
Tenía la intención de dar un paseo hasta las ruinas para ver si encontraba a Edmond, Gerrard, Henry y el general, ya que, según Masters, estaban todos fuera. Pero las voces que surgían de la salita de atrás lo hicieron detenerse.
—No veo por qué no podemos ir otra vez a Northampton. —El quejido de Angela era muy pronunciado—. Aquí no hay nada que hacer.
—Querida, deberías procurar mostrarte agradecida —sonó cansada la voz de la señora Chadwick—. Minnie ha sido de lo más amable al acogernos.
—Oh, claro que estoy agradecida. —El tono que empleó hizo que pareciera una enfermedad—. Pero es que resulta aburridísimo estar aquí encerrada sin nada que mirar, como no sean piedras viejas.
Inmóvil y silencioso, desde el pasillo, a Vane no le costó imaginar el mohín de labios de Angela.
—Fíjate que —prosiguió la joven— cuando llegó el señor Cynster creí que la cosa sería diferente. Al fin y al cabo, tú dijiste que era un libertino.
—¡Angela! Tienes dieciséis años. ¡El señor Cynster está totalmente fuera de tu alcance!
—Sí, ya lo sé. ¡Para empezar, es bastante viejo! Y además es demasiado serio. Yo pensaba que Edmond podía ser amigo mío, pero últimamente se pasa el tiempo musitando versos. ¡La mayoría de las veces ni siquiera tienen sentido! Y en cuanto a Gerrard…
Confortado por el hecho de no tener que defenderse ya de las insinuaciones juveniles de Angela, Vane retrocedió unos pasos y tomó una escalera secundaria.
Por lo que podía deducir, la señora Chadwick tenía a Angela atada bien corto, lo que sin duda era una sabia decisión. Como Angela ya no acudía a la mesa del desayuno, sospechó que eso quería decir que ella y la señora Chadwick habían pasado la mañana entera juntas. Ninguna de ellas era una candidata adecuada para el papel de ladrona, ni de las perlas de Minnie ni en un sentido más amplio.
Lo cual dejaba tan sólo un miembro femenino de la casa sin justificar.
Mientras descendía por uno de los interminables pasillos de la mansión, reflexionó acerca de que no tenía ni idea de qué hacía Alice Colby durante el día.
La noche en que llegó él, Alice le había dicho que su habitación se encontraba en la planta situada debajo de la de Agatha Chadwick. Vane empezó por un extremo del ala y fue llamando a todas las puertas. Si no obtenía respuesta, abría la puerta y se asomaba dentro. La mayoría de las habitaciones estaban vacías, y los muebles cubiertos con sábanas.
Pero a mitad del corredor, justo cuando estaba a punto de abrir otra puerta, alguien tiró del picaporte en aquel momento, y se encontró siendo el objeto de la mirada fulminante de Alice.
Una mirada fulminante y malévola.
—¿Puede decirme qué está haciendo, señor? ¡Molestar a las personas temerosas de Dios en sus oraciones! ¡Es un ultraje! Ya es bastante penoso que este mausoleo no tenga una capilla, ni siquiera un refugio decente, sino que además tengo que soportar interrupciones de personas como usted.
Vane dejó que la diatriba le resbalara y se dedicó a recorrer la habitación con la vista, consciente de tener una curiosidad que rivalizaba con la de Patience.
Las cortinas estaban bien echadas. En la chimenea no ardía ningún fuego, ni siquiera unas ascuas. Había una frialdad palpable, como si aquella habitación no fuera nunca caldeada ni ventilada. El mobiliario que alcanzó a ver era sencillo y utilitario, sin ninguno de los detalles de adorno que había desperdigados por toda la mansión. Era como si Alice hubiera tomado posesión de aquel cuarto y le hubiera impuesto su sello personal.
Los últimos objetos en que se fijó fueron un reclinatorio con un gastado cojín, una manoseada biblia abierta sobre la estantería y el elefante del que había hablado la señora Henderson. Este último se hallaba colocado junto a la chimenea, y sus llamativos flancos de metal relucían a la claridad que entraba por la puerta abierta.
—Qué tiene que decir de usted mismo, eso es lo que quisiera saber yo. ¿Qué excusa puede dar para haber interrumpido mis oraciones? —Alice cruzó los brazos sobre su escuálido pecho y lo miró echando fuego por los ojos.
Vane volvió a posar la mirada en su rostro, y su expresión se endureció.
—Le pido disculpas por molestarla en su devoción, pero era necesario. Han robado el collar de perlas de Minnie, y deseaba saber si usted había oído o visto a alguien extraño por aquí.
Alice parpadeó, pero su semblante no se modificó en absoluto.
—No, estúpido. ¿Cómo iba a ver a nadie? ¡Estaba rezando!
Y dicho eso, retrocedió y cerró la puerta.
Vane se quedó mirando la hoja… e hizo un esfuerzo para resistir el impulso de echarla abajo. Su temperamento, un auténtico temperamento Cynster, no era algo que conviniera poner a prueba. En aquel momento preciso ya empezaba a desperezarse, igual que una bestia sedienta de sangre. Alguien había causado daño a Minnie; para una parte, no exactamente pequeña, de su cerebro, aquello equivalía a un acto de agresión contra él. Y él, el guerrero escondido bajo el barniz de un caballero elegante, reaccionó. Respondió. Como convenía al caso.
Respiró hondo y se obligó a sí mismo a dar la espalda a la puerta de la habitación de Alice. No había pruebas que sugirieran que ella tenía algo que ver en el asunto más que cualquier otra persona.
Emprendió el regreso a la puerta lateral. Tal vez no cayera de forma instantánea sobre el culpable comprobando el paradero de todo el mundo, pero en aquel momento era lo único que podía hacer. Una vez localizadas las mujeres, fue en busca de los demás varones.
Batallar con su instintiva impresión de que el ratero era una mujer había sido una esperanza a medias de que todo aquel asunto resultara ser una falta de poca importancia, como por ejemplo que Edgar, Henry o Edmond sufrieran alguna dificultad económica y se hubieran sentido tentados a lo impensable.
Pero conforme atravesaba el prado aquella idea fue perdiendo fuerza: Las perlas de Minnie valían una fortuna. El ladrón de las mismas, suponiendo que fuera uno solo y siempre el mismo, acababa de dar el salto al latrocinio a gran escala.
Las ruinas parecían desiertas. Desde el muro de los claustros, Vane vio el caballete de Gerrard apoyado en el otro lado de las ruinas, de cara a los aposentos del abad, y con una parte del bosque a espaldas de Gerrard. El papel sujeto al caballete se agitaba en la brisa. Debajo del caballete se veía la caja de lápices del muchacho, y detrás de ella su banqueta de pintor.
Todo aquello era lo que se veía, pero ni rastro de Gerrard. Supuso que se había tomado un descanso para estirar las piernas y dar un paseo y se dio media vuelta. No merecía la pena preguntar al chico si había visto algo, porque había abandonado la mesa del desayuno con un objetivo en la cabeza y sin duda había estado ciego a todo lo demás.
De vuelta a los claustros, le llegó la voz de alguien que hablaba en alto, si bien el sonido se oía amortiguado por la brisa. Descubrió a Edmond en la nave, sentado junto a la derrumbada pila bautismal, declamando a voz en grito.
Cuando le explicó la situación, parpadeó y dijo:
—No he visto a nadie. Pero es que tampoco estaba mirando. Podría haber pasado por delante todo un ejército de caballería, que no me habría percatado de ello.
Luego frunció el entrecejo y bajó la mirada; Vane aguardó, con la esperanza de recibir alguna ayuda, por pequeña que fuera.
Edmond levantó la vista, aún ceñudo.
—En realidad, no acabo de decidir si esta escena debe representarse en la nave o en los claustros. ¿Qué opina usted?
Con notable contención, Vane no le dijo nada. Tras una tensa pausa, movió la cabeza en un gesto negativo y se encaminó de regreso a la casa.
Estaba sorteando las piedras caídas cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Al volverse vio a Henry y al general, que surgían del bosque. Cuando estuvieron más cerca, les preguntó:
—Según parece, han ido a dar un paseo juntos, ¿no es así?
—No, no —le aseguró Henry—. Me he tropezado con el general en el bosque. Había ido a caminar un poco hasta el camino principal, hay una senda que discurre a través de los árboles.
Vane la conocía. Asintió y miró al general, que resoplaba ligeramente apoyado en su bastón.
—Siempre salgo por la zona de las ruinas, es un buen paseo, estimulante, por terreno desigual. Muy saludable para el corazón. —Los ojos del general se clavaron en el rostro de Vane—. ¿Pero por qué quiere saberlo? Me consta que usted no sale a dar caminatas.
—Han desaparecido las perlas de Minnie. Iba a preguntarles si durante su paseo habían visto a alguien actuando de modo extraño.
—¡Cielo santo, las perlas de Minnie! —Henry parecía estupefacto—. Ha de estar terriblemente afectada.
Vane afirmó con la cabeza; el general soltó un resoplido.
—No vi a nadie hasta que me tropecé con Henry.
Lo cual, anotó Vane, en realidad no respondía a la pregunta. Se puso a andar al paso del general. Henry, que caminaba al otro lado, volvió a su cháchara de siempre, llenando la distancia que los separaba de la casa de fútiles exclamaciones.
Vane hizo oídos sordos a la perorata de Henry y repasó mentalmente a los huéspedes de la mansión. Tenía localizado a todo el mundo, excepto a Whitticombe, que sin duda estaría de nuevo en la biblioteca enfrascado en sus preciados libros. Supuso que sería mejor que lo comprobara, sólo para cerciorarse.
Pero se libró de hacerlo gracias a la llamada para el almuerzo; Masters tocó el gong justo cuando ellos llegaban al vestíbulo principal. Henry y el general se fueron al comedor; Vane se quedó rezagado. En menos de un minuto, se abrió la puerta de la biblioteca y apareció Whitticombe el primero, con aire altivo y su aura de inefable superioridad como una capa a su alrededor. Tras él iba Edgar, ayudando a Edith Swithins y su bolsa de costura.
Con expresión impávida, Vane aguardó a que Edgar y Edith pasaran frente a él y acto seguido fue tras ellos.