Capítulo 13

SUPLICAR no era algo que le saliera con naturalidad.

Aquella noche, Vane condujo a los caballeros de vuelta al salón con la sensación de encaminarse a su propia ejecución. Se dijo a sí mismo que, en realidad, hacer aquella propuesta no iba a ser tan terrible.

El hecho de haber reprimido su cólera durante todo el camino de regreso a la casa y luego a lo largo de la interminable tarde había supuesto un duro trago.

Pero una vez aceptado lo inevitable —el derecho que tenía Patience de recibir una propuesta formal y correcta— se tragó su ira y obligó a sus instintos de conquistador, que ella había hecho asomar con tanta eficacia, a mantenerse a raya.

Lo que no estaba tan claro era cuánto tiempo lograría mantenerlos a raya, pero estaba decidido a que fuera lo bastante para declararse a Patience y para que ella lo aceptara.

Después de trasponer calmosamente las puertas del salón, examinó a los ocupantes del mismo y sonrió para sus adentros. Patience no se hallaba presente. Él había aprovechado el momento en que las señoras se levantaron de la mesa y ambos estuvieron cerca el uno del otro en el instante de retirarle la silla, para decirle:

Sotto vote: «Hemos de vernos en privado».

Los ojos de Patience, grandes y dorados, lo taladraron.

—¿Dónde y cuándo? —le preguntó a continuación esforzándose por borrar toda autoridad de su tono de voz.

Patience estudió sus ojos, su rostro, y después bajó la vista. Esperó hasta el último minuto, cuando ya estaba a punto de dar media vuelta y alejarse de él, para susurrar:

—En el invernadero. Me retiraré temprano.

Conteniendo su impaciencia, se obligó a sí mismo a acercarse con paso tranquilo hasta el diván en el que, como de costumbre, estaba sentada Minnie en medio de una nube de chales. Esta levantó la vista al verlo. Vane alzó lánguidamente una ceja.

—Deduzco que, efectivamente, te encuentras mejor.

—¡Bah! —Minnie hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto—. No ha sido más que un resfriado, demasiado barullo para tan poca cosa.

Lanzó una mirada penetrante a Timms, la cual soltó una exclamación.

—Por lo menos Patience ha tenido la sensatez de retirarse temprano para evitar sufrir consecuencias mayores por haberse mojado tanto. Supongo que tú también deberías hacer lo mismo.

—Yo no me he mojado tanto. —Vane acarició con afecto la mano de Minnie y se despidió de las dos con un gesto de cabeza—. Si necesitáis que os ayude para subir las escaleras, no tenéis más que llamarme.

Sabía que no lo llamarían; Minnie aceptaba que la llevasen en brazos sólo cuando estaba enferma de verdad. Dio media vuelta y se acercó a Gerrard y Edmond, que estaban bromeando con Henry.

Henry dio un brinco en cuanto se acercó Vane.

—¡Justo el que necesitábamos! Estos dos no dejaban de martirizarme los oídos con lo de su melodrama, mientras que yo preferiría ponerlos a prueba en la mesa de billar. ¿Qué me dice de esa partida de revancha?

—Esta noche no, me temo. —Vane reprimió un bostezo ficticio—. Después de haber pasado la mitad del día montando, quisiera acostarme lo antes posible. —Hizo el comentario sin sonrojarse, pero su cuerpo reaccionó a la velada referencia a las actividades realizadas aquella mañana y a sus esperanzas para aquella noche.

Los otros, naturalmente, creyeron que se encontraba exhausto.

—Oh, vamos. No puede estar tan cansado —lo reprendió Edmond—. Ha de estar acostumbrado a permanecer en pie todo el día en Londres.

—Así es —convino Vane lacónico—. Pero lo de permanecer en pie suele ir seguido de permanecer tumbado durante un tiempo más bien conveniente. Aunque no necesariamente durmiendo. —Aquella conversación no lo estaba ayudando nada a sentirse mejor.

—No nos llevará tanto tiempo jugar una partida —rogó Gerrard—. No más de una hora o así.

A Vane le costó aplastar un cobarde impulso de decir que sí, para aplazar una vez más el momento de decir las palabras que inevitablemente tenía que pronunciar. Si esta vez no lo hacía bien, si no pronunciaba ante Patience el discurso que había ensayado durante toda la tarde, sólo Dios sabía qué terrible castigo le reservaría el destino. Por ejemplo, tener que implorarle de rodillas.

—No. —Su determinación dio un tono definitivo a la respuesta—. Esta noche tendrán que prescindir de mí.

La bandeja del té lo salvó de nuevas reconvenciones. Una vez que las tazas volvieron a la bandeja y Minnie, que se negó de plano a aceptar su ayuda, se hubo retirado a su habitación, Vane se vio obligado a hacer lo mismo, refugiarse en su cuarto hasta que los demás llegasen a la sala de billar y comenzasen la partida. El invernadero se encontraba más allá de la sala de billar, y sólo se podía acceder a él pasando frente a la puerta de la misma.

Quince minutos paseando nervioso arriba y abajo por su dormitorio no sirvieron en absoluto para mejorar su ánimo, pero ya se sentía más tranquilo cuando, después de pasar sin hacer ruido por delante de la sala de billar, abrió la puerta del invernadero. La cerró de nuevo también en silencio, para no alertar a Patience. La vio al instante, asomada a una de las ventanas laterales por entre una masa de hojas de palma.

Intrigado, se acercó un poco más. Sólo cuando estuvo justo a su espalda vio lo que estaba observando con tanta concentración: La partida de billar que se estaba jugando.

Henry se hallaba muy inclinado sobre la mesa, de espaldas a ellos, apunto de ejecutar uno de sus golpes favoritos. Hizo la jugada, pero le tembló el codo y el taco dio una sacudida.

Vane soltó un bufido.

—¿Cómo diablos pudo ganarme?

Patience se volvió con un grito sofocado, con los ojos como platos y una mano en el pecho, luchando por recuperar el resuello.

—¡Échate atrás! —siseó empujándolo con las manos—. Eres más alto que las palmas, ¡podrían verte!

Vane obedeció, complaciente, pero se detuvo cuando salieron del campo visual de la sala de billar. Y dejó que Patience, furiosa y nerviosa, chocara contra él.

El impacto, pese a ser liviano, expulsó de los pulmones de Patience todo el aire que había logrado aspirar. Maldiciendo para sí, retrocedió al tiempo que lanzaba a Vane una mirada de furia y trataba de recobrar la compostura. De calmar su corazón, que latía desbocado, para frenar el impulso de dejarse llevar y permitir que la tranquilizasen los brazos de Vane, de alzar el rostro y dejar que él la hiciera suya con un beso.

Vane siempre le había producido un efecto físico. Ahora que ya había yacido desnuda en sus brazos, el efecto era diez veces peor.

Apretando los dientes para sus adentros, infundió impasibilidad a su semblante y se rehízo. En actitud defensiva. Entrelazó las manos, levantó el rostro y procuró adoptar la actitud correcta; no de desafío, sino de aplomo.

Ya tenía crispados los nervios antes de que apareciera Vane, y el sobresalto que le produjo la había trastornado aún más. Y todavía no había llegado lo peor: tenía que escucharlo, no había alternativa. Si Vane deseaba declararse, era justo que ella le permitiera hacerlo, para así poder declinar su oferta de manera formal y definitiva.

Vane estaba frente a ella, una figura grande, esbelta y en cierto modo amenazadora. Lo hizo guardar silencio con la mirada, y después respiró hondo y alzó una ceja para decir:

—¿Deseabas hablar conmigo?

A Vane, todos sus instintos le gritaban que aquello no era lo que tenía previsto; el tono de la pregunta de Patience lo confirmó. Escrutó sus ojos, sombreados en la penumbra. El invernadero estaba iluminado tan sólo por el resplandor de la luna que penetraba a través del tejado de vidrio; ojalá hubiera insistido en escoger un lugar con más luz. Entrecerró los ojos y dijo:

—Me parece que ya sabes lo que deseo decirte. —Aguardó alguna reacción, pero al no obtener ninguna continuó—: Deseo pedir tu mano en matrimonio. Estamos hechos el uno para el otro, en todos los sentidos. Yo puedo ofrecerte un hogar, un futuro, una posición social a la altura de tus expectativas. Siendo mi esposa, tendrías un sitio asegurado dentro de la sociedad, si lo quisieras. Por mi parte, sería feliz viviendo en el campo, pero en ese aspecto te dejaría elegir a ti.

Hizo una pausa, cada vez más tenso. No captó ni un solo destello de reacción que iluminase los ojos de Patience ni suavizase sus facciones. Dio un paso hacia ella, le tomó la mano y la encontró fría. Se la llevó a los labios y depositó un beso en sus fríos dedos. Entonces su voz, por voluntad propia, adoptó un tono más grave:

—Si accedes a ser mi esposa, te juro que tu felicidad y tu bienestar serán mi principal y más firme preocupación.

Patience alzó la barbilla ligeramente, pero no dio respuesta alguna.

Vane sintió endurecerse sus propios rasgos.

—¿Quieres casarte conmigo, Patience? —Formuló la pregunta en tono suave, pero acerado—. ¿Quieres ser mi esposa?

Patience aspiró profundamente y se obligó a sostener su mirada.

—Te agradezco tu oferta. Es un honor mayor del que merezco. Pero te ruego que aceptes mis sentidas disculpas. —A pesar de su convencimiento, en lo más hondo de su corazón albergaba una pequeña esperanza, desesperada, pero las palabras que pronunció Vane la hicieron añicos. Había dicho todo lo correcto, lo que se aceptaba que dijera, pero no lo importante: No había dicho que la amara, no le había hecho la promesa de amarla para siempre. Aspiró con dificultad y bajó la mirada hacia los dedos de Vane, que sostenían apenas los suyos—. No deseo casarme.

Se hizo entre ellos el silencio, un silencio absoluto, insufrible, y luego Vane apartó los dedos muy despacio.

Tomó aire no del todo sereno y se obligó a sí mismo a dar un paso atrás. El conquistador que llevaba dentro rugió… y luchó por aferrar a Patience, por estrecharla entre sus brazos y tomarla, tomar por asalto su fortaleza y obligarla a reconocer que le pertenecía a él, sólo a él. Con los puños fuertemente cerrados, se obligó a adoptar una táctica diferente; despacio, tal como lo había hecho en cierta ocasión, comenzó a trazar círculos alrededor de ella.

—¿Por qué? —Le formuló la pregunta directamente a su espalda. Ella se puso rígida y levantó la cabeza. Él, con los ojos entornados, se fijó en un mechón de cabello dorado que le tembló junto al oído—. Creo que, dadas las circunstancias, tengo derecho a saberlo.

Su tono de voz era grave, suave y sibilante, letal; Patience sintió un escalofrío.

—He decidido que soy contraria al matrimonio.

—¿Y cuándo has tomado esa decisión? —Al ver que ella no respondía de inmediato, sugirió—: ¿Después de conocernos?

Patience deseó poder mentir. Pero en cambio levantó la cabeza.

—Sí, pero mi decisión no es solamente a resultas de eso. El hecho de conocerte a ti simplemente me lo ha dejado todo más claro.

De nuevo se hizo un tenso silencio, que finalmente rompió Vane:

—¿Y cómo, exactamente, debo tomarme eso?

Patience aspiró aire con desesperación. Estaba muy tensa, y se hubiera dado la vuelta para encararse con él, pero se quedó congelada en el sitio al sentir sus dedos en la nuca, en un ligerísimo contacto.

—No. Contéstame.

Percibía el calor de su cuerpo a escasos centímetros del suyo, notaba la turbulencia que él mantenía frenada; en cualquier momento podía soltar las riendas. La cabeza comenzó a darle vueltas, a punto de marearse. Le costaba mucho trabajo pensar.

Lo cual, naturalmente, era lo que quería él: quería que revelara impulsivamente la verdad.

Tragó saliva y mantuvo la cabeza erguida.

—Nunca me ha interesado especialmente el matrimonio. Me he acostumbrado a mi independencia, a mi libertad, a ser la dueña de mí misma. El matrimonio no puede ofrecerme nada que yo valore tanto como para compensarme de abandonar esas cosas.

—¿Ni siquiera lo que hemos compartido esta mañana en ese pajar?

Debería esperar algo así, claro, pero abrigaba la esperanza de poder evitarlo, de evitar enfrentarse a ello, hablar de ello, recordar aquellas emociones.

Mantuvo la barbilla bien alta y afirmó con voz calma y serena:

—Ni siquiera eso.

Aquello, gracias al cielo, era verdad. A pesar de lo que había sentido, de todo lo que él la había hecho sentir, de todo lo que ahora anhelaba su cuerpo, de haber percibido la fuerza de aquella emoción de oro y plata… aquel amor, ¿cómo no iba a ser verdad? Estaba todavía más segura, sabía más a ciencia cierta que estaba obrando correctamente.

Estaba enamorada de Vane, tal como su madre se había enamorado de su padre. No existía ninguna otra fuerza más grande, más fatídica. Si hubiera cometido el error de casarse con él, si hubiera escogido el camino fácil y se hubiera rendido, sufriría el mismo destino que su madre, viviría la misma soledad de sus días y la misma soledad de sus noches, dolorosas e interminables.

—No deseo casarme, en ninguna circunstancia.

En aquel momento Vane dio rienda suelta a su cólera y la volcó sobre Patience. Por un instante ella creyó que se le echaría encima, y a duras penas consiguió dominarse para no dar media vuelta y echar a correr.

—¡Esto es una locura! —bramó Vane—. Esta mañana te has entregado a mí… ¿o han sido imaginaciones mías? ¿Han sido imaginaciones mías que estabas desnuda y jadeando debajo de mí? Dime, ¿han sido imaginaciones mías que te retorcías sin disimulo cuando te penetré?

Patience tragó saliva y apretó los labios con fuerza. No quería hablar de lo de aquella mañana, de nada de lo sucedido, pero siguió escuchando mientras Vane se valía de aquellos momentos dorados para azotarla con ellos, mientras se servía del intenso placer vivido a modo de lanza con la que aguijonearla para que le diera el sí.

Pero decir que sí habría sido estúpido estando advertida, lo habría sido habiendo visto lo que iba a ocurrir, aceptar a sabiendas una vida desgraciada; nunca había sido tan insensata.

Y también sería profundamente desdichada.

Eso lo comprendió al escuchar con todo cuidado cómo Vane le iba recordando, con detalles gráficos, todo lo que había sucedido entre ellos en el granero. Fue inexorable, inmisericorde. Conocía demasiado bien a las mujeres para no saber dónde hundir el cuchillo.

—¿Recuerdas lo que sentiste cuando te penetré por primera vez?

Y continuó así, y Patience sintió renacer el deseo, inundarla por todas partes.

Lo reconoció tal como era; lo captó en la voz de Vane. Oyó cómo se acrecentaba la pasión, la percibió como una fuerza tangible cuando Vane surgió de nuevo a su lado y la miró a la cara con el semblante duro como el granito y un brillo siniestro en los ojos. Cuando volvió a hablar, su voz era tan grave, tan profunda, que Patience sintió que le raspaba la piel.

—Eres una mujer de la nobleza, de buena educación y cuna; llevas en la sangre la posición, los requisitos. Esta mañana te abriste a mí… me deseabas, y yo te deseaba a ti. Te entregaste. Me tomaste, y yo te tomé a ti. Me apoderé de tu virginidad y también de tu inocencia. Pero ese fue sólo el penúltimo acto de un guión grabado en piedra. El acto final es una boda. La nuestra.

Patience sostuvo su mirada sin pestañear, aunque tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad. Vane no había mencionado ni una sola vez ningún sentimiento más dulce, en ningún momento había aludido a que siquiera existiera el amor, ni mucho menos había sugerido que lo hubiera dentro de él.

Era duro, despiadado, su naturaleza no era suave, sino exigente, autoritaria, tan inflexible como su cuerpo. Su fuerte eran el deseo y la pasión; no cabía la menor duda de que sentía esas cosas hacia ella.

Pero no era suficiente para Patience.

Ella quería, necesitaba amor.

Hacía mucho tiempo que se había prometido a sí misma que jamás se casaría sin amor. Había pasado la hora anterior a la cena contemplando un camafeo que contenía el retrato de su madre, recordando. Las imágenes que recordaba seguían vívidas en su mente: su madre a solas, llorando, privada de amor, sufriendo por no tenerlo.

Alzó la barbilla sin apartar los ojos de Vane y declaró:

—No quiero casarme.

Vane entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos carbones grises.

Transcurrieron largos instantes, durante los cuales estudió el rostro de Patience, sus ojos. Luego hinchó el pecho e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Si eres capaz de decirme que lo de esta mañana no ha significado nada para ti, aceptaré tu negativa.

Ni por un instante apartó sus ojos de los de Patience. Patience se vio obligada a sostenerle la mirada mientras, por dentro, sentía el corazón herido. Él no le dejó alternativa. De manera que levantó la barbilla, respiró hondo e hizo un esfuerzo para encogerse de hombros y desviar la mirada.

—Lo de esta mañana fue muy agradable y me abrió mucho los ojos, pero… —De nuevo se encogió de hombros. Se volvió hacia un lado y se alejó de él—. No lo bastante para comprometerme a casarme.

—¡Mírame, maldita sea! —le ordenó haciendo rechinar los dientes.

Patience se volvió de nuevo para mirarlo y vio cómo cerraba los puños, y percibió la lucha interna que estaba librando para no tocarla. Al instante alzó el rostro.

—Estás concediendo demasiada importancia a este asunto. Precisamente tú deberías saber que las mujeres no se casan con todos los hombres con quienes comparten su cuerpo. —Se le retorció el corazón; forzó su voz a tornarse más ligera, sus labios a curvarse levemente—: He de reconocer que lo de esta mañana fue muy placentero, y sinceramente te doy las gracias por esa experiencia. Estoy deseando que llegue una próxima vez, otro caballero que sea de mi agrado.

Por un momento pensó que se había extralimitado. Hubo algo —un destello en sus ojos, una expresión que cruzó fugazmente su semblante— que hizo que la respiración se le bloqueara en la garganta. Pero entonces Vane se relajó, si bien no del todo, pero una buena parte de la tensión aterradora —tensión para aprestarse a la lucha— pareció abandonarlo.

Patience observó cómo se le hinchaba el pecho al inhalar aire y cómo se acercaba a ella moviéndose con su habitual elegancia de depredador. No estaba segura de qué le resultaba más inquietante: el guerrero o el depredador.

—¿Entonces te gustó? —Sus dedos, fríos y firmes, se deslizaron bajo su barbilla y le levantaron la cara. Sonrió, pero el gesto no le llegó a los ojos—. Tal vez deberías recapacitar sobre el hecho de que si te casaras conmigo tendrías la oportunidad de disfrutar del placer que experimentaste esta mañana todos los días de tu vida. —Sus ojos se clavaron en los de ella—. Estoy perfectamente preparado para jurar que, si te conviertes en mi esposa, jamás te faltará ese placer en particular.

Tan sólo la desesperación permitió que Patience mantuviera el control sobre sus facciones, para que no se desmoronasen. Por dentro estaba llorando… por él y por ella. Pero tenía que apartarlo de sí. No había palabras en el mundo para explicarle a él, orgulloso descendiente de un orgulloso clan de guerreros, que no estaba en su mano darle a ella la única cosa que necesitaba para convertirse en su mujer.

El esfuerzo que tuvo que hacer para alzar una ceja casi acabó con ella.

—Supongo —dijo obligándose a sí misma a mirarlo a los ojos, a infundir un aire pensativo a la expresión de su cara— que no estaría nada mal probarlo otra vez, pero no veo necesidad alguna de casarme contigo para ello. —Los ojos de Vane quedaron privados de toda expresión. Patience se hallaba en el límite de sus fuerzas, y lo sabía. Recurrió al último ápice de voluntad que le quedaba para dar más viveza a su sonrisa, sus ojos, su semblante—. Supongo que sería muy emocionante ser tu amante durante unas cuantas semanas.

Nada que pudiera haber dicho, nada que pudiera haber hecho lo habría herido tanto, ni sorprendido tanto. Nada podría haberlo apartado de ella con más contundencia. Para un hombre como él, con sus antecedentes y su honor, que ella se negara a ser su esposa pero consintiera en ser su amante era el golpe más bajo que cabía imaginar. Un golpe a su orgullo, a su ego, a su autoestima como hombre.

Patience tenía la falda asida con los puños con tanta fuerza, que se hirió con las uñas en las palmas. Se obligó a mirar a Vane con expresión inquisitiva; a no acobardarse cuando vio el destello de asco de sus ojos un momento antes de que cerrase los párpados; a mantenerse firme y con la cabeza alta cuando él curvó los labios.

—Te pido que seas mi esposa… y tú te ofreces a ser mi puta.

Aquellas palabras sonaron graves, teñidas de desprecio, de un sentimiento de amargura que Patience no terminó de descifrar.

Vane la miró largamente y luego, como si no hubiera sucedido nada extraordinario, le dedicó una amplia reverencia.

—Te ruego que aceptes mis excusas por cualquier incomodidad que pueda haberte causado mi inoportuna proposición. —Tan sólo el hielo de su voz delataba lo que sentía—. Ya que no hay nada más que decir, te deseo buenas noches.

Y, con una de sus elegantes inclinaciones de cabeza, se encaminó hacia la puerta, la abrió y salió sin mirar atrás cerrando tras de sí.

Patience se quedó donde estaba. Durante un buen rato simplemente permaneció allí de pie, contemplando la puerta, sin atreverse a pensar. Hasta que por fin sintió colarse el frío a través de la tela de su vestido y se estremeció. Se rodeó a sí misma con los brazos y se obligó a caminar, a dar un paseo por el invernadero para calmarse. Reprimió las lágrimas. ¿Por qué demonios estaba llorando? Había hecho lo que tenía que hacer. Se recordó a sí misma tozudamente que todo aquello era para bien, que el entumecimiento que la envolvía ahora terminaría desapareciendo.

Que no importaba que jamás volviera a sentir de nuevo aquella emoción de oro y plata, la dicha de entregar su amor.

Vane llevaba ya recorrida la mitad del condado vecino sin haberse recuperado todavía de la impresión. Sus caballos avanzaban a paso tranquilo por el sendero iluminado por la luna, devorando poco a poco los últimos kilómetros que lo separaban de Bedford, cuando, igual que san Pablo, se vio asaltado por una revelación que lo cegó.

Tal vez la señorita Patience Debbington no le hubiera mentido, pero tampoco le había dicho toda la verdad.

Soltó una maldición bien elocuente y sofrenó los caballos. Entonces entornó los ojos e intentó pensar, un ejercicio que no había practicado mucho desde que abandonó el invernadero.

Tras dejar a Patience, había ido a la zona de los arbustos para pasear y maldecir en privado. Y eso le había hecho mucho bien. Nunca en su vida había tenido que enfrentarse a tal afrenta: Lo habían herido en puntos muy sensibles cuya existencia ignoraba. Y eso que Patience ni siquiera lo había tocado. Incapaz de parar el torrente de emociones que a aquellas alturas fluía en su interior, se aferró a una retirada estratégica como única opción viable.

Había ido a ver a Minnie. Como sabía que tenía el sueño ligero, arañó apenas la puerta de su dormitorio y esperó a que ella le diera permiso para entrar. La habitación estaba sumida en una oscuridad aliviada tan sólo por un haz de luz de luna. Le impidió que encendiera el candil, pues no quería que Minnie, con sus viejos y agudos ojos, le viera la cara y leyera en ella la confusión y el dolor que estaba seguro de que asomaban a sus facciones. Y más aún a sus ojos.

Ella lo escuchó. Le dijo que acababa de acordarse de que tenía un compromiso urgente en Londres y le aseguró que regresaría al cabo de unos días para ocuparse del Espectro y del ladrón. Después de que averiguara cómo ocuparse de su sobrina, la cual no deseaba casarse con él, pero se las arregló para no confesarle esto último.

Minnie, que Dios bendijera su gran corazón, le dijo que se fuera, por supuesto. Y él se fue, de inmediato, despertando sólo al mayordomo, que cerró la casa con llave al salir él, y naturalmente a Duggan, que en aquel momento viajaba a su retaguardia.

Pero ahora que la luna lo envolvía con su frío resplandor, en medio de la noche tan oscura que lo rodeaba, y con los cascos de los caballos como único sonido que quebraba la profunda quietud… ahora, la cordura se había dignado regresar a él.

Las cosas no le cuadraban, y él era de los que creían firmemente que dos y dos son cuatro. En el caso de Patience, por lo que él podía ver, dos y dos sumaban cincuenta y tres.

¿Cómo podía ser que una mujer de buena cuna, que nada más posar los ojos en él lo juzgó capaz de corromper a su hermano por mera asociación, llegara a aceptar un revolcón, no precisamente muy rápido, con él en un pajar?

¿Qué demonios la había empujado a hacer tal cosa?

En el caso de algunas mujeres la respuesta podía estar en su falta de inteligencia, pero esta era una mujer que había tenido el valor, la determinación inamovible de alejarlo de sí en el afán de proteger a su hermano.

Y que luego tuvo el valor de pedirle perdón.

Esta era una mujer que nunca había yacido con un hombre, que nunca había compartido ni siquiera un beso apasionado. Jamás se había entregado de forma alguna… hasta que se entregó a él.

A la edad de veintiséis años.

Y luego esperaba que él creyera…

Tiró de las riendas al tiempo que lanzaba un cáustico juramento. Detuvo los caballos y procedió a dar la vuelta al carruaje. Se preparó para el inevitable comentario de Duggan; pero el sufrido silencio de su mozo de caballos resultó más que elocuente.

Musitando otra maldición, esta vez contra su propia ira y contra la mujer que, por alguna peregrina razón, la había provocado, instó a los caballos a caminar de regreso a Bellamy Hall.

A medida que iban avanzando, Vane fue reflexionando sobre todo lo que había dicho Patience, en el invernadero y antes. Seguía sin encontrarle ni pies ni cabeza. Rememoró una y otra vez lo que ambos hablaron en el invernadero y recordó haber sentido un impulso cada vez más urgente de agarrar a Patience, colocarla sobre sus rodillas y pegarle, luego sacudirla y por último hacerle violentamente el amor. ¿Cómo se había atrevido a dar semejante imagen de sí misma?

Con las mandíbulas apretadas, juró llegar al fondo de aquel asunto. No le cabía la menor duda de que debajo de aquella postura se escondía algo.

Patience era sensata, hasta lógica, para ser mujer; no era de las que se dedicaban a jueguecitos de damiselas. Tenía que haber un motivo, algo que ella consideraba de importancia vital pero que él no alcanzaba a ver.

Tendría que convencerla para que se lo dijera.

Tras estudiar las posibilidades, concedió, dada la imagen absurda que Patience se hizo de él al principio, que a lo mejor se le había metido en la cabeza algún concepto extravagante, por no decir fantasioso. Sin embargo, fuera cual fuese el punto de vista desde el que se estudiase la propuesta, no existía razón alguna por la que no debieran casarse, por la que Patience no debiera ser su esposa. Desde el punto de vista de él, y el de todo el que deseara lo mejor para Patience, desde el punto de vista de la familia de él y la de ella, y también de la sociedad, Patience era perfecta en todos los sentidos para ocupar dicho puesto.

Lo único que tenía que hacer era convencerla de ello, averiguar cuál era el obstáculo que le impedía casarse con él. Con independencia del hecho de que para ello tuviera que actuar enfrentándose a su tenaz oposición.

Cuando se elevaron frente a él los tejados de Northampton, Vane sonrió; siempre le habían gustado los retos.

Dos horas más tarde, de pie en el prado de Bellamy Hall observando la oscura ventana de la habitación de Patience, se recordó a sí mismo ese hecho.

Ya era más de la una; la mansión se hallaba envuelta en sombras. Duggan había decidido dormir en los establos, y Vane se dijo que de ningún modo pensaba hacer lo mismo. Pero había comprobado personalmente todas las cerraduras de la casa, y no había otra forma de entrar salvo usando el aldabón de la puerta principal, lo cual despertaría no sólo a Masters, sino a la casa entera.

Vane estudió con gesto serio la ventana de Patience, situada en la tercera planta, y la vieja hiedra que crecía junto a ella. Después de todo, era culpa suya que él estuviera allí fuera.

Para cuando tenía subida la mitad del muro, ya se le había agotado el repertorio de maldiciones. Era demasiado viejo para aquello. Gracias a Dios, el grueso tronco central de la hiedra pasaba cerca de la ventana de Patience. Al acercarse al alféizar de piedra, de pronto cayó en la cuenta de que no sabía si ella tenía el sueño profundo o ligero. ¿Con qué fuerza podría golpear en el cristal mientras se mantenía aferrado a la hiedra? ¿Y cuánto ruido podría hacer sin alertar a Minnie o a Timms, cuyos dormitorios se encontraban en la misma ala del edificio, un poco más adelante?

Para alivio suyo, no hubo necesidad de averiguarlo. Casi había alcanzado ya el alféizar cuando vio una forma gris detrás del cristal. Al momento siguiente, la forma se movió y se estiró… entonces comprendió que se trataba de Myst, que intentaba accionar el pestillo. Oyó un ruido como de rascar, y luego la ventana se abrió, complaciente.

Myst la abrió un poco más empujando con la cabeza y se asomó.

—¡Miau!

Tras musitar una sentida plegaria dirigida al dios de los gatos, Vane se encaramó a la ventana. La abrió de par en par, se sujetó con un brazo al marco superior y consiguió apoyar una pierna sobre el alféizar. El resto fue fácil.

Ya a salvo en suelo firme, se agachó para pasar los dedos por el lomo de Myst y rascarle las orejas. La gata ronroneó furiosa y acto seguido, con la cola en alto y agitando el extremo de la misma, se encaminó con parsimonia hacia la chimenea. Vane se incorporó, y entonces oyó un murmullo procedente de la enorme cama flanqueada por cuatro pilares. Se estaba sacudiendo las hojitas y ramitas que se le habían prendido en el gabán cuando, en eso, surgió Patience de las sombras. Llevaba la melena suelta, como un velo ondulado de color bronce, sobre los hombros; se ceñía con un chal por encima de la fina tela del camisón.

Y tenía los ojos abiertos como platos.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Su voz sonó como un hilo de plata a la luz de la luna. La respuesta de Vane fue más profunda que las profundas sombras:

—Te has ofrecido a ser mi amante, ¿no te acuerdas?

Era tal como esperaba; Vane no pensaba soltarla todavía. No había terminado con ella, aún no estaba lleno del todo. Con los ojos cerrados con fuerza, supo que debía luchar, pero, en vez de hacerlo, su perverso corazón saltaba de alegría.

—¿Para qué has ido a Bedford? —¿Habría ido en busca de información, o porque…?

—Porque perdí la razón. Pero la hallé de nuevo y regresé.

Patience se alegró mucho de que Vane, ocupado como estaba en ir dejando un rastro de fuego en la garganta con los labios, no pudiera ver la sonrisa que curvaba los suyos: Suave, dulce, completamente entontecida.

Aquella respuesta confirmó la idea que se había hecho del carácter de Vane, de sus reacciones; ciertamente se había sentido herido y furioso, lo bastante para abandonarla. Habría tenido una opinión mucho peor de él si, después de todo lo que le dijo en el invernadero, no se hubiera sentido así. En cuanto a la necesidad que lo había devuelto a ella —el deseo y la pasión que percibía corriendo por sus venas—, no podía por menos de estar agradecida por eso.

Vane levantó la cabeza y volvió a posar los labios sobre los de Patience. Ella le acarició la mejilla para aceptarlo de nuevo a su lado. El beso se hizo más hondo; el deseo y la pasión se fundieron el uno en la otra y se acrecentaron.

Cuando Vane alzó la cabeza de nuevo, ambos ardían… muy conscientes de lo que vibraba entre ellos.

Se miraron a los ojos. Los dos tenían la respiración agitada, cada uno concentrado en el otro.

Entonces Patience sintió un toque de aire más fresco por debajo de la garganta, y al bajar la vista observó los dedos de Vane que, rápidamente, con decisión, estaban desabrochando los diminutos botones de la pechera de su camisón. Durante unos momentos contempló aquellos dedos, consciente del fuerte latido de su corazón, que parecía reverberar en los cuerpos de ambos.

Cuando los dedos rebasaron la hendidura que separaba los pechos y continuaron bajando, respiró hondo, cerró los ojos y dijo:

—No quiero ser tu puta.

Vane captó el temblor en su voz. Lamentó la palabra, pero… Miró un momento su rostro y después bajó la vista a los pequeños botones blancos que se deslizaban entre sus dedos, al camisón que se abría lentamente dejado al descubierto su cuerpo suave y suntuoso.

—Te he pedido que seas mi esposa, y tú te has ofrecido a ser mi amante. Aún quiero que seas mi esposa. —Patience abrió los ojos de golpe y él le sostuvo la mirada con el semblante duro, tenso por la pasión, inflexible de determinación—. Pero si no puedo tenerte como esposa, te tendré como amante. —Para siempre, si fuera necesario.

El camisón había quedado abierto hasta la cintura. Vane introdujo una mano y deslizó la palma con ademán posesivo alrededor de la cadera, hundiendo los dedos en la blanda carne y atrayendo a Patience hacia sí. Tomó sus labios, su boca… y un segundo más tarde percibió el estremecimiento que la recorrió a ella y su dulce rendición.

Sintió los dedos de Patience en la nuca, deslizándose en su pelo. Sus labios eran blandos, flexibles, ávidos de dar satisfacción, y él se sació en ellos, en su boca, en la calidez que ella ofrecía con tanta entrega. Patience se apretó contra él. Por debajo del camisón, él le deslizó la mano por la espalda para acariciarla, y a continuación la cerró sobre la suave curva de la nalga. La mitad inferior del camisón seguía abotonada, lo cual estorbaba sus movimientos.

Luego apartó la mano y dejó de besar a Patience. Esta parpadeó aturdida. La tomó de la mano y la acercó los pocos pasos que la separaban del sillón; se sentó, le tomó también la otra mano y la atrajo hacia sí, entre sus rodillas.

Patience contempló, con la respiración jadeante, cómo le desabotonaba rápidamente el resto del camisón.

Las dos mitades quedaron libres. Muy despacio, casi con actitud reverente, Vane abrió el camisón del todo y lo empujó hacia atrás para desnudar los hombros. Para desnudarla entera ante sus ojos. Se sació de ella, sintiendo una opresión en el pecho y un dolor en las ingles. Su cuerpo resplandecía como el marfil a la luz de la luna, sus senos eran orgullosas colinas coronadas por capullos de color rosa, su cintura era estrecha, marcada, la curva de sus caderas suave como la seda. Su vientre era suavemente redondeado, en disminución hacia la fina mata de rizos de color bronce que nacía en el vértice entre los muslos. Unos muslos largos y lustrosos que ya lo habían abrazado a él en una ocasión.

Vane tomó aire, tembloroso, y comenzó a acariciarla.

Sus palmas ardientes se deslizaron por su espalda instándola a acercarse más, rompiendo el hechizo que tenía cautivada a Patience. Ella dejó escapar una exclamación y le permitió que la atrajera a él; tuvo que agarrarse de sus hombros para tranquilizarse. Vane la miró, y la invitación se hizo evidente en sus ojos. Patience inclinó la cabeza y lo besó anhelante, abiertamente, dando todo lo que tenía que dar.

Le pertenecía, y lo sabía. No había razón alguna para no complacerlo, y para complacerse, de aquella forma; no había razón alguna para no dejar que su cuerpo dijera lo que ella nunca diría con palabras.

Al final de aquel beso largo, prolongado, satisfactorio, Vane abandonó su boca para recorrer la curva de su garganta, para calentar la sangre que palpitaba justo bajo la piel. Patience echó atrás la cabeza para proporcionarle un mejor acceso al tiempo que hundía los dedos en sus hombros; los de Vane se apretaron alrededor de su cintura y la sujetaron con firmeza mientras sus labios continuaban descendiendo, en dirección a las formas maduras de los pechos. Patience aspiró con fuerza y emitió un murmullo de placer cuando aquel movimiento no hizo sino apretar más su cuerpo contra los labios de Vane.

El murmullo terminó en una exclamación ahogada cuando los dientes de Vane rozaron un pezón erecto, y sintió como si se le derritieran los huesos cuando él lo cubrió con la boca. Subió una de las manos del hombro a la nuca, y aún más arriba, para aferrarse convulsivamente a la cabeza de Vane mientras él lavaba sus pechos jugueteando con los ahora doloridos pezones, calmando primero, estimulando después, apaciguando otra vez para llevarla al momento siguiente hasta nuevas cumbres de sensaciones.

Ya respiraba con desesperación mucho antes de que la boca de Vane continuara avanzando, bajando por su cuerpo para explorar los huecos sensibles de su cintura, para recrearse en la delicada cúspide de su vientre. Sus manos, de palmas calientes y duras, apretaron sus caderas para sostenerla; su lengua, caliente y resbaladiza, le sondeó el ombligo. Y de pronto, su respiración siseante se interrumpió.

Mientras aquella lengua la acariciaba siguiendo un ritmo sugerente y familiar, Patience se sacudió violentamente y pronunció el nombre de Vane casi sin aliento. Él no contestó, sino que continuó depositando ardientes besos a lo largo de su vientre tembloroso. Y en el interior de los suaves rizos que había en su base.

—¡Vane!

Aquella protesta de sorpresa sonó con escasa convicción; para cuando salió de sus labios ya estaba arqueando el cuerpo, estirándose de puntillas, con las rodillas separadas, las piernas flexibles, las caderas inclinadas, ofreciéndose de manera instintiva a la próxima caricia.

Y la caricia llegó: Un beso tan íntimo que apenas pudo soportar la electrizante sensación que le produjo. Tras esa vinieron otras más, no despiadadas pero sí inexorables, no enérgicas pero sí insistentes. Y entonces la lengua de Vane se deslizó entre sus labios, y entre los labios de Patience.

Por un momento suspendido en el tiempo, Patience estuvo segura de que Vane la había llevado demasiado lejos y que iba a morir… morir de la maravilla que se extendió por todos sus nervios, de la exquisita excitación que le recorrió las venas. Era demasiado… Como mínimo, perdería totalmente la razón.

La lengua de Vane se deslizó perezosamente por su carne vibrante… y donde antes hubo calor y tensión ahora el calor se volvió abrasador y la tensión se hizo insoportable. Como un hierro candente, aquella lengua giró y giró, en un constante ir y venir, y Patience sintió licuarse sus miembros, invadida por una oleada de calor cada vez más devoradora.

No murió, y tampoco se derrumbó en el suelo, perdida la razón; en lugar de eso, aferró a Vane contra sí y perdió toda esperanza de fingir que la verdad no era real: Que no iba a ser suya, que no iba a ser cualquier cosa que él quisiera que fuera.

Vane se llenó las manos de ella, la sostuvo, la mantuvo firme mientras la paladeaba. La exploró con la lengua, la estimuló y atormentó hasta hacerla sollozar.

Sollozar de urgencia, gemir de deseo.

Estaba hambriento, y ella dejó que se hartara; tenía sed, y ella lo instó a beber.

Pidiera lo que pidiera, ella se lo daba, aunque no emplease palabras, y se dejó guiar tan sólo por el instinto. Vane tomó todo lo que ella le ofrecía, y fue abriendo más puertas con paso seguro, penetrando en ellas y tomando todo como si tuviera todo el derecho del mundo. Mantuvo a Patience allí, innegablemente suya, en un mundo mareante de sensaciones puras, de descubrimientos emocionantes, de sobrecogedora intimidad.

Patience, con los dedos enredados en su cabello y los ojos cerrados, flotando en un mar de maravillas, en una neblina dorada, se estremecía y se rendía… al calor devorador, a la culminación que la llamaba.

Por fin, con un último movimiento, saboreando su gusto áspero, aquel sabor picante de indescriptible erotismo que le caló hasta los huesos, Vane se retiró.

La mano que la sujetaba bajo la curva rotunda de sus glúteos y la fuerza convulsiva con que se agarraba ella del pelo de Vane mantuvieron a Patience en pie. Él observó su rostro arrebolado y se apresuró a soltar los dos botones que le cerraban el pantalón.

Patience ya estaba muy excitada, flotando, invadida por el placer; pero Vane tenía toda la intención de darle aún más.

La experiencia le permitió tardar apenas un minuto en estar preparado, entonces asió los muslos de Patience y le subió las rodillas sobre el sillón, a uno y otro lado de sus propias caderas. El sillón era viejo, mullido y cómodo, perfecto para lo que estaban haciendo.

Patience, aturdida, siguió sus instrucciones tácitas, claramente insegura pero deseosa de aprender. Sabía que su cuerpo estaba dispuesto, sintiendo un doloroso vacío, anhelando que él viniera a llenarlo. Cuando los muslos de Patience se deslizaron sobre sus caderas, él la aferró y la atrajo hacia sí, y después hacia abajo.

Y se hundió dentro de ella. Vio cómo cerraba los ojos, cómo caían sus párpados al tiempo que exhalaba el aire de sus pulmones en un suave y prolongado suspiro. Patience se estiró para acomodar su blanda carne a la dureza de él, y entonces cambió de postura y comenzó a presionar más hacia abajo para absorberlo más plenamente, para empalarse más en él.

Por espacio de una fracción de segundo, Vane creyó estar a punto de perder la cordura.

Y, desde luego, todo el control. No ocurrió, pero tuvo que librar una encarnizada batalla con todos sus demonios, que babeaban por tomarla, por violarla sin más. Los rechazó, los contuvo… y se aplicó a darle a Patience todo lo que pudiera.

La levantó en vilo y volvió a bajarla; ella aprendió el ritmo rápidamente, enseguida se dio cuenta de que podía moverse ella misma. Vane aflojó en la fuerza con que le sujetaba las caderas y le permitió hacerse la ilusión de ser ella quien estableciera el paso; en realidad no la soltó en ningún momento, sino que fue contando cada embestida, midiendo la profundidad de cada penetración.

Fue una cabalgada mágica, suspendida en el tiempo, sin limitaciones.

Haciendo uso hasta del último gramo de su pericia, creó un paisaje sensual para Patience a partir de sus deseos, de sus sentidos, para que todo lo que sintiera y todo lo que experimentara formase parte del asombroso conjunto.

Refrenó sus propias necesidades, el ansia de sus demonios, y les concedió tan sólo las sensaciones que recibía al hundirse, rígido, engullido y cegado por la pasión, en el calor empalagoso de Patience y al sentir el cálido abrazo de su cuerpo al aceptarlo.

Le dio todo: placer sensual puro y límpido, deleite más allá de lo que cabía describir; bajo su sutil dirección, Patience gimió, se sacudió y jadeó mientras él la llenaba, la excitaba y la complacía hasta volverla ajena a todo lo demás. Se lo dio todo, y más: se dio a sí mismo.

Sólo cuando ella rebasó el último peldaño, el último escalón que la transportaría hasta el cielo, soltó él las riendas y fue tras ella. Había hecho todo cuanto estaba en su mano para atarla a él con el lazo de la pasión. Al final, cuando ambos gimieron juntos, aferrados el uno al otro, envueltos y penetrados por una profunda belleza, sólo entonces se dejó llevar y saboreó en lo más hondo de su corazón, en lo más recóndito de su ser, la felicidad que pretendía capturar y retener para siempre.