Capítulo 12

A la mañana siguiente, Vane llegó temprano al comedor del desayuno. Se sirvió, tomó asiento y esperó a que apareciera Patience. Acto seguido fue llegando el resto de los varones, que intercambiaron las habituales expresiones de saludo. Vane apartó su plato e hizo una seña a Masters para que le sirviera más café.

Lo tenía atenazado una fuerte espiral de tensión; ¿cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera aflojarla? Aquel, en su opinión, era un punto al que Patience debía prestar urgente atención, y sin embargo difícilmente podía sentirse resentido con Minnie por contar con su ayuda.

Al ver que todo el mundo había terminado de desayunar y Patience no aparecía, Vane suspiró para sus adentros y miró a Gerrard con expresión grave.

—Necesito montar. —Y así era, en efecto, en más de un sentido, pero al menos con una buena galopada podría aliviar parte de la energía reprimida—. ¿Te apetece?

Gerrard miró por la ventana.

—Pensaba dibujar un rato, pero no hay buena luz. Así que iré a montar a caballo.

Vane se volvió hacia Henry y enarcó una ceja.

—¿Nos acompaña usted, Chadwick?

—En realidad —contestó Henry reclinándose en su silla—, tenía pensado practicar con el billar. No me gustaría oxidarme.

Gerrard rio suavemente.

—Fue pura suerte que le ganases a Vane la última vez. Cualquiera podía ver que se encontraba un tanto indispuesto.

¿Un tanto indispuesto? Vane pensó si no debería informar al hermano de Patience exactamente lo «indispuesto» que se encontraba. Un polvillo azul no bastaba para curar su mal.

—Ah, pero gané. —Henry se aferró a su momento de victoria—. No tengo intención de desaprovechar mi ventaja.

Vane simplemente esbozó una sonrisa sardónica y se sintió aliviado de que Henry no fuera a acompañarlos. Gerrard rara vez hablaba mientras montaba, lo cual le iba perfectamente a su actual estado de ánimo, más que la locuacidad de Henry.

—¿Edmond?

Todos volvieron la vista hacia el otro extremo de la mesa, donde estaba sentado Edmond contemplando su plato vacío y musitando para sí. Se sujetaba la cabeza entre las manos, lo cual hacía que algunos mechones de pelo formasen extraños ángulos.

Vane alzó una ceja en dirección a Gerrard, el cual movió la cabeza en un gesto negativo. Se veía a las claras que Edmond se encontraba atrapado por su musa y sordo a todo lo demás. Vane y Gerrard retiraron sus sillas y se levantaron de la mesa.

En aquel momento llegó Patience corriendo. Se detuvo justo en la puerta y miró sorprendida a Vane, que se había incorporado a medias. Este volvió a sentarse de inmediato. Gerrard se giró y lo vio de nuevo sentado a la mesa, y entonces él también se sentó.

Más tranquila, Patience se acercó al aparador, tomó un plato y fue derecha a la mesa. Había llegado tarde, de modo que, dadas las circunstancias, se conformaría con té y tostadas.

—Minnie ya se encuentra mejor —anunció mientras tomaba asiento. Levantó la vista y se topó con la mirada de Vane—. Ha pasado bien la noche y me ha asegurado que hoy no me necesita.

Dedicó una breve sonrisa a Henry y Edmond, haciendo así general la información.

Gerrard sonrió a su hermana.

—Supongo que vas a estar en la sala de música, como de costumbre. Vane y yo vamos a dar un paseo a caballo.

Patience miró a Gerrard y luego a Vane. Él la miró a su vez. Patience parpadeó y tomó la tetera.

—En realidad, si tenéis la bondad de aguardar unos minutos, os acompañaré.

Después de los días que he estado aquí encerrada, me vendrá bien tornar un poco el aire.

Gerrard miró a Vane, que tenía la vista clavada en Patience y una expresión impenetrable en el rostro.

—Aguardaremos —fue todo lo que dijo.

De común acuerdo, los tres quedaron en reunirse en el patio de los establos.

Después de vestir a toda prisa el traje de montar y de salir disparada de la casa como una exhalación, a Patience la irritó ligeramente comprobar que su hermano aún no estaba allí. Vane ya se encontraba a lomos de su gran caballo de caza gris, y tanto a la montura como al jinete se los veía nerviosos.

Patience se subió a su silla de montar, agarró las riendas y lanzó una mirada hacia la casa.

—¿Dónde está?

Vane, con los labios apretados, se encogió de hombros.

Tres minutos después, justo cuando estaba a punto de desmontar para ir a buscarlo, apareció el joven. Con su caballete.

—Oh, perdonad, pero es que he cambiado de idea —les dijo con una ancha sonrisa—. Se están acercando unas nubes y la luz se está volviendo gris, justo lo que estaba esperando poder captar. Tengo que pintarla antes de que cambie de nuevo. —Cambió de lado la carga que transportaba y continuó sin perder la sonrisa—: Así que marchaos sin mí, por lo menos os tenéis el uno al otro para haceros compañía.

La falsa ingenuidad de Gerrard era de lo más transparente. Vane contuvo un juramento y lanzó una mirada rápida a Patience. Esta lo miró a su vez con expresión interrogante. Vane comprendió lo que interrogaba, pero Gerrard estaba allí plantado, esperando para decirles adiós. Así que apretó la mandíbula y señaló con un gesto la salida de los establos.

—¿Vamos?

Tras dudar una fracción de segundo, Patience afirmó con la cabeza y tiró de las riendas. Después de hacer un somero gesto de despedida a Gerrard, emprendió el camino, y Vane la siguió. Mientras galopaban por la senda que había más allá de las ruinas, miró atrás. Patience también. Gerrard, de pie en el sendero, los saludó alegremente con la mano.

Vane soltó una maldición. Patience miró al frente.

Por acuerdo tácito, pusieron una buena distancia entre ellos y Bellamy Hall, hasta que al fin sofrenaron los caballos al llegar a las orillas del Nene. El río fluía plácidamente, semejante a una cinta de color gris que avanzaba con suavidad entre riberas cubiertas de tupida hierba. Siguiendo el curso del agua discurría una senda muy trillada, que escogió Vane para continuar con el caballo al paso. Patience situó la yegua a su costado, y Vane dejó vagar la mirada por su figura y su rostro.

Asió las riendas con más fuerza y desvió la cara hacia las frondosas orillas del río, un lugar no lo bastante formal para la conversación que necesitaba tener con ella. La densa hierba serviría muy bien de sofá. Demasiado tentador. No estaba seguro de poder fiarse de sí mismo en un entorno así, y después de lo sucedido en la despensa tampoco podía fiarse ya de Patience. Ella era una inocente, pero él no tenía excusa. Además, la zona era demasiado abierta y Penwick solía pasear a caballo por allí. Detenerse junto al río era impensable, y Patience se merecía algo mejor que unas cuantas palabras informales y una pregunta a lomos de un caballo.

Gracias a Gerrard, por lo visto aún tendría que soportar otra mañana más sin hacer ningún progreso. Mientras tanto, él y sus demonios estaban que se mordían las uñas.

También a Patience le resultaba de lo menos apetecible desperdiciar otra mañana más. A diferencia de Vane, ella no veía razón alguna para no aprovechar el tiempo. Habiendo renovado en su cerebro la imagen de él a lomos de su gran caballo de caza, expresó en voz alta la idea que ocupaba el primer lugar en su pensamiento:

—Me dijiste que tenías un hermano. ¿Se parece a ti?

Vane se volvió hacia ella arqueando las cejas.

—¿Harry? —Reflexionó unos instantes—. Harry tiene el pelo rubio castaño y rizado, y los ojos azules, pero por lo demás… —Una lenta sonrisa transformó su semblante—. Sí, supongo que se parece mucho a mí. —Dirigió a Patience una mirada perversa—. Pero es que todo el mundo dice que los seis nos parecemos mucho, debe de ser el sello de nuestro común antepasado, sin duda.

Patience no hizo caso del tono sutil de aquel comentario.

—¿Los seis? ¿Qué seis?

—Los seis primos mayores de la familia Cynster: Diablo, un servidor, Richard el hermano de Diablo, Harry que es mi único hermano, Gabriel y Lucifer. Todos nacimos en el espacio de cinco años, más o menos.

Patience se lo quedó mirando. La idea de que existieran seis Vanes resultaba… ¿Y además, dos de ellos se llamaban Gabriel y Lucifer?

—¿No hay mujeres en la familia?

—En nuestra generación, las mujeres llegaron más tarde. Las dos mayores son las gemelas, Amanda y Amelia. Tienen diecisiete años y acaban de disfrutar de su primera temporada social.

—¿Y todos vivís en Londres?

—Durante parte del año. La casa de mis padres se encuentra en la plaza Berkeley. Mi padre, naturalmente, se crio en Somersham Place, la casa ducal. Para él, ese es su hogar; pero aunque mi madre y él, y en realidad toda la familia, son siempre bienvenidos allí, mis padres decidieron establecer su hogar principal en Londres.

—Así que ese es tu hogar para ti.

Vane contempló los verdes prados y sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—No, ya no. Hace años que me mudé a vivir de alquiler, y reciente mente he comprado una casa en la ciudad. Cuando Harry y yo alcanzamos la mayoría de edad, mi padre dispuso cuantiosas sumas de dinero para los dos y nos aconsejó que las invirtiéramos en propiedades. —Su sonrisa se acentuó—. Los Cynster siempre acumulan tierras. Después de todo, la tierra es poder. Diablo posee Somersham Place y las tierras del ducado, que constituyen la base de la riqueza de la familia. Mientras él cuida de eso, nosotros aumentamos nuestros activos propios.

—Has mencionado que tu hermano posee un semental.

—Cerca de Newmarket. Esa es la actividad que ha escogido Harry, es un maestro en lo que se refiere a los caballos.

—¿Y tú? —Patience ladeó la cabeza y miró fijamente a Vane—. ¿Qué actividad has escogido tú?

Vane sonrió.

—El lúpulo.

Patience parpadeó.

—¿El lúpulo?

—Es un ingrediente vital para dar sabor y claridad a la cerveza. Soy dueño de Pembury Manor, una propiedad cercana a Tunbridge, en Kent.

—¿Y cultivas lúpulo?

Vane sonrió divertido.

—Además de manzanas, peras, cerezas y avellanas.

Patience se echó hacia atrás en su silla de montar y lo miró boquiabierta.

—¡Eres un agricultor!

Él elevó una ceja de color castaño.

—Entre otras cosas.

Patience reconoció el brillo de sus ojos y contuvo un gesto de desdén.

—Describe ese sitio, Pembury Manor.

Así lo hizo Vane, contento de seguir aquel hilo de conversación. Tras un breve resumen en el que cobraron vida los campos y huertos que se extendían por el Weald del condado de Kent, empezó a hablar de la mansión en sí… la mansión a la que pensaba llevarla a ella.

—Es de piedra gris y tiene dos plantas, seis dormitorios, cinco salones y las comodidades habituales. No he pasado mucho tiempo en ella, y necesita un cambio de decoración.

Hizo el comentario como no dándole importancia, y se sintió complacido al advertir en el semblante de Patience una expresión distante, pensativa.

—Mmm —fue todo lo que dijo Patience—. ¿Y está muy lejos de…?

Dejó la frase en suspenso y miró al cielo; en aquel momento cayó una segunda gota que se estrelló contra su nariz. Entonces, como una sola persona, Vane y ella miraron arriba y atrás y, a una voz, lanzaron un juramento. Se acercaban rápidamente unas nubes de tormenta, grises y amenazadoras, que llenaban el cielo a su espalda. Una cortina de lluvia avanzaba inexorable, a escasos minutos de donde se encontraban ellos.

Miraron a su alrededor en busca de refugio. Fue Vane el que descubrió el tejado de pizarra del viejo granero.

—Allí —señaló—. Junto a la orilla del río. —Volvió a mirar atrás—. Tal vez consigamos llegar.

Patience ya había espoleado a su montura. Vane fue tras ella manteniendo su caballo apartado de los cascos de la yegua, y ambos recorrieron el camino a todo galope. Por encima de sus cabezas retumbaron de nuevo los truenos. El frente de la tormenta los estaba alcanzando, ya sentían los gruesos goterones en la espalda.

El granero, cuyas puertas estaban cerradas, se encontraba en una pequeña hondonada un poco apartada del camino. Patience luchó con su yegua, ahora nerviosa, para que se detuviera delante de las puertas. Vane frenó su caballo en seco con un resbalón y saltó rápidamente de la silla. A continuación, con las riendas en la mano, abrió la puerta del granero. Patience entró con su yegua al trote y Vane la siguió, tirando de su caballo.

Una vez dentro, dejó las riendas y regresó hasta la puerta para cerrarla. En aquel mismo instante retumbó un trueno y se abrieron los cielos. Comenzó a caer un intenso aguacero. Vane, de pie y conteniendo la respiración, echó una ojeada a las vigas del techo. Patience, que aún no se había apeado del caballo, también miró. El repiqueteo de la lluvia en el tejado producía un rumor firme, inexorable.

Vane sacudió los hombros y escudriñó la penumbra.

—Por lo visto, este granero está en uso. El tejado parece sólido. —Con los ojos cada vez más adaptados a la escasa luz, dio unos pasos—. En esa pared hay establos. —Luego ayudó a Patience a bajar al suelo—. Será mejor que pongamos cómodos a los caballos.

Con los ojos muy abiertos en la oscuridad, Patience afirmó con un gesto de cabeza. Condujeron los caballos hasta los pesebres y, mientras Vane se ocupaba de desensillarlos, ella indagó un poco más. Descubrió una escalera de mano que llevaba al pajar. Se volvió para mirar a Vane; vio que seguía ocupado con los caballos. Entonces se recogió las faldas y subió la escalera comprobando con cuidado cada uno de los barrotes. Pero la escala era sólida.

En general, el granero se hallaba en buen estado.

Examinó el pajar desde lo alto de la escalera. Consistía en un recinto construido encima del granero y que contenía heno, en parte en balas y en parte suelto. El suelo era de fuertes tablones de madera. Terminó de subir, se alisó la falda y fue hasta los portillos para el heno, cerrados como protección contra la intemperie.

Levantó el pestillo y miró afuera. Los portillos del granero daban al sur, lejos del mal tiempo. Satisfecha al comprobar que la lluvia no entraba, los abrió para dejar entrar una suave luz grisácea. A pesar de la lluvia, quizá gracias a las gruesas nubes, el aire era cálido. El paisaje, con el río agitado por el viento y salpicado por la lluvia y la suave pendiente de los prados, visto todo a través de una cortina gris, resultaba tranquilizador.

Patience miró en derredor y alzó una ceja. La siguiente lección que le debía Vane debería haber tenido lugar hacía ya tiempo. Si bien era preferible la sala de música, también serviría el pajar. Habiendo heno en abundancia, no había motivo para que no estuvieran cómodos.

Abajo, en el granero, Vane tardó todo lo que le fue posible en atender a los caballos, pero la lluvia no daba muestras de amainar. Aunque no esperaba que amainase; después de ver el tamaño de los nubarrones, sabía que iban a verse atrapados durante varias horas. Cuando ya no le quedó nada que hacer, se secó las manos con paja limpia y después, cerrando mentalmente la mano sobre sus propias riendas, fue a buscar a Patience, a la que había visto brevemente subiendo al pajar. Cuando asomó la cabeza por el suelo del pajar miró alrededor… y maldijo para sus adentros.

Reconocía un problema nada más verlo.

Patience volvió la cabeza y sonrió, eliminando toda posibilidad de retirada cobarde. Bañada por la luz suave que entraba por los portillos, se hallaba sentada en medio de un enorme montón de heno con expresión acogedora.

Su cuerpo irradiaba una atracción sensual a la que Vane se había vuelto demasiado susceptible.

Respiró hondo y subió los últimos peldaños que lo separaban del suelo del pajar. Dejando bien visible su habitual aire de autoridad, dio unos pasos hacia Patience.

Ella hizo añicos aquella calma sonriendo con mayor intensidad y tendiéndole la mano. Él la tomó de manera instintiva y cerró los dedos con firmeza.

Con una rígida expresión de impasibilidad, miró a Patience a la cara, a los ojos, que refulgían con un color dorado, cálidos y atrayentes, y luchó por buscar un modo de decirle que aquello era una locura; que, después de todo lo que había sucedido entre ellos, sentarse juntos en el heno y contemplar cómo llovía resultaba demasiado peligroso; que ya no podía garantizar que fuera capaz de comportarse con su habitual calma, su dominio de siempre. No le vinieron palabras a la mente, no fue capaz de aceptar aquella debilidad. Aunque fuera cierta.

Pero Patience no le dio tiempo para pelearse con su conciencia, porque lo acercó a sí. Sin una excusa de la que echar mano, Vane suspiró para sus adentros, contuvo sus demonios con mano de hierro y se sentó en la paja al lado de Patience.

Pero se guardaba uno o dos ases en la manga. Antes de que ella pudiera volverse, él la rodeó con los brazos y la empujó hacia atrás para colocarla de espaldas contra su costado, de tal modo que los dos pudieran contemplar juntos el paisaje.

En teoría, era una sabia maniobra. Patience se relajó contra él, cálida y confiada… pero al hacerlo encendió sus sentidos de mil maneras distintas. Su misma suavidad tensó sus músculos; sus curvas, que se adaptaban perfectamente a él entre sus brazos, invocaron a sus demonios. Aspiró profundamente para tranquilizarse… y entonces se sintió inundado por su perfume sutilmente evocador, incitante.

Ella le acarició los brazos, que le rodeaban la cintura, y terminó descansando sobre sus manos, con las palmas apoyadas sobre el dorso de las de él. Ella fue la primera que volvió la cabeza… y sus labios quedaron a escasos centímetros de los de él. Después vino su cuerpo, que fue girándose sensualmente en el hueco de sus brazos. Vane la ciñó con más fuerza y hundió los dedos en su carne blanda, pero ya era demasiado tarde.

Patience tenía la mirada fija en sus labios.

La desesperación es capaz de reducir a la súplica incluso a los más fuertes.

Incluso a él.

—Patience…

Pero ella no le dejó terminar y selló los labios de él con los suyos.

Vane luchó por contenerla, pero no había fuerza en sus brazos, al menos para aquella maniobra. En lugar de ello, sus músculos se tensaron para aplastarla contra sí. Se las arregló para no hacerlo, pero no pudo impedir que ambos cayeran de espaldas sobre el heno. El montón de paja que antes estaba a su espalda estaba cada vez más debajo de su cuerpo, aplastado por el peso de los dos. En cuestión de segundos, estuvieron muy cerca de la horizontal, Patience tendida sobre él, casi encima. Vane gruñó para sus adentros.

Había abierto los labios, y ella lo estaba besando… y él también a ella. Tiró por la borda su cruzada contra lo que había demostrado ser inevitable y se concentró en aquel beso. Poco a poco fue recuperando el control, apenas consciente de que ella había abandonado las riendas demasiado a la ligera.

Pero aquella pequeña victoria le infundió valor; se recordó a sí mismo que era más fuerte que ella, que poseía infinitamente más experiencia que ella, y que durante años había logrado dominar a mujeres mucho más expertas que ella en aquel terreno.

Era él quien estaba al mando.

Aquella letanía no dejó de sonar en su cerebro mientras rodaba y presionaba a Patience contra el heno. Ella aceptó el cambio de buen grado y se aferró al beso. Vane la besó con más pasión, invadió su boca con la esperanza de aplacar la imperiosa necesidad que notaba crecer en su interior. Tomó su rostro entre las manos y bebió hondo; ella le respondió deslizando las manos por debajo de su chaqueta suelta y explorando con las palmas abiertas su pecho, sus costados y su espalda.

La camisa era de tela fina. Sintió cómo le quemaban las manos de Patience a través de ella.

La batalla final fue tan breve, que Vane ya la había perdido antes de darse cuenta, y después no fue ya capaz de percatarse de nada que no fuera la mujer que tenía debajo y la rugiente marea de su deseo.

Las manos de Patience, sus labios, su cuerpo que se arqueó ligeramente, todo lo instaba a continuar. Cuando le abrió la chaquetilla de montar y cerró una mano sobre un pecho cubierto por la blusa, ella se limitó a suspirar y besarlo con más urgencia.

Bajo su mano, el pecho se elevó; entre sus dedos, el pezón se convirtió en un capullo enhiesto. Patience lanzó una exclamación ahogada cuando él apretó, se arqueó cuando él acarició. Y gimió cuando él masajeó.

Los diminutos botones de la blusa se soltaron pronto de sus amarres; las cintas de la camisola no necesitaron más que un leve tirón para desanudarse. Y entonces su suavidad llenó la mano de Vane, llenó sus sentidos. Una piel suave como la seda lo tentó; el calor de Patience lo inflamó. Y también la inflamó a ella.

Cuando Vane interrumpió el beso para levantar la cabeza y contemplar el botín que había capturado, ella lo miró a su vez, con los ojos dorados y brillantes y los párpados entreabiertos. Observó cómo Vane bajaba la cabeza para tomarla con su boca. Succionó, y ella cerró los ojos.

La siguiente exclamación entrecortada que se oyó en el pajar fue la primera nota de una sinfonía, una sinfonía orquestada por Vane. Patience quería más, y él se lo dio; apartó la fina blusa, deslizó hacia abajo la camisola de seda y dejó al descubierto sus pechos desnudos a la suave luz grisácea, el ligero frescor del aire y el intenso calor de sus atenciones.

Por debajo de ellas, Patience ardía, tal como él la había imaginado en sus sueños, hasta quedar excitada y dolorida…, deseosa de obtener más. Sus pequeñas manos estaban por todas partes, buscando con desesperación, abriéndole la camisa y tocándolo con ansia, acariciando, implorando.

Entonces fue cuando Vane se dio cuenta por fin de que ya había perdido totalmente el control. No le quedaba ni una gota, ella se lo había robado todo y lo había hecho desaparecer. Desde luego, ella no tema ninguno; eso quedó muy claro cuando, jadeante y con los labios maravillosamente hinchados, acercó el rostro de Vane al de ella y lo besó con voracidad.

Casi debajo de él, se incorporó y su cuerpo acarició el de Vane en flagrante súplica, el método más antiguo de enviar mensajes utilizado por las mujeres.

Patience lo deseaba… y que el cielo lo ayudase, porque él la deseaba a ella. Con urgencia.

Sentía el cuerpo rígido por el deseo, pesado y tenso; necesitaba hacer suya a Patience, deslizarse al interior de su cuerpo y encontrar alivio. Los botones que sujetaban la falda de terciopelo estaban situados en la parte de atrás; Vane ya tenía los dedos allí. Había esperado demasiado tiempo para hablar, para ofrecerle su mano formalmente, y ahora no podía concentrarse lo bastante para articular una frase… pero tenía que intentarlo.

Con un gemido, Vane dejó de besarla y, apoyado sobre los codos, aguardó a que Patience abriese los ojos. Cuando sucedió, tomó aire profundamente… y lo perdió de pronto cuando los pezones de ella le rozaron el pecho. Tuvo un estremecimiento… y ella tembló también, con una agitación que le recorrió desde el estómago hasta los muslos. Vane se concentró inmediatamente… en el suave remanso que se abría entre sus largas piernas. La experiencia le proporcionó con detalles gratificantes lo que estaban consiguiendo hacer las reacciones de Patience.

Vane cerró los ojos y trató de cerrar también su cerebro y simplemente hablar.

Pero, en vez de eso, le llegó la voz de Patience clara, suave, como la de una sirena, un susurro de pura magia flotando en la densidad del aire:

—Enséñame.

Aquella palabra iba teñida de súplica. En el mismo instante, Vane dejó que los dedos de Patience resbalaran hasta cerrarse suavemente alrededor de él. Aquel contacto inseguro lo hizo apretar con fuerza la mandíbula y contraer cada uno de sus músculos en un salvaje impulso de violarla. Patience parecía no ser consciente de ello; proseguía con su lenta caricia, convirtiendo en cenizas hasta el último gramo de voluntad que le quedaba.

—Enséñame —susurró Patience acariciándole la mejilla con su aliento, y a continuación respirando contra su boca—. Enséñamelo todo.

Aquella última palabra acabó con lo último de su resistencia, el último resto de precaución, de frío dominio. Desapareció por completo el caballero, todo vestigio de su fachada, y sólo quedó el conquistador.

La deseaba con cada resquicio de su cuerpo, con cada gota de su sangre. Y ella lo deseaba a él. Sobraban las palabras.

Lo único que aún importaba era la manera de unirse los dos. Con la victoria final asegurada, sus demonios —aquellos espíritus que lo impulsaban, que lo arrastraban— estaban más que dispuestos para prestar su talento a la tarea de alcanzar la gloria del modo más satisfactorio. No era control, sino frenesí.

Patience se percató de ello. Y se recreó en ello, en la dureza de las manos que tomaban posesión de sus senos, en la dureza de los labios que volvían a besar los suyos. Se aferró con fuerza a Vane apretando las manos contra los anchos músculos de su espalda, desplazándolas un instante después por sus costados para explorar con ansias su pecho.

Deseaba saber, saberlo todo, ya. No podía esperar, soportar su frustración durante más tiempo. Había surgido en su interior un anhelo de saber aquello —la experiencia fundamental que ansiaban todas las mujeres— y ese anhelo había crecido y ahora la estaba consumiendo. Era lo que la arrastraba cuando se arqueó ligeramente, como respuesta a la exigencia de las manos de Vane, de sus labios, de la constante invasión de su lengua.

Vane era todo calor y sorprendente dureza. Patience deseaba atraerlo al interior de su cuerpo para tomar aquel calor y aplacarlo, para aliviar la tensión y la fiebre que lo atenazaban… la misma tensión que la iba inundando a ella poco a poco. Deseaba entregarse a él, quería tenerlo dentro de sí.

Lo sabía, y ya no cabía volver atrás. Sabía quién era, y sabía lo que era posible.

Se había convencido a sí misma de que entendía cómo iban a ser las cosas. De manera que no había nada que enturbiara su disfrute del momento, su disfrute de Vane. Se entregó de buena gana al temblor de emoción que sintió cuando él deslizó su falda hacia abajo y la extendió para fabricar una blanda manta para ella. Idéntico camino siguieron las enaguas, que se convirtieron en una amplia sábana bajo sus hombros. No conoció la vergüenza cuando Vane, con su boca sobre la de ella, le quitó la camisola y la arrojó a un lado, y después la atrajo a ella hacia sí.

Un agudo placer fue lo que sintió cuando las manos de Vane, duras y expertas, la poseyeron y comenzaron a dibujar cada curva, cada suave montículo. Una mano se deslizó por debajo de su cintura y continuó descendiendo hasta cerrarse sobre sus nalgas. Unos dedos fuertes la masajearon, la acariciaron, provocando un dulce ardor que se concentró en su vientre y formó gotas de rocío en su piel. La mano continuó bajando y trazó la larga curva de la cara posterior del muslo hasta llegar a la rodilla, para a continuación regresar por la cara anterior de la pierna. Hasta su cadera, aquella sensible articulación en la que la pierna se unía al torso. Un dedo acarició aquel pliegue con suavidad, con insistencia, descendiendo… y Patience se estremeció, desesperada de pronto por tomar aliento.

Y entonces él le separó los muslos, suavemente pero con firmeza, abriéndolos a profusas caricias a lo largo de la sensible piel de las caras interiores. Los labios de Vane se habían vuelto más blandos y le permitían concentrarse en cada caricia, en cada reacción ardiente, en la excitación, la frenética pasión apenas contenida que se había apoderado de ambos.

Entonces la mano de Vane llegó al final del recorrido y ascendió para acariciar carne que nunca había sido acariciada, que nunca había conocido el contacto de un hombre.

El estremecimiento que sacudió a Patience fue de pura excitación, de exquisita sensualidad al imaginar lo que la esperaba. Se hundió un poco más sobre el blando heno con una exclamación ahogada y abrió aún más los muslos… y entonces sintió que las caricias se hacían más firmes, más deliberadas. Más íntimas, más sugerentes.

Los suaves pliegues parecían resbaladizos, y Vane los separó. Sus hábiles dedos hallaron un punto concreto, una protuberancia, y al instante Patience experimentó como dagas de placer que le recorrían todo el cuerpo.

Llamaradas de placer, abrasadoras y urgentes, que la sacudieron en lo más profundo de sí, que se afianzaron y se intensificaron. Echó la cabeza hacia atrás y se despegó de la boca de Vane; él la dejó hacer y continuó trabajando en la suavidad de entre sus muslos. Patience aspiró aire de forma superficial y luchó por abrir los párpados.

Entonces vio a Vane, vio que su rostro era una máscara de concentración contraída por la pasión, vio cómo sus dedos giraban y se movían. Uno de ellos la sondeó.

El sonido que escapó de sus labios fue más exclamación que gemido, más grito que gruñido. Vane la miró a la cara y clavó sus ojos en los de ella.

Patience sintió la presión de su mano entre los muslos, y también la intrusión de su dedo, que la penetraba despacio pero con insistencia.

Dejó escapar otra exclamación ahogada y cerró los ojos. Vane presionó más lejos, más hondo. Luego comenzó a acariciarla… dentro… muy dentro, allí donde ella estaba caliente y resbaladiza, tan llena de deseo, tan llena de pasión líquida. Una pasión que él enardecía, que él estimulaba, avivando aquel fuego interno.

Y Patience, exhalando un tembloroso gemido, se dejó derretir, dejó que sus sentidos se disparasen hacia lo alto.

Vane la oyó, notó su rendición, y sonrió para sí, inexorable. Patience estaba poniendo a prueba sus demonios hasta el máximo; a aquellas alturas, la mayoría de las mujeres neófitas en aquellas lides se habrían derrumbado o, más probablemente, se verían tan abrumadas por el deseo que estarían ya suplicando que las tomasen. Pero Patience no; Patience le había permitido que la desnudase completamente, sin la confusión propia de una virgen. Parecía disfrutar retorciéndose desnuda debajo de él tanto como él disfrutaba de verla hacerlo. Y ahora, cuando incluso otras mujeres más expertas podrían perder el control, ella flotaba… aceptaba todo lo que él quisiera darle y esperaba recibir más.

Y Vane le dio más, conociendo su intimidad, llenando sus sentidos masculinos con los secretos de su femineidad. Lentamente, la fue llevando cada vez más alto, dando otra vuelta de tuerca a la rueda de excitación sensual con la facilidad que da la práctica.

Aun así, Patience no perdió el control. Exclamó, gimió y se arqueó… y su ávido cuerpo suplicó más todavía. Sus necesidades no eran las de las mujeres a las que él estaba acostumbrado; eso le fue quedando fuera de toda duda conforme la iba estimulando cada vez más. Patience era mayor, más madura, más segura de sí misma. Comprendió que no era la inocente que él creía; de hecho, en sentido estricto no tenía mucho de eso. Sabía lo bastante para entender lo que estaban haciendo y para decidir por sí misma.

Y aquello era precisamente lo que la hacía distinta: su personalidad y las consecuencias derivadas de la misma. Patience era llana, serena, estaba acostumbrada a tornar las experiencias que la vida pudiera ofrecerle, a escoger entre los frutos del árbol de la vida. Y ya había escogido. Deliberadamente.

Aquello, y a él.

Eso era lo distinto.

Vane la miró, contempló su rostro ligeramente ruborizado por el deseo, sus ojos brillantes bajo los párpados entrecerrados. Y no pudo respirar.

Por culpa de un intenso deseo lujurioso, de una intensa necesidad. La necesidad de estar dentro de ella. La necesidad de reclamarla como suya.

Maldiciendo en voz baja, apartó las manos del cuerpo de Patience y se quitó la chaqueta y la camisa. Las botas le llevaron un minuto entero de impaciencia, y acto seguido se puso de pie para sacarse los pantalones. Notaba la mirada de Patience fija en él, descendiendo por su espalda. Arrojó el pantalón a un lado y miró un momento hacia atrás; ella yacía desnuda, tendida sobre el heno, aguardando con calma. Ardiendo despacio. Sus senos subían y bajaban rápidamente; su piel se veía levemente sonrosada.

Entonces, desnudo y totalmente excitado, se volvió hacia ella.

En el rostro de Patience, de expresión lasciva, no apareció un solo signo de sorpresa. Su mirada le recorrió el cuerpo y después volvió a posarse en su cara.

Entonces tendió los brazos hacia él. Y Vane fue hacia ella, la cubrió, se apoderó de sus labios en un abrasador y se acomodó sobre su cuerpo.

Patience estaba caliente y tensa, y se tensó más aún cuando él sondeó su virginidad. Y dejó escapar un grito cuando, con un empujón bien calculado, la rompió. Vane permaneció inmóvil durante largos instantes de dolorida tensión, hasta que ella buscó una postura más fácil. A continuación, dominado por el instinto, embistió con fuerza, a lo más hondo del cuerpo de ella, y la hizo suya.

Soltó las riendas y sus demonios se adueñaron de él para arrastrarlo, para arrastrar también a Patience en un apareamiento frenético.

Más allá de todo pensamiento, de todo raciocinio, de todo excepto de lo que estaba sintiendo, Patience aguantó y se dejó llevar por la pasión. Todas las sensaciones eran nuevas, martilleaban su cerebro y saturaban sus sentidos, y sin embargo se aferró a cada una de ellas decidida a no perderse nada, decidida a experimentarlo todo.

A conocer el goce de sentir el cuerpo duro de Vane encima del suyo, su duro pecho cubierto de vello raspar sus sensibles pezones y la suave piel de sus senos. A maravillarse de la dureza que la llenaba, aquel terciopelo de acero que empujaba en el interior de su cuerpo, la dilataba, la reclamaba. A experimentar, con cada exclamación sofocada, con cada jadeo desesperado, la fuerza con que él arremetía una y otra vez, la flexión de su columna vertebral, la fusión de los cuerpos de ambos en un solo ritmo. A percibir su propia vulnerabilidad en su desnudez, en el peso que anclaba sus caderas, en el deseo ciego que la arrastraba. A recrearse en la excitación, el ardor sin vergüenza alguna, de insaciable erotismo, que aumentaba sin cesar, crecía y terminaba inundándolos a los dos en una violenta marca que intentaba ahogarlos.

Y a sentir, en lo más hondo de su alma, cómo se desplegaba una fuerza avasalladora, más potente que el deseo, más profunda, más duradera que ninguna otra cosa sobre la faz de la tierra. Aquella fuerza, toda emoción, plata y oro, fue invadiéndola y adueñándose de ella, y Patience se entregó con valentía, con entusiasmo, reclamándola para sí.

Se sintió inundada por el éxtasis… y lo aceptó con avidez, lo compartió a través de sus labios y del ardor de sus besos, a través de la adoración de sus manos, sus miembros, su cuerpo entero.

Vane hizo lo mismo; ella lo paladeó en su lengua, lo notó en el calor de su cuerpo.

Todo lo que Vane necesitaba, ella se lo daba; todo lo que ansiaba ella, se lo entregaba Vane. Boca a boca, pecho con pecho, carne blanda aferrada a la dureza de él.

Vane, con un gemido, estiró los brazos y se las arregló para apoyarse sobre el heno lo bastante como para separarse un poco de Patience. Luego volvió a introducirse en ella, saboreando cada centímetro de carne que se cerraba sobre él, deteniéndose un instante para sentirla palpitar, antes de retirarse sólo para volver a penetrarla. Una y otra vez.

Saciándose a sí mismo… y también a ella.

Patience culebreó, ardiente y urgente debajo de él. Vane no había visto nunca nada más hermoso que ella, atrapada en el lazo de la pasión la vio alzarse y retorcerse, mover la cabeza a ciegas de un lado al otro mientras buscaba alivio dentro de sí. Vane embistió con más profundidad y la llevó aún más alto, pero ella seguía conteniéndose… todavía podía subir más. Y él también.

Y quería contemplarla así, tan espléndida en aquella actitud sin prejuicios, en aquel glorioso abandono, al aceptarlo y retenerlo, al entregarse a él por primera vez. Aquella visión le robó el aliento… y algo más. Hubiera deseado tomarla de nuevo, muchas veces, pero ninguna sería como esta, tan llena de emoción como este momento.

Vane supo cuándo todo iba a terminar para ella, sintió la tensión a punto de explotar… y notó cómo florecía el interior de su cuerpo. Se lanzó hacia allí y soltó las amarras, dejó que su cuerpo hiciera lo que viniera de forma natural y los llevara a ambos a perder el control. Y al final contempló la explosión que sobrecogió el cuerpo de Patience, sintió cómo el deseo se fundía y derretía sus entrañas para transformarlas en un cálido y fértil receptáculo donde depositar su semilla.

Apretó los dientes, aguantó hasta el último segundo y vio cómo Patience encontraba alivio por fin. Vio sus facciones, antes tensas por la pasión, aflojarse; notó en lo profundo de su cuerpo los fuertes espasmos que la invadieron. Tras un silencioso suspiro, su cuerpo se ablandó y la expresión que adquirió su semblante fue la de un ángel en presencia de la divinidad.

Vane sintió un fuerte estremecimiento. Entonces cerró los ojos y dejó que esa sensación —la sensación de Patience— se adueñara por completo de él.

Había sido más, mucho más de lo que esperaba.

Tendido de espaldas sobre el heno, mientras Patience dormía de costado cubierta con las faldas y la enagua para que conservara el calor, Vane intentaba asimilar aquella realidad. No acertaba a explicarlo, lo único que sabía era que ninguna otra vez había sido como esta.

Y por lo tanto no fue una sorpresa descubrir, conforme sus sentidos saturados se fueron despejando, que estaba una vez más poseído por un urgente deseo.

No era el mismo deseo urgente que lo había tenido atenazado aquellos últimos días y que tan recientemente había saciado de manera tan notable, sino un deseo afín: la necesidad imperiosa de asegurarse de que Patience fuera para él.

De hacerla su esposa.

Aquella palabra siempre lo había hecho estremecerse, y si lo meditaba un poco, aún lo estremecía. Pero no tenía la menor intención de actuar en contra del destino, en contra de lo que sentía, en la médula de los huesos, que era lo correcto.

Patience era la única para él. Si había de casarse alguna vez, tendría que ser con ella. Y quería tener hijos, herederos. El hecho de imaginarse a Patience con un hijo suyo en los brazos surtió un efecto instantáneo. Lanzó una maldición en voz baja.

Miró hacia un lado, a los bucles del cabello de Patience, y deseó que estuviera despierta. Conseguir que aceptara formalmente su propuesta de matrimonio se había convertido en lo más prioritario para él, en lo más urgente. Al aceptarlo como amante, ya había accedido de manera informal. Una vez que le hubiera hecho la oferta y ella le hubiera dado el sí, podrían dar rienda suelta a sus sentidos a su antojo. Y tan a menudo como quisieran.

Aquella idea intensificó su creciente incomodidad. Apretó los dientes y trató de pensar en otra cosa.

Al cabo de un rato, Patience volvió al mundo real. Se despertó como no se había despertado nunca, con el cuerpo flotando en un mar de dorado placer y la mente enturbiada por una profunda sensación de paz. Sentía los miembros pesados, cargados con una cálida lasitud. Su cuerpo estaba feliz, saciado, repleto. En paz. Durante largos instantes ningún pensamiento logró perforar aquel resplandor, hasta que, paulatinamente, el mundo que la rodeaba se hizo notar.

Estaba tumbada sobre un costado, en un nido de calor. A su lado yacía Vane, tendido de espaldas, su cuerpo semejante a una dura roca a la que ella se aferraba. Fuera había dejado de llover, pero aún caían algunas gotas de los aleros. En el interior, todavía duraba el resplandor que ambos habían creado, envolviéndolos en un mundo celestial.

Aquello se lo había dado Vane, le había mostrado el camino a aquel estado de gracia. Aún sentía el delicioso placer en todo el cuerpo, y sonrió. Tenía una mano apoyada en el pecho de Vane; bajo la palma, por debajo del vello rizado, sentía latir su corazón, firme y seguro. Y sintió henchirse el suyo.

La emoción que invadía todos sus miembros era más fuerte que antes, despedía un brillo de plata y oro, era tan hermosa que lograba que se le encogiera el corazón, de una dulzura tan penetrante que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Cerró los ojos con fuerza. Había actuado correctamente, había obrado bien al presionar para saciar su curiosidad, para tomar aquel camino. Con independencia de lo que sucediera, atesoraría ese momento… junto con todo lo que la había llevado hasta allí. Sin arrepentimiento. Nunca.

La intensa emoción fue cediendo, desapareciendo de su mente consciente.

Curvó apenas los labios y cambió de postura para depositar un beso en el pecho de Vane.

Él bajó la vista. Patience ensanchó la sonrisa y, cerrando los ojos, se acurrucó contra él.

—Mmm… Qué agradable.

¿Agradable? Vane contempló su rostro, la sonrisa de sus labios, y sintió que algo se movía dentro de su pecho para quedarse inmóvil al momento siguiente. Aquella sensación, y los sentimientos asociados a ella que iban y venían, revueltos y confusos, no eran en absoluto agradables; lo vapuleaban y lo hacían sentirse vulnerable.

Levantó una mano para retirarle a Patience de la cara el cabello de color dorado miel. La maraña de rizos se le enredó en los dedos. Comenzó a peinar los mechones y fue recogiendo las horquillas que se desprendían.

—Cuando estemos casados, podrás sentirte así de agradable todas las mañanas. Y todas las noches.

Concentrado como estaba en el cabello de Patience, no vio el súbito gesto de sorpresa de sus ojos cuando lo miró, estupefacta; tampoco vio cómo la sorpresa se transformaba en una expresión vacía. Cuando la miró, ella lo contemplaba fijamente con el semblante impenetrable, indescifrable.

Vane frunció el ceño.

—¿Qué ocurre?

Patience tomó aire con un estremecimiento y, desesperada, buscó un punto de apoyo. Se pasó la lengua por los labios y miró a Vane a la cara.

—Matrimonio. —Tuvo que hacer una pausa antes de poder continuar—. No recuerdo haber hablado de eso. —Su tono era monótono, sin inflexiones.

El ceño de Vane se hizo más profundo.

—Ahora estamos hablando de ello. Tenía la intención de habértelo dicho antes, pero, como bien sabes, nuestros intentos de tener una conversación racional no han tenido precisamente mucho éxito. —Le soltó el último mechón de cabello, lo peinó con los dedos y lo extendió sobre la paja—. Y bien. —Buscó una vez más sus ojos y alzó una ceja con aire de seguridad—. ¿Cuándo va a ser?

Patience se limitó a mirarlo fijamente. Estaba allí tumbada, desnuda en sus brazos, con el cuerpo tan saciado que apenas podía moverse, y él, de repente y sin avisar, quería hablar de matrimonio. No, ni siquiera quería hablar de ello, sino simplemente decidir una fecha.

El brillo dorado se había desvanecido, sustituido por un frío glacial. Un frío más helado que el aire gris que se veía al otro lado de los portillos del pajar, más helado que la brisa que se había levantado. Patience experimentó un pánico gélido que le puso la piel de gallina en todos sus miembros y le caló hasta la médula de los huesos. Sintió el frío contacto del acero, las fauces de la trampa que poco a poco, de forma inexorable, se iba cerrando sobre ella.

—No.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, presionó contra el pecho de Vane; cerrando los ojos para no ver su desnudez, luchó por incorporarse. Y jamás lo habría conseguido de no haberla ayudado él.

Vane la miraba fijamente, como si no pudiera dar crédito a lo que oía.

—¿No? —Escudriñó su semblante, y entonces entornó los párpados sobre el gris de sus ojos y su rostro palideció—. No, ¿qué?

El acento acerado de su voz hizo temblar a Patience, que desvió la cara y, sujetando las faldas contra sí, alcanzó la camisola y se la puso por la cabeza.

—Nunca he tenido intención de casarme. En absoluto.

Una pequeña mentira, tal vez, pero era una postura más fácil de defender que la verdad sin paliativos. El matrimonio nunca había ocupado un lugar importante en su agenda, nunca había formado parte de sus Planes casarse con un caballero elegante. Casarse con Vane era simplemente imposible, y más aún después de lo sucedido en la última hora.

Entonces oyó a su espalda la voz de Vane, fría y precisa:

—Sea como fuere, hubiera pensado que las actividades de esta última hora sugerirían un replanteamiento de intenciones por tu parte.

Patience, que estaba atándose los cordones de la camisola, apretó los labios y negó con la cabeza.

—No deseo casarme.

El sonido que emitió él al tiempo que se incorporaba fue de sorna.

—Todas las jóvenes desean casarse.

—Yo no. Y no soy tan joven. —Terminó de ponerse las medias, y seguidamente se volvió para recoger las enaguas. Oyó a Vane suspirar:

—Patience…

—Más vale que nos demos prisa, llevamos toda la mañana ausentes. —Se puso en pie, se subió las enaguas y se las sujetó a la cintura. Oyó detrás de ella el murmullo del heno al incorporarse Vane—. Si no regresamos para almorzar, empezarán a preocuparse.

Se dio la vuelta amparándose en la tarea de colocarse bien la falda; aunque no se atrevía a mirar a Vane directamente, ya que, al fin y al cabo, aún estaba desnudo, de todos modos pudo espiarlo por el rabillo del ojo y evitar que la tocara, que consiguiera retenerla.

Porque si lo hubiese hecho, podría haber desintegrado su determinación, en cierto modo confusa, y logrado que cayera sobre ella la trampa. Todavía recordaba el tacto de sus manos en la piel, aún sentía la huella de su cuerpo en el de ella, su calor dentro de sí.

Tiró de las faldas hacia arriba diciendo:

—No podemos permitirnos el lujo de coquetear.

En un estado que se acercaba mucho a la histeria, recorrió el suelo con la mirada en busca de su chaqueta; la encontró junto a los pantalones de él y se apresuró a recogerla.

Consciente de que Vane estaba de pie, desnudo y con las manos en las caderas, mirándola ceñudo, agarró su chaqueta y le lanzó el pantalón a la cabeza. Él lo atrapó antes de que le diese de lleno, y sus ojos se entrecerraron todavía más.

—Date prisa —imploró—. Ya me encargo yo de los caballos. —Y dicho eso corrió hacia la escalera de mano.

—¡Patience!

El tono particular que empleó Vane era famoso por tener la virtud de poner inmediatamente firmes a soldados ingobernables o medio borrachos; en cambio, para su disgusto, al parecer no surtió ningún efecto en Patience, que desapareció escalera abajo como si él no hubiera dicho nada.

Lo cual lo dejó disgustado, profunda y totalmente, consigo mismo.

Lo había hecho fatal. Del todo. Patience estaba molesta con él, profundamente resentida, y tenía todo el derecho del mundo a estarlo. Su oferta… bueno, ni siquiera se la había expuesto, sino que en vez de eso había tratado de salirse por la tangente y empujarla de forma arrogante a que aceptara sin tener que pedírselo.

Había fracasado. Y ahora Patience estaba verdaderamente furiosa.

Ni por un instante se creyó que ella no quisiera casarse, aquello era meramente una excusa que le había venido a la cabeza, una excusa muy débil además.

Soltó un contundente juramento —la única manera viable de calmar los nervios—, se puso el pantalón y recogió la camisa. Había intentado no hacer la declaración que sabía que tenía que hacer, y ahora iba a ser diez veces peor.

Con la mandíbula fuertemente apretada, se calzó a toda prisa las botas, se puso la chaqueta y fue hasta la escalera.

Ahora iba a tener que suplicar.