AQUELLA tarde, después del paseo a caballo en compañía de Gerrard, Vane regresó con paso decidido al interior de la casa.
No lograba quitarse a Patience de la cabeza. Su sabor, su tacto, aquel sugestivo aroma suyo, envolvían sus sentidos y acaparaban su atención. No estaba tan obsesionado desde la primera vez que levantó las faldas a una mujer, pero reconocía los síntomas.
No le iba a ser posible concentrarse en nada mientras no consiguiera poner a Patience Debbington en el sitio que le correspondía, es decir, tendida de espaldas debajo de él.
Y eso no podía hacerlo hasta haber dicho lo que tenía que decir, formular la pregunta que sabía que era inevitable desde la primera vez que Patience aterrizó en sus brazos.
En el vestíbulo principal se encontró con Masters, el mayordomo. Con ademán resuelto, se quitó los guantes y le preguntó:
—¿Dónde está la señorita Debbington, Masters?
—En la salita de la señora, señor. Suele pasar muchas tardes en compañía de la señora y de la señora Timms.
Con un pie en el primer peldaño de la escalera, Vane estudió las diversas excusas que podía emplear para sacar a Patience de debajo del ala de Minnie, pero ninguna de ellas era suficiente para no atraer instantáneamente la atención de esta, y mucho menos la de Timms.
—Mmm. —Apretó los labios y dio media vuelta—. Estaré en la sala de billar.
—Muy bien, señor.
En contra de lo que creía Masters, Patience no se encontraba en la salita de Minnie. Tras excusarse para abandonar su habitual sesión de costura, había corrido a refugiarse en la salita de la planta baja, donde estaba el diván, ya innecesario, cubierto con sábanas de Holanda.
Allí podía pasear sin obstáculos, con el ceño fruncido, musitando distraída, mientras intentaba comprender, asimilar con exactitud, justificar y reconciliar todo lo que había sucedido aquella mañana en la sala de música.
Su mundo se había vuelto del revés. Bruscamente. Y sin previo aviso.
—Eso —comentó en tono mordaz a la imperturbable Myst, que estaba cómodamente enroscada en un sillón— es innegable.
El beso apasionado pero magistralmente controlado que había compartido con Vane había sido una revelación en más de un aspecto.
En su paseo sin rumbo, hizo un alto frente a la ventana. Se cruzó de brazos y contempló el paisaje, sin verlo. Las revelaciones en el plano físico, aunque bastante desconcertantes, en realidad no habían supuesto una impresión tan fuerte; no fueron más de lo que exigía su curiosidad. Ella deseaba saber, y él consintió en enseñarle. Aquel beso había sido la primera lección; hasta ahí, todo estaba claro.
En cuanto a lo demás… allí era donde radicaba el problema.
—Allí había algo más. —Una emoción que no había creído experimentar nunca, que no había esperado sentir nunca—. Por lo menos —dijo haciendo una mueca y reanudando el paseo—, yo creo que lo había.
La aguda sensación de pérdida que experimentó cuando ambos se separaron no fue simplemente una reacción física, sino que la había afectado en otro plano. Y el impulso de buscar la intimidad, de mitigar el ansia que percibía en Vane, no era algo nacido de la curiosidad.
—Esto se está complicando. —Se pasó un dedo por la frente en un vano intento por borrar el ceño fruncido y luchó por comprender sus propios sentimientos, por esclarecer lo que sentía de verdad. Si sus sentimientos hacia Vane trascendían el plano de lo físico, ¿significaba eso lo que ella creía que significaba?—. ¿Y cómo demonios voy a saberlo? —Extendió las manos y llamó a Myst—. Nunca había sentido nada igual.
Aquella idea le sugirió otra posibilidad. Se detuvo un momento, levantó la cabeza y entonces, con renovada confianza en sí misma, se recobró y miró a Myst esperanzada.
—¿Será que es producto de mi imaginación?
Myst la miró fijamente con sus grandes ojos azules, sin pestañear; luego bostezó, se estiró, saltó al suelo y se encaminó hacia la puerta. Patience dejó escapar un suspiro y fue tras ella.
La reveladora tensión que flotaba entre ellos, presente desde el principio, se había incrementado. Vane la notó aquella noche al sostenerle la silla a Patience ante la mesa de la cena, mientras ella se acomodaba los pliegues del vestido. Se coló por debajo de su control, en forma de roce de seda salvaje a lo largo de su cuerpo, poniéndole el vello de punta, dejando un hormigueo en todos los poros de su piel.
Maldiciendo para sí, tomó asiento y se obligó a concentrar su atención en Edith Swithins. A su lado, Patience charlaba animadamente con Henry Chadwick, sin mostrar ningún signo detectable de confusión. Según iban y venían los platos, Vane procuró no experimentar resentimiento por ello.
Patience parecía felizmente ajena a cualquier cambio de temperatura entre ambos, mientras que él luchaba por contener el borboteo que sentía por dentro.
Por fin se terminó el postre, y las damas procedieron a retirarse. Vane redujo al mínimo la conversación con las copas de oporto y seguidamente condujo a los caballeros al salón. Como de costumbre, Patience estaba de pie con Angela y la señora Chadwick en el centro del gran salón.
Lo vio acercarse; el fugaz destello de apercibimiento que Vane captó en sus ojos supuso un momentáneo consuelo para su orgullo varonil. Muy momentáneo, porque en el instante en que se detuvo junto a ella sus sentidos se vieron invadidos por su perfume y por la calidez de sus suaves curvas.
Claramente rígido, Vane inclinó la cabeza una fracción de centímetro hacia las tres señoras.
—Estaba diciéndole a Patience —dijo impulsivamente Angela con un mohín en los labios— que esto ya pasa de la raya. ¡El ladrón me ha robado mi peineta nueva!
—¿La peineta? —Vane lanzó una mirada rápida a Patience.
—La que compré en Northampton —se quejó Angela—. ¡Ni siquiera he tenido ocasión de lucirla!
—A lo mejor aparece. —La señora Chadwick intentó consolar a su hija, pero teniendo en mente la pérdida que había sufrido ella misma, mucho más grave, no lo consiguió.
—¡No es justo! —Las mejillas de Angela se tiñeron de rubor y golpeó el suelo con el pie—. ¡Quiero que atrapen al ladrón!
—Claro. —Aquella única palabra, pronunciada por Vane en el tono más pausado y aburrido que pudo emplear, logró suprimir el inminente ataque de histeria de Angela—. Estoy seguro de que a todos nos gustaría poner las manos encima a ese escurridizo canalla de dedos largos.
—¿Un canalla de dedos largos? —repitió Edmond, acercándose—. ¿Acaso ha atacado otra vez el ladrón?
Al momento, Angela retornó a su papel histriónico; se lanzó a relatar su historia al público un poco más apreciativo que tenía ahora, formado por Edmond, Gerrard y Henry, que se habían unido al grupo. Amparado en las exclamaciones que proferían, Vane miró a Patience; ella percibió su mirada, levantó la vista y lo miró a los ojos con expresión interrogadora. Vane abrió la boca y en su lengua leyeron los detalles de una cita amorosa… pero tuvo que contenerlos ya que, para sorpresa de todos, llegaba Whitticombe para incorporarse al circulo.
La locuaz narración de la última hazaña del ratero quedó silenciada al instante, pero Whitticombe prestó escasa atención. Tras saludar a todo el mundo con una inclinación de cabeza, se acercó un poco más y murmuró algo a la señora Chadwick. Esta levantó la cabeza inmediatamente y recorrió la estancia con la mirada.
—Gracias. —Tomó a Angela del brazo y le dijo—: Ven, querida. A la joven se le descompuso el semblante.
—Pero…
Completamente sorda por las protestas de su hija, la señora Chadwick la arrastró hacia el diván en el que estaba sentada Minnie.
Tanto Vane como Patience siguieron con la vista a la señora Chadwick, igual que los demás. La pregunta que formuló Whitticombe a continuación hizo que todos los rostros se volvieran hacia él:
—¿Debo entender que ha desaparecido otro objeto más?
Totalmente por casualidad, se encontraba frente a los demás, todos colocados en semicírculo como si formaran una liga contra él. No era un agrupamiento muy oportuno, sin embargo ninguno de ellos, Vane, Patience, Gerrard, Edmond y Henry, hizo un movimiento para cambiar de posición e incluir a Whitticombe en círculo de manera más clara.
—La peineta nueva de Angela. —Henry pasó a repetir la descripción que había ofrecido la aludida.
—¿Era de diamantes? —quiso saber Whitticombe con un gesto inquisitivo.
—De pasta —corrigió Patience—. Era una pieza… vistosa.
—Mmm. —Whitticombe frunció el entrecejo—. Esto nos lleva de nuevo a la pregunta de antes: ¿qué diablos puede querer hacer alguien con un acerico chillón y una peineta barata y más bien chabacana?
Henry apretó la mandíbula; Edmond se removió. Gerrard adoptó una expresión belicosa, dirigida directamente a Whitticombe, el cual tenía clavada en él una mirada fría y claramente valorativa.
Al lado de Vane, Patience se puso rígida.
—De hecho —comentó Whitticombe despacio, un instante antes de que hablasen los otros—, me estaba preguntando si no sería hora ya de que llevásemos a cabo un registro. —Alzó una ceja en dirección a Vane—. ¿Qué opina usted, Cynster?
—Opino —repuso Vane, y a continuación calló unos momentos y posó una mirada glacial en la cara de Whitticombe hasta que no quedó ni uno solo del grupo que no supiera con exactitud lo que opinaba de verdad— que dicho registro resultaría infructuoso. Aparte del hecho de que sin duda alguna el ladrón se enterará de la existencia de ese plan antes de que se inicie, y de que dispondrá de tiempo de sobra para ocultar o eliminar el botín del robo, existe el problema, nada despreciable, de nuestra ubicación actual. Esta casa es un auténtico paraíso para un ratero, y mucho más el terreno que la circunda. Las cosas que se escondan en las ruinas es probable que no se encuentren nunca.
La expresión de Whitticombe se quedó en blanco por espacio de unos instantes, y luego parpadeó.
—Er… ya. —Asintió—. Supongo que tiene usted razón. Es posible que no se llegue a encontrar lo robado. Muy cierto. Por descontado, un registro no serviría de nada. Si me disculpa… —Y con una sonrisa reflexiva, hizo una breve reverencia y se volvió por donde había venido.
Con diversos grados de desconcierto, todos contemplaron cómo se iba. Y vieron la pequeña multitud que se había congregado alrededor del diván. Timms hizo un gesto con la mano.
—¡Patience!
—Perdónenme.
Tocó de pasada el brazo de Vane y fue hasta el diván para reunirse con la señora Chadwick y con Timms, que rodeaban a Minnie. Entonces la señora Chadwick dio un paso atrás; Patience se acercó y ayudó a Timms a poner a su tía en pie.
Vane observó cómo Patience, con un brazo en la cintura de Minnie, ayudaba a esta a llegar hasta la puerta. La señora Chadwick hizo ademán de ir tras ellas e hizo un gesto a Angela para que se adelantase, pero se desvió hacia el segregado grupo de hombres para informarlos:
—Minnie no se encuentra bien. Patience y Timms van a llevarla a la cama. Yo también voy, por si necesitan ayuda.
Y, dicho eso, sacó del salón a su reacia hija y cerró la puerta tras de sí. Vane se quedó mirando la puerta cerrada y maldijo para sus adentros. En abundancia.
—Bien. —Henry se encogió de hombros—. Ahora que nos hemos quedado solos con nuestros propios recursos, ¿qué hacemos? —Miró a Vane—. ¿Le apetece una partida de revancha en la sala de billar, Cynster?
Edmond alzó la vista, Gerrard también. Se hizo obvio que aquella sugerencia les parecía acertada. Vane, con la mirada fija en la puerta cerrada, arqueó calmosamente las cejas y contestó:
—¿Por qué no? —A continuación, apretando los labios en una mueca inflexible y con una inusual expresión siniestra en los ojos, añadió—: Esta noche, por lo visto no hay mucho más que hacer.
A la mañana siguiente, Vane descendió por la escalinata con el semblante más bien severo.
Henry Chadwick le había ganado al billar.
Si necesitaba confirmación de lo gravemente que le estaba afectando aquella situación de punto muerto con Patience, ahí la tenía. Henry apenas era capaz de meter una bola. Y sin embargo, él estaba tan distraído que se había mostrado todavía menos capaz que el joven, pues su cerebro estaba totalmente absorto en el cuándo, el dónde y el cómo —y en las probables sensaciones que ello conllevaba— meterse dentro de Patience.
Atravesó el vestíbulo principal a grandes zancadas haciendo ruido sobre las baldosas y se encaminó hacia el comedor del desayuno. Ya era hora de que Patience y él tuvieran una conversación.
Y después…
Encontró la mesa medio llena; estaban allí el general, Whitticombe y Edgar, así como Henry, radiante de alegría y con una ancha sonrisa en la cara. Vane entró con el semblante inexpresivo, se sirvió un desayuno abundante y variado y seguidamente se sentó a esperar a Patience.
Para alivio suyo, Angela no se presentó; Henry le explicó que Gerrard y Edmond ya habían desayunado y se habían ido a las ruinas.
Vane asintió y continuó comiendo… y esperando. Pero Patience no aparecía.
Cuando aparecieron Masters y sus acólitos para recoger la mesa, Vane se levantó de su asiento. Sentía todos los músculos agarrotados, en tensión.
—Masters, ¿dónde está la señorita Debbington?
Su tono de voz, aunque calmo, llevaba algo más que una pizca de frío acero.
Masters parpadeó al responder:
—La señora no se encuentra bien, señor. En estos momentos, la señorita Debbington está con la señora Henderson, eligiendo menús y repasando las cuentas de la casa, ya que hoy es el día en que se acostumbra realizar dichas tareas.
—Entiendo. —Vane se quedó mirando la puerta con expresión vacía—. ¿Y cuánto tiempo se tarda en hacer los menús y las cuentas de la casa?
—No podría decírselo con seguridad, señor, pero acaban de empezar, y a la señora suele llevarle toda la mañana.
Vane aspiró profundamente y contuvo el aliento.
—Gracias, Masters.
A continuación, muy despacio, salió de detrás de la mesa camino de la puerta.
Ya no se molestó en maldecir. Hizo una pausa en el vestíbulo y acto seguido, con el semblante duro como una piedra, giró sobre sus talones y se encaminó hacia los establos. En lugar de la conversación con Patience y lo que probablemente seguiría después, tendría que conformarse con montar largamente… a caballo.
Se topó con ella en la despensa.
Se detuvo con una mano sobre la manilla de la puerta entornada y sonrió con grave satisfacción. Eran las primeras horas de la tarde, de modo que muchos de los huéspedes de la casa estarían echando una siesta, y el resto estaría por lo menos soñoliento. En el interior de la despensa podía oír el suave canturreo de Patience… y aparte del siseo de su falda, ya no oía nada más. Por fin la había encontrado sola en el lugar perfecto. La despensa, situada en la planta baja de un ala del edificio, tenía intimidad y en ella no había ningún diván, sofá ni mueble que se le pareciera.
En su estado actual, no le venía nada mal. Al fin y al cabo, un caballero no debía propasarse con la dama a la que pretendía convertir en su esposa antes de informarla a ese respecto. El hecho de que allí no hubiera ninguno de los habituales adminículos que facilitaban la seducción debería permitirle ir al grano, tras lo cual podrían retirarse a algún otro sitio más confortable para poder sentirse él más confortado.
Aquella idea, la de que iba a poder aliviar la incomodidad que llevaba días fastidiándolo, le imprimió nuevas fuerzas. Apretó la mandíbula y respiró hondo. A continuación, abrió la puerta de par en par y traspuso el umbral.
Patience se volvió rápidamente. Y su rostro se iluminó.
—Hola. ¿No has salido a montar?
Vane recorrió con la vista la despensa débilmente iluminada y cerró la puerta muy despacio. Luego, también despacio, negó con la cabeza.
—Ya salí esta mañana. —La última vez que había estado en aquel lugar tenía nueve años, y le pareció mucho más espacioso. En cambio ahora… Apartó un racimo de hojas que colgaban y rodeó la mesa que ocupaba el centro de la estrecha estancia—. ¿Cómo se encuentra Minnie?
Patience sonrió, glorioso recibimiento, y se sacudió el polvo de las manos.
—No ha sido más que una pequeña indisposición. Pronto se sentirá mejor, pero queremos vigilarla. En este momento Timms está con ella.
—Ah. —Tras apartar más racimos de hierbas colgantes, Vane evitó con cuidado una fila de grandes botellas y avanzó por el pasillo que discurría entre la mesa del centro y el aparador junto al que estaba trabajando Patience. Había justo el espacio suficiente para él. Se percató de aquel hecho, pero sólo de forma vaga; sus sentidos estaban concentrados en Patience. Clavó sus ojos en los de ella al tiempo que iba acortando la distancia que los separaba—. Llevo días persiguiéndote.
Su voz se notaba enronquecida por el deseo. Y vio la misma emoción llamear en los ojos de Patience. Alzó una mano para tocarla, precisamente en el mismo momento en que ella daba un paso hacia él. Patience terminó cayendo en sus brazos, alzando las manos para enmarcar su rostro, levantando el suyo a su vez.
Vane ya la estaba besando antes incluso de saber lo que estaba haciendo. Era la primera vez en toda su extensa carrera que daba un paso en falso, que perdía el hilo de su plan preconcebido. Su intención era la de hablar primero, hacer la declaración que sabía que debía hacer; pero cuando los labios de Patience se abrieron incitantes bajo los suyos, cuando su lengua se enredó audazmente en la suya, su mente quedó vacía de todo pensamiento de decir nada. Las manos de Patience abandonaron su cara y se deslizaron hacia abajo para apoyarse con fuerza en sus hombros, sus senos rozaron su pecho, los muslos de ella contra los suyos, la blanda forma de su vientre como una caricia contra la dolorida protuberancia que le abultaba el pantalón.
Experimentó una oleada de necesidad… la de él y, para su profundo asombro, también la de Patience. Estaba acostumbrado a controlar su deseo, pero el de ella ya era otra cosa. Vibrante, maravillosamente ingenuo, ávido en su inocencia, aquel deseo tenía un poder mucho más fuerte de lo que había esperado. Y extrajo algo de su interior, algo más profundo, más intenso, un sentimiento alimentado por algo mucho más poderoso que la mera lujuria.
Comenzó a surgir un intenso calor entre ellos; desesperado, Vane intentó levantar la cabeza, pero sólo consiguió alterar el ángulo del beso. Hacerlo más hondo. El fracaso, tan falto de precedentes, lo hizo recuperar la atención. Las riendas se le habían escapado totalmente de las manos, ahora las sujetaba Patience, y conducía demasiado deprisa.
Se obligó a sí mismo a dejar de besarla.
—Patience…
Pero Patience acalló su boca con la de ella.
Vane le sujetó los hombros con las manos y sintió un doloroso desgarro en el corazón al intentar separarla de nuevo.
—Maldita mujer… ¡quiero hablar contigo!
—Luego. —Con los ojos brillantes tras los pesados párpados, Patience volvió a acercar la cabeza a él.
Pero Vane luchó por contenerla.
—¿Quieres hacer el favor de…?
—Calla. —Patience se alzó de puntillas y se apretó contra él con más descaro todavía para besarle los labios—. No quiero hablar. Sólo bésame… enséñame qué viene después de esto.
Aquella no era precisamente la invitación más sensata que hacerle a un libertino dolorosamente excitado. Vane dejó escapar un gemido cuando ella introdujo la lengua más hondo en su boca y él acudió a su encuentro de manera instintiva. El duelo que siguió fue demasiado apasionado para poder pensar; sus sentidos se vieron nublados por una llamarada de intensa pasión.
El aparador que tenía a la espalda le impedía la huida, aun cuando hubiera podido reunir las fuerzas necesarias para ello.
Patience lo mantenía atrapado en una red de deseo… y a cada beso los hilos se hacían más fuertes.
Ella se recreó en aquel beso, en la súbita revelación de que había estado esperando precisamente aquello, sentir de nuevo correr por sus venas la embriagadora emoción del deseo, experimentar otra vez el seductor atractivo de aquello tan esquivo, aquella emoción que aún no tenía nombre, que la rondaba a ella, a los dos, y que la arrastraba cada vez más.
Más a los brazos de Vane, más a la pasión. Al lugar en el que el deseo de saciar el ansia que sentía bajo la pericia de Vane se convertía en un impulso incontenible, en una sed urgente que iba aumentando en su interior.
Lo saboreaba en la lengua, en el beso; lo sentía como un lento palpitar que iba cobrando velocidad en su sangre.
Aquello era excitación. Aquello era experiencia. Aquello era precisamente lo que reclamaba su alma curiosa.
Por encima de todo, necesitaba saber más.
Las manos de Vane sobre sus caderas la instaron a acercarse más a él. Duras y exigentes, fueron deslizándose hacia abajo y la sujetaron firmemente, hundiendo los dedos al levantarla hacia su cuerpo. Su miembro rígido se rozó contra ella dejando huella en su carne blanda con la dura evidencia de su deseo. Luego efectuó un sugerente movimiento de vaivén que provocó una oleada de calor que la recorrió de arriba abajo; su verga era como un hierro de marcar, una marca de fuego que utilizaría para reclamarla como propiedad suya.
Ambos abrieron los labios brevemente para poder aspirar unas pocas bocanadas de aire antes de que el deseo volviera a sellar sus labios. Comenzó a fluir entre ambos una espiral de urgencia que fue ganando fuerza, inundando sus sentidos. Patience la percibió en él… y la reconoció en sí misma.
Y juntos continuaron adelante, alimentando aquel deseo creciente, los dos arrastrados por él. La ola se hizo más grande, la sintieron por encima de ellos… y rompió. Y se vieron atrapados en su turbulencia, en un furioso remolino, vapuleados y zarandeados hasta quedar aferrados el uno al otro, jadeantes. Olas de deseo, pasión, necesidad, rompieron sobre ellos una tras otra haciendo evidente el vacío que tenían dentro y la ardiente necesidad de llenarlo, de alcanzar la plenitud en el plano mortal.
—¿Señorita?
Los golpecitos en la puerta los hicieron separarse de golpe. La puerta se abrió, se asomó una doncella. Acertó a ver a Patience, que se volvía hacia ella en medio de la tenue penumbra; a todas luces, Patience se encontraba de cara al aparador con las manos ocupadas en un montón de hierbas medicinales. La doncella traía una cesta repleta de tallos de lavanda.
—¿Qué debo hacer con esto?
Con el pulso todavía vibrante en los oídos, Patience luchó por concentrarse en aquella pregunta. Dio en silencio las gracias por la escasa iluminación, pues la doncella aún no había visto a Vane, que estaba apoyado en actitud negligente contra el otro aparador.
—Er… —Tosió, y luego tuvo que humedecerse los labios para poder hablar—. Tienes que arrancarles las hojas y quitarles las cabezas. Las usaremos para las bolsitas perfumadas, y los tallos para refrescar las habitaciones.
La doncella asintió con entusiasmo y fue hasta la mesa del centro. Patience se volvió hacia el aparador. Todavía le daba vueltas la cabeza, y el pecho le subía y bajaba. Sabía que tenía los labios hinchados, porque los notó calientes al pasarse la lengua por ellos. Los fuertes latidos del corazón le repercutían por todo el cuerpo, los sentía hasta en las yemas de los dedos. Había enviado a la doncella a recoger lavanda, que había que procesar inmediatamente. Un detalle sobre el cual había dado instrucciones a la muchacha.
Pero si despidiera a la doncella… Miró a Vane, silencioso e inmóvil en las sombras. Sólo ella, tan cerca como estaba, podía ver cómo a él también le subía y bajaba el pecho, sólo ella se percató de la luz que brillaba en sus ojos como ascuas. Le había caído un mechón de pelo suelto sobre la frente, y él se irguió y se lo echó hacia atrás. Luego dijo con una inclinación de cabeza:
—Ya reanudaremos esto más tarde, querida.
La doncella se sobresaltó y levantó la vista. Vane le dirigió una mirada blanda.
Más tranquila, ella sonrió y volvió a ocuparse de la lavanda.
Por el rabillo del ojo, Patience observó cómo se retiraba Vane y cómo se cerraba la puerta despacio tras él. Al oír el chasquido del pestillo, cerró los ojos. Y luchó, sin éxito, por dominar el temblor que la acometió, un temblor de emoción. Y de deseo. La tensión entre ellos se había vuelto salvaje. Con la tirantez de un alambre, aumentada hasta la sensibilidad extrema.
Vane lo percibió aquella noche, en el instante mismo en que apareció Patience en el salón. La mirada que le lanzó dejó bien claro que ella también sentía lo mismo. Pero tenían que representar cada uno su papel, comportarse tal como se esperaba de ellos, ocultando la pasión que ardía entre ambos.
Y rezar para que nadie se diese cuenta.
Tocarse de cualquier forma, por inocua que fuera, quedaba del todo descartado.
Ambos lo evitaron hábilmente… hasta que, al aceptar una fuente que le pasó Vane, los dedos de ella rozaron los suyos.
A punto estuvo de soltar la fuente. Vane consiguió a duras penas reprimir una maldición y, con la mandíbula apretada, aguantar, tal como hizo Patience.
Por fin regresaron al salón. Ya se había tomado el té, y Minnie, envuelta en chales, estaba a punto de retirarse. Vane tenía la mente en blanco; no tenía la menor idea de qué temas de conversación se habían tratado en las dos últimas horas. En cambio, reconoció la oportunidad nada más verla. Fue hasta el diván y dijo a Minnie alzando una ceja:
—Yo te llevaré a tu habitación.
—¡Una idea excelente! —declaró Timms.
—¡Vaya! —exclamó Minnie, pero, agotada por el resfriado, terminó aceptando de mala gana—. Está bien. —Mientras Vane la tomaba en brazos, con chales y todo, admitió con renuencia—: Esta noche, sí que me siento rara.
Vane rio suavemente y se puso a hacerle bromas a Minnie para que recuperase su habitual buen humor. Para cuando llegaron a la habitación, se le había dado tan bien que Minnie ya hacía comentarios sobre su arrogancia:
—Muy seguros de vosotros mismos estáis los Cynster.
Con una ancha sonrisa, Vane la depositó en su sillón de siempre, junto a la chimenea. Enseguida se les unió Timms, que había ido pisándoles los talones.
Y también Patience.
Minnie despidió a Vane con un gesto de la mano.
—No necesito a nadie más que a Timms. Vosotros dos podéis volver al salón.
Patience intercambió una mirada fugaz con Vane y después miró a Minnie.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Marchaos ya.
Y se marcharon, pero no de vuelta al salón. Ya era tarde, y ninguno de los dos sentía deseos de fútil cháchara.
Sin embargo, sí que sentían deseo. Un deseo que fluía sin descanso por sus cuerpos, entre ellos, que caía sobre ellos como si de una red hechicera se tratara. Mientras caminaba al lado de Patience, acompañándola, por acuerdo tácito, a su dormitorio, Vane aceptó que hacer frente a aquel deseo, a lo que ahora bullía entre ambos, recaería sobre él, sería su responsabilidad.
Patience, a pesar de su propensión a tomar las riendas, era una inocente.
Se recordó a sí mismo aquel hecho cuando se detuvieron frente a la puerta del dormitorio. Ella lo miró, y Vane reiteró para sus adentros la conclusión a la que había llegado tras la debacle de la despensa. Hasta que dijera las palabras que la sociedad dictaba que debía decir, ambos no debían verse a solas excepto en el más formal de los entornos.
Y ello no incluía estar delante de la puerta del dormitorio de ella justo al empezar la noche, y dentro de aquel dormitorio, que era donde deseaba estar su parte más primitiva, resultaba menos adecuado todavía.
Apretó la mandíbula y se recordó aquello a sí mismo.
Patience escrutó sus ojos, su cara. Entonces, despacio pero sin dudar, alzó una mano hasta la mejilla de él y la deslizó lentamente hacia el mentón. Su mirada se posó en sus labios.
Ajenos a su voluntad, los ojos de Vane se fijaron en los labios de Patience, en aquellas curvas teñidas de rosa que ya conocía tan bien. Tenía su forma grabada en el cerebro, su sabor impreso en los sentidos.
Patience cerró despacio los ojos y se puso de puntillas.
Vane no habría podido rechazar el beso… no habría podido eludirlo ni aunque su vida hubiera dependido de ello.
Los labios de ambos se tocaron, pero sin el calor abrasador, sin el impulso irresistible que continuaba creciendo en sus almas. Y ambos lo reprimieron, lo rechazaron, contentos, por un instante suspendido en el tiempo, simplemente con tocar y ser tocados. Con dejar correr la belleza de aquel frágil momento, con dejar que la magia de aquella percepción más agudizada los envolviera por entero.
Y los dejó temblando. Anhelantes. Curiosamente jadeantes, como si llevaran varias horas corriendo; curiosamente débiles, como si llevaran demasiado tiempo luchando y casi hubieran perdido la batalla.
Para Vane fue un esfuerzo abrir los ojos. Entonces observó cómo Patience, aún más despacio, abría los suyos.
Sus miradas se encontraron. Sobraron las palabras. Sus ojos decían todo lo que necesitaban decir. Tras leer aquel mensaje, Vane se obligó a sí mismo a despegarse del marco de la puerta en el que se había apoyado en algún momento. Sin contemplaciones, volvió a colocarse la máscara de impasibilidad y dijo alzando una ceja:
—¿Mañana? —Necesitaba ver a Patience en un entorno adecuadamente formal.
Patience hizo una ligera mueca.
—Eso dependerá de Minnie.
Vane torció los labios, pero asintió. Y se forzó a sí mismo a dar un paso atrás.
—Te veré en el desayuno.
Y acto seguido giró sobre sus talones y echó a andar por el corredor. Patience se quedó junto a la puerta y contempló cómo se marchaba.
Quince minutos más tarde, con un chal de lana sobre los hombros, Patience se acurrucó en el viejo sillón de orejas junto al fuego y se puso a contemplar fijamente las llamas. Al cabo de un momento, levantó los pies para meterlos bajo el borde de su camisón y, apoyando un codo en el brazo del sillón, hundió la barbilla en la palma de la mano.
Entonces apareció Myst, la cual, después de estudiar todas las alternativas, dio un salto y se apropió del regazo de Patience. Ella, con expresión ausente, la acarició con la mirada fija en el fuego, pasando los dedos por el pelaje gris de las orejas y el lomo de la gata.
Por espacio de largos minutos, los únicos sonidos que se oyeron en la habitación fueron el suave crepitar de las llamas y el ronroneo de satisfacción de Myst. Ninguna otra cosa distrajo a Patience de sus pensamientos, de darse cuenta de que no podía escapar.
Tenía veintiséis años. Podría haberse quedado a vivir en Derbyshire, pero aquel lugar no era precisamente un convento. Había conocido a numerosos caballeros, muchos de ellos de estilo muy parecido a Vane Cynster. Muchos de aquellos caballeros se hicieron algunas ilusiones respecto de ella; en cambio, Patience nunca pensó en ellos. Nunca había pasado horas, ni minutos, pensando en ningún caballero en particular. No había habido ninguno que hubiera logrado despertar su interés.
Sin embargo, Vane acaparaba su atención a todas horas. Cuando los dos se hallaban en la misma habitación, él mandaba en su consciencia, se apoderaba de sus sentidos sin esfuerzo. Incluso cuando estaban separados, él seguía siendo el centro de una parte de su mente. Le resultaba fácil evocar su rostro, pues aparecía constantemente en sus sueños.
Dejó escapar un suspiro y contempló fijamente las llamas.
No era producto de su imaginación, no se estaba imaginando que su reacción fuera diferente, especial, que Vane tuviera poder sobre sus emociones en un nivel más profundo. Aquello no eran imaginaciones, eran hechos. Y no merecía la pena negar los hechos, aquel rasgo era ajeno a su carácter. No merecía la pena fingir, evitar pensar en lo que habría ocurrido si Vane no hubiera sido tan honorable y le hubiera pedido, de palabra o de obra, que le dejara entrar en su habitación aquella noche.
Ella lo habría recibido de buena gana, sin aspavientos ni vacilaciones. Tal vez se hubiera puesto un poco nerviosa, pero eso debido a la excitación, a la emoción por lo que le esperaba, no a la incertidumbre.
Habiéndose criado en el campo, tenía pleno conocimiento del mecanismo del apareamiento, no era una ignorante en aquel terreno. Pero lo que la sorprendía, lo que la desconcertaba, lo que encendía su curiosidad, eran los sentimientos que, en este caso, con Vane, asociaba con el acto en sí. ¿O era el acto lo que se había asociado con los sentimientos?
Fuera lo que fuera, había sido seducida totalmente, de la cabeza a los pies, de manera irrevocable, no por Vane, sino por el deseo de tener a Vane. Sabía en su corazón, en lo más hondo de su alma, que la diferencia estaba muy clara.
Aquel deseo tenía que ser lo que había experimentado su madre, lo que la había llevado a aceptar a Reginald Debbington como esposo y lo que la había atrapado en una unión sin amor durante toda su vida. Tenía todos los motivos para desconfiar de aquella emoción, evitarla, rechazarla. Pero no podía. Sabía, sin lugar a dudas, que aquel sentimiento era demasiado fuerte, demasiado profundo para librarse de él.
Pero dicho sentimiento, en sí mismo, no le causaba dolor ni tristeza; en realidad, si hubiera podido elegir, incluso ahora admitiría que prefería vivir aquella experiencia, aquella emoción, antes que pasarse el resto de su vida en la ignorancia. Dentro de aquel perverso sentimiento había fuerza, dicha, emoción sin límites…, todas las cosas que ella ansiaba. Ya era una adicta, ya no pensaba dejarlo. Después de todo, no había ninguna necesidad.
Nunca había pensado de veras en el matrimonio; ahora podía afrontar el hecho de que en realidad lo había estado evitando, había buscado una excusa tras otra para aplazar el momento de siquiera pensar en ello. Era el matrimonio, la trampa, lo que había hecho infeliz a su madre. El simple hecho de amar, aunque ese amor no fuera correspondido, sería dulce… agridulce tal vez, pero la experiencia no era algo que ella fuera a rechazar.
Vane la deseaba, en ningún momento había intentado disimular el efecto que ejercía sobre él, nunca había intentado ocultar el potente deseo que refulgía en sus ojos como carbones encendidos. La idea de saber que ella lo excitaba era como una garra que le oprimiera el corazón, una faceta de algún sueño profundo, todavía por desentrañar.
Vane le había pedido verla al día siguiente… Aquello estaba en mano de los dioses, pero cuando llegase el momento, sabía que no se arredraría. Iría al encuentro de Vane, de su pasión, de su deseo, y al saciarlo y satisfacerlo se saciaría y satisfaría a sí misma. Ahora estaba segura de que aquello era lo que podía suceder, lo que ella deseaba que sucediera.
La relación entre ambos duraría todo el tiempo que durase; aunque ella sin duda se entristecería cuando terminara, no pensaba dejarse atrapar como su madre en una vida desgraciada para siempre.
Sonrió con irónica tristeza y acarició la cabeza de Myst.
—Es posible que me desee, pero sigue siendo un caballero elegante. —Ojalá no lo hubiese sido, pero lo era—. El amor no es una de las cosas que él puede dar, y yo jamás, óyeme bien, jamás me casaré sin amor.
Aquello era lo malo del asunto, aquella era su verdadera condena.
Y no tenía intención de luchar contra ella.