PELIGRO.
Ese tendría que haber sido su segundo nombre. Debería haberlo llevado tatuado en la frente.
—Si hubiera avisado, al menos habría sido más justo. —Patience aguardó la reacción de Myst; al final la gata parpadeó—. ¡Vaya!
Patience cortó otra rama de color otoñal, se agachó y metió la rama en la cesta que tenía en el suelo.
Habían pasado tres días desde que escapara del diván; aquella mañana había renunciado a valerse del bastón de sir Humphrey. Su primera excursión había sido un paseo sin rumbo por el viejo jardín cercado. En compañía de Vane.
En retrospectiva, una salida de lo más peculiar, pues la había dejado en un estado peculiar, en efecto. Habían estado solos. Sintió acrecentarse la emoción, pero se vio frustrada por el propio Vane y por el lugar en que se encontraban. Por desgracia, en los días siguientes no hubo más momentos de intimidad.
Y aquello la había dejado de no muy buen humor, como si sus emociones, despertadas por aquel único momento de intensidad, insatisfecho, pasado en el jardín, continuaran bullendo con la misma pasión, aún no apaciguadas.
Sentía la rodilla débil, pero ya no le dolía. Podía caminar sin trabas, pero no un gran trecho.
Lo más lejos que había llegado era hasta la zona de los arbustos, para recoger un ramo de hojas de color vivo para la sala de música.
Levantó la cesta ya repleta y se la apoyó en la cadera. Hizo un gesto a Myst para que echara a andar y emprendió el regreso por el sendero cubierto de hierba que conducía a la casa.
La vida en Bellamy Hall, temporalmente alterada por la llegada de Vane y el accidente sufrido por ella, regresaba poco a poco a su antigua rutina. Lo único que perturbaba el tranquilo discurrir de las inocuas actividades de la familia era la presencia constante de Vane. Estaba en alguna parte, pero ella no sabía dónde.
Al salir de entre la vegetación escudriñó los prados que se extendían hasta las ruinas. Vio al general que regresaba del río a paso rápido y balanceando su bastón. En las propias ruinas se encontraba Gerrard, sentado sobre una piedra y con el caballete frente a sí. Patience escrutó las piedras y las arcadas cercanas, y de nuevo recorrió con la vista las ruinas y los prados.
Y entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Se encaminó hacia la puerta lateral. Edgar y Whitticombe estarían enterrados en la biblioteca, pues ni siquiera la luz del sol los hacía salir. La musa de Edmond se había vuelto exigente: apenas se presentaba a comer, e incluso durante las comidas parecía absorto en abstracciones. Henry, por supuesto, estaba tan ocioso como siempre; sin embargo había desarrollado un gusto especial por el billar y con frecuencia se le podía ver practicando.
Patience abrió la puerta lateral y esperó a que Myst se colara al interior. Luego entró y cerró la puerta. Myst la precedió por el pasillo. Mientras recolocaba el contenido de la cesta, oyó voces provenientes de la salita de atrás: un gemido de Angela, seguido por la paciente réplica de la señora Chadwick.
Hizo una mueca y siguió su camino. Angela era de ciudad, no estaba acostumbrada al campo, con sus tranquilos pasatiempos y el lento paso de las estaciones, y la llegada de Vane la había transformado en una típica damisela de ojos brillantes. Por desgracia, ya se había cansado de aquella imagen y había vuelto a adoptar sus aires cansinos de siempre.
En cuanto al resto de la casa, Edith continuaba con sus labores de costura, y Alice estaba tan silenciosa últimamente que uno casi habría podido olvidarse de que existía.
Desde el vestíbulo principal, Patience se internó en un estrecho pasillo que la llevó hasta el vestíbulo del jardín. Dejó la cesta sobre una mesilla auxiliar y escogió un jarrón grande. Mientras colocaba las ramas pensó en Minnie y en Timms. Ahora que Vane se encontraba en la casa, Timms estaba más alegre, más relajada, y lo mismo podía decirse de Minnie; estaba claro que dormía mejor, pues sus ojos habían recuperado el brillo y ya no tenía las mejillas hundidas por la preocupación.
Patience, ceñuda, se concentró en arreglar el ramo.
También Gerrard estaba más relajado. Las acusaciones e insinuaciones que lo rodeaban se habían desvanecido sin dejar rastro, se habían disipado como la neblina. Igual que el Espectro.
Aquello también era obra de Vane. Otro beneficio que les había aportado su presencia. Nadie había vuelto a ver al Espectro.
En cambio, el ladrón continuaba actuando; su último trofeo era de lo más extravagante: el acerico de Edith Swithins. Una almohadilla adornada de cuentas y forrada de satén rosa que medía unos diez centímetros, con un retrato bordado de Su Majestad Jorge III, difícilmente podía considerarse un objeto de valor. Aquella última desaparición los había dejado perplejos a todos. Vane sacudió la cabeza en un gesto negativo y expresó la opinión de que dentro de la casa debía de vivir un ave rapaz.
—Una carroñera, más bien. —Patience miró a Myst—. ¿Tú has visto alguna? —Cómodamente sentada, Myst la miró a los ojos y bostezó. Sin ninguna delicadeza. Sus colmillos resultaban bastante impresionantes—. Tampoco la ha visto —dedujo Patience.
A pesar de haber investigado en todas las tabernas y «antros» que había a la redonda, Vane, ayudado con entusiasmo por Gerrard, no había dado con ninguna pista que sugiriera que el ladrón estaba vendiendo los objetos robados. Todo seguía siendo un misterio.
Patience dejó la cesta y tomó el jarrón. Myst saltó desde la mesa y, cola en alto, abrió la marcha. En su camino hacia la sala de música, Patience iba pensando que, con la excepción de la presencia de Vane y de las excentricidades del ladrón, los huéspedes de la casa efectivamente se habían sumido de nuevo en su inmutable existencia anterior.
Antes de que llegara Vane, la sala de música era un refugio para ella, ya que ninguno de los otros tenía inclinaciones musicales. Ella siempre había tocado casi a diario, durante toda su vida. Siempre le había resultado calmante pasar una hora con el pianoforte o, como aquí, con el clavicordio; aliviaba aquella carga que pesaba sobre ella.
Llevó el jarrón hasta la sala y lo depositó sobre la mesa central. Luego se volvió a cerrar la puerta y recorrió con la mirada sus dominios antes de asentir con un gesto.
—Vuelta a la normalidad.
Myst se estaba poniendo cómoda en una silla. Patience se encaminó hacia el clavicordio.
Últimamente no sabía qué tocar, sino que dejaba simplemente que sus dedos recorrieran el teclado sin rumbo fijo. Conocía tantas piezas, que se limitó a dejar que su mente escogiera una sin marcarla de manera consciente.
Cinco minutos de música precipitada e inconexa, de ir pasando de una pieza a otra en busca de su estado de ánimo, bastaron para revelar la verdad: que no todo había vuelto a la normalidad.
Apoyó las manos sobre las rodillas y miró ceñuda el teclado. Las cosas volvían a ser lo que eran antes de que llegase Vane. Los únicos cambios habidos eran para bien, no había necesidad de preocuparse, todavía menos necesidad que antes. Todo discurría con normalidad. Ella tenía su serie habitual de cosas que hacer y que aportaban orden a su vida… y que antes le resultaban satisfactorias.
Pero, lejos de volcarse de nuevo en aquella rutina tranquilizadora, se sentía… inquieta. Insatisfecha.
Volvió a colocar las manos sobre las teclas. Pero no salió música alguna. En lugar de eso, su mente, totalmente contra su voluntad, evocó la fuente de su insatisfacción: un caballero elegante. Patience se miró los dedos apoyados sobre las teclas de marfil; estaba intentando engañarse a sí misma, sin lograrlo.
Su estado de ánimo era de inquietud, su genio más todavía; en cuanto a sus sentimientos, parecía que hubieran adoptado como residencia un tiovivo. No sabía lo que sentía. Para alguien acostumbrado a llevar las riendas de su vida, de dirigirla, la situación era más que irritante.
Patience entornó los ojos. De hecho, su situación resultaba insoportable, lo cual significaba que ya era hora de que hiciera algo al respecto. La causa de aquel estado era obvia: Vane, sólo él. Nadie más estaba implicado de manera periférica. Era su interacción con él lo que le estaba causando todos sus problemas.
Pero podía evitarlo.
Reflexionó sobre aquella posibilidad largo y tendido… y terminó descartándola basándose en que no podía hacer aquello sin ponerse a si misma en una situación violenta e insultar a Minnie. Y también podía suceder que Vane no se resignase a que lo evitara.
Y tal vez ella no fuera lo bastante fuerte para evitarlo. Negó con la cabeza, ceñuda.
No es buena idea.
Sus recuerdos volaron hasta el último momento que habían pasado los dos solos, en el jardín, tres días atrás. Frunció más el ceño. ¿A qué estaba jugando Vane? Entendió por qué le dijo «aquí no»; el jardín vallado se veía desde la casa. Pero no entendió qué había querido decir con lo de «aún no».
—Eso —informó a Myst— sugiere un «más tarde», un «ya lo haremos». —Patience apretó los dientes—. Lo que yo quiero saber es cuándo.
Tal vez fuera un deseo escandaloso, inadmisible, pero…
—Tengo veintiséis años. —Patience contempló a Myst como si esta le hubiese replicado algo—. Tengo derecho a saber esas cosas. —Al ver que la gata respondía mirándola sin pestañear, prosiguió—: No es que tenga la intención de perder totalmente la cabeza. No es probable que me olvide de quién soy, ni mucho menos de quien y qué es Vane. Y él tampoco. Seguro que no corremos ningún riesgo en absoluto.
Myst metió el hocico entre las patas.
Patience volvió a mirar ceñuda el teclado.
—No me seducirá estando bajo el techo de Minnie.
De aquello estaba segura. Lo cual planteaba una pregunta de lo más pertinente. ¿Qué quería Vane, qué esperaba ganar? ¿Cuál era su propósito en todo aquello, si es que tenía alguno?
Preguntas todas ellas para las que no tenía respuestas. Si bien, durante los últimos días, Vane no se había organizado para tener un momento a solas con ella, Patience era siempre consciente de su mirada, de su presencia, de su actitud vigilante.
—¿Será esto el coqueteo? ¿O alguna parte del mismo?
Más preguntas todavía, carentes de respuesta.
Apretó la mandíbula y se obligó a sí misma a relajarse. Aspiró profundamente, exhaló el aire y aspiró de nuevo. Acto seguido, apoyó los dedos en las teclas con decisión. No entendía a Vane, aquel caballero elegante que se reservaba algo impredecible y que la confundía a cada poco. Peor aún, si aquello era coquetear, por lo visto procedía a su antojo, todo controlado por él, dejándola a ella enteramente a un lado. Y aquello sí que la disgustaba de verdad.
Se propuso no pensar más en él, de modo que cerró los ojos y dejó que sus dedos fluyeran sobre las teclas.
De la casa salía una música delicada, curiosamente vacilante. Vane la oyó cuando regresaba andando de los establos. Aquellos acordes alegres llegaron hasta él, lo envolvieron, penetraron en su cerebro y se filtraron en sus sentidos.
Era un canto de sirena, sabía con toda exactitud quién estaba cantando.
Hizo un alto en el sendero de grava delante del arco del establo para escuchar el aire. El sonido lo atraía… sentía su llamada igual que si se tratara de algo físico. La música hablaba de… deseo, de inquieta frustración, de rebelión subyacente.
Pero el crujido de la grava bajo sus botas lo hizo volver en sí. Frunció el ceño y se detuvo otra vez. La sala de música se encontraba en la planta baja, frente a las ruinas; sus ventanales daban a la terraza. Tenía que estar abierta por lo menos una ventana, de lo contrario no se oiría con tanta nitidez la música.
Pasó un buen rato contemplando la casa sin verla. La música se fue haciendo más elocuente, pretendía hechizarlo, lo atraía con insistencia. Resistió un minuto más, y después se sacudió toda vacilación; se armó de valor y se encaminó con decisión hacia la terraza.
Cuando se apagaron las últimas notas, Patience dejó escapar un suspiro y levantó los dedos del teclado. Había recobrado una cierta calma, la música la había aliviado de parte de su inquietud, como un bálsamo para su alma. Una catarsis.
Se levantó, ya más serena, y más segura que cuando se sentó. Echó la banqueta hacia atrás y se volvió.
Se volvió hacia las ventanas. Hacia el hombre que se hallaba de pie junto a las puertas abiertas. Su expresión era dura, indescifrable.
—Tenía entendido —dijo muy despacio, con los ojos fijos en los de él— que tal vez estaba pensando en marcharse.
El desafío no podía estar más claro.
—No. —Vane contestó sin pensarlo, no hacía falta pensar nada—. Aparte de desenmascarar al Espectro y descubrir al ladrón, todavía hay una cosa que deseo y que no he conseguido.
Contenida, autoritaria, Patience alzó la barbilla un centímetro más. Vane la contempló, con el eco de sus propias palabras todavía en la cabeza. En el momento de dar forma a la frase no apreció con exactitud qué era lo que deseaba. Ahora sí. Esta vez, su objetivo era distinto de los trofeos que solía perseguir. Esta vez deseaba mucho más.
La deseaba a ella, toda ella. No sólo su persona física, sino también su devoción, su amor, su corazón, todo lo esencial de ella, lo tangible e intangible de su ser, de su yo. Lo quería todo, y no iba a quedar satisfecho con menos.
Además, sabía por qué la quería, por qué ella era diferente, pero no deseaba pensar en ello.
Patience era suya. Lo había sabido desde el instante en que la tuvo en sus brazos, aquella primera noche en que la tormenta se cernía sobre ellos.
Patience era la pieza que encajaba, y él lo supo de forma instintiva, de inmediato, en lo más profundo de su ser. No tenía el nombre que tenía por mero accidente; poseía un don especial para reconocer lo que flotaba en el viento. Cazador por instinto, reaccionaba a los cambios en el estado de ánimo, en el ambiente, sacando ventaja de cualquier corriente que fluyera sin recurrir al pensamiento consciente.
Desde el principio supo lo que flotaba en el aire, desde el instante mismo en que tuvo a Patience Debbington en sus brazos.
Y ahora la tenía frente a sí, lanzándole desafíos con el centellear de sus ojos.
Se veía a las claras que estaba cansada del presente vacío de actividad, pero no era tan obvio que estuviera pensando en sustituirlo. Las únicas mujeres virtuosas y de voluntad fuerte con las que se había relacionado eran parientes suyas; nunca había coqueteado con mujeres así. No tenía la menor idea de lo que estaba pensando Patience, de cuánto había aceptado. Sujetó con mano firme las riendas de sus propias necesidades y dio deliberadamente el primer paso para averiguarlo.
Con pasos lentos y calculados, se aproximó a Patience.
Ella no pronunció palabra. En cambio, con la mirada fija en la de él, levantó una mano, un dedo, y, muy despacio, dándole tiempo de sobra para reaccionar, para detenerla si quería, lo acercó hasta sus labios.
Vane no se movió.
Aquel primer contacto inseguro le provocó un torbellino interior, y refrenó con más fuerza aún sus pasiones. Ella percibió aquella turbulencia momentánea; abrió más los ojos y contuvo la respiración. Entonces Vane se quedó quieto y ella se relajó y continuó con el recorrido de su dedo.
Parecía fascinada por los labios. Su mirada se posó en ellos. Cuando el dedo pasó sobre el labio inferior y regresó hacia una de las comisuras, Vane movió la cabeza justo lo necesario para depositar un beso en la yema del dedo.
Entonces Patience lo miró de nuevo a los ojos. Envalentonada, indagó más allá y llevó los dedos hacia la mejilla de Vane.
Vane le devolvió la caricia alzando lentamente una mano para pasar el dorso de los dedos a lo largo de la suave curva del mentón de ella y luego deslizándolos de nuevo hacia abajo hasta que su palma se curvó sobre la barbilla de Patience. Los dedos se volvieron más decididos; moviéndose al ritmo lento y pausado que sólo los dos podían oír, Vane le levantó el rostro.
Las miradas de ambos se encontraron. Entonces él cerró los párpados, sabiendo que ella haría lo mismo, y, al compás de aquel latido lento, posó los labios sobre la boca de Patience.
Ella dudó un instante, y luego le devolvió el beso. Vane aguardó un latido más del corazón para exigir su boca, la cual ella le rindió al momento. Entonces hizo avanzar un poco más sus dedos, por debajo del sedoso bucle de cabello de la nuca, y alzó la otra mano para tomarle la barbilla.
Patience dejó el rostro inmóvil y despacio, sistemáticamente, moviéndose según el ritmo irresistible que los arrastraba a ambos, le entregó la boca.
Aquel beso fue una revelación; Patience no había imaginado nunca que un simple beso pudiera ser tan osado, estar tan cargado de significado. Los labios duros de Vane se movían sobre los suyos separándolos cada vez más, manejándola con seguridad, enseñándole sin misericordia todo lo que ella estaba deseosa de aprender.
Su lengua le invadió la boca con la arrogancia de un conquistador que reclama el botín de guerra. Visitó sin prisas hasta el último rincón de sus dominios, reclamando cada milímetro, marcándolo como suyo, conociéndolo. Acto seguido, tras aquella inspección prolongada y concienzuda, comenzó a tomar muestras de ella de un modo diferente, con movimientos lentos y lánguidos que fueron seduciendo sus sentidos.
Patience había capitulado, pero su pasiva rendición no satisfacía a ninguno de los dos. Se vio abocada a aquel juego: el roce de los labios de Vane contra los suyos, el movimiento sensual de una lengua contra la otra. Estaba más que dispuesta; la impulsaba la promesa que contenía aquel calor cada vez más intenso que había surgido entre ambos, y todavía más la tensión —emoción y algo más— que se hinchaba como una marea lenta detrás de aquella sensación.
El beso se fue alargando y el tiempo se detuvo; el efecto narcotizante de las respiraciones mezcladas de ambos empezó a sumir su mente en un torbellino.
Entonces Vane interrumpió el beso echándose atrás y permitió que Patience recuperase el aliento. Pero no se incorporó; sus labios, duros e implacables, permanecieron a escasos centímetros de los de ella.
Patience, consciente tan sólo del deseo compulsivo que la arrastraba, del pulso firme que sentía en las venas, se estiró y lo besó en los labios. Él aceptó su boca, brevemente, y al momento volvió a romper el contacto.
Patience tomó aire a toda prisa y, estirándose de nuevo, buscó otra vez sus labios. Pero no tenía por qué preocuparse, él no iba a marcharse a ninguna parte. Vane apretó los dedos sobre su mandíbula y sus labios regresaron con más fuerza, más exigentes, ladeando la cabeza sobre la de ella.
El beso se hizo más profundo. Patience no había soñado que pudiera haber algo más, pero lo había. Sintió una oleada de calor y deseo. Percibió cada caricia, cada movimiento audaz y confiado, y se deleitó en aquel intenso placer, bebió de él, lo devolvió a su vez… y deseó más.
La siguiente vez que se separaron las bocas de ambos, los dos tenían la respiración acelerada. Patience abrió los ojos y se topó con la mirada atenta de Vane; en ella se leía una sutil invitación, junto con un reto más sutil aún.
Contempló aquella mirada y pensó cuánto más podía enseñarle Vane.
Se detuvo unos instantes. Luego se acercó un poco más y deslizó una mano, y después la otra, sobre los anchos hombros de él. Su corpiño le rozó la chaqueta, y se acercó más aún. Sosteniendo con coraje su mirada, apretó las caderas contra sus muslos.
El férreo control de Vane se hizo palpable, como el súbito cerrarse de un puño. Aquella reacción le infundió fuerzas a Patience, le permitió continuar sosteniendo su mirada gris, el desafío que había en sus ojos. Vane le había retirado las manos de la cara; las apoyó brevemente sobre sus hombros sin dejar de sostenerle la mirada y a continuación siguió bajando, por la espalda, por las caderas, y la estrechó con fuerza contra sí.
Patience contuvo la respiración y cerró los ojos. Privada del habla, levantó el rostro y ofreció sus labios.
Él los aceptó, la aceptó a ella. Cuando se fundieron las bocas de ambos, Patience sintió las manos de Vane más abajo todavía, trazando deliberadamente los maduros hemisferios de sus glúteos. Vane se llenó las manos de ella y comenzó a masajear… Patience experimentó un intenso calor que le abrasaba la piel. Vane la amoldó a él, atrayéndola cada vez más hacia el hueco de sus muslos.
Ella notó la evidencia de su deseo, sintió aquella realidad dura y palpitante contra su blando vientre. Vane la mantuvo así durante unos instantes de dolorosa intensidad, con los sentidos plenamente despiertos, plenamente conscientes, y a continuación volvió a atacar despacio con la lengua, hundiéndose a fondo en la suavidad de su boca.
Patience hubiera lanzado una exclamación, pero no pudo. Aquella sugerente caricia, la posesión sin prisas de Vane en su boca, le provocaba continuas oleadas de calor que formaban remanso en sus ingles. Conforme el beso la iba llevando cada vez más lejos y más hondo, se fue apoderando de ella una sensación de languidez que le atenazaba los miembros y le ralentizaba los sentidos.
Pero no los silenciaba.
Tenía dolorosa conciencia de todo. Conciencia del cuerpo duro que la rodeaba, de los músculos duros como el acero que la aprisionaban; de sus pezones, duros y enhiestos, apretados contra la pared del pecho de Vane; de la blandura de sus muslos en íntimo contacto contra él; de la pasión arrolladora e inexorable que él mantenía a raya sin piedad.
Aquello último era una tentación, pero tan potente y peligrosa que ni siquiera se atrevió a sondearla.
Aún no. Había otras cosas que todavía tenía que aprender.
Como la sensación de la mano de Vane en su seno, diferente ahora que la estaba besando tan hondo, ahora que estaba en tan estrecho contacto con él.
Su pecho se ensanchó, cálido y tenso cuando Vane cerró los dedos sobre él; el pezón era ya un botón erecto, tremendamente sensible a la mano experta de Vane.
El beso continuó todavía, anclándola a los latidos de su propio corazón, al repetitivo flujo y reflujo de un ritmo que la tenía al borde mismo de la conciencia. Era una pauta que subía y bajaba, pero que seguía estando allí, en un crescendo de deseo de combustión lenta, dirigido, orquestado, de manera que ella nunca perdiera el contacto, nunca se viera abrumada por las sensaciones.
Vane le estaba enseñando.
Patience no habría sabido decir en qué momento se dio cuenta de ello, pero lo aceptó como algo cierto cuando sonó el gong para el almuerzo, distante.
Hizo caso omiso de él, y Vane también. Al principio. Luego, con obvia desgana, se apartó y puso fin al beso.
—Si nos saltamos el almuerzo, se darán cuenta —murmuró contra los labios de Patience… antes de volver a besarla.
—Mmm —fue todo lo que pudo decir ella.
Tres minutos más tarde, Vane levantó la cabeza y miró a Patience. Ella estudió sus ojos, no su cara, pues en aquellas facciones duras y angulosas no había el menor rastro de disculpa, de triunfo, ni siquiera de satisfacción. El sentimiento que dominaba era el deseo, tanto en él como en ella.
Lo percibió en lo más profundo de sí, como un impulso primitivo que había cobrado vida por culpa de aquel beso pero que aún no estaba satisfecho. El deseo de él se manifestaba en la tensión que lo atenazaba, en el control que en ningún momento había dejado de ejercer.
Entonces Vane torció los labios en un gesto irónico y dijo:
—Tenemos que ir. —Y soltó a Patience de mala gana.
Con la misma mala gana, Patience retrocedió, lamentando al momento perder el calor que le proporcionaba Vane y la sensación de intimidad que habían compartido durante aquellos últimos instantes.
Descubrió que no había nada que quisiera decir. Vane le ofreció el brazo y ella lo aceptó, y le permitió que la condujera hacia la puerta.