Capítulo 1

Octubre de 1819 Northamptonshire

—SE ve que quieres avanzar deprisa. Da la impresión de que te persiguiera el mismo diablo.

—¿Qué? —Sacado bruscamente de su inquieto estado de contemplación, Vane Cynster levantó la vista de las orejas de su montura y miró a su alrededor para fijarse por fin en Duggan, el mozo de caballos… y también en la masa de nubes bajas y amenazadoras que se cernía sobre ellos desde atrás—. ¡Maldición! —Vane miró al frente y sacudió las riendas; el par de caballos que tiraba del carruaje saltó hacia delante con fuerza. Volvió a mirar a su espalda y dijo—: ¿Crees que podremos dejarla atrás?

Estudiando los nubarrones, Duggan negó con la cabeza.

—Abarca más de cuatro kilómetros, seis tal vez. No nos da tiempo a regresar a Kettering, ni tampoco de llegar a Northampton.

Vane soltó un juramento. No le hacía ninguna gracia la idea de terminar empapado. Sintió el aguijón de la desesperación; con los ojos fijos en el camino que los caballos recorrían a toda velocidad, buscó alguna alternativa, alguna vía de escape.

Apenas unos minutos antes, pensaba en Diablo, el duque de St. Ives, su primo, compañero de infancia e íntimo amigo… y en la esposa que le había deparado el destino, Honoria, ahora duquesa de St. Ives. Esta era quien había ordenado que él, Vane, y los otros cuatro miembros aún solteros de la Quinta de los Cynster no sólo financiaran, sino que asistieran además al servicio religioso, y dedicado al arreglo del tejado y de la iglesia del pueblo de Somersham, vecino a la casa ducal. Cierto que la procedencia del dinero que ella había decretado que aportaran era infame, puesto que se trataba de las ganancias de una apuesta que ni ella ni sus respectivas madres habrían aprobado. El antiguo dicho de que las únicas mujeres de las que debían cuidarse los varones Cynster eran las esposas Cynster seguía teniendo la misma validez para la generación actual que para las anteriores. La razón por la que sucedía esto no era algo en lo que a un varón Cynster le gustara mucho ahondar.

Y aquella era precisamente la razón por la que Vane sentía una necesidad tan imperiosa de salir de la trayectoria de la tormenta. El destino, disfrazado de aguacero, había dispuesto que se conocieran Honoria y Diablo y en circunstancias que prácticamente garantizaron su posterior casamiento. Y Vane no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios.

—Bellamy Hall. —Se aferró a la idea como un hombre a punto de ahogarse—. Minnie nos dará cobijo.

—Buena idea —dijo Duggan más esperanzado—. El desvío no queda lejos.

Estaba a la vuelta del siguiente recodo. Vane tomó la curva a toda velocidad y, a continuación, dejó escapar un juramento y aminoró el paso de los caballos. El estrecho camino no estaba tan bien pavimentado como la carretera que acababan de dejar. Demasiado encariñado con sus resistentes caballos para arriesgarse a hacerles daño, se concentró en guiarlos lo más deprisa que se atrevía, consciente de la oscuridad creciente de aquel temprano y antinatural crepúsculo, y del cada vez más intenso aullido del viento.

Había salido de Somersham Place, la residencia habitual de Diablo, poco después de almorzar, tras haber pasado la mañana en la iglesia asistiendo al servicio religioso que él y sus primos habían sufragado. Con la intención de ir a ver a unos amigos cerca de Leamington, había dejado que Diablo disfrutara de la compañía de su esposa y su hijo y partido rumbo al oeste. Esperaba llegar sin contratiempos a Northampton y a la comodidad del Ángel Azul; en cambio, gracias al destino, iba a pasar la noche con Minnie y los inquilinos de esta.

Al menos estaría a salvo.

A través de los arbustos que tenía a su izquierda, Vane vislumbró a lo lejos una extensión de agua, de un gris plomizo bajo el cielo cada vez más oscuro.

Era el río Nene, lo cual indicaba que Bellamy Hall, que se alzaba sobre un promontorio alargado y en pendiente que daba al río, quedaba cerca.

Habían transcurrido años desde su última visita a aquel lugar, no recordaba cuántos, pero no le cabía duda de que sería bienvenido. Araminta, lady Bellamy, excéntrica viuda de un hombre acaudalado, era su madrina. Como Dios no le había dado hijos, Minnie nunca le había tratado como un niño y, con el paso de los años, se había convertido en una buena amiga. Una amiga a veces demasiado sagaz y desinhibida, pero amiga de todos modos.

Hija de un vizconde, Minnie ocupaba un lugar por derecho propio en el mundillo social. Después de fallecer su marido, sir Humphrey Bellamy, dejó de asistir a los actos sociales; prefería quedarse en Bellamy Hall, donde reinaba sobre una corte variopinta de parientes míseros y dignas causas benéficas.

En cierta ocasión, cuando Vane le preguntó por qué se había rodeado de semejantes parásitos, Minnie le respondió que, a su edad, su principal fuente de entretenimiento era la naturaleza humana. Sir Humphrey le había dejado bienes suficientes para soportar la insensatez, y Bellamy Hall, descomunal, de proporciones grotescas, era lo bastante grande para cobijar a su extraña tropa.

Para conservar la cordura, ella y su compañera, la señora Timms, se daban ocasionalmente el capricho de escapar a la capital y dejar a los demás en Northamptonshire. Vane siempre iba a verla cuando se encontraba en la ciudad.

De entre los árboles que tenían delante emergieron de pronto unas torretas góticas y, a continuación, aparecieron los muretes de ladrillo de la entrada, cuyas verjas de hierro se hallaban entreabiertas. Con una sonrisa de triste satisfacción, Vane condujo los caballos hacia allí; habían vencido a la tormenta, el destino no lo había pillado desprevenido. Puso los caballos al trote por el recto camino de entrada flanqueado a un lado y a otro por arbustos enormes que se estremecían con el viento; árboles centenarios cubrían con sus agitadas sombras la grava del suelo.

Oscura y sombría, con su multitud de ventanas, apagadas en la oscuridad que iba invadiéndolo todo, como ojos de mirada fría que los observaran, Bellamy Hall llenó el espacio al final de aquel camino semejante a un túnel. Se trataba de una gigantesca monstruosidad gótica, con incontables elementos arquitectónicos añadidos por todas partes, embellecidos recientemente con un derroche georgiano.

Tendría que haber causado una impresión horrenda y, sin embargo, en medio de aquel parque invadido por la vegetación y con el patio circular que tenía delante, Bellamy Hall conseguía escapar de la absoluta fealdad.

Era, pensó Vane mientras rodeaba el patio y se encaminaba hacia los establos, una morada adecuadamente esotérica para una vieja excéntrica y su extraña familia.

Rodeó la casa y no vio ningún signo de vida. En cambio, en los establos había actividad, mozos de cuadra que se apresuraban a acomodar los caballos y prepararlos para la tormenta. Vane dejó que Duggan y el mozo de cuadra de Minnie, Grisham, se ocuparan de los animales y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa tomando el camino que discurría por entre los arbustos. Aunque estaba invadido, era transitable; la senda desembocaba en un tramo de césped descuidado que continuaba y rodeaba la esquina de un ala de la casa. Vane sabía que a la vuelta de dicha esquina se encontraba la puerta lateral, frente a una amplia extensión de césped que contenía un pequeño ejército de piedras enormes, restos de la abadía sobre la cual se había construido parcialmente la mansión. Las ruinas ocupaban un trecho; la mansión había ido creciendo alrededor de la sala de visitas de la abadía, que por otra parte había sido saqueada durante la Disolución.

Al aproximarse a la esquina, se hicieron visibles los bloques de arenisca erosionados por la intemperie, desperdigados en desorden sobre una gruesa alfombra verde. A media distancia, un único arco, que era todo lo que quedaba de la nave de la abadía, se perfilaba contra el oscuro cielo. Vane sonrió; todo estaba exactamente tal como él lo recordaba. En Bellamy Hall no había cambiado nada en veinte años.

Dobló la esquina… y descubrió que se había equivocado.

Se detuvo y parpadeó varias veces. Por espacio de un minuto entero permaneció petrificado, con la mirada fija y la mente totalmente confusa.

Después, con la vista aún fija y el cerebro completamente ocupado por la visión que tenía frente a sí, avanzó lentamente sobre la densa hierba que amortiguaba sus pisadas. Se detuvo delante de un gran ventanal en arco, a dos pasos del parterre de flores semicircular que tenía ante sí, justo detrás de la dama, vestida de fina muselina que el viento hacía flamear, inclinada y rebuscando entré las flores.

—Podrías echarme una mano. —Patience Debbington apartó de Un soplido los rizos que se le enredaban con las pestañas y miró ceñuda a Myst, su gata, que estaba pulcramente sentada entre las hierbas con una expresión enigmática en su rostro inescrutable—. Tiene que estar en alguna parte.

Myst se limitó a parpadear con sus grandes ojos azules. Con un suspiro, Patience se inclinó hacia delante todo lo que se atrevió e introdujo la mano entre los hierbajos y las plantas perennes, doblada por la cintura para buscar en el parterre, y agarrada a los inestables bordes del mismo con la punta de sus zapatos de suela blanda. No era precisamente la postura más elegante que una dama pudiera adoptar, y mucho menos la más estable.

No tenía que preocuparse de que la viera nadie, dado que todo el mundo estaba vistiéndose para la cena, lo cual era exactamente lo que tendría que haber estado haciendo ella, lo que habría estado haciendo si no se hubiera percatado de que el pequeño jarrón de plata que adornaba el alféizar de su ventana había desaparecido.

Como había dejado la ventana abierta, y Myst utilizaba a menudo aquella ruta para entrar y salir, dedujo que la gata debía de haber empujado el jarrón al pasar y este había caído fuera, sobre el alféizar, y había ido a parar al parterre de flores que había debajo.

Descartó el hecho de que nunca había visto a Myst tirar algo de forma involuntaria; era mejor creer que Myst había cometido una torpeza que pensar que su misterioso ladrón atacaba de nuevo.

—No está aquí —llegó a la conclusión Patience—. Por lo menos, yo no lo veo. —Todavía inclinada, miró a la gata—. ¿Lo ves tú?

Myst parpadeó otra vez y miró más allá de Patience. Acto seguido, el lustroso felino de pelaje gris se levantó y abandonó el parterre de flores con paso elegante.

—¡Espera! —Patience se volvió a medias, pero de inmediato se inclinó de nuevo hacia atrás, en un esfuerzo por recuperar su precario equilibrio. Se avecina una tormenta, no es momento de ir a cazar ratones.

Al tiempo que decía esto, consiguió enderezarse, con lo cual quedó mirando hacia la casa, directamente a las ventanas vacías del salón de la planta baja. Con la tormenta que ennegrecía los cielos, los ventanales parecían espejos. Y reflejaron la imagen de un hombre de pie, justo a su espalda.

Patience se volvió con un grito sofocado. Su mirada se encontró con la del hombre: unos ojos duros, de un gris cristalino, pálidos bajo aquella tenue luz.

La miraban con intensidad, fijamente, con una expresión que ella no logró descifrar. Se encontraba a menos de un metro de distancia, era alto, elegante y extrañamente imponente. En el instante en que su cerebro registró aquellos detalles, Patience sintió que los talones se le hundían más y más… en el blando suelo del parterre.

El borde se desmoronó bajo sus pies.

Entonces abrió unos ojos como platos y sus labios dejaron escapar un «Oh» de impotencia. Agitó los brazos al tiempo que comenzaba a caer hacia atrás…

El hombre reaccionó tan deprisa que sus movimientos no fueron sino un borrón: La aferró por los brazos y tiró de ella hacia delante.

Patience aterrizó contra él, sus senos contra su pecho, sus caderas contra sus duros muslos. El impacto la dejó sin aliento, jadeante tanto física como mentalmente. Unas manos duras la colocaron en posición vertical, unos dedos largos y fuertes como grilletes de hierro le rodearon los brazos. El pecho de aquel hombre era un muro de piedra contra sus senos; el resto de su cuerpo, los largos muslos que la sujetaban, parecían tan sólidos como el acero más resistente.

Se sentía impotente. Total, absoluta y completamente impotente.

Patience levantó la vista y se topó con la mirada de halcón del desconocido. Aquellos ojos grises se oscurecieron; su expresión —de intensa concentración— le provocó un peculiar escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

Parpadeó. Su mirada se posó… en los labios del desconocido. Eran grandes y delgados, pero bien proporcionados, esculpidos con la intención de fascinar. Y en efecto la fascinaban, porque no podía apartar la vista de ellos.

Aquellos hipnotizantes contornos se movieron para suavizarse de modo casi imperceptible, y ella también notó que le hormigueaban sus propios labios.

Tragó saliva e inhaló aire con dificultad en la desesperada necesidad de respirar.

Sus senos se alzaron y rozaron la chaqueta del desconocido presionando de manera más evidente contra su pecho. Sintió que la inundaba una oleada de sensaciones, desde la inesperada erección de los pezones hasta los dedos de los pies. Inhaló aire de nuevo y se puso tensa, pero no logró suprimir el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo.

Los labios del desconocido se estrecharon; los planos austeros de su cara se endurecieron. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de sus brazos.

Para sorpresa y asombro de Patience, la levantó del suelo —con toda facilidad— y la depositó otra vez con cuidado un poco más allá.

Acto seguido, retrocedió y le dedicó una descuidada reverencia.

—Vane Cynster. —Elevó una ceja de color castaño; sus ojos siguieron clavados en los de ella—. He venido para ver a lady Bellamy.

Patience parpadeó.

—Ah… sí. —No sabía que los hombres pudieran moverse así, sobre todo los hombres como él. Era tan alto, tan grande, delgado pero musculoso, y sin embargo su coordinación fue impecable, con una fluida elegancia que impregnó la lánguida reverencia y le confirió un atractivo difícil de explicar. Sus palabras, pronunciadas con una voz tan profunda que podría haberlas confundido con el rugir de la tormenta, tardaron en hacer mella en su conciencia; luchó por dominar sus pensamientos y señaló la puerta que tenía a su derecha—: Ya han hecho la primera llamada.

Vane[1] sostuvo la amplia mirada de Patience y se las arregló para no esbozar una sonrisa lobuna; no había necesidad de asustar a la presa. La visión de que disfrutaba en aquel momento —unas curvas deliciosas que llenaban un vestido de muselina espigada de color marfil de una manera que él aprobaba plenamente— era en todo tan tentadora como la que antes lo había tenido en suspenso: las magníficas curvas de su trasero claramente delineadas bajo la tensión de la tela. Cuando ella se movía, también se movían las curvas. No recordaba una visión que lo hubiera paralizado de semejante modo, que hubiera excitado así sus sentidos de libertino.

La joven era de estatura media, su frente quedaba a la altura del cuello de él. Tenía el cabello de color castaño intenso, muy brillante, sujeto en un pulcro recogido del que escapaban varios mechones rebeldes que culebreaban alrededor de los oídos y la nuca. Sus delicadas cejas castañas enmarcaban unos grandes ojos de color avellana, cuya expresión resultaba difícil de discernir en medio de aquella oscuridad.

Tenía la nariz recta, el cutis cremoso. Sus labios rosados simplemente suplicaban que los besaran. Sintió en su interior el impulso de besarlos, pero probar a una mujer desconocida antes de las debidas presentaciones, simplemente, no eran maneras…

Su silencio le había permitido a ella aquietar la mente; notó cómo iba aumentando su resistencia, percibió el ceño que se iba frunciendo entre sus ojos. Vane dejó que se curvaran sus labios; sabía exactamente lo que quería hacer…, hacerle a ella, con ella; lo único que quedaba por preguntar era dónde y cuándo.

—¿Y usted es…?

La joven entrecerró los ojos de forma imperceptible. Luego se irguió y entrelazó las manos.

—Patience Debbington.

La impresión lo golpeó igual que una bala de cañón, y lo dejó sin aliento.

La observó fijamente, y al hacerlo estalló un escalofrío en su pecho que rápidamente se le extendió por todo el cuerpo bloqueando un músculo tras otro, en una reacción de negación. Luego se abatió sobre él la incredulidad.

Le miró la mano izquierda; no había anillo de ninguna clase que adornase el dedo anular.

No podía ser que estuviera soltera… Estaba a mitad de la veintena, ninguna mujer más joven poseía unas curvas tan maduras como las de ella, de eso estaba seguro; había pasado la mitad de su vida estudiando las curvas femeninas, y en dicha materia era un experto. A lo mejor estaba viuda, lo cual potencialmente era aún mejor. Ella lo estudiaba de manera disimulada, recorriéndolo con la vista.

Vane sintió el contacto de su mirada, y también cómo el cazador que llevaba dentro se alzaba en respuesta a aquel gesto sin artificio; entonces recuperó su actitud prudente.

—¿Señorita Debbington?

Ella levantó la vista y afirmó con la cabeza, y Vane estuvo a punto de dejar escapar un gemido. Última posibilidad: Una solterona, sin dinero y sin contactos. Podría tomarla como amante.

Ella debió de leerle el pensamiento, porque antes de que pudiera formular la pregunta, se la contestó:

—Soy sobrina de lady Bellamy.

Aquellas palabras estuvieron a punto de quedar ahogadas por una tremenda carcajada; amparándose en el ruido, Vane juró por lo bajo, para resistir a duras penas el impulso de dirigir su ira hacia el cielo.

El destino lo miraba a través de unos claros ojos de color avellana.

Unos ojos de expresión reprobatoria.

—Si tiene la bondad de venir por aquí —Patience le indicó la puerta con un gesto de la mano y acto seguido se adelantó con aire altivo—, haré que el mayordomo informe a mi tía de su llegada.

Habiendo asimilado el estilo, y por lo tanto la categoría, de la inesperada visita de Minnie, Patience no hizo intento alguno de ocultar su opinión; su tono de voz adquirió un tinte de indiferencia y desdén:

—¿Lo está esperando mi tía?

—No… Pero se alegrará de verme.

¿Era un sutil reproche lo que detectó Patience en aquel tono demasiado suave? Reprimió una leve exclamación de señorita presumida y apretó el paso.

Notaba su presencia, grande e intensamente masculina, acechando a su espalda. Todos sus sentidos se pusieron alerta; los dominó con firmeza y alzó la barbilla.

—Le ruego que aguarde en la salita… es la primera puerta a la derecha. Masters, el mayordomo, vendrá a buscarlo cuando mi tía esté lista para recibirlo. Como le he dicho, en este momento la familia está vistiéndose para cenar.

—Por supuesto.

Aquellas palabras, pronunciadas en tono manso, llegaron hasta ella cuando se detuvo frente a la puerta; experimentó un leve escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Y también notó el contacto de la mirada gris del desconocido en la mejilla, en la sensible piel del cuello. Se puso tensa para resistirse al impulso de moverse y bajó la vista, decidida a no volverse y enfrentarse a su mirada. Con la mandíbula apretada, alzó una mano para asir la manilla de la puerta, pero él se le adelantó.

Patience quedó inmóvil. Él se había detenido justo detrás de ella, y pasó la mano junto a su costado para agarrar la manilla; Patience vio cómo sus largos dedos se cerraban despacio sobre el metal. Y se detenían.

Lo sentía a su espalda, a escasos centímetros de su cuerpo, notaba cómo la rodeaba su fuerza. Durante un instante se sintió atrapada.

Luego aquellos largos dedos giraron y, con un leve gesto, el desconocido abrió la puerta de par en par.

Con el corazón desbocado, Patience respiró hondo y se internó en el pasillo en penumbra. Sin aminorar el paso, inclinó la cabeza en actitud regia y altanera.

—Yo misma hablaré con el mayordomo, estoy segura de que mi tía no lo hará esperar demasiado. —Y con eso, fue hasta el final del pasillo y entró en el oscuro vestíbulo que se abría más adelante.

De pie en el umbral, Vane observó su retirada con los ojos entornados.

Había percibido la sensación que estalló al tocarla, el estremecimiento que ella no había podido ocultar; para caballeros como él, aquello era una prueba suficiente de lo que podría ser.

Su mirada se posó en el pequeño gato gris que había abrazado a las faldas de Patience Debbington; ahora se hallaba sentado en la alfombra del pasillo, estudiándolo a él. Entonces se levantó, se volvió y, con la cola en alto, echó a andar por el corredor… pero se detuvo. Giró la cabeza y lo miró otra vez.

¡Miau!

A juzgar por su tono imperioso, Vane dedujo que era hembra.

A su espalda chasqueó un relámpago. Volvió la vista hacia el cielo oscurecido. Los truenos retumbaban. Un segundo más tarde se abrieron los cielos y comenzó a llover con fuerza; una densa cortina de agua difuminó el paisaje.

El mensaje del destino no podía estar más claro: Era imposible escapar.

Con expresión grave, Vane cerró la puerta… y siguió a la gata.

—¡Nada podría ser más fortuito! —Araminta, lady Bellamy, sonrió encantada a Vane—. Naturalmente que debes quedarte. Pero en cualquier momento sonará la segunda llamada, así que no perdamos tiempo. ¿Qué tal están todos?

Con los hombros apoyados contra la repisa de la chimenea, Vane sonrió.

Envuelta en carísimos chales, su rotunda figura encorsetada en seda y encajes y rematada por un gorrito de viuda con volantes en lo alto de su vivaracha y rizada cabellera blanca, Minnie lo observaba con unos ojos que brillaban de inteligencia en medio de un rostro blando y lleno de arrugas, entronada en su sillón frente a la chimenea de su dormitorio. Junto a ella estaba sentada Timms, una dama de edad indeterminada, devota compañera de Minnie. Vane sabía que la palabra «todos» se refería a los Cynster.

—A los jóvenes les va espléndidamente. Simon se ha convertido en una estrella de Eton. Amelia y Amanda están arrasando en el mundillo social, destrozando corazones a diestro y siniestro. Los mayores se encuentran todos bien, muy ocupados en la ciudad, pero Diablo y Honoria están todavía en el Place.

—Demasiado entusiasmado con admirar a su heredero, diría yo. Estoy segura de que esa esposa suya lo mantendrá a raya. —Minnie sonrió de oreja a oreja, y después se puso seria—. ¿Aún no se sabe nada de Charles?

El semblante de Vane se endureció.

—No. Su desaparición continúa siendo un misterio.

Minnie sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Pobre Arthur.

—En efecto.

Minnie suspiró, y a continuación dirigió una mirada valorativa de soslayo a Vane.

—¿Y qué sucede contigo y con esos primos tuyos? ¿Seguís teniendo de puntillas a las damas de la sociedad?

Su tono era todo inocencia; con la cabeza inclinada sobre su labor de punto, Timms resopló.

—Más bien las tienen de espaldas.

Vane sonrió con un dulce encanto.

—Hacemos lo que buenamente podemos. —Los ojos de Minnie chispearon. Todavía sonriendo, Vane bajó la vista y se alisó la manga—. Más vale que vaya a cambiarme, pero dime, ¿a quién tienes de huésped en este momento?

—Hay un poco de todo —ofreció Timms.

Minnie dejó escapar una risita y sacó las manos de debajo del chal.

—Vamos a ver. —Contó con los dedos—. Está Edith Swithins, familiar lejana de los Bellamy. Profundamente holgazana, pero bastante inofensiva. Procura no manifestar ningún interés por sus labores de encaje a no ser que dispongas de una hora que perder. Luego está Agatha Chadwick, que estuvo casada con un pobre desgraciado que insistía en que era capaz de atravesar el mar de Irlanda en una barca de cuero. Y no pudo, naturalmente. De modo que Agatha, su hijo y su hija están ahora con nosotras.

—¿Su hija?

La mirada de Minnie se posó en el rostro de Vane.

—Angela. Tiene dieciséis años y ya es una experta. Se desmayará en tus brazos a la menor oportunidad que le des.

Vane hizo una mueca.

—Gracias por la advertencia.

—Henry Chadwick debe de ser más o menos de tu edad —reflexionó Minnie—, pero no ha salido en absoluto del mismo molde. —Recorrió con mirada apreciativa la elegante figura de Vane, sus largas y musculosas piernas realzadas por los pantalones de ante ajustados y las botas altas, la soberbia confección de su traje de fino paño de Bath, que hacía justicia a sus anchos hombros—. No le vendría mal fijarse un poco en ti.

Vane se limitó a enarcar las cejas.

—Bien, ¿quién más? —Minnie frunció el ceño mirándose los dedos—. Edmond Montrose es nuestro poeta y dramaturgo residente. Ni que decir tiene que se considera el próximo Byron. Luego están el general y Edgar, a los que sin duda recordarás.

Vane afirmó con la cabeza. El general, un brusco exmilitar, llevaba años viviendo en Bellamy Hall; su título no era oficial, sino un apodo que se había ganado por su enfático aire de cuartel. Edgar Polinbrooke también llevaba varios años siendo pensionista de Minnie; Vane lo situaba en la cincuentena, un bebedor mediano que se imaginaba a sí mismo como un tahúr pero que, en realidad, era un alma sencilla e inofensiva.

—No te olvides de Whitticombe —intervino Timms.

—¿Cómo iba a olvidarme de Whitticombe? —suspiró Minnie—. Ni de Alice.

Vane alzó una ceja en ademán interrogativo.

—El señor Whitticombe y su hermana Alice —aclaró Minnie—, primos lejanos de Humphrey. Whitticombe estudió para diácono y ha tenido la ocurrencia de recopilar la Historia de la abadía de Coldchurch. —Coldchurch era el monasterio sobre cuyas ruinas se alzaba Bellamy Hall—. En cuanto a Alice… en fin, es Alice sin más. —Minnie hizo una mueca—. Debe de tener más de cuarenta años, y aunque no me gusta decir esto de una persona de mi sexo, es la mujer más fría, intolerante y criticona que jamás he tenido la desgracia de conocer.

Las cejas de Vane se elevaron bien alto.

—Sospecho que lo más sensato por mi parte sería mantenerme bien lejos de ella.

—Exacto. —Minnie asintió con ardor—. Si te acercas demasiado, probablemente le dará un patatús. —Miró a Vane—. Por otra parte, podría sufrir un ataque de histeria de todos modos, en el instante en que te ponga los ojos encima.

Vane le dirigió una mirada de desilusión.

—Me parece que ya están todos. Oh, no, me he olvidado de Patience y de Gerrard. —Minnie alzó la vista—. Mis dos sobrinos.

Estudiando el rostro radiante de Minnie, Vane no tuvo necesidad de preguntarle si sentía afecto por sus jóvenes parientes.

—¿Patience y Gerrard? —repitió la pregunta en tono suave.

—Son los hijos de mi hermana pequeña. Ahora son huérfanos. Gerrard tiene diecisiete años, ha heredado la Granee, una pequeña propiedad en Derbyshire, de su padre, sir Reginald Debbington. —Minnie miró a Vane con el ceño fruncido—. Es posible que tú fueras demasiado joven para acordarte de él. Reggie murió hace once años.

Vane hurgó en sus recuerdos.

—¿Fue él el que se rompió el cuello en una excursión con los Cottesmore?

Minnie asintió.

—El mismo. Constante, mi hermana, falleció hace dos años. Desde que murió Reggie, Patience ha estado guardando el fuerte para Gerrard. —Minnie sonrió—. Patience es mi proyecto para el año próximo.

Vane estudió aquella sonrisa.

—¿Oh?

—Cree que se ha quedado para vestir santos y no le importa lo más mínimo. Dice que ya pensará en casarse cuando Gerrard esté establecido.

Timms lanzó un resoplido.

—Es demasiado cabezota para pensar en su propio bien.

Minnie entrelazó las manos sobre el regazo.

—He decidido llevar a Patience y a Gerrard a Londres para la temporada del año que viene. Ella cree que vamos para darle a Gerrard un poco de barniz de ciudad.

Vane elevó una ceja en un gesto desconfiado.

—Mientras que, en realidad, tienes planeado hacer de casamentera.

—Exactamente. —Minnie le dedicó una ancha sonrisa—. Patience tiene una considerable fortuna invertida en los Fondos. En cuanto al resto, has de darme tu opinión una vez que la hayas visto. Dime a qué crees tú que puede aspirar.

Vane inclinó la cabeza sin comprometerse a nada.

En ese momento se oyó un gong a lo lejos.

—¡Maldición! —Minnie aferró los chales que se le resbalaban—. Estarán esperando en el salón, preguntándose qué demonios sucede. —Despidió a Vane con un gesto de la mano—. Ve a ponerte guapo. No sueles venir a verme con mucha frecuencia. Ahora que estás aquí, quiero disfrutar plenamente de tu compañía.

—Tus deseos son órdenes para mí. —Vane ejecutó una elegante reverencia y acto seguido se irguió y obsequió a Minnie con una arrogante sonrisa de libertino—. Los Cynster nunca dejan insatisfechas a las damas.

Timms soltó un bufido tan fuerte que se atragantó.

Vane salió de la habitación dejando tras de sí abundantes risitas y susurros de deleite por lo que había de venir.