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En la entrada del piso, donde Collingswood había estado enredando, había unas marcas. Unos arañazos minúsculos. Una pequeña tapa de balsa, a ras de la madera. Le dio un capirotazo con la uña.

Billy era reacio a fiarse de cualquiera que fuera la protección que le habían proporcionado. Echó la llave con doble vuelta. Miró por la ventana a través del cristal, al tejado en el que permanecía invisible aquella asquerosa ardilla del demonio. Deseó que se hubiera ahogado en agua de lluvia.

Estuvo buscando en la red, pero no dio ni con el más mínimo detalle acerca de la UDFS. Miles de organizaciones con esas iniciales, pero la unidad de Baron no aparecía por ninguna parte. En su página de la universidad, Billy leyó la lista de publicaciones de Vardy: «Edipo, carisma y Jim Jones», «Sayyid Qutb y el problema de la organización psicológica», «La dialéctica de Waco».

Billy bebió vino frente al televisor silenciado, viendo un teatro de sombras embotellado. ¿Con qué frecuencia, pensó, se presentan esta clase de ofertas? Un caballero surgiendo de un armario con la oferta de otro puesto, pero tienes que venir ya. ¿El calamar estaba ahí fuera, o lo habían destruido? No se fiaba de sus potenciales compañeros. No comprendía sus métodos de contratación.

Vio colgar las cortinas lacias a la luz del televisor, recordando el obsceno descubrimiento en el sótano del museo. Pensó que no estaba especialmente exhausto. Imaginó la ventana al otro lado de la tela. Se despertó abruptamente en el sofá, despavorido.

¿Cuándo narices se había quedado dormido? No recordaba transición alguna. El libro que ni siquiera recordaba haber empezado a leer se deslizó de sus manos como si fuera una manta poco adecuada. Estaba oscuro. Billy se dio cuenta de que había oído un golpeteo en la puerta.

Un tamborileo, como las patas de una salamandra al otro lado de la madera. Una uña rascando y, sí, un murmullo. Billy se quedó callado. Se dijo que debía de ser el remanente de un sueño, pero no lo era. Volvió a sonar.

Billy se arrastró sigilosamente hasta la cocina y cogió un cuchillo. El levísimo ruido persistía. Pegó la oreja a la puerta. La abrió, consciente de su propia valentía y sigilo ninja, desconcertado. Mientras empujaba, Billy cayó en la cuenta de que debería estar llamando a Baron, por supuesto, en lugar de satisfacer su propia vigilancia incompetente. Pero estaba atrapado por el impulso, la puerta se abría.

El pasillo estaba vacío.

Echó un vistazo a las puertas de los vecinos. No había corrientes de aire, ni ráfagas que insinuaran que alguna puerta se hubiera cerrado apresuradamente. Ni nubes de polvo suspendido. Billy miraba la nada. Se quedó allí en pie unos instantes, minutos. Estaba inclinado hacia fuera como un mascarón de proa, para ver el mayor trecho posible de aquel pasillo, manteniendo los pies dentro del apartamento. Seguía sin haber nada.

Esa noche no durmió en su cama. Se llevó el edredón al sofá, más cercano a la puerta de entrada, para poder oír. No hubo más ruidos, pero apenas pudo conciliar el sueño.

* * *

Por la mañana comió tostadas en un apartamento demasiado silencioso, con aún más silencio pesando en las ventanas, desde el exterior. Descorrió las cortinas lo justo para ver un mugriento día gris, montoncitos de ramas y hojas y bolsas de plástico arrastradas por el viento, y la improbable búsqueda de la ardilla mirona.

Nunca fue de los que tienen una plétora de amigos, pero no era habitual que Billy se sintiera solo, no como ahora. «Puedes pasart?», le escribió a Leon. «Tngo k contart. Plis». Se sentía como si lo estuvieran sacando de un tirón de una trampa en la que lo habían metido Collingswood y Baron. Animal rebelde, valeroso. Albergaba la esperanza de que esa huida no equivaliera a cercenarse su propio brazo.

Cuando llegó Leon, Billy volvió a asomarse por el marco de la puerta.

—¿Qué manera es esta de hacer el ganso? —dijo Leon—. Esta noche es de lo más chunga, me he peleado como tres veces de camino aquí, y mira que soy un tío pacífico. Te he subido el correo. Y vino.

Le enseñó una bolsa de plástico.

—Aunque sea temprano. ¿Qué leches pasa? ¿A qué debo…? Joder, Billy.

—Entra. —Billy cogió la bolsa y los sobres.

—Como te iba diciendo, ¿a qué debo el honor de dos quedadas en tan poco tiempo?

—Tómate algo. No te lo vas a creer.

Billy se sentó junto a Leon y abrió la boca para contárselo todo. Pero no se decidía entre empezar con el cuerpo del frasco o con la policía y su rocambolesca oferta. Le falló la lengua, que por un momento sintió como un pedazo de carne muerta. Tragó. Como si estuviera recuperándose de algún tratamiento dental.

—Tú no lo entiendes —le dijo a Leon—. Nunca llegué a tener una pelea fuerte con mi padre, simplemente fuimos perdiendo el contacto.

Reparó en que estaba retomando una conversación de meses atrás.

—Mi hermano nunca me cayó bien. Eso fue a propósito, cortar la relación. Pero mi padre…

Encontraba aburrido a su padre, poco más. Siempre había tenido la sensación de que aquel hombre, ligeramente agresivo, que vivía solo tras la muerte de la madre de Billy, le correspondía en ese sentimiento. Hacía unos cuantos años que había dejado que la relación se atrofiara.

—¿Te acuerdas de la tele de los sábados por la mañana? —le preguntó. Había resuelto contarle a Leon lo del hombre del frasco—. Yo me acuerdo de aquella vez.

Al enseñarle a su padre unos dibujos animados que lo tenían embelesado, Billy había advertido el estupor en su rostro. Su incapacidad de empatía con la pasión de su hijo, ni aun fingida. Años después había llegado a la conclusión de que aquel fue el momento (y él no tenía más de diez años) en que Billy empezó a sospechar que ellos dos no tenían mucho recorrido juntos.

—Todavía tengo esos dibujos, sabes —dijo—. Los encontré hace poco por ahí, en una página web. ¿Quieres verlos?

Una producción de Harman-Ising de 1936, lo había visto muchas veces. Las aventuras de los habitantes de los tarros de cristal en los estantes de una farmacia. Era extraordinario, y aterrador.

—Y sabes lo que ocurre —dijo Billy—. A veces, cuando estoy conservando algo o haciendo alguna cosa en los laboratorios mojados, o lo que sea, caigo en que estoy cantando una de las canciones de los dibujos. «Efluvios de amoniaaaaco…»

—Billy. —Leon levantó una mano—. ¿De qué va todo esto?

El conservador se calló y de nuevo trató de decir lo que había pasado. Tragó saliva y luchó contra su propia boca, como si quisiera expeler a algún intruso pegajoso. Y con un suspiro, por fin, empezó a contar lo que había querido contar. Lo que había encontrado en el sótano. Le explicó lo que le había ofrecido la policía.

Leon no sonrió.

—¿Deberías estar contándome todo esto? —dijo por fin.

Billy se echó a reír.

—No, pero ya sabes.

—Quiero decir, lo que pasó es literalmente imposible —dijo Leon.

—Ya sé. Ya sé que es imposible.

Estuvieron mirándose el uno al otro un buen rato. Leon dijo:

—Hay cosas…, a lo mejor hay más cosas en la tierra y en el cielo…

—Si me citas a Shakespeare te mato. Por Dios, Leon, he encontrado a un hombre muerto en un tarro, nada menos.

—Esto es muy gordo, tío. ¿Y te han pedido que te unas a ellos? ¿Vas a ser un poli?

—Asesor.

Cuando Leon fue a ver el calamar, meses atrás, había dicho «Madre mía». «Madre mía», igual que se diría «Madre mía» ante el esqueleto de un dinosaurio, las joyas de la corona o una acuarela de Turner. «Madre mía», igual que dirían los padres y las parejas que visitaban el Centro Darwin acompañando a otra persona. Billy se había quedado decepcionado.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Leon.

—No lo sé.

Billy miró el correo que Leon le había subido. Dos facturas y un paquete pesado envuelto en papel de embalar, atado a la vieja usanza con un cordel deshilachado. Se puso las gafas y cortó el cordel.

—¿Luego vas a ver a Marginalia? —le preguntó.

—Sí, y no admito ese tonillo cuando dices su nombre, o haré que te lo explique ella misma —dijo Leon. Se puso a trastear con su teléfono—. Tiene toda una teoría en torno al tema.

—Por favor —dijo Billy—. Déjame que adivine. «La clave del texto no es el texto en sí mismo, sino…»

Frunció el ceño. No entendía qué era lo que estaba desenvolviendo. Dentro del paquete había un rectángulo de algodón negro.

—Le estoy poniendo un mensaje, le va a encantar —dijo Leon.

—Eh, Leon, no le cuentes lo que te he dicho —dijo Billy—. Ya he hablado más de la cuenta…

Sacudió la tela.

El paquete se movió.

—Mierda…

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Estaban los dos en pie. Billy no le quitaba ojo al paquete, inmóvil sobre la mesa donde lo había dejado caer. Hubo un silencio. Billy se sacó un bolígrafo del bolsillo y le dio un golpecito al algodón.

La tela cedió. El paquete se abrió.

Floreció. Con una exhalación, quedó hecho un acordeón, expandiéndose, desdoblándose a sacudidas y cayendo, y lo que salió del fondo era una mano. El brazo de un hombre, dentro de la manga oscura de una chaqueta. El destello de una camisa blanca en su extremo. La mano emergente agarró a Billy por el cuello.

—Joder… —Leon tiró de Billy y el paquete, aún apretando, tiró a su vez, aferrándose a la nada.

Billy estaba bien sujeto, y el paquete seguía desplegándose. Lenguas de algodón fueron abriéndose como páginas, negras y azules, y ahora unos zapatos al final de unas extremidades ingentes que se presentaron de golpe, como si lo suyo fuera el desconstreñimiento. Más brazos se desenrollaron torpemente como mangueras antiincendios y apartaron a Leon de un fuerte empujón.

Como plantas a cámara rápida, emitiendo gruñidos de liberación, un olor rancio a sudor y pedo, y de repente había un hombre y un niño en pie encima de la mesa de Billy. El niño miraba cómo Leon se levantaba trastabillándose. El hombre seguía apretando el cuello de Billy.

* * *

—¡Caramba! —dijo el hombre. Saltó de la mesa sin soltar a Billy.

Era enjuto, vestía unos vaqueros viejos y una chaqueta sucia. Agitaba una larga melena canosa.

—Rayos y centellas, eso ha sido un espanto.

Miró a Leon.

—¿Eh? —gritó, como buscando compasión.

El chico se bajó lentamente hasta una silla, y luego al suelo. Llevaba un traje limpio que le quedaba grande: el traje de los domingos.

—Ven aquí, muchacho. —El hombre se lamió los dedos de la mano que tenía libre y le aplastó el pelo despeinado al niño.

Billy no podía respirar. La oscuridad se cernía sobre él. El hombre lo lanzó contra la pared.

—Muy bien. —El hombre señaló a Leon, que se quedó helado, como clavado por el gesto—. Vigílalo, Subby. Vigílalo, como a un pequeño tejón.

Se señaló los ojos con dos dedos, y luego a Leon.

—A cualquier movimiento, le das su merecido. Vamos a ver.

El niño se quedó mirando a Leon con los ojos abiertos de par en par.

—Sí —dijo el hombre. Husmeó en dirección al marco de la puerta—. No está mal. Una buena idea, esta, si no está mal que yo lo diga, la que se ha sacado mi chico de la manga. Porque lo que no tenemos aquí es nada que nos vete la salida. Ahora que hemos entrado, ya no hay nada que nos impida salir.

Se inclinó hacia Billy.

—Digo que no hay nada que nos impida salir. Eso no lo habías pensado, ¿verdad? Tú, flagrante insignificancia.

A Billy le sonó una especie de carraspeo en la garganta. El hombre se llevó un dedo a los labios, mirando expectante al chico, que muy despacio hizo lo propio, y gesticuló a su vez un chiss a Billy.

—Goss y Subby lo han vuelto a hacer —dijo el hombre. Sacó la lengua y degustó el aire. Le tapó la boca a Billy con la mano y este farfulló sobre la mano fría. El hombre recorrió una habitación tras otra, arrastrando a Billy, lamiendo suelo, paredes, interruptores. Pasó la lengua por la pantalla del televisor, abriendo un sendero de saliva en el polvo.

—¿Qué, qué, qué especímenes me tienes aquí, lepidóptero? —dijo mirando las estanterías.

Fue sacando libros y dejándolos caer.

—Ni hablar —dijo—. Ni de coña pruebo ninguna mierda de estas.

De pronto Leon estaba en pie y corría hacia él. El hombre soltó un «¡Vaya por Dios!» y lanzó a Leon por los suelos.

—¿Y quién serás tú? —dijo—. ¿Un amiguito del joven maestro? Me temo que todos los médicos convienen en que el chaval requiere de un aislamiento absoluto, y pese a estar seguro de que tus travesuras no son más que un tónico, no es eso lo que el joven señor Billiam necesita. Es posible que tenga que comerte, jovencito macarrón desgraciado.

Leon se movió y el niño dio un paso hacia él, con ojos de ave de presa. El hombre exhaló humo, pese a no tener cigarrillo y no haber inhalado humo ninguno.

—No… —dijo Leon. El hombre abrió la boca, la boca siguió abriéndose, y Leon desapareció. El hombre se repasó las comisuras con las puntas de los dedos, como un gato de un dibujo animado.

—Muy bien, tú —le dijo a Billy, que ahogó un grito y se afanó por zafarse de aquellos dedos despiadados—. ¿Llevas el pijamita? ¿Has metido en la maleta el cepillo de dientes? ¿Le has dejado una nota al lechero? Muy bien, pues vámonos. Ya sabes cómo son los aeropuertos, y el pequeño Thomas no lleva bien los viajes, y no me quiero quedar atascado en una cola, detrás de un grupo con destino a Cancún, ¿te imaginas? Me prometiste una y otra vez que nos iríamos por ahí a pasar un fin de semana tranquilo, y ha llegado el momento, Billy, de verdad que ya es hora.

Juntó las manos en una palmada y enarcó una ceja.

—Ya puedes dejar de hacer ruiditos y todo eso —le dijo al niño—. ¡No sé, de verdad que no, vaya dos! Adelante.

Tirándole de la nuca, el hombre sacó de allí a Billy.