76
El camión siguió rugiendo, a la vista de todos, atosigado por un núcleo duro de papeles entintados que se aferraba a su estela para seguirle el rastro en su vertiginoso viaje.
—No vamos a perderlos —dijo Saira. Ahora conducía ella—. Solo tengo que llegar rápido y hacer el trabajo. No pueden cogernos, esos pocos, no. Cuando llegue el resto de Grisamentum sí que estaremos metidos en un buen lío.
Por fin llegaron a la calle que Billy recordaba. Seguía todo tranquilo, como si no hubiera guerra. La gente de las casas los observaba y se apresuraban a apartarse. Saira frenó junto a la última casa, vagamente iluminada.
—¿Ya estamos? —dijo Fitch. El camión apestaba y estaba abarrotado. Los últimos londromantes esperaban junto al kraken muerto—. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué va a hacer el mar?
Los papeles se elevaron, una malevolente nidada, trazando círculos. Que te jodan, dijo Billy mudamente, mientras levantaban el vuelo por encima de los tejados y se alejaban.
—Van a buscar al resto —dijo—. Vamos, vamos.
Se quedó petrificado al ver aproximarse unas luces azules. Un coche de policía venía embalado y frenó quemando goma. De él salió Collingswood, y Billy abrió la boca para gritarle a Saira que condujera, pero oyó la voz de Marge.
—¡Billy! —dijo, prácticamente con un chillido. Se bajó y se quedó mirándolo—. Billy.
Él fue corriendo a su encuentro y estuvieron abrazados un largo rato.
—Mira —dijo Collingswood—. Qué bonito, ¿eh?
—Lo siento mucho —dijo Billy—. Leon…
—Lo sé —dijo ella—. Lo sé. Recibí tu mensaje. Y recibí tu otro mensaje. Mira, lo he traído.
Sentado en el coche, junto a Paul, estaba Simon Shaw.
* * *
Cuando Fitch vio a Paul, quiso decir algo, y abrió la boca, pero era evidente que no sabía qué decir. Los demás londromantes los miraban, incómodos, a los dos. Fitch volvió a hacer el intento de hablar, y Paul se limitó a decirle que no con el dedo.
—No tenemos nada de que hablar —dijo Paul—. No mientras él esté de camino.
Señaló. Dando vueltas como una hoja que soplara el viento había un único pedazo de papel de Grisamentum.
—Ya viene, así que vamos a hacerlo.
Casi se podía decir que por fin habría un enfrentamiento entre Grisamentum y el Tatuaje, pensó Billy. Aunque más bien sería entre Grisamentum y Paul. Cualesquiera que hubieran sido o fueran ahora los planes de Fitch, Billy cayó en la cuenta de que Paul ya no le tenía miedo.
—Billy —dijo Collingswood—. Colega. ¿Qué cojones has estado tramando?
Le guiñó un ojo.
—Si no querías el empleo, solo tenías que haber dicho que no, joder.
—Agente Collingswood —dijo. Se vio a sí mismo sonriéndole por un instante. Frunció los labios.
—Bueno, ¿cuál es el plan, tronco?
—Vamos —dijo Billy—. Pongámonos en marcha. ¿Estás listo?
Simon parecía aterrado, pero asintió. Abrieron el camión, de forma que pudiera ver el tanque del kraken. Metabolizar su posición en su cabeza.
—Buen hombre —dijo Billy—. ¿Sabes lo que va a pasar?
Billy había puesto por escrito su argumentación. Era un mensaje largo y detallado, que había precintado en una botella de cristal.
—¿Vamos? —les dijo a Saira y a Simon—. Necesitamos su permiso.
—Y su posición —dijo Simon—. Os lo dije, no puedo hacerlo sin tener unas coordenadas muy precisas.
Billy dio unos golpecitos a la botella.
—Ya he puesto todo eso. Está ahí. Que no cunda el pánico.
El mensaje de la botella suplicaba.
* * *
«Dijiste que el kraken ya no te pertenecía. Por favor, tienes que ayudarnos. Pese a no ser de los tuyos, por el bien de la ciudad en la que has estado desde hace el tiempo que sea, por favor, te pedimos que uses tu neutralidad y tu poder como cuando nos ayudaste contra los nazis. Necesitamos un lugar seguro. Todos hemos oído hablar de cómo el Tatuaje no quiso enfrentarse contigo en aquella ocasión, y necesitamos otra vez esa clase de influencia. Está en juego todo», había escrito Billy. «Solo necesitamos que pase esta noche. Y protegerlo. Y estamos desesperados».
Empujó el mensaje a través de la ranura del buzón.
Se quedaron allí en pie, a oscuras. Pasó un hombre en bicicleta por delante, provocando un chirrido con su pedaleo. Fitch y los londromantes esperaron. El último mordido por el kraken ocultaba sus tumorosas enmiendas téuthicas en el interior del camión. Dentro de la casa, el mar se pasó mucho tiempo sin contestar a la botella.
—¿Qué pasa? —susurró Simon.
—No podemos quedarnos aquí toda la vida —murmuró Saira.
Billy levantó la mano para llamar a la ventana, con cierto sentimiento de blasfemia, cuando se le adelantaron. En lugar de él, algo golpeó desde dentro. Un lento pálpito a través de la cortina. Una de las esquinas inferiores de la tela se movió. Fue apartada hacia atrás lentamente.
—Nos está dejando ver —dijo Billy—. Para que veas las coordenadas, Simon. Haz lo que tengas que hacer.
—Maldita sea —dijo Saira—. Supongo que eso es que nos da permiso.
La cortina se retrajo desde una esquina de oscuridad. Detrás no había nada visible, hasta que desde las profundidades de aquella oscuridad llegaron movimientos, insinuaciones en la pendiente. Se aproximaron, deteniéndose a pocos centímetros del cristal. Mirando hacia fuera desde la luz tenue que las farolas proyectaban dentro de la sala, había minúsculos peces translúcidos.
Sus aletas ventrales oscilaban, vibrantes. Observaban a Billy con ojos transparentes. Vino algo repentino, rápido, tan sorprendente como para quedarse boquiabierto, y los pececillos ya no estaban. Las cortinas se arremolinaron delicadamente.
Se encendieron unas luces en la sala oscura. Las luces se movían. Emergieron en una gruta. Una habitación llena de mar. Un salón, sofá, sillas, cuadros en las paredes, un televisor, lámparas y mesas, hundidas en una profunda agua verdosa, investigados por peces y algas. Esas luces tenían el tono perlado de los animales luminiscentes.
Un salón, mobiliario interrumpido de coral, arañado por pepinos de mar. Las borlas de la pantalla de una lámpara se mecían con la corriente, y una anémona ondeaba en eco sus plumosos tentáculos urticantes con una filigrana. Había peces merodeando por todas partes, iluminados como espectros por ellos mismos y sus vecinos. Seres del tamaño de una uña, anguilas gruesas como brazos. Junto a un equipo de música sumergido, ribeteado de percebes, una luz del tamaño de un puño se movía como un metrónomo de largos brazos. La luz de tictac tenía a Billy mirándola fijamente.
—¿Lo tienes? —le dijo a Simon, con esfuerzo—. ¿Qué necesitas?
—Tendré que sacar el agua, justo antes, con la forma apropiada —murmuró Simon. Miraba con atención y se listaba de acuerdo con las extrañas técnicas que había perfeccionado.
—Hecho —dijo.
Una morena se deslizó por entre la oscuridad, se ovilló alrededor de la pata del sofá y tiró de él para recolocarlo, haciendo sitio para lo que venía.
—Vale —dijo Simon. Cerró los ojos y Billy oyó, en el aire que los envolvía, el rumor del último de los imbéciles fantasmas vengativos de Simon.
—Sabe lo que estoy haciendo —dijo este—. Cree que me voy a ir yo. Está intentando impedir que me asesine otra vez.
Y esbozó una leve sonrisa.