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¿Cómo se puede ocultar a los cielos algo del tamaño de un camión? La indecisión de Fitch lo protegió por un tiempo: incapaz de comprometerse con sus hermanas y hermanos en lucha, y tampoco de abandonarlos a su suerte, había permanecido a menos de un kilómetro de distancia y ordenado que el vehículo entrara en un túnel, y allí, a la luz de los fluorescentes, bajo el pavimento, había puesto las luces de emergencia, como si estuviera estacionado. Y esperó, mientras los refugiados de aquella noche pasaban en oleadas en sus coches. Cuando Saira envió su mensaje, él, Londres, no tuvo que ir demasiado lejos para comunicarlo.
Mientras, por encima de sus cabezas, se deslizaban los yos exploradores entintados de Grisamentum, ella y Billy corrieron hacia el refugio del vehículo, dejando atrás cagadas de pájaro y carteles que anunciaban discos y exposiciones. Reúnete con nosotros, le había dicho Saira. Te necesitamos. Avergonzado, Fitch tenía la pistola de aire comprimido, y emergió de su madriguera, tambaleándose, para adentrarse en las calles vigiladas.
Los papeles, lanzándose en picado desde el cielo oscuro como el remolino en un desagüe, se abalanzaron sobre el camión. Este se abrió paso entre ellos. Eran sensitivos, pero los papeles tenían el febril delirio de una maraña de depredadores, dándose cabezazos, como una polilla contra el parabrisas. Cuando se encontró con Saira, Billy y los pocos londromantes y krakenistas mordidos, que avanzaban a grandes zancadas a ritmo de calamar, y que habían podido huir, el vehículo estaba atestado de papeles exacerbados.
Santo Dios, pensó Billy, al ocurrírsele lo que debían de estar pensando los vecinos espantados, siendo testigos de lo que veían desde detrás de sus cortinas. Tenía cerca a dos londromantes y a dos mordidos por el kraken que seguían adoptando formas medio téuthicas. Sacudían sus extremidades y pulverizaban los últimos restos de lejía que les quedaban. Fitch abrió por detrás y los apremió con un grito. Con la armonía de una escuela de peces, con una ráfaga, los papeles emprendieron el regreso a la fábrica.
—Van a por Byrne y el resto de sí mismo —dijo Billy—. Ahora que saben dónde estamos vendrán a buscarnos. Tenemos que irnos.
—Pero ¿adónde? —dijo Fitch.
—Conduce —dijo Billy—. Vamos a ver a alguien.
* * *
—Bueno, ¿tú qué opinas? —le dijo Collingswood a su ayudante.
—¿Sobre qué? —dijo él. Tenían el mismo rango. No la llamaba «señora». Pero iba donde ella le mandaba y hacía lo que le ordenaba.
—¿Cómo que sobre qué? ¿Tienes algún allanamiento?
Se echó a reír. Circulaban bajo una fina lluvia por resbaladizas calles oscuras y otras iluminadas, donde la gente seguía deambulando entre las tiendas abiertas las veinticuatro horas, mientras otros huían de peleas de bandas seglares.
—No sé —dijo.
—Pues volvamos a la puñetera oficina.
Marge se sentía segura en el coche. Miraba a Paul. Tenía una expresión de angustia, pero estaba resignado. No hablaba. Su tatuaje hablaba. Marge podía oír su ira contenida, su terror, en un gruñido sin palabras que le salía de debajo de la camisa.
—Todo irá bien —le dijo tontamente.
Oyó otro murmullo casi imperceptible. Buscó a su alrededor. Las palabras le salían del cuello.
Marge parpadeó. Miró a Collingswood, que seguía incordiando a su compañero. Marge se tocó el diminuto crucifijo. Al contacto de sus dedos sucios, la voz volvió a sonar, con algo más de fuerza.
—Eh —dijo.
El Cristo de plata susurraba. Marge apartó la vista hacia las violentas calles nocturnas, hacia lo que había comprendido que debía de ser el fin del mundo. Y he aquí que llegaba este mensajero.
—Eh —susurró ella, y levantó el crucifijo. Paul la observaba. Ella concentró su atención en el minúsculo rostro barbudo.
—Eh —repitió.
—Bueno —dijo ella—. ¿Qué se cuentan en el cielo?
—¿Qué? —dijo el Cristo de metal—. Ah, ya. Muy gracioso.
Tosió.
—Ponme en la oreja —dijo—. No puedo hablar alto.
—¿Quién eres? —dijo ella. Ahora Collingswood la estaba vigilando por el retrovisor.
—Soy Wati otra vez —dijo—. Tengo un mensaje, así que escucha.
—Pensaba que estabas muerto.
—Yo también. No te laves las manos. Billy necesita que hagas una cosa.
—¿Qué pasa ahí atrás? —dijo Collingswood—. ¿Con quién estás de cháchara?
Marge levantó el dedo tan perentoriamente que, sorprendentemente, Collingswood obedeció. El pequeño mesías encadenado le estuvo susurrando durante un largo rato. Marge asintió, asintió, tragó saliva, dijo «Sí», como si estuviera atendiendo una llamada telefónica.
—Dile que sí.
Finalmente, dejó caer el crucifijo por debajo del cuello.
Suspiró y cerró los ojos, entonces miró a Collingswood.
—Tenemos que ir a un sitio. Tenemos que ir a recoger a alguien.
Paul se incorporó. El otro agente miró hacia atrás, nervioso.
—Sí… —dijo Collingswood meditabunda—. No te queda muy claro el concepto de «estar detenida», ¿no?
—Escucha —dijo Marge despacio—. ¿Quieres meternos entre rejas? Pues métenos. Pero mira a tu alrededor y escúchame.
Se oyó un grito de guerra muy oportuno, que salía de alguna calle cercana.
—Me acaban de asignar una tarea, ha sido Billy. ¿Conoces a Billy? Y también este coleguita que tengo en el collar, al que acabo de ver morir a manos del cabrón más malévolo y aterrador. Y que había venido a buscarme a mí.
»Pues bien, me han asignado esta tarea sobre la base de que puede ser lo único que frene el fin del mundo. Por lo tanto. ¿Crees que tu informe de arresto podría esperar un par de horas? ¿Adónde quieres ir en medio de todo esto?
Collingswood no le quitaba los ojos de encima.
—Goss y Subby —dijo Collingswood.
—Entonces, los conoces.
—He tenido mis líos —dijo Collingswood.
—Pues ahí lo tienes.
—¿Wati acaba de tener su propia bronca con ellos?
—Me ha dicho adónde hay que ir y qué hay que hacer.
—¿Y si me cuentas lo que te ha dicho y así lo podemos hablar? —dijo Collingswood.
—¿Y si te vas a tomar por culo? —dijo Marge sin rencor. Sonó todo lo cansaba que estaba—. Echa una ojeada y dime si crees que tenemos tiempo que perder. ¿Y si…? Mira, yo solo lo dejo caer. ¿Y si salvamos el mundo primero y luego ya nos arrestas?
Se produjo un silencio en el interior del coche. Por encima se oía el excitado duelo de la sirena.
—Le voy a decir una cosa, jefa —dijo de pronto el otro agente, el joven que iba conduciendo—. Me gusta su plan. Yo estoy a favor.
Collingswood se echó a reír. Apartó la vista y miró al cielo de Londres, donde se revolvían las nubes.
—Sí. No estaría mal ver el mañana. Nunca se sabe. Pero luego —dijo, meneando el dedo en dirección a Marge y a Paul— os metemos entre rejas sin falta. Vale, ¿cuál es el plan?
* * *
—¿Quién demonios sois vosotros? —dijo Mo a la puerta de su casa, enarbolando la escoba como si de un arma se tratara. Los arboles se estremecían. Marge levantó el crucifijo, enseñándoselo.
—No soy un vampiro —dijo la mujer.
—No, por el amor de Dios —dijo Marge—. ¿Conoces a Wati? Somos amigos de Dane.
—Qué cojones —le dijo Collingswood a Mo—. ¿Me vas a obligar a ponerme violenta contigo? Déjanos entrar y escucha.
—Hemos venido a por Simon —dijo Marge en el pasillo.
—Mala idea. Simon sigue hechizado.
—Aun así —dijo Collingswood.
—Hemos llegado al último. —Un último y obstinado yo muerto. Mo vaciló—. Necesita descansar.
—Sí —dijo Marge—. Y yo necesito unas vacaciones en las Maldivas. Y qué le vamos a hacer.
—No le falta razón —dijo Collingswood—. En eso estoy con la prisionera.
Simón levantó la cabeza al entrar ellos. Llevaba puesta una bata y un pijama. Tenía en las manos una chirriante bola peluda.
—Somos amigos de Billy y Dane —dijo Marge.
Simon asintió. Se despertó en el ambiente un suave melisma fantasmal iracundo. Él sacudió la cabeza.
—Ya sabréis disculparme —dijo.
—Mensaje —dijo Marge—. Necesitamos que traslades una cosa. Por Billy. No me mires así…
—Pero… no puedo. Por eso estoy aquí. Esto… es como una adicción —dijo Simon—. El don es como una droga. No puedo volver a pasar por eso, yo…
—Chorradas —dijo Wati, débil pero audiblemente.
—Déjame que te lo explique.
Paul hablaba por primera vez. Tosió. De su espalda salió un gruñido, y el fantasma de Simon respondió con su propio lamento. Paul se rascó con fuerza contra el marco de la puerta, hasta que su espalda volvió a guardar silencio.
—Acabo de cargarme al pedazo de mierda más peligroso que te puedas imaginar, por medio del método más horrible que haya tenido que emplear en toda mi vida —dijo—. Wati dijo que te metiste en esto porque te pagaron por hacerlo y que podrías haber salvado el mundo. Si Griz hubiera conseguido antes lo que quería… Así que gracias. Por eso. Pero vas a colaborar. La magia no es una droga. Lo que hizo por ti fue hacerte morir y que no te dieras cuenta de que habías muerto, una y otra vez.
»Mañana podrás hacer lo que te dé la gana. Pero hoy perteneces a Londres. ¿Entendido? Hay una cosa más que hay que portear. Ni siquiera tienes que teletransportarte, nada de volver a palmarla. Esto lo vas a hacer. Ni siquiera te lo estoy pidiendo por favor.