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Billy siguió la última misa krakenista de la historia. Se sentó al fondo de la iglesia. Vio lágrimas y escuchó bendiciones. Dane estuvo inseguro, pero elegante, repitiendo la liturgia de la que llevaba mucho tiempo sin participar. El rebaño sin pastor se arreaba a sí mismo. Billy se removió en su asiento y estuvo trasteando con el fáser en el bolsillo.

La congregación cantaba himnos a dioses de múltiples brazos y cabeza de torpedo. Por fin, Dane dijo:

—Vamos allá.

Algunos de los voluntarios procuraron sonreír mientras formaban una fila. Uno a uno, fueron colocando la mano sobre la punta de la mandíbula de kraken. Los hombres bisagra unieron cuidadosamente el gran pico sobre su piel, como unas tijeras. En dos ocasiones, el gancho de la mandíbula infligió heridas más severas de lo pretendido, provocando que el fiel dejara escapar un lamento. En la mayor parte de los casos, los pellizcos fueron limpios: la piel se rompía, brotaba un poco de sangre.

Billy esperaba dramatismo. Los mordidos parecían grandes y desgarbados, parecían abarrotar el cavernoso pasillo. Se abrazaban y se tomaban de las sangrantes manos. Dane, el último, colocó su mano entre las mandíbulas e hizo que su congregación las uniera en un mordisco. Billy no tuvo ninguna reacción.

El plan era simple o estúpido. No contaban con el tiempo, los efectivos o la experiencia suficientes para acometer algo más sofisticado. Tenían una ventaja, y solo una, que era que Grisamentum no sabía que ellos sabían dónde estaba, ni que iban a ir. Lo único que tenían era ese efecto sorpresa. Un ataque uno-dos desviado y real. Cualquiera que se parara a pensarlo más de un segundo tenía que darse cuenta de que lo que venía primero era una distracción. Así que no iban a otorgarle ese segundo.

Tenían unas pocas pistolas, espadas, objetos trucados de variados diseños. No sabían lo que era ahora Grisamentum. ¿Entintado en papel, en líquido? Ya había esquivado la muerte una vez. El fuego podía secarlo, pero dejaría tras de sí su pigmento. Lejía, entonces. Parecía haberse asustado con ella. Llevaban botellas. Su arma más primordial: un limpiahogar. Algunos portaban en sus cinturones aerosoles rellenados a modo de abultadas pistolas.

—Venga, vamos —le dijo por fin Billy a Dane. Lo llevó hasta el coche. Ahora era él quien conducía. Ni siquiera necesitaba indicaciones, conducía como alguien que sabía lo que estaba haciendo. Billy miraba a través de la ventanilla. No miraba a Dane: no quería ver cambios. Observaba todas las calles oscuras por las que pasaban; no perdía la esperanza de que viniera el ángel de la memoria, pero no había ninguna figura de cristal y hueso bajo los árboles pelados que se mecían, los toldos de los edificios de Londres, ninguna calavera ni tarro rodando entre la pequeña caterva noctámbula. Había gente a la carrera, pequeños incendios.

—Dios —dijo Billy. Le habría gustado que Wati saltara a toda velocidad de figura en figura y regresara a la hawaiana que había en el salpicadero del coche.

Aparcó cerca del complejo industrial que Dane le había señalado en el mapa, junto a una verja metálica, oscurecida por el óxido. Algunos otros miembros del grupo de ataque aparcaron en distintos lugares, según un patrón estudiadamente aleatorio, y fueron sin prisas a ocupar sus posiciones. Billy se llevó el dedo a los labios y miró a Dane para advertirle. Se oían sirenas, pero no tantas como sugerían las alarmas de incendios y los sonidos de violencia que fueran necesarias. Los padres de Londres tendrían a sus hijos en casa esa noche, les estarían susurrando, en flagrante mentira, que todo iba a salir bien.

—¿Dónde crees que estarán ahora las tropas más leales al Tatuaje? —dijo Dane—. ¿Los cabezas de puño y los… la gente de los talleres?

Estaba sudando. Tenía los ojos muy abiertos.

—Luchando —dijo Billy.

Allí fuera, en la extraña noche cálida. Algunos de los londromantes más en forma los siguieron. El batallón de guerra de Saira. Escondidos, escalaron los muros descascarillados del edificio y avanzaron furtivamente por la estructura. Estudiaron la fábrica como si fuera a hacer algo.

Detrás del muro había un patio donde un coche abandonado mandaba sobre los hierbajos. La fábrica permanecía allí, rodeada por ese vacío. No vieron que se moviera nada. Había quizá una disminución de la oscuridad en una de las grandes ventanas que daban a la nada. El muro en el que se encontraban conducía, como una espina dorsal, hasta el mismo edificio: no les hacía falta tocar el suelo. Billy señaló a algunos de los guerreros que venían tras ellos, les indicó adonde quería que fueran.

Aunque Wati hubiera estado allí, no habría podido espiar para ellos: las figuras de arcilla que había en el tejado, por lo que vio Billy, estaban machacadas. La corte de Grisamentum había cegado su arquitectura. Billy se sacó la figurita de Kirk del bolsillo. La sostuvo en alto, tal y como había hecho tantas veces desde que el shabti se hubiera retirado horriblemente, dando tumbos, y susurró el nombre de Wati. De nuevo, nada.

Billy señaló. Dane apuntó con un rifle que había sacado de la armería del kraken, un movimiento mínimo en la azotea del edificio. Un hombre apoyando las manos en la barandilla e inclinándose hacia él.

—Nos ha visto —dijo Billy.

—Aún no está seguro —murmuró Dane. Su arma dio un golpe seco. El hombre cayó, en silencio.

—Vaya —dijo Billy.

—Mierda —dijo Dane. Estaba temblando.

—Ahora no nos queda mucho tiempo —dijo Billy.

Los mordidos por el kraken estaban saliendo de sus coches, procediendo con un extraño desgarbo. Mientras avanzaban, llegó su distracción.

* * *

Los atacantes londromantes llegaron tal y como estaba acordado, con efectismo. Un ejército de mampostería. Los pocos que quedaban, cuya habilidad era debilitar las defensas de la ciudad, habían hecho lo que habían podido. Habían lanzado sus alarmas con paraquímicos, oleadas de ansiedad patógena. Estimularon su respuesta inmune en los terrenos de la fábrica. Naciendo de las esquinas de ladrillo; emergiendo de los huecos de las espesuras; desenroscándose del coche destrozado; los leucocitos de Londres se alzaron para el ataque.

Uno era arquitectura ambulante; otro, una marioneta de basura; otro, una ventana que daba a otra parte de la ciudad, un agujero de forma monstruosa. Se movían por entre materia urbana, de la que cabe en la palma de la mano y/o de la inmensa. Sus pasos reproducían el ladrido de los perros y el ruido de frenazos de coches. Uno echó hacia atrás la analogía de su cabeza y profirió un grito de guerra que era la llamada del motor medio ahogado de un autobús.

Abrió de un golpe las puertas del recinto. Los londromantes más valientes entraron corriendo. Blandían armas, o aguijones con los que dirigir sus gigantescas descargas celulares. Había movimiento detrás de las ventanas de la fábrica.

Surgidos de las puertas laterales y de detrás de contenedores de basura, llegaron los pistogranjeros, murmurando oraciones de fertilidad al tiempo que disparaban. Una forma canina de papel desechado saltó desde una ventana. Durante unos segundos Billy creyó que lo soplaban los arreadores de monstruos, pero no había nadie insuflándole ráfagas. Cada pedazo de papel que formaba aquella totalidad lobuna estaba manchado de tinta.

—Dios mío —dijo Billy—. Dane. Es él. Está en todos.

Cada fragmento de papel tenía la suficiente presencia de tinta de Grisamentum como para dotarlo de movimiento. Ahora era un libertino, impaciente en los límites de su pretendida apoteosis.

El lobo de papel entintado saltó sobre una londromante que no dejaba de gritar, y los dientes de papel la desgarraron como si fueran de hueso.

—Oh, joder —dijo Billy—. Es hora de moverse.

Apuntó con el fáser y echó a gatear.

Debajo de él, en el muro, un tramo de ladrillo derrumbado se alteró, adoptó una nueva forma, se convirtió en una puerta ancestral con una cerradura rota desde hacía tiempo, de manera que se podía abrir de un simple empujón. Saira entró y se mordió el labio, y se mantuvo apartada, y detrás de ella entró el pico del kraken. Billy vio a los que habían sido mordidos por el dios calamar.

Eran más fuertes de lo que tenían derecho a ser. Cogieron pedazos de mampostería y los arrojaron. Estaban deformados y metamorfoseados. En ellos se movían las corrientes, sus músculos aleteaban en direcciones que no se les suponían.

—Dios mío —susurró Billy. Disparó una débil sacudida quejumbrosa contra el edificio, una distracción descabellada, mientras lo miraba.

Un hombre estaba desarrollando ojos de Architeuthis, feroces círculos negros ocupaban ambos lados de su cabeza, estrujando sus facciones entremedias de los dos. Una mujer se abombó, su cuerpo se transformó en un tubo muscular por el que asomaban sus miembros, absurdos, pero poderosos. Otra salió disparada en la distancia, impulsada por su nuevo sifón, desplazándose en el aire como este si fuera agua, con el cabello ondeando a merced de las corrientes del mar, a kilómetros de allí. Había un hombre con los brazos levantados, exhibiendo las burbujas que estallaban y se convertían en ventosas de calamar; y otro con un temible pico, donde antes tenía la boca.

Desgarraron a los pistogranjeros y al remolino de papel entintado. Las balas se incrustaron en ellos, y rugieron y respondieron con más destrucción. El hombre de las ventosas se miraba expectante los dorsos de los brazos. Las marcas se levantaban, formando pequeñas ventosas, pero los brazos seguían siendo brazos. Billy lo observaba. Era impresionante, sí, pero…

¿Pero era una broma deífica que ninguno de los mordidos tuviera tentáculos?

Dane no había adoptado una nueva forma. Solo que ahora miró a Billy y sus ojos eran todo pupila, todo oscuro. No tenía brazos de caza.

—Billy. —Una débil voz, procedente del hombre de plástico de Billy.

—¡Wati! —Billy chasqueó los dedos para llamar la atención de Dane. Agitó la figura—. Wati.

—… Os encontré —dijo la voz, y volvió a toser. Se fue apagando.

—Wati…

Tras unos segundos de silencio, Wati dijo:

—Lo primero que hice que fue auténticamente mío fue dejar de ser ese cuerpo que se hizo. Podía hacerlo otra vez. Me pillaron desprevenido, eso es todo. Solo tuve que…

El brusco reanclaje a esa figura de explotación le había dolido terriblemente.

—Este es el único sitio que pude encontrar. He estado ahí tanto tiempo.

Solo había despertado a medias, en el mejor de los casos, de la tierra sin almas, entre estatuas, donde había permanecido en coma. Volvió a caer en el silencio.

—Maldita sea —dijo Billy—. Wati.

No hubo nada más, y se les acababa el tiempo. Billy hizo señas y avanzó, arrastrándose, y Dane se arrodilló con él en la terraza que había debajo de la ventana grande de la fábrica, mirando hacia dentro, a los últimos preparativos de Grisamentum.